jueves, 22 de noviembre de 2018

Un solo corazón


Abandono Grecia, en un avión de la AEGEAN, junto a mi compañero Juan. Abandonar Grecia supone volver a la rutina. Bendita rutina la nuestra que nos permite comer, criar a nuestros hijos, y aspirar a un futuro incierto, pero al fin y al cabo un futuro.
En la isla de Lesbos, no lejos de la costa turca, miles de personas, tan personas y tan valiosas como Juan y como yo, o como usted que me lee quién sabe por qué, esperan hacinadas a que alguien se atreva a tenderles la mano y ofrecerles un futuro. Refugiados de guerra, migrantes, personas de carne y hueso como nosotros, que han sido injustamente condenados a la más absoluta miseria y al más doloroso destierro. 
La vida nos sonríe hasta que, cansada de nuestras miserias, nos enseña los dientes y nos da la espalda. Y nos enseña los dientes cuando perdemos la memoria de lo que fuimos tantas y tantas veces a lo largo de nuestra historia: refugiados, huidos, arruinados, abandonados. Nosotros, los de este lado de la vida, los que gozamos de una rutina cotidiana, llena de estrés, y de impuestos, y de comida que arrojar a la basura porque se nos hace vieja en el frigorífico, no somos conscientes de lo mucho que tenemos que defenderla. Cuando dejamos de otorgarle valor a lo que tenemos, y lo que somos, comenzamos a pervertir nuestra realidad, y, de ese modo, abrimos la puerta a los salvapatrias de turno, charlatanes de poca monta que meten miedo a discreción, con las más bajas y perversas letanías, y las más espurias intenciones.
Juan y yo, por fortuna, hemos podido venir a Grecia a buscarnos la vida. A él y a mí la vida nos está dando una tregua. Como es obvio, la tierra no es mía ni de Juan, no somos ni más ni menos que nadie, pero soy de los que opina que la tierra es nuestro hogar común y que esta, en lo más profundo de su interior, esconde un solo corazón en sincronía con el de todos los que la habitamos.
Me marcho, como siempre, aspirando a regresar. Gracias, Grecia. Gracias, Juan. 

miércoles, 14 de noviembre de 2018

Un tipo normal


Está frente a mí. Es alto. Cara redonda y papada generosa; lo que viene siendo una cara de pan. Lleva el pelo rapado para disimular una calvicie prominente. Diría que pesa entre noventa y noventa y cinco kilos. Parece bañado en un perfume que me recuerda al Barón Dandy de toda la vida, contaminado por el olor de una loción de afeitado, muy a la antigua usanza. Corbata con motivos arabescos en negro y granate. Traje oscuro. Anillo grueso de oro blanco, o plata de la que cagó la gata. Camisa blanca tirando a beig. Y, sobre todas esas capas de ropa, luce una chubasquero color caqui. 
El señor que hay frente a mí no se ha percatado de la minuciosa observación a la que lo estoy sometiendo. Casi una evaluación psicotécnica, podríamos decir. Ha pedido un café con leche y un croasán. Le pone dos sobres de azúcar. Lo prueba. Se levanta de nuevo y coge otro sobre de azúcar. Lo añade, lo prueba, y parece que ya está a su gusto. 
Come con urgencia, como si se le escapara el vuelo rumbo a quién sabe dónde. Mira su móvil. Repasa el wasap. Responde una llamada en un idioma que podría ser croata, o serbio, o cualquier otro idioma de los Balcanes. El Café Nero del aeropuerto Franjo Tudman de Zagreb está muy concurrido a estas horas de la mañana. 
La víctima, a la que disecciono minuciosamente como un forense, sigue frente a mí. Apura su café sin dirigirme una mirada. Abre su bolso y saca una pequeña libreta de hojas de cuadros, sobre la que anota algo con una pluma estilográfica como de otra época. Realiza una llamada y, mientras habla con alguien en un tono más bien ofuscado, escribe con una letra tan ilegible y confusa como su futuro.
Vuelve a mirar la pantalla de su teléfono móvil, como esperando algo. Impaciente, repasa varias aplicaciones de mensajería instantánea. Se limpia la boca con una servilleta y repasa sus dientes con otra.
Mira su billete de avión para cerciorarse de la hora del embarque. Guarda el ticket del desayuno en su cartera para justificar el gasto. Entonces, es cuando reparo en que sus ojos son profundamente azules y que sus manos son el doble de grandes que las mías. Le noto tenso. Quién sabe si preocupado por la salud de su esposa, o por la de uno de sus hijos, o por las fluctuaciones de la bolsa de Dusseldorf. Tal vez siente la presión de los resultados de su empresa, o de los resultados que obtiene para la empresa que trabaja. 
De nuevo otra llamada. Otra conversación acalorada. Otro gesto contrariado. Se levanta de la silla. Por fin, ese señor que desayunaba frente a mí, como si yo no existiera, me ha regalado una mirada. Ha sido una mirada vacía, inocua, circunstancial. Tras lo cual, con desgana, me ha dicho bye.
Creo, sin temor a equivocarme, que era un tipo normal.

viernes, 9 de noviembre de 2018

Retrato de cuerpo entero


Se me acumulan los relatos sin publicar mientras me dejo los ojos leyendo a Murakami. Mis relatos son una mierda, lo sé, pero Murakami es un Dios. Treinta veces mejor que el mejor de los Nobel de Literatura. Los de la Academia Sueca se hacen los suecos para no darle el premio al único escritor vivo que se lo merece. Ahora vuelo entre turbulencias —disculpen que siempre les escriba al vuelo—, al lado de una señora oronda con el pelo teñido de rojo fuego. Su voluminoso cuerpo reduce mi espacio vital hasta convertirlo en una celda de castigo. Por fortuna, no sufro de claustrofobia. Escribo, por tanto, encogido en este vuelo que despegó de Barcelona rumbo a Zagreb, leyendo a Murakami y, de ahí, agarraré otro que me lleve hasta Sarajevo.
La señora —no sé si decir mi carcelera—se ha pasado el vuelo viendo fotos de un viaje; tal vez el viaje de su vida, o, con toda probabilidad, del viaje del que regresa felizmente a su querida Croacia. 
Yo, por desgracia, regreso a Bosnia con menos asiduidad de lo que regreso a Murakami. La señora del pelo rojo, que invade mi espacio vital, también regresa. Ir y venir. Volver. Irse de nuevo. 
La vida es un camino perpetuo de idas y venidas, en los que uno regresa, siempre que puede, tanto a sus orígenes como a sus obsesiones. 
No. No entiendo adónde quiero llegar con esto que les escribo. Con tanto viaje, me debo estar perdiendo. El retratista —el personaje central de la última novela de Murakami— perdió a su hermana cuando ésta tan sólo contaba con doce años y él a penas tenía quince. 
Pensaba en eso, y en la impresionante descripción que el japonés hace de la niña amortajada, cuando decidí interrumpir la lectura y ponerme a escribir. Entonces fue cuando, sin querer, vi en las fotos del móvil de la gran señora del pelo rojo, una foto suya desnuda que se había tomado sobre el reflejo de un espejo, en lo que parecía la habitación de un sencillo hotel de a cuarenta euros la noche.
Ella miraba su desnudo detenidamente, con embeleso, cambiando con frecuencia el ángulo de la pantalla, sin percatarse de que su orondo cuerpo estaba al alcance de mi vista, o tal vez para ello. 
Tras lo cual, encontré la conexión que le faltaban a estas letras antes de tomar tierra: tal vez mi compañera, adicta a los tintes rojos, le enviaba su retrato de cuerpo entero al personaje de la novela de Murakami para que, de esa guisa, la inmortalizara en uno de sus retratos.
Espero que el artista no cobre por centímetro cuadrado. 


lunes, 5 de noviembre de 2018

A Piedra (Petra) Lásló


Denostada Piedra (Petra) László:

Es admirable su gran capacidad física a la hora de lanzar sus piernas. En algunas instantáneas, me recuerda usted a un aguerrido lateral derecho intentando interceptar el avance de un vertiginoso extremo, acabando con el contrario en el suelo, y él —en este caso usted—, con tarjeta roja y en la calle. En otras más bien me recuerda a una taekondista, en un campeonato mundial de la cosa, soltando estopa en pro de una medalla para su país y para su historia. En otras, si me fijo únicamente en su imagen y obvio todo lo demás, podría llegar a pensar que usted está bailando al ritmo alocado de los ochenta tras haberse fumado alguna planta aromática cultivada en el Rif. Pero, por desgracia, distinguida periodista de la desnortada Hungría, usted no está por la labor deportiva, más bien lo suyo representa todo lo contrario que propugna el espíritu olímpico del que usted parece no tener ni la más remota idea.
Sus piernas, Piedra, digo Petra, son la representación del odio hitleriano, movidas por el desprecio más visceral y retrogrado del que la especie humana, con demasiada frecuencia, hace gala. Para su descargo, Piedra, digo Petra, le diré que usted no es la única, ni tan siquiera es un raro ejemplar en peligro de extinción, más bien forma parte usted de una especie de alimaña que empieza a proliferar por todo el globo terráqueo y que amenaza con convertirse en una pandemia. 
Señora Piedra, digo Petra, que usted haya sido absuelta, después de haber sido condenada, no significa que su odio hacia los más necesitados vaya a quedar impune, usted ya pasará a la historia como la periodista más inhumana que haya accedido a tan elevada profesión. Sus hijos, sus nietos, sus sobrinos, sus colegas de profesión, los vecinos de su escalera, sus lectores, sus conciudadanos, todos los habitantes de la Comunidad Europea a la que usted hace ascos, los habitantes de todos los países desheredados de este planeta —y que son muchos—nunca nos olvidaremos de sus odiosas y enfurecidas piernas. 
Dicen que Dios le da pan a quien no tiene dientes, y ahora sabemos que Dios también le da piernas a quien no las merece. 
Señora Piedra: ¿Para qué necesita usted a sus piernas? ¿Acaso sus padres la crearon con piernas para patear a gente indefensa que huye de la guerra? 
Creo que todas estas cuestiones, a personas como usted no le afectan en lo más mínimo; sus corazones de piedra, doña Petra, no sienten el dolor ajeno, no empatizan con nadie que sufre, no percibe ni un pequeño palpito de solidaridad. Señora Piedra, digo Petra, cuide usted de sus piernas, porque su corazón ya está perdido.
Por mi parte, condenada queda para siempre.