lunes, 30 de diciembre de 2019

Tinaja Business Plan


—¡Qué se acaba el año, Manolo!.
—Joder, pues ni me he enterado…!
—Normal, si tú nunca te enteras de nada. Es como si vivieras en otro mundo.
—Oye, Paco, no te pases que no te llevo. Eh! 
—Mejor me quedo aquí que irme contigo, qué eres más aburrido que el concierto de año nuevo. 
—Pues a mí me parece algo maravilloso. Nunca me lo pierdo. 
—No te digo yo. Es que eres un tío muy raro, Manolo. Yo creo que por eso aún sigues soltero.
—Sigo soltero porque quiero. No me gusta compartir. Lo mío es mío y punto. 
—Y de mayor qué vas a ser…
—Voy a ser un anacoreta…pero de tinaja.
—¿De tinaja?
—Como lo oyes. Lo llevo pensando desde hace años, pero estoy esperando a que suban un poco más las temperaturas, con lo del cambio climático, y así pasar menos frío. 
—¿Y ya has visto la tinaja?
—Sí, sí, la tinaja la tengo ya, la heredé de mi abuelo. La tiene un primo mío guardada en su finca. Es una tinaja muy confortable, con olor a vino, en la que caben tres como yo. 
—Y cómo piensas vivir dentro de una tinaja, Manolo. ¿Has perdido la cabeza?
—Lo tengo todo previsto, no te preocupes. Tengo preparado hasta el plan de negocio.
—¿Pero qué me estás contando, Manolo? Me das más miedo que un nublao!!!
—Voy a poner mi tinaja en la orilla del Camino de Santiago, y pondré un monaguillo de cartón en la puerta, con su correspondiente hucha, con un letrero que diga: “Aportación para el rezo del anacoreta, mete un euro y alcanzarás tu meta”.
—Eres un monstruo del marketing, Manolo.
—Claro, lo tengo todo muy estudiado. Aspiro a que el 10% de los peregrinos me afloje un euro, lo que me generaría más de 32.000 euros al año libres de impuestos. A eso tendremos que añadir que les pediré la comida y la bebida -siempre llevan bocatas de sobra- y por lo tanto, todo serán beneficios. Tengo pensado ofrecer servicios especiales de limpiezas espirituales a razón de 10 euros la limpia, lo que me aportará pingües beneficios. En Diez años traspasaré la tinaja a un australiano y me jubilaré. Tengo pensado retirarme a la República Dominicana, o quién sabe si a Cuba, depende de cómo este la cosa. 
—¿Sabes qué te digo, Manolo?
—Sorpréndeme, Paco.
—Estás loco de remate. Por cierto, por si no nos vemos: ¡Feliz año nuevo!
—Igualmente, Manolo. ¡Feliz año!

Futuro privatizado


Escribo a la carrera agobiado por el fin de año. Las estadísticas juegan en mi contra. Este blog da sus últimas bocanadas. Seguimos sin gobierno. Aumentan las temperaturas. Se muere el planeta. Sufro en silencio de desconocidos problemas hepáticos. La lotería pasó de largo. La calvicie sigue conquistando mi superficie craneal. Sumo otra talla de pantalón. Mis objetivos, para el año que finaliza, no se alcanzaron. Aumenta el paro y la corrupción. Curiosa analogía: a más paro más corrupción. La ultraderecha se acomoda en el sofá de la democracia y amenaza con quitarnos el mando de la televisión. En Siria siguen muriendo y los campamentos de refugiados de Grecia y Bosnia siguen agonizando. Las aguas del Mediterráneo se tragan los sueños de los que no tienen ni derecho a soñar. 
Los grandes bloques se amenazan unos a otros para que los lamentos de los desheredados del mundo sigan sin escucharse. 
No sé si será por la edad que voy teniendo pero me da la sensación que nada va a mejor. 
Hubo un tiempo en el que la sociedad era capaz de construir su propio futuro, hasta que los gobiernos decidieron privatizarlo. 
El futuro privatizado es el logro supremo del neoliberalismo más salvaje. 
Ya nada nos pertenece. Vendieron nuestra alma al diablo, o a un fondo buitre.

miércoles, 25 de diciembre de 2019

Desmesura


Bienaventurados los desmesurados porque de ellos será el reino de la opulencia.
Feliz Mezquindad.

viernes, 20 de diciembre de 2019

El cuñado de Johan Cruyff


El personaje es lo de menos. Lo importante es que sepan ustedes que existe un personaje ya sea este de ficción o inspirado en la cruda realidad. En el caso que nos atañe el personaje existe, y está aquí, a mi izquierda. Ahora duerme agarrado con ambas manos a su riñonera. En Holanda, por lo visto, aún se usan esos artilugios a caballo entre el bolso de mano y el cinturón. Su corte de pelo es al uno. El bigote clásico y canoso. Sus gafas, de ver, son de Carrera. La papada, sin paliativos, de obispo. Lo colorado de su nariz dice tanto del estado de su hígado como de sus constantes inversiones en vodka, ginebra y similares. 
Juraría que él, y sus ronquidos, son nativos de la mismísima Holanda. Su esposa, que viaja a su lado, es de origen asiático, o de los alrededores, y de ella solo destacarles que me han impresionado sus enormes manos, como de carnicera. Cada guantazo suyo debía de ser festejado efusivamente por los dentistas de Amsterdam. 
Ninguno de los dos ha consumido nada mientras yo me he zampado un sándwich vegetal como un vegano de pro. Las azafatas lucen un pañuelo color verde vegano al cuello como manda el libro de procedimientos de Transavia; una compañía holandesa que hoy me acoge. 
Me van a permitir que le ponga nombre a nuestro jubilado holandés, ya qué, aún a riesgo de equivocarme, ¡y qué más da si me equivoco!, jugaría que es un prejubilado de la banca. En Holanda son mucho de bancos, de quesos y de flores. (Sí…también de marihuana, que sé que lo están pensando) Yo creo que Matheus —me gusta el nombre de Matheus para mi durmiente y jubilado personaje—ha sido más de contar florines que de cortar tulipanes. Su esposa, que no dice ni mu, luce un bolsito más tradicional y un sencillo teléfono Samsung Galaxia A5. La clave de acceso a su teléfono, y a su privacidad, es la 4242 lo que evidencia una mente previsible y demuestra que aún conservo algo de vista. 
El marido sigue durmiendo como un bendito, mientras su esposa ojea las fotografías de sus idílicas vacaciones en Benidorm. Benidorm tiene de idílico lo que yo de candidato al Cervantes. Como ven, los personajes son lo de menos. Lo que necesitaba era una excusa para escribir. Cuando urge la cosa literaria, cualquier personaje es válido. No quiero con esto que me malinterpreten, Matheus no es un personaje cualquiera. Con toda probabilidad, o al menos con algo de probabilidad —no vayamos tampoco ahora a exagerar—, mi jubilado de la banca podría ser el creador del concepto Fresh Banking, que es a los bancos lo que el pescado fresco al Mercadona. 
Menudo personaje este Matheus. Qué buen hombre ha dado al mundo la tierra de los quesos de bola y de la naranja mecánica. Y su señora qué maja. Con su Samsung repleto de historias de buffet, y de música pachín pachán, y de mercadillo de Benidorm.
Hay qué ver lo que duerme este bendito… ¿Mira que si fuera el cuñado de Johan Cruyff?.

viernes, 13 de diciembre de 2019

La otra Navidad


Escribo desde las sombras nocturnas de la madrugada. Indago en mi cerebro de nuez en busca de un camino por el que transiten mis dedos. El teclado me llama a gritos presa del pánico del abandono. 
A Ana ya le he preparado su biberón. Mientras escribo, ella dibuja peces abisales sobre un folio reciclado con olor a champú. 
Estos días me ha costado ordenar mis ideas y he preferido recortar papeles, con y sin mensaje, para configurar algún collage. Desatranco mis relatos con collages y viceversa. En la oscuridad de este horizonte narrativo se atisba el fin de año rodeado de contaminación lumínica y felicidad artificial. 
Pienso en los campos de refugiados de Grecia. En niños mugrientos durmiendo sobre el lodo. Pienso en la gente que se traga el Mediterráneo intentando alcanzar las costas de sus sueños. Pienso en las mujeres que conviven en la casa de un ogro con libro de familia. Pienso en todos los desheredados del sistema y en los que, el próximo año, sin saberlo, van a desheredar. 
Y así, las personas digitales, convertidas en meros dígitos, formamos parte de caprichosos algoritmos capaces de sumergirnos en la profunda oscuridad de la sinrazón y dejarmos fuera de juego a la primera de cambio.
La navidad nunca me ha sentado bien. Me confronta con las personas que subsisten en la antítesis de mi realidad. Y siempre me pregunto: ¿Por qué?
Cincuenta y tantos años después, aún no encuentro una respuesta. 

jueves, 5 de diciembre de 2019

El jardin de los poetas

                                    

Escribía poesías dulces y livianas con olor a lavada, y a romero, y con sabor a miel, quién sabe si inspiradas en Lorca, Pushkin, o en Jayam. Su cabello era lacio, con un tono cenizo y ligeramente aclarado en las puntas. Su mirada era serena como el fluir de un río que transitara por un valle verde esperanza. Y clavaba sus poemas en los troncos de los árboles a sabiendas de que yo los recogía. 
Me encantaba su forma de vestir. Vaporosos vestidos, siempre de fibras vegetales, en tonos claros: blancos, beig, amarillos, rosados… cubrían un cuerpo de formas sinuosas que me inquietaban. Más que caminar, aquella mujer parecía que flotaba a un palmo del suelo. Yo hacía como que leía un libro. Disimulaba entre lineas, que no decían nada, para leerlo todo en sus andares. Ella era mi prosa y mi verso.
Y, como una brasa, siempre mantenía vivo el fuego. Con chinchetas de colores, a juego con el vestido del día, sobre la rugosa piel de cualquier árbol, ella clavaba otro poema con el que me traspasaba el alma. Y así transcurrían mis oscuras semanas en las que tan sólo brillaban los sábados. Las semanas y los meses se resumían en acumulaciones de versos que yo guardaba y clasificaba celosamente como un resucitado bibliotecario de Alejandría.
Hasta que una mañana, mientras me afeitaba, me decidí. Recuerdo que tomaba un café tan oscuro como una noche sin luna. Sobre una cuartilla color sepia le escribí, sonrojado, mi primer poema. Para anticiparme a mi musa, corrí al jardín, y con una chincheta del mismo color que mi viejo abrigo, sobre un centenario ficus, clavé mi condena. 
Hace treinta años que todos los sábados retomamos el juego. Otras parejas nos han copiado, pero no es lo mismo: ellos buscan encarecidamente que el verso se haga carne, mientras que nosotros no necesitamos nada más. Afortunadamente, pese a que la vida se ha convertido en una fotografía desgastada de lo que fue, la poesía no ha muerto. 

martes, 3 de diciembre de 2019

Partido Friki


—Hola compañera. Vengo a presentarme voluntario para ministro del Ambiente Entero. 
—¿Cómo dice?
—Lo que oye, señorita. ¿Esta no es la sede del Partido Friki? —preguntó.
—Así es —respondió la recepcionista con cara de perplejidad.
—Quiero hablar con el presidente. Es urgente —exclamó el extraño personaje. 
—¿De parte de quién, caballero? —le requirió la chica, educadamente.
—De Gerardo Pandereta Golondrino, aunque todos me dicen Vencejo por mi afición a las aves cantoras. 
—Pero los vencejos no cantan…
—En mi pueblo sí…
—Muy bien, Gerardo Vencejo, espere aquí un momento, por favor.
—No señorita, Gerardo Pandereta…Vencejo sólo me dicen mis amigos, no se equivoque usted conmigo —le recriminó el aspirante. 
Mientras esperaba, Gerardo publicó un tuit en el que se anunciaba como el próximo responsable del Ambiente Entero del Partido Friki, partido que había dado la sorpresa en las pasadas elecciones generales de Bolchevicovia, quedando por delante de los partidos que tradicionalmente se llevaban el dinero en carretilla hacia los paraísos fiscales.
—Pase por aquí, Gerardo. El presidente Arturo Nicolayet le atenderá unos minutos. Su agenda está muy completa ya que la prensa de medio mundo le tiene acribillado a entrevistas —le explicó la recepcionista. 
Al entrar, el presidente le esperaba en la puerta de su despacho para recibirle con una camisa negra y una corbata de color fucsia. 
—Pase usted, buen hombre, adelante. Mi secretaria me ha informado de que usted se ofrece al cargo de ministro del Ambiente Entero, ¿no es eso? -preguntó el mandatario.
—Así es Don Arturo, ya estoy harto de ministros que solo protegen la mitad del ambiente; yo, como buen friki, quiero liderar la protección del Ambiente pero en sus dos mitades ¡Al completo!. ¿Está usted conmigo, verdad? —preguntó Gerardo. 
—Me parece una propuesta friki digna de ser considera. Este partido necesita medrar incorporando más frikismo a nuestro discurso. Frikismo renovado y buenista, con propuestas que caigan por su propio peso y que no haya que pensarlas demasiado —explicó el presidente. 
—Yo soy friki hasta la médula. Les voto desde que no tenían representación parlamentaria. Tenía claro que antes o después este partido llegaría al poder. Y también tenía claro qué, llegado ese momento, yo podría aportar mucho al partido —explicó Gerardo, henchido de orgullo.
—¿Y usted sabe algo sobre alguna de los dos mitades del ambiente? —le preguntó el presidente, con sumo interés. 
—Entiendo mucho de aves… Fíjese que mis amigos me llaman Vencejo. Y en mi casa crío gallinas ponedoras. ¡Ah!, y también tengo un gato... Si un político tiene un gato tiene asegurado un plus de popularidad y un 5% de votos extra —Aseguró Gerardo.
—¿Tiene usted estudios? —preguntó don Arturo. 
—No, pero ha hecho muy bien en preguntarme -le dijo. 
—Mejor así, los estudios despistan mucho a la gente, sabe usted…—afirmó el mandatario.
—Yo soy muy alternativo en materia educativa. Si uno no quiere estudiar y prefiere mirar a las musarañas, pues que mire a las musarañas, en la observación también se encuentra el aprendizaje. Todo a su tiempo llega. Fíjese usted en las tortugas: no estudian, van despacio, y llegan a centenarias. La cultura no puede forzarse. Al menos, así pienso yo —argumentó Gerardo.
—Sabe, creo que usted puede aportar un aire fresco y renovado a esta Presidencia. ¿Le apetecería formar parte de mi equipo asesor? —le propuso sorpresivamente el Sr. Nicolayet.
—¿Y lo del ambiente entero, qué? —preguntó Gerardo Pandereta.
—Por el momento lo dejaremos como está —respondió el Presidente.
—Entiendo… Y de los cuartos, cuándo hablamos —se interesó el aspirante. 
—¿Qué le parece un millón? —le propuso don Arturo Nicolayet. 
—Me parece la mitad. Ustedes los políticos tienen predilección por dejar las cosas a medio. Deme dos millones al mes y le asesoraré con la solvencia de los filósofos griegos y los brokers de Wall Street —le propuso Gerardo. 
—Me impresiona usted mucho, Gerardo. ¿Antes en qué trabajaba? —le preguntó el presidente. 
—¿Yo?…Yo no he trabajado en mi vida. ¡Soy friki!
—Perfecto, así no traerá usted malos vicios… Pues comienza mañana. A las nueve aquí.
—Don Gerardo, ¿se podría tomar usted un selfie conmigo, para subir la foto a las redes?
—Espera, que cojo el gato y salimos los tres. 

Y así fue.

sábado, 30 de noviembre de 2019

Deudas y lágrimas


En el vuelo de Dusseldorf he escrito muchas veces. Regresando. Siempre ando regresando. A Alicante y luego a Murcia. Regreso desde lo más épico de mis luchas en un avión de Lauda. Por fortuna, al contrario que el mítico piloto de fórmula uno, aún conservo mis dos orejas y ganas de seguir en la carrera. 
Atrás he dejado Azerbaiyán y Tayikistán, o lo que es lo mismo Baku y Dushanbe. Atrás he dejado amistades, sueños, esperanzas y escenas desgarradoras que me destrozan el alma. 
Cuando viajas por esas latitudes hay que tener el corazón muy duro para no salir desgarrado. Miseria y riqueza conviviendo en mundos paralelos, compartiendo un territorio, un tiempo, un espacio pero que, sin embargo, parecen ignorarse por completo. 
Le debo un relato al niño que, junto a sus padres, barría el jardín de la Ópera de Dushanbe a las diez de la noche y con un frío que se metía en los huesos. El niño en cuestión no debía de tener más de 6 o 7 años, y, por supuesto, no debería de estar trabajando y menos aún en esas condiciones. 
Le debo un relato al un señor de barba, al que le robé una foto, que llevaba en su rostro escrita la historia de media humanidad. Lo sorprendí comiéndose en caqui; Tayikistán es el país de los caquis, lo mismo que Uzbekistán es el país de las sandías, o Georgia el de las Granadas, mientras descargaba mercancía en un mercado de la capital Tayika. Le debo un relato a la joven recepcionista menuda y de ojos vivarachos del hotel Vatan de Dushanbe. Durante tres días, la chica se ha desvivido por atendernos y nos informó de que era la primera vez que se alojaban en su hotel un español y un polaco. No he dicho nada pero el polaco es Artur, mi traductor, que siempre va pegado a mí como una lapa haciéndomelo todo más fácil. Al partir, le regalé una crema de manos y la pobre se puso a llorar. Según nos contó, después de las lágrimas, era la primera vez que un cliente le hacía un regalo. Me emocionó su emoción, pero lo que más me emocionó fue su trato, sus atenciones, y su simpatía. 
Le debo un relato a una de las clientas a las que visité, y que, como muchas otras mujeres en la zona, siguen soñando con encontrar a un europeo, en formato príncipe azul, con el que compartir el resto de sus días. Creo que, por aquellas latitudes, muchas mujeres aún creen que los hombres europeos tienen la mágica llave de la felicidad. Craso error, le dijimos. 
Le debo un relato a Musa, el chofer que nos dio servicio en Baku, que trabaja para el sistema sanitario de Azerbaiyán por poco más de 150 euros al mes, y que entre otras actividades para sacar a su familia adelante compra coches de segunda mano en Alemania y en Polonia que luego revende en su país, a la par que hace de chofer para todo el que lo necesita.
Comencé esta especie de relato haciendo referencia a la épica de mi esfuerzo, y lo acabo sintiendo vergüenza de haberlo hecho. Para épica la de toda esa gente. Gente humilde, generosa, valiosa y valiente donde las haya. 
Intento despegarme de este relato intentando no imaginarme la cama del niño barrendero, y su casa, y sus sueños, y sus esperanzas, si es que acaso las tuviera. Sin saberlo, ese pequeño héroe de la escoba se vino a Murcia dentro de mí.

¡Qué pequeñajo tan grande! Que Alá lo proteja siempre.

domingo, 24 de noviembre de 2019

Pepico y sus vegetaciones



A Pepico le gustaba dibujar en el portal de su edificio. Era feliz compartiendo con los vecinos sus progresos en el dibujo. Y cuando no dibujaba escribía.  —Este Pepico llegará lejos —decían. 
Y él, más ancho que largo, se apoderó del portal pesé a que el frío del invierno convertía a aquella entrada en un congelador. 
Fiebre. Garganta. Mocos. Pepico enfermó y los vecinos se extrañaron de no encontrárselo en el portal. —¿Qué le habrá pasado al Pepico? —se preguntaban extrañados. 
A este niño hay que operarlo de vegetaciones —dijo el doctor. A Pepico eso le sonó a vegetales. ¿Tendré en mi garganta una gran coliflor? —se preguntó el niño. 
La intervención fue en el antiguo hospital de la Cruz Roja. Subieron al niño en una especie de asiento de barbero reclinable. Las enfermeras sujetaron sus bracitos con una correas a los brazos del asiento y el doctor colocó en su boca un aparato metálico para que ésta permaneciera bien abierta.  
Pepico sentía tanto miedo que se quedó bloqueado. Ni una lágrima manaba de sus ojos. Este niño es muy valiente —exclamó el doctor. Ahora te vamos a poner un poquito de anestesia. Notaras un pinchacito de nada. No tengas miedo, pequeñín —le animó el médico guiñándole un ojo. 
Tras el pinchazo vino lo peor. El doctor metió en su boca un aparato metálico en forma de cuchara y comenzó a rascar con energía la garganta del pequeño. 
Pepico no lloraba. Sus ojos se fijaron en una mancha color canela que destacaba sobremanera en la calva del médico. Ahora escupe, valiente —le ordenó el médico, mientras acercaba a su boca una palangana metálica visiblemente desconchada. 
De su boca comenzaron a salir pequeñas coliflores revueltas en sangre. La zafa adquirió un ligero parecido al plato de coliflor hervida que su abuela Mercedes le hacía comer algunas noches y que a él tan poco le gustaba. Pero este plato estaba hecho con su propia sangre y con sus propias coliflores. 
Después de la operación a Pepico lo invitaron a un enorme helado de vainilla y le regalaron un Madelman. —Te has portado como un campeón —le dijeron sus padres, orgullosos.
Al día siguiente, como si no hubiese pasado nada, Pepico siguió pintando en el portal para regocijo de los vecinos acompañado de su Madelman.
—¿Dónde estabas, Pepico? —le preguntaban sus vecinos. 
—Me han operado en la Cruz Roja, pero no he llorado —les explicaba a todos con orgullo. 

viernes, 22 de noviembre de 2019

La pica en el Caspio


Me voy al Caspio leyendo a Kurkov. La cuestión es leer y viajar. Sumar y sumar en una operación tan finita como maravillosa. Vuelo hacia retos increíbles por mi denodado afán de traspasar todas las barreras imaginables. Los muros no sirven nada más que para saltarse y de no saltarse sólo causan dolor y frustración. 
La sociedad avanza alocadamente hacia nuevos muros mientras yo intento derribar los propios. Lo que unos levantan otros lo tumban. Simpre fue así.
De nuevo he desempolvado mi viejo traje de migrante a tiempo parcial, de conquistador de lo ajeno, de violentador de status quos, de okupa comercial de territorios impenetrables, para poner mi pica en el Caspio.
Azerbaiyán y Tayikistán me esperan para desnudarse ante mí,  y yo ante ellos, en una especie de mágica sensualidad en la que el champú Botanic Gold y el Tinte Lumire, junto al Botox y Organic Care harán que Murcia, de la mano de Tahe, cambie la vida de muchas personas. 
Toca seguir soñando.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

Réquiem por Marcela

                                

A Marcela le gustaba su olor y a él le gustaban tanto su inocencia como sus dibujos. Ella era joven y él viejo. Ella era bella y él no valía ni para hacer de muerto en un entierro. Sin embargo, pese a tamaña incongruencia, ella no podía resistirse a su olor. Un olor que le atraía y la desequilibraba. Un olor que la sometía y la hacia vulnerable. Un olor magnético, mágico y enfermizo que, incomprensiblemente, generaba una extraña química entre ambos. 
Las amigas le avisaron del peligro. Ese viejo no es de fiar. Aléjate de él —le dijeron. Y ella hacia oídos sordos y, cada tarde, tras las clases, se acercaba al pequeño taller en el que el viejo hacia los muebles que usaban todos los pobres de la comarca. 
Aquel día, tras salir del instituto, Marcela iba más radiante que nunca. Como siempre, antes de llegar a su casa, tenía previsto pasar por el taller del viejo para sentir su olor y mostrarle sus últimos dibujos. Un olor impregnado de matices. Un cóctel  olfativo cargado de resinas, aserrín, sudor y años. Pero Marcela no llegó. Al entrar en un estrecho callejón por el que siempre solía atajar, alguien la agarró fuertemente por detrás, tapó su boca y la llevó hasta un vehículo que, arrancado, esperaba al otro lado de ese oscuro túnel del tiempo. 
A las pocas horas saltaron todas las alarmas. Marcela no había llegado a su casa a la hora que lo solía hacer y todos los teléfonos del pueblo comenzaron a sonar. La gente, nerviosa, se echó a la calle. Todos se lanzaron a una búsqueda frenética, hasta que una niña apareció con su madre en un decrépito cuartel para denunciar al viejo carpintero. 
—Agente: dice mi hija que ha sido el carpintero. Marcela iba a menudo a visitar a ese viejo al salir de clases. Seguro que ese hombre le ha hecho algo malo a la niña. 
De ese modo, tras la denuncia, que corrió por todo el pueblo como un reguero de pólvora, los gendarmes se plantaron en la casa del viejo carpintero y lo detuvieron. 
De nada sirvieron sus explicaciones. De nada sirvió que no se encontrara el cuerpo de la joven por ningún sitio. Como prueba del delito se usaron los dibujos que ella le solía regalar y que él tan celosamente colocaba en las tristes paredes de su modesta carpintería. 
El mismo día en el que el desdichado carpintero entró en prisión, su carpintería fue pasto de las llamas. Esa noche todo el pueblo descansó arropado por el pesado manto de la injusticia. En las montañas cercanas aulló durante horas un viejo lobo. Un aullido tan extraordinario y terrorífico que a nadie dejó indiferente. Una luna llena de color ambarino parecía reflejar el crepitar de las ascuas aún candentes de la arruinada carpintería.

viernes, 8 de noviembre de 2019

¿Y para cuándo las perdices?


Me ha faltado tanto de padre como de centímetros de cuello. Modigliani pintaba largos cuellos tal vez acuciado por la misma carencia paternal. Y es que los padres van más a lo suyo. Lo sé porque soy padre. Por dos veces padre. Padre una primera vez en mi juventud y padre en una segunda oportunidad en mi decrepitud. Lo del cuello entiéndanlo simplemente como una reclamación estética, sin importancia, que le hago a la genética de mi familia paterna, aunque a esa parte de mis orígenes no le puedo recriminar nada porque me regaló a mi abuela Mercedes, que en paz descanse. 
Vuelo leyendo a Eduardo Halfon, al que siempre leo con un cariño inexplicable. Vuelo a Barcelona. Vuelo con mi complejo de cuellicorto, pensando en mi padre, y en mis hijas, y en todo lo que le debo a la vida, que no es poco.
Eduardo siempre consigue incitarme a la escritura. Leerle genera en mis dedos una ráfaga de letras, y de palabras, y de frases elegantes que no me pertenecen, y que sólo él es capaz de extraer de mí. 
Ayer fui nuevamente a ver a mi padre. O a ver lo que queda de él en su reclusión. Ya no quiere salir de la casa. Yo intento ir a verle a menudo pero tal situación me deja sin palabras. Mi padre, y sus eternas contradicciones, siempre me han dejado sin palabras. 
Yo vuelo y leo, y, entre tanto, visito a mi padre. Barcelona me espera plagada de contradicciones, como contradictoria es mi visita, y como contradictoria es mi situación. Anoche, como tantas y tantas noches, le leí un cuento a mi pequeña Ana María, y, como tantas y tantas noches, se quedó dormida antes de llegar al fin.
La vida recta y pulcra. La existencia perfectamente planificada y controlada. El futuro expedito. El “y fueron felices y comieron perdices” es el edulcorado y envenenado fin de demasiados cuentos. 

Cuentos tan alejados de la realidad y que, inconscientemente, desde bien pequeños, nos cargan de contradicciones para siempre. Pensándolo bien, tengo el cuello tan corto como una perdiz.

domingo, 3 de noviembre de 2019

Batería

                            

Nuestra vida, en ocasiones, depende de la batería. De la batería que le queda a nuestro teléfono móvil, me vengo a referir.  Es por tanto el móvil, y su batería, lo que puede determinar nuestra existencia o condenarnos a la más absoluta desaparición. Creo que los dinosaurios se extinguieron por ese motivo: se quedaron sin batería. He visto gente entrando en pánico al observar como la batería de su teléfono móvil llegaba únicamente al 5% de su capacidad; y a un tipo con bombín arrojarse a las gélidas aguas del Támesis al observar como el suyo llegaba al 1%. Todo es cuestión de resistencia. Hay quiénes eso de la resistencia, y de la batería, lo llevan muy mal. Una vecina mía tiene tres teléfonos móviles y cuenta con veinte baterías externas cargadas hasta las trancas. De hecho, en lugar del clásico collar de cuentas, ella lleva al cuello, enroscados como una pitón, varios cargadores lo que le confiere un aire muy snob. 
El futuro depende de la batería y de los enchufes, aunque, pensándolo bien, eso de los enchufes tiene diversas connotaciones que se salen de los profundos argumentos de está concienzuda reflexión. Los coches, los aviones, los vuelos intergalácticos, los famosos succionadores de clítoris, los teléfonos, los viejos blogueros, los bragueros, los yutuber, los influencer que influyen a bots, los bancos no bancos, los políticos que no hacen política, los camareros robots que echan la ginebra afuera, y las muñecas hinchables parlantes, dependerán, en gran medida, de la capacidad de nuestras baterías. 
Y todo este mundo de Yupi acabará cuando el planeta no sea más que un gigantesco cementerio de baterías de litio, sodio, cobalto, grafito, y manganeso.
La vida en la tierra, bromas aparte, depende, no ya tanto de la capacidad de nuestras baterías, sino de la capacidad de éste para tragárselas. 
Les dejo que me quedo sin batería y ando sin enchufe. 

viernes, 1 de noviembre de 2019

A mi pequeña Ana


Todo el mundo lo sabía, Anita, pero nadie hacia nada. Esto suele ocurrir con demasiada frecuencia. Las cosas, hasta los más horribles desastres, comienzan a fraguarse delante de nosotros y no hacemos nada. Estamos tan ocupados llenando de grano nuestro granero, tan ensimismados en nuestro día a día, que no vemos venir el fuego que, amenazante, baja a toda velocidad por la ladera. 
Y casi siempre nos damos cuenta demasiado tarde, Ana. Tú tienes que estar con cuarenta ojos. Alerta como un culebra. Ágil como un cernícalo. Fuerte como un roble, Ana. La vida no es como los cuentos de Disney. La vida es un jungla en la que siempre ganan los mismos. Ganan los cazadores, los desaprensivos, los que no empatizan con nada y ni con nadie, y que todo lo quieren para si mismos. Vivimos en la jungla del egoismo, mi pequeña. Desconfía hasta de tu propia sombra. Tienes, quiero, que seas fuerte; pero fuerte de corazón. Todo el mundo no es igual. Igual que hay día hay noche, mi tesoro. Lo díficil es distinguir entre las sombras, entre la maleza, entre tanto ruido que no dice nada, o que lo que dice es para engañar. Cada vez más gente vive de la apariencia. Recuerda que hay lobos con piel de cordero. 
Mi pequeña: yo te quiero enseñar. Quisiera, si puediera, trasmitirte mi experiencia, mi forma de ver la vida, mi forma de entender a los demás. No venimos a este mundo a restar, Ana, venimos a aportar. Todos estamos en deuda con la tierra, con la naturaleza, en definitiva, mi amor, estamos en deuda con la vida. Una vida que, caprichosamente, te trajo hasta nosotros.
Somos, todos, la cara y la cruz de una misma moneda. Todos llevamos dentro el bien y el mal. Todos, incluso yo, podemos llegar a fallarte en algún momento. Por eso, Ana María, has de ser fuerte, despierta, inteligente, ágil, y tener la capacidad de soportar, como un junco, los vaivenes que la vida te tiene preparados. 
Dicen, mi vida, que  todo está escrito. Si yo pudiera encontrar tu libro de ruta, lo reescribiría para ti, y en cada renglón pondría un trocito de mi corazón. 
Tu padre y tu madre te amamos, Ana María. Vamos a cuidar de ti. Vamos a intentar que seas una persona de bien. Una persona que sea mejor cada día.

domingo, 27 de octubre de 2019

El payaso triste


A menudo escribo desde donde no estoy. Me evado de mi cuerpo y escribo desde cualquier lugar de mi historia, o desde cualquiera de mis incontables huellas de carbono. Podría hacerlo desde Uzbekistán, hasta Bosnia-Hezergovina, o Estonia, o Ucrania, o desde Marruecos, o desde México, o Cuba, o Ecuador, o Guatemala o desde la mismísima China. Parte de mí se encuentra en cualquier parte del mundo y, al mismo tiempo, en ninguna parte, ya que, al igual que puedo realizar el mágico ejercicio de escribirles desde cualquiera de esos recónditos lugares, les podría escribir desde la nada. 
Pensándolo bien, tal vez lo mejor sería escribir desde la nada y no escribir nada. Dejar de machacar teclas para intentar decirle al mundo que aún existo y adueñarme de mis silencios en una especie de clausura de desintoxicación. 
El cansancio esta haciendo mella en mis dedos lo mismo que sacudiento cada una de mis escasas neuronas. Me siento abatido por el tiempo y las circunstancias. Doblegado como un árbol viejo tumbado en una cuneta y con sus raíces tostándose al sol. Me siento asfixiado como el Mar Menor, o como la Selva Lacandona, o como un viejo Orangután al que le han talado su bosque autóctono para producir más y más barato aceite de palma. 
Escribo cansado sin tener que estarlo. Reparto sonrisas y consejos que no tengo para mí. Motivo sin motivo. Trabajo sinfín para llegar al fin. 
Tal vez mi pesimismo provenga de ser lo que no soy, de luchar en otras luchas, de pensar en lo que no pienso. De haber dejado de hacer lo que siempre quise hacer.
Hoy me gustaría escribirles desde Samarcanda, o desde México, o desde la Cuesta de San Andrés en Kiev, pero impulsivamente les he escrito desde mi tormenta interior. No hagan nunca esto.
Como ven, soy un payaso triste con sus zapatones gastados. 

domingo, 20 de octubre de 2019

Pablito y el Mar Menor


Pablito hacía días que notaba algo raro. Sus padres discutían acaloradamente con sus vecinos y eso no era habitual. Algo malo pasaba en la playa. Agudizando el oído pudo escuchar como sus padres decían que miles de peces estaban muriendo en la orilla. A Pablito, gracias a su abuelo, le apasionaban los peces, muy especialmente los caballitos de mar. Todos los veranos, desde bien chiquitito, se ponía sus gafas de bucear y, gracias a la escasa profundidad del Mar Menor, buceaba durante horas con toda seguridad. 
Cuando llegó al colegio allí tampoco se hablaba de otra cosa. Comentaban que un olor putrefacto hacía irrespirable toda la zona y que se contaban por miles los peces muertos y agonizantes.
Pablito no entendía nada. ¿Qué habrá pasado? —Se preguntaba consternado para sus adentros. 
Así que, aprovechando que aquella tarde le tocaba entrenar con su equipo de fútbol; agarró su bolsa de deporte, pero, en lugar de poner su ropa deportiva, en esta ocasión puso un cubo, unos guantes, una mascarilla protectora que había usado su padre para pintar su habitación y salió con su bicicleta a toda velocidad en dirección a su playa. Porque, para Pablito, aquella playa que, al parecer, se había convertido en un cementerio marino, era su playa. Su playa de toda la vida.
Cuando llegó, el niño se quedó estupefacto. Como había visto otras veces por televisión, unas cintas protectoras acordonaban toda la zona. Vio policías, fotógrafos con cámaras enormes, personal de limpieza, y cientos de curiosos que observaban la escena tapándose las narices. 
Sin más demora, Pablito, acongojado y con lágrimas en los ojos, se colocó los guantes, la mascarilla, y, con el macuto al hombro, se coló por debajo de la cinta en dirección al mar. 
Al instante, uno de los policías corrió hacia él: ¡Oye chaval! ¡Vuelve aquí ahora mismo! —Le exigió el agente. 
Pablito, contrariado, volvió sobre sus pasos y se encaró con el policía. 
—Señor, yo solo quiero ayudar. No quiero que se mueran los peces. ¡Tenemos que hacer algo! —le recriminó el pequeño al agente de la autoridad, con los ojos cargados de lágrimas. 
—Ya hacemos todo lo que podemos. Nadie sabe lo que está pasando —exclamó el policía.
—¿Cómo que no saben lo que está pasando? Es que acaso no lo ven: ¡El Mar Menor se está muriendo! Eso lo sabe hasta un niño de 9 años…—respondió Pablito visiblemente enfadado. 
—Niño, será mejor que te vayas a tu casa. Aquí no pintas nada —le dijo el agente sin contemplaciones.
Aquella impertinencia al niño le pareció inaceptable. Enrabietado, guardó todas sus cosas en la bolsa de deporte, agarró la bicicleta con la que solía acompañar a su abuelo a pescar, y salió de allí a toda velocidad. Tras pedalear unos minutos, y tremendamente afectado por la inesperada e inadecuada respuesta del agente, Pablito llegó hasta una zona alejada de la playa que no estaba acordonada y en la que, en ese momento, no había nadie. 
El pequeño acercó su bicicleta hasta la misma orilla y comenzó a caminar intentando que no se mojaran sus zapatillas. No quería que sus padres supieran que no había ido al entrenamiento. 
De las dos horas que habitualmente duraba la actividad ya casi había consumido la primera. 
No había andado mucho aún cuando de pronto advirtió el brillo serpenteante de un pez alargado. Pablo tan sólo lo había visto una vez. Lo pescó su abuelo junto a la encañizada: era una anguila. Una anguila no demasiado grande — se dijo Pablito— Una anguila como yo; yo tampoco soy demasiado grande, pero ya no soy un niño —exclamó Pablito para reafirmarse. 
La anguila parecía asfixiarse. Sus movimientos eran agónicos, como los de los peces que su abuelo ponía en el cubo después de quitarles el anzuelo. El alargado pez, enloquecido, daba vueltas y más vueltas sobre sí mismo de modo qué, inesperadamente, llegó hasta los pies del pequeño Pablito.
Sin pensárselo dos veces, y sin importarle lo más mínimo que se mojaran sus zapatillas, el pequeño agarró su cubo y, usándolo a modo de rastrillo, introdujo en él a la moribunda anguila, tras lo cual, lo terminó de llenar de agua hasta la mitad. 
—Te salvaré, amiga anguila. Yo te salvaré. No soy como ellos. Los mayores solo hablan y hablan y no hacen nada… Ellos nunca tienen tiempo de nada. Pero, tranquila amiga, que yo te salvaré —le decía a la anguila que parecía mirarlo con ojos de asombro. 
Igual que hacía con su abuelo, cuando éste le regalaba algún pececillo para que él lo llevará en su bicicleta; puso el cubo agarrado a su manillar, recogió sus pertenencias y salió nuevamente a toda velocidad hasta la encañizada. Era la primera vez que Pablito hacía ese recorrido en solitario. Siempre, hasta la fecha, ese camino era el camino de su abuelo. Pero su abuelo hacía algunos meses que se había ido al cielo, junto a las gaviotas, le había dicho su papá. 
Y mientras recordaba a su abuelo, y los hermosos días que había pasado junto a él, pedaleaba con todas sus fuerzas. El agua del cubo le salpicaba la cara y el agua sucia se mezclaba con la trasparencia de sus lágrimas. La anguila ya a penas si se movía. 
—Aguanta amiga, en la encañizada el agua está limpia y allí te podrás recuperar; pero por favor, no regreses al Mar Menor, los mayores lo han dejado morir, como se murió mi abuelo en el hospital sin que nadie pudiera hacer nada por él. Pero sabes, amiga anguila, él está ahora junto a las gaviotas, y los charranes, y los flamencos. A mí me encantan los flamencos, sabes anguila. Dicen que también quieren desecar las Salinas de San Pedro para hacer más casas, como si no tuviéramos ya suficientes casas. Con mi bicicleta he llegado a zonas en las que hay cientos de casas abandonadas a medio construir. ¿Se habrán vuelto locos los mayores, amiga anguila?
Sin darse cuenta, Pablito llegó hasta el punto en el que habitualmente dejaban las bicicletas. Agarró el cubo. Y, mirando por última vez a la anguila, pudo comprobar como esta aún se movía. Sabía que no había tiempo que perder. Se acercó a la orilla y mientras vaciaba el cubo en el mar abierto, exclamó: huye anguila, y avisa a los otros peces para que no entren al Mar Menor, ahora el Mar Menor es el Mar Muerto. 

Los mayores lo han matado. 

viernes, 27 de septiembre de 2019

La sonrisa etrusca


El controvertido ponente observó, no sin cierto desánimo, a la escasa audiencia que se había congregado en aquel pequeño auditorio de provincias. Venía vestido, como en él era habitual, con una larga túnica blanca y lucía una alargada y descuidada barba, tan canosa como su melena que, en esta ocasión, traía recogida en una coleta. Un tanto titubeante, acomodó el micrófono. Solicitó, contrariado, que se llevaran una botella de agua de plástico que le habían colocado sobre el atril. —Estoy harto de plásticos— le explicó al muchacho que le atendió. Haciendo tiempo, ordenó y repasó sus papeles. De nuevo, el invitado alzó la mirada y exhibió ante el público una sonrisa nerviosa. Mientras esperaba que se terminarán de acomodar un pequeño grupo de estudiantes que acababan de irrumpir en la sala, preguntó a los presentes: ¿Todos bien?….Pues, si les parece, vamos a comenzar…

“Del irrepetible economista y filósofo José Luis Sampedro aprendí, si es que acaso no lo sabía ya, que las ciudades son una trampa. Contemporizando la frase, yo me atrevería a afirmar que las ciudades son como agujeros negros que se lo tragan todo. De hecho, las ciudades están acabando con el planeta. En el pasado, con sus cantos de sirena, las grandes urbes atrajeron a la mayoría de la población, dejando tras de sí a la madre tierra abandonada a su suerte, y condenando a cadena perpetua a todos los infelices que mordieron el anzuelo. 
De ese modo, atrapados y deshumanizados, alejados de nuestra capacidad innata para la autosuficiencia, quedamos convertidos en seres dependientes y fácilmente manejables. Somos, ustedes y yo, poco más que máquinas de consumir y de contaminar. Máquinas que valen tanto como nuestra propia capacidad de producción y de consumo. Esto es fácil de entender: a mayor capacidad de consumo mayor valor, de ahí que los pobres no les interesen a nadie. Aunque esos pobres sea niños indefensos, o ancianos a los que se les ha reventado a trabajar durante toda su vida. Y así nació, para destrozarlo todo, el Homo Number, alejado de sus orígenes y de su propia biología como especie y al que le fue arrebatado perniciosamente, mediante rudimentarias argucias de psicomarketing, el sentido común y el sentido crítico. 
Ningún lobo, ningún águila, ningún oso, ningún árbol, necesita de las ciudades. Los personas, en contra de lo que nos han hecho creer durante los últimos siglos, necesitamos de la naturaleza y nos necesitamos unos a otros. Formamos parte de ella. Inexplicablemente hemos destrozado los mares, los ríos y los lagos, hemos esquilmado los bosques, extinguido las especies, calentado el planeta, contaminado los cielos, como si nuestra vida consistiera, únicamente, en una especie de carrera hacia la destrucción. El hombre no es ningún Dios que pueda controlar ni predecir ni sustituir a la naturaleza por un ecosistema artificial. Somos simples seres vivos entre millones y millones de seres vivos. Ni más ni menos que todos ellos. ¿Alguno de los aquí presentes cree qué, de seguir así, no nos encaminamos hacia la Apocalipsis? ¿Alguien cree qué podemos seguir comiendo cómo comemos y viviendo cómo vivimos?
Si la trampa fueron las ciudades, la libertad y la esperanza, queridos oyentes, créanme , nos esperan fuera de ellas. Tal vez, antes de que sea tarde, nuestra especie vuelva a la tierra, ocupe los espacios que abandonó, y regrese a sus orígenes recorriendo, en sentido inverso, esta fallida evolución que inició el Homo Sapiens. La tecnología y el conocimiento que hemos adquirido nos habilitan para realizar esa nueva y necesaria dispersión demográfica. Hoy día, tenemos a nuestro alcance tecnología más que suficiente para no contaminar. Disponemos de capacidad para alimentar sobradamente a toda la población del planeta. Sabemos que la concepción del trabajo como la conocemos hoy en día carece de sentido. Los grandes gurús que controlan los caminos del mundo saben que el neoliberalismo salvaje ha sido el mayor error de la historia de la humanidad pero no saben cómo parar a la bestia.
No hace falta que busquemos la solución a la crítica situación por la que atraviesa nuestro planeta en Marte, ni en otros planetas fuera de nuestro sistema solar; la solución, como siempre, está frente a nosotros y seguimos dándole la espalda. La buena nueva es que el Homo Naturalis está a punto de surgir. Ellos, le pese a quién le pese, serán los llamados a salvar el planeta. El Mono Sabio, estimados amigos, no era tan sabio…
Ya se ha acabado mi tiempo, solo espero que a ustedes no se les acabe.”

Para concluir, el ponente se quedó callado por unos instantes mirando fijamente a los asistentes. Segundos que se vivieron en el auditorio con una enorme tensión. Como si se hubiera detenido el tiempo. Como si los misteriosos ojos de ese visionario personaje continuarán hablándoles más allá de sus palabras.
—Este es el mensaje que les quería trasladar. Es nuestro ser o no ser. Espero de todos y cada uno de ustedes compresión pero sobre todo acción. A partir de ahora, lo crean o no, son mis discípulos. Lleven mi mensaje hasta el último rincón del planeta. Que nadie diga que no lo sabía…
Tras tan inquietante intervención, en la sala se hizo un silencio sepulcral como preámbulo a un largo y emotivo aplauso que se prolongó durante largos minutos con todo el auditorio puesto en pie. 

El controvertido personaje, tras una breve despedida, se dispuso a abandonar la sala perseguido por un grupo de sus más fervientes seguidores y por una joven y bella periodista que intentaba sonsacarle algunas declaraciones para un medio de comunicación local. —Disculpe, señorita, estoy algo cansado y no tengo mucho más que decir. Nadie me hará caso y las montañas me esperan. Las montañas, pacientemente, siempre nos espera. Dígale eso a los de su periódico y, de paso, que se lean “La sonrisa etrusca”. Tal vez así entiendan algo de lo que les digo.