martes, 15 de diciembre de 2020

Secuelas

Tengo secuelas. Algo ha cambiado en mí. Todo impacto emocional deja una huella. Cuando en la mañana tomo la autopista para ir al trabajo, recuerdo el impacto de verlas vacias, el ensimismamiento que sufría mientras conducía adelantando únicamente, de vez en cuando, a algún camión. Recuerdo a la Guardia Civil pidiendo mi salvoconducto. Hasta ese momento, la palabra salvoconducto me recordaba a las peliculas de guerra y ahora, de manera imprevisible, era portador de mi propio salvoconducto. Los discursos en televisión también utilizaban un lenguaje militarizado: ¡Estamos en guerra contra el virus! -decían. Y sonaba a ciencia ficción, pero no era ciencia ficción, era hiperrealismo. Y la gente salía a los balcones a aplaudir. Y los políticos, dando el buen ejemplo que dan siempre, se tiraban los trastos a la cabeza. Y los vecinos bajaban a los perros de alquiler a hacer caca. Y se abarrotaban los supermercados para acaparar papel higienico. En las tiendas las estanterías aparecían vacías, mientras el número de muertos rondaba los mil diarios, ni tan siquiera habían cajas para darles sepultura. Tengo secuelas. Lo siento en la carretera en las mañanas. Lo siento en la cola del supermercado mientras observo con detenimiento -es mi forma de observar- la gran diversidad de mascarillas de las que aún hacemos gala. Tengo secuelas incluso ahora que se habla de vacunas. Tengo miedo a la Navidad. Tengo miedo a la cuesta de enero; me temo que este año se nos hará más cuesta arriba que nunca. Puedo llorar por un ojo haciendo gala de mis secuelas, nada en comparación a quien a enterrado a parte de sus familias. Nada en comparación a los que han cerrado sus negocios. Mis secuelas son insignificantes pero son las mías. Lucho por maquillarlas, como quien esconde una cicatriz. La herida aún supura. Aún está viva. En Wallapop vendo un palet de papel higiénico de doble capa y perfumado por 50 euros. Razón aquí.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Acuerdo in extremis

Cuenta la leyenda, o eso dicen, que un sabio muy sabio, que había escrito muchos libros, y que se había quedado calvo de lo tanto que sabía, se levantó un día de la cama y dando un salto exclamó: ¡Dos huevos cocidos y un vaso de leche con sopas de pan! y su criada, rauda y veloz, en apenas unos minutos le llevó al cuarto semejantes viandas. Y no se sabe si por lo tanto que sabía, o por todo lo que ignoraba, o por el efecto energético de los huevos duros, que el sabio se calentó y le dijo a su criada: -Estimada sirvienta de buen servir y de mejor ver: ¿acaso usted vive sola, y sin afecto, tal cual vivo yo? A lo que la hacendosa muchacha exclamó: -Sola e inmunda, mi señor. -Y para ahorrarse usted las idas y las venidas, y dejar de lado de una vez a la calamitosa soledad, y darle un poco de calor humano a ese cuerpo saleroso y a este mío calamitoso: ¿no se casaría usted con este viejo sabio resabiado al que le queda poca vela en este entierro y así, después, pueda usted heredar de mí todo lo heradable, y cobrar una nada despreciable prestación de viudedad? -Pues sabe que le digo: que para los novios tan impresentables que he tenido, y me han rondado, y me han robado, no es tan mala idea la suya de usted, que ahora hago mía. -Ruego me responda con brevedad y dilegencia antes de siete días hábiles, ya que la gana de casorio es mucha y el ansia viva me está matando -dijo el sabio de amplio saber y mucha gana y dicha. -No se preocupe que ando tan rápida de respuestas como harta de desdichas, así que lléveme a firmar los papeles antes de que entre más el frío, o se lo lleve a usted por delante el maldito Covid. Vayamos a firmar ante el notario, lo que es notorio, para que se produzca el jolgorio que usted tanto anhela -exclamó la sirvienta, con amplias y rotundas ganas de dejar de serlo. -¿Y de adelanto no me daría usted unos vahos de pecho? -se probó el sabihondo nonagenario, que tanto sabía pero que más ignoraba. -No hay adelanto que valga, mi adorable patrón. Después de la firma usted tendrá amor y cariño hasta el hartazgo. Y así fue como murió felizmente el sabio a los dos meses de su postrero y tan ansiado enlace. Dicen que ella está harto feliz, en Fuengirola, viviendo con su entrenador personal, a orillas del mar Mediterráneo. La vida da muchas vueltas; algunas mejor que otras.

jueves, 19 de noviembre de 2020

Clima

Me quedé atónito la primera vez que la vi meter la cabeza en el horno. A pesar de convivir varios años juntos nunca antes había observado en ella comportamientos tan incoherentes. Después comenzó a extrañarme el vapor tan exajerado que emanaba del cuarto de aseo cada vez que se duchaba. Posteriormente, ya se acercaba el verano, observé que pese a que el calor ya era notorio ella continuaba abrigándose como si estuvieramos en pleno invierno. Preocupado, en su ausencia, sé que no debí hacerlo, revisé sus últimas busquedas en internet: estaban borradas. Sobre su escritorio me sorprendió encontrar varios libros vinculados al cambio climático. Eso me alivió, tal vez Marta no estaba loca, o al menos no rematadamente loca. De cualquier modo me preocupaba su excesiva obsesión con ese tema. Esa misma noche, durante la cena, en la que a pasar de estar en pleno mes de julio Marta llevaba su pijama de invierno, me atreví a preguntarle: -¿Marta qué está ocurriendo? ¿Te siento extraña? ¿Cómo es posible que en pleno mes de julio estes cenando con un pijama de felpa? -Tranquilo Alberto -me respondió- tan solo preparo mi cuerpo para la que se nos viene encima.

jueves, 12 de noviembre de 2020

Un mundo infeliz

Estoy demasiado pensativo. No es algo extraño en mí, pero cuando me sumo en este trance de manera tan continuada significa que algo en mi cabeza se está cociendo a fuego lento. Vivo absorto contemplando el escenario distopico en el que nos ha tocado vivir. Maquino teorías, conjeturas y suposiciones sin llegar a emular a Miguel Bosé. Sufro con el sufrimiento de los demás como si fuese el mio propio. Lucho lo indecible por ganarle la batalla al pesimismo. Me enfrento con mi silencio contra todos los que pretenden medrar con la confusión y sacar réditos del dolor ajeno. Y, entre tanto, me entrego al egoísta oficio de motivador: auxilio para auxiliarme, empujo para que me empujen hacia el camino de la subsistencia. A mi memoria viene la crisis del 2008 y me veo rememorando la épica lucha de aquellos años. De aquella salimos. De ésta, también.

martes, 3 de noviembre de 2020

Incoherencias otoñales

Desde que han cambiado blogger me siento como un elefante en una cacharrería. Sucede a menudo: nos cambian la música y dejamos de bailar. Aunque, pensándolo bien, la cosa no está para muchos bailes. Yo nunca he sido mucho de bailes, soy más de cantar. Canto para provocar a las nubes -soy de tierra seca- haciendo uso de un vibrato prodigioso. Lo que cautiva el oído de las personas, no es la potencia de la voz, es el vibrato. El vibrato es capaz de transmitir el caudal de emociones que fluye de cada persona. Yo canto a la vida y le pongo todo el vibrato posible. Yo canto a la vida mirando a la muerte de frente. Mi abuela era mucho de hablar con los muertos. Lo del royo de Halloween se queda en mantillas al lado de un día de muertos junto a mi abuela Mercedes. Comenzaba la cosa varios días antes con la colocación de las lámparas de aceite. Por la noche, la casa era conquistada por los contraluces que generaba la luz mortecina de esas velas y por un olor caracteristico que lo inundaba todo. Mi abuela contaba prodigiosamente montones de historías de muertos; muertos que, para la mente de un niño, nunca estuvieron vivos. Historias de almas en pena. De muertos que resucitaban en las tumbas. De niños que regresaban de la muerte. Y yo, en la cama, me tapaba con la manta para protegerme de esos muertos caprichosos que se paseaban, por aquellas fechas, como Perico por su casa. Mi abuela Mercedes murió de puro aburrimiento. Llevaba años citando a la muerte para que viniera a por ella y ésta le daba esquinazo y la dejaba viendo la televisión en su mecedora año tras año. Mi abuela entendía mucho de la vida por mantener una estrecha y estraña relación con la muerte. Cuando por fin el tío feo de la guadaña vino a llevársela, ella estaba esperando enojada. -Esto no se hace con una vieja cansada -le debío decir. Al final, la muerte llega cuando le da la gana. Nacemos sin que nadie nos llame y nos vamos cuando nos toca. Ni un día antes ni un día después.

jueves, 8 de octubre de 2020

El árbol de Auschwitz

Hasta en tres ocasiones he visitado Auschwitz. Si les da por ir, les advierto que es una experiencia dura. Mi trabajo en Polonia durante los últimos diez años me han convertido, en más de una ocasión, en anfitrión y guía de ese campo de exterminio. Desde el 2010 a esta parte, por diferentes motivos, incluso atendiendo peticiones del gobierno alemán, se ha suavizado la dureza de las salas expositivas, sin que ello, les aseuguro, le reste un ápice de crudeza a la visita. El auge de la extrema derecha en Europa, y de alguna manera en el mundo, debería de causarnos temor y ponernos en alerta. La naturaleza humana es capaz de lo mejor y de lo peor. A lo largo de la historia tenemos sobradas pruebas tanto de lo uno como de lo otro. He llorado en cada una de las visitas, especialmente en la primera, en la que estuve dentro de una cámara de gas. He llorado en la puerta de los hornos crematorios, en los barracones, al pie de la estación de Birkenau, a la que llegaban familias enteras de judios desde los diferentes güetos que crearon los nazis en Polonia y por toda Europa. Pero no sólo murieron judios, también miles y miles de polacos, prisioneros de guerra sovieticos, republicanos españoles, homosexuales, y todo aquel que sobrara para ese maquiavélico sueño de la raza aria. Ahora que se que agitan las banderas, se estigmatiza a los inmigrantes, se cuestiona la identidad de género, la libertad religiosa, se radicalizan los discursos para generar crispación entre la sociedad, deberíamos de recordar nuestra historia reciente. Lo reconozco, soy de mucho llorar. Mi abuela Mercedes, en paz descanse, me decía de pequeño: ¡Pepico, no llores tanto, que los hombres no lloran! Tal vez nunca he conseguido hacerme demasiado hombre ni demasiado ario. De todas la fotos que guardo de mis distintas visitas a Auschwitz, a ésta le tengo un especial cariño. Ese viejo álamo al que me abracé me trasmitió mucha paz, mucha calma. Creo, y no me tomen por loco, que intentó consolarme y redimirme cuando sentí la necesidad de renegar del género humano. Encima de llorón soy un abraza-árboles, como verán, no tengo desperdicio...

martes, 29 de septiembre de 2020

Bloqueos

No es fácil para mí adaptarme a los cambios tecnológicos. Cuando a duras penas he conseguido adaptarme a una aplicación, los informáticos, ¡cobronazos! van y la cambian. De tal manera que los cambios en blogger me tienen amedrentado. Echo de menos a mi vieja Olivetti, a su ruido estereofónico, a su olor a tinta, a esos rollos que de vez en cuando se atrancaban y terminabas con los dedos llenos de negrete. La verticalidad técnologica, que cambia a una velocidad insostenible, nos fastidia enormemente a los viejos dinosaurios que intentamos, sin éxito, contemporizarnos. Me gustaría, y lo intento no crean que no, recuperar la oralidad. No soy un gran contenturlio, pero me gusta contar historias. No sé debatir, pero sé compartir y respetar. Intento esforzarme para no escorarme en mis planteamientos y no caer en el abismo de la radicalidad. Hoy no es fácil comunicarse ni por escrito ni de viva voz; las palabras, ya sean escritas o habladas, han de ser muy medidas, y bien pensadas, lo que sin duda no deja de ser una forma de autocensura. Son tiempos difíciles para la libertad de expresión. Son tiempos difíciles para la cultura. Son tiempos difíciles para los que nos hemos criado creyendo que un mundo mejor era posible. Y más aún, si cabe, para los que, como yo, hemos luchado y seguimos luchando para que así sea.

viernes, 11 de septiembre de 2020

Tiempos revueltos

Avanza la segunda oleada de la pandemia como un incendio fuera de control. La naturaleza no es fácil de domesticar. Seguimos analizando la situación bajo la visión todopoderosa de la modernidad. Pura falacia. Somos unos simples mortales tan expuestos a la naturaleza como lo estuvieron nuestros ancestros en las cavernas. La naturaleza puede revelarse contra nosotros cuando le dé la real gana mientras terminamos de pulir a los robots que son capaces de escribir columnas en un periódico, pintar cuadros, o traernos la bandeja del desayuno. La pandemia nos ha hecho reflexionar sobre la debilidad de nuestros sistemas, o mejor dicho del sistema. Lo público nuevamente se ve en la obligación de salir al rescate de lo privado. A salvar a los bancos, a las empresas, a las compañías aéreas; en definitiva, el neoliberalimo, en su magnificencia, depende de lo público. Esta reflexión entiendo que le costará digerirla a más de siete, pero lo que está claro es que algo falla en el diseño de nuestra fallida sociedad. Porque soy de los que opina que vivimos una realidad de ficción, una realidad que sobredimensiona la individualidad pero que sigue dependiendo de la colectividad. El ciudadano ha pasado a ser un mero consumidor que gasta y consume por encima de sus posibilidades generando un insostenible impacto ambiental. Las ciudades son insalubres y en ellas se hacina la mayor parte de la población mundial mientras las zonas rurales languidecen y son infravaloradas y olvidadas. La mierda de las grandes ciudades se vende al peso a los países subdesarrollados. El tercer mundo sigue siendo lo mismo de siempre, un coto privado de caza para las grandes multinacionales auspiciadas por sus antiguos colonizadores, que con ello siguen expoliando pero de una manera más diplomática. El calentamiento global, la crisis migratoria, los países fallidos, el agotamiento de los recursos marinos, la crisis sanitaria, el aumento de los populismos y de la extrema derecha, la vuelta, si es que alguna vez no estuvo ahí, del pulso entre los grandes bloques, generan un caldo de cultivo pestilente que no augura nada bueno. Y sino al tiempo.

sábado, 5 de septiembre de 2020

Sangre de mi sangre

Arranca tarde septiembre en este blog. Pese a que formamos una unidad indivisible, ambos disponemos de la decorosa autonomía que nos otorga la confianza. Él espera con paciencia infinita que acabe con otros menesteres a sabiendas de que regresaré a él como quién regresa a casa por Navidad. Siempre hay una vuelta a los orígenes. Somos lo que somos por mucho que pretendamos aparentar otra cosa. En nuestros orígenes se podrían encontrar los matices que nos diferencian de los demás mortales. Lo vivido en nuestra infancia, en el seno de nuestra familia, nos persigue como un mantra a lo largo de nuestra vida hasta que nos da alcance. Y al final, un día, al levantarte e ir al baño, te miras al espejo y te das cuenta de que te pareces a tu padre, o a tu madre, y ese parentesco te hace reflexionar. Y la reflexión te lleva a darte cuenta de que aparte de un parecido físico, hay otros muchos aspectos de nuestra personalidad, incluso aquellos de los que hemos intentando apartarnos durante toda nuestra existencia, que están ahí, esperando acaparar nuestra atención y asumir el protagonismo que durante tanto tiempo le hemos privado. Dentro de nosotros, en nuestra genética, están nuestros antepasados, su forma de pensar y de entender la vida. La psique de todos ellos nos reclama su derecho a subsistir en nosotros y en nuestros hijos y en nuestros nietos. A veces, se lucha encarecidamente para que esa herencia genética no acabe por tomar el control de nuestras vidas, y nos sintamos únicos y genuinos, pero es una guerra pérdida. Dicen que mi abuelo paterno se pasaba la vida escribiendo. A través de su escritura, desafiando a la censura y a la adversidad, escribía a periódicos y autoridades reclamando todo tipo de mejoras y soluciones a los problemas cotidianos de una sociedad en precario. A veces me miro al espejo y veo a mi padre, otras a mi abuelo, a veces a mi madre y así. Para bien y para mal son sangre de mi sangre.

domingo, 30 de agosto de 2020

Braulio el de la gaita

Braulio tocaba la gaita. Era únicamente lo que la gente recordaba de él. Tal vez se marchó muy joven a trabajar a Alemania, o en lo demás no destacaba especialmente. Braulio era el de la gaita. Y es que se le recordaba desde bien pequeño en la puerta de su casa tocando una vieja gaita que había heredado de su abuelo. Su abuelo era Roy el de la gaita. Sin embargo, el padre de Braulio, Onésimo para más señas, odiaba a la gaita y a todos los gaiteros del mundo; ya que su mujer, Saturnina, la madre de Braulio, se marchó a Barcelona con el jefe de la banda de gaiteros y tambores de Ponterradiña. La cuestión es que Braulio regresó al pueblo, tras varias décadas de arduo trabajo a las afueras de Berlín, y la gente, insistentemente le preguntaba por su gaita. Nadie se interesaba por él, ni por su lucha por reconstruir Alemania, al mismo tiempo que construía su propia vida desligado de la gaita. No se preocupaban por si había formado una familia, por si había conseguido alcanzar sus metas, o por si estaba bien de salud. En el binomio Braulio-Gaita el ancestral instrumento de viento había ganado sobradamente la partida. —¡Ostia, Braulio! ¿Trajiste la gaita? —le decían los vecinos al cruzarse con él. Faltaban pocos días para la fiesta de San Juan. Los mozos preparaban la típica hoguera acarreando, desde varios días antes, todo tipo de maderas, ramajes y muebles viejos con los que preparar una hoguera más grande que la de las aldeas de alrededor y con ello aliviar sus excesos de testosterona. —¿Braulio, nos tocarás la gaita en la fiesta? —le proponían insistentemente desde su llegada todos los vecinos. Y al final, tras mucho resistirse, dijo que sí. La tarde de San Juan, horas antes del inicio de la fiesta, llegó un camión grúa al pueblo. Un camión grua de los que utilizan las compañías eléctricas para arreglar sus cableados y sus torres de media y alta tensión, y que tienen unas cestas en las que se suben a los operarios para arreglar los desarreglos. A la gente le resultó extraño, pero al tratarse de un camión del servicio público de la red eléctrica la gente dio por hecho de que se trataba de alguna reparación, o de una simple operación de mantenimiento. La red eléctrica del pueblo, tan envejecida como sus paisanos, fallaba más que una escopeta de feria. Tras la quema de la hoguera, y mientras la gente, que todo hay que decirlo tampoco era mucha, se tomaban unos vinos con unos chorizos ahumados en lo alto de un trozo de pan casero, apareció Braulio tocando la “Muiñeira de Chantada”. La gente aplaudió y coreo: ¡Braulio! ¡Braulio! ¡Braulio! El operario, que estaba esperando su aparición, se subió al camión y bajó la cesta de la grúa. Braulio, sin dejar de tocar, se subió a la cesta. La hoguera aún mantenía su fuego encendido. Y mientras subía, Braulio comenzó a tocar el “Asturias patria querida”. La gente comenzó a abuchear. ¡Esto no es Asturias! ¡Toca algo de aquí! Pero él, inmutable, siguió tocando si cabe con más ahínco. Algún energúmeno exacerbado le arrojó un chorizo que impacto certeramente contra su cara. Y fue entonces cuando Braulio arrojó la gaita a la hoguera, exclamando: —¡A tomar por culo la gaita— Y ahí se acabó la fiesta.

sábado, 29 de agosto de 2020

La esperanza

Érase una vez, en un país muy lejano, o no tan lejano, tampoco hay que exagerar, que vivía un viajero cansado. De tan cansado que estaba había perdido el norte. Desconocía los motivos que le habían llevado hasta allí; lo mismo que tampoco sabía muy bien cómo y cuándo regresar. De ese modo, el señor viajero cansado malvivía de la caridad debajo de un nudo de autopistas, en las afueras de una gran ciudad tan contaminada como las demás. Sin embargo, al parecer esa situación no le afectaba, la llevaba con naturalidad, como algo que le hubiera sido planificado con anterioridad por no sé sabe qué fuerza divina. El viajero cansado vivía dentro de un viejo coche abandonado. Pese a lo que pudiéramos imaginar, una de sus aficiones era la de limpiar el coche. Lo limpiaba como si le fuera la vida en ello. Otros indigentes le tachaban de loco, y tal vez no estaban muy equivocados, ni ellos estaban menos locos. Pero, no, realmente el viajero cansado no estaba loco, tan solo le recomía por dentro una extraña enfermedad, ante la que los médicos tan solo le habían pronosticado unos pocos meses de vida. Eso fue lo que le llevó a viajar de ciudad en ciudad, y de país en país, hasta sentirse incapaz de seguir vagando por el mundo. Tal vez el cangrejo que se lo comía por dentro ya se había tragado todas sus ganas de viajar y sus escasas energías. Pero un día, en el que el viajero cansado se encontraba más cansado que nunca, tuvo la visita de una extraña y elegante señora. La mujer golpeó la ventanilla del viejo coche, en cuyo interior dormitaba el viajero. —Caballero: ¿está usted despierto? —preguntó la señora. —Sí —exclamó: ¿qué quiere usted? —¿Y usted qué quiere, qué hace aquí? —se interesó la mujer. —Pues le diré la verdad: espero a que me termine de comer el cangrejo. —¿De dónde es usted? —prosiguió la dama con su inesperado interrogatorio. —A veces quiero acordarme, créame, pero no lo recuerdo. —Pues haga usted por recordarlo porque lo necesitará para regresar a su casa. —No volveré. En pocas semanas amaneceré muerto en este viejo coche. —¿Le gusta la comida que le traigo a diario? —Así que es usted… —Sí, soy yo. Desde que le vi limpiando su coche entendí que usted era distinto a los demás indigentes. —Yo creo que soy igual que todos ellos. A mí me come un cangrejo y a ellos se los come la vida. No soy distinto —exclamó. —Claro que sí. Sé perfectamente que usted está aquí para evitar sufrimientos a su familia; para que no le vean morir día a día. Pero sabe qué le digo, que su huída no les ha aliviado en absoluto. Así que prepárese para regresar, que ya va siendo hora. —No sé quién sea usted, pero este viejo enfermo no piensa regresar. —Sí, claro que sabes quién soy, lo que sucede es que no quieres creerlo. —¿Es usted la Virgen? —¿Es usted católico? —Sí, soy católico apostólico y romano, por la gracia de Dios. —Pues entonces para usted seré la Virgen. —¿Y sí no fuera católico quién sería usted? —Soy la vida. Soy la naturaleza. Soy ese árbol de ahí. Soy usted. Somos un todo, amigo. Ese cangrejo se irá al mar. Volverá a dónde no debería de haber salido. Y cuando el viajero cansado despertó se sintió menos cansado. Recordó todo su itinerario. Recordó a su familia. Recordó todo lo que había olvidado o había querido olvidar. Un sobre con dinero que encontró sobre el asiento del copiloto fue la prueba fehaciente de que algo mágico había pasado esa noche. De su vieja cartera, que tenía escondida debajo de su asiento, sacó una vieja estampa que pertenecía a su madre. Una estampa de la Virgen de La Esperanza. Y la besó. Tal vez, en el fondo, él nunca había perdido la esperanza.

viernes, 21 de agosto de 2020

De vacaciones en Mercadona

La verdad es que estamos disfrutando, o sufriendo, según se mire, de un verano excepcional bastante difícil de definir. Si se lo tuviéramos que explicar a un marciano, cosa por otra parte muy poco probable, con toda seguridad el extraterrestre no lo entendería, así qué, si se encuentran con alguno, ahorrense la explicación y refugiense en un Mercadona. A mí lo del Mercadona, en contra de todo pronóstico, es lo que mejor me ha funcionado este verano. De hecho, he veraneado en uno nuevo que hay cerca de aquí. Sé que no es como el Caribe, ni la Costa Brava, ni como el Algarve portugués, pero mola un montón. A ver cómo se lo explico a ustedes para que me entiendan y no me tomen por loco. Fue improvisado, todo hay que decirlo. Yo esperaba que todo esto amainara y poder conseguir alguna ganga de última hora, pero nones. Resignado, cabizbajo, afligido, podría incluso decir que derrotado, bajé a Mercadona. A fuera del local caían a plomo 42 grados centígrados, dentro de él 24. Una jovencita iba con el bikini puesto bajo un blusón largo semitransparente. Siempre he sido mucho de transparencias. De hecho, tengo una colección exclusiva de calzoncillos Calvin Klein que compré en un mercadillo con unas transparencias muy interesantes. Por cinco euros me dieron seis y me regalaron un peine. El peine no me sirvió de mucho porque estoy calvorota. La cuestión es que yo estaba allí. Pasé por los congelados. Estuve obnubilado durante no sé cuánto tiempo eligiendo no sé qué helados que no llegué a comprar. La temperatura me bajó radicalmente pero, al cambiar de pasillo en busca de más papel higiénico, y volver a cruzarme con la chica del bikini, la temperatura me volvió a subir. Luego, una señora entrada en años, y en carnes, y en escote, me preguntó que si me ocurría algo. Le dije que me encontraba un poco aturdido debido a un conato de golpe de calor. Ella me recomendó que metiera la cabeza en el refrigerador de los yogueres y yo, de manera inconsciente, o plenamente consciente, miré a su escote. —Ahí no, picarón… me dijo sonriente y guiñándome un ojo. Así qué, interpretando los mensajes subliminales de la jovencita y de la más madurita, tomé la decisión. Les explicaré. Me organicé de la siguiente manera: por las mañanas bajaría de doce a dos, y por las tardes de seis a ocho. Cuatro horas al día, a 24 grados, durante toda una semana, haciendo deporte en un Mercadona, y alternando con una abundante y variada clientela femenina, me auguraban un verano de ensueño y, lo que es mejor aún: low cost. El primer día de mis merecidas vacaciones en Mercadona ligué con una viuda a la que ayudé a llevar su compra a casa. Por el camino, le hablé de mis dotes de cocinero: de mi tortilla de patatas, de mi ternera en salsa, de mi pulpo al horno, de tal manera que la señora me invitó a demostrarle mi versión de la tortilla de patatas. Confiada, me dejó en la cocina y fue a quitarse la calor. La calor y la ropa… no me dio ni tiempo a cuajar la tortilla. La señora debía de traer tanta hambre atrasada que ni ganas de comer tenía. El segundo día me convertí en héroe por accidente. Yo estaba haciendo mi recorrido por el pasillo de las bebidas cuando vi a un carterista intentando sustraer el bolso a una pobre anciana. Rápidamente, di aviso al encargado y éste, sigiloso, se acercó al tipo y le susurró algo al oído. No sé que le pudo decir, pero el chorizo salió del supermercado como el que se quita avispas del culo. El tercer día fue más aburrido y tan solo disfruté de cuatro horas aclimatadas, gracias a la conocida generosidad y del gran sentido del altruismo del señor Juan Roig. El cuarto día me encontré en el suelo un billete de cincuenta euros y, qué quieren que les diga, me fui al supermercado del pueblo a gastármelos a tutiplén. Yo en Mercadona tan solo compro el papel higiénico. He de reconocer que soy adicto a su papel higiénico. Lo que no sé es eso de Bosque Verde a qué viene si el papel es blanco, pero se lo perdono porque todos tenemos nuestras contradicciones y yo el que más. El quinto día fue el mejor. Una preciosa mujer me preguntó si sabía adónde encontrar el cloro para las piscinas. Como no podía ser de otra forma, le dije que sí. —Soy monitor de natación, de waterpolo, y de natación sincronizada, así que algo sé de piscinas —le planteé. —Pues sabe qué le digo, necesitaría unas clases de todo eso —me dijo muy ansiosa. —Sin problemas. Tengo tiempo y las cobro a 30 la hora —le expliqué. —Me acaban de instalar la piscina y aún no sé mucho de esos temas. ¿Me podría acompañar a mi casa? —me propuso. Yo estaba seguro de mí mismo y de mi mecanismo. Llevaba uno de mis calzoncillos con transparencias de Calvin Klein. Me acababa de duchar, de cortar las uñas de los pies y de lavarme los dientes. Ella me invitó a subir a su coche. Menos mal porque el mío lo tuve que malvender hace seis meses. Su casa estaba en las afueras. Era una casa baja, cerrada con un gran muro con alambradas en lo alto, lo que le otorgaba a la casa una cierta apariencia de campo de concentración. Me temí lo peor, pero hace meses que estoy en el paro, no tengo ahorros, ni coche, ni nada más que vender por wallapop, y treinta a la hora, amigos míos, son treinta a la hora. —Pasa, pasa por aquí, dijo la rubia, con un tono de voz que me resultó inquietante. Y yo pasé. El pasillo era tan largo como la lista de mis deudas. Llegamos a un patio interior en el que tan solo había una pequeña piscina hinchable de 2 x 2. —Esta es la piscina. Espere aquí mientras voy a cambiarme —me dijo mirándome con una mirada etrusca. Cerró la puerta del patio y de pronto sentí el palpito de que algo no iba bien. El patio me pareció claustrofóbico. Sus muros eran altísimos y las alambradas me dieron miedo. —¿Qué narices hago aquí? —me pregunté. A lo que rápidamente respondí mentalmente —vengo a por mis primeros 30 eurazos; con unas cuantas lecciones de natación minimalista haré mi agosto —pensé. Cuando se abrió la puerta me quedé tan etrusco como una estatua de mármol etrusca, suponiendo que los etruscos usaran el mármol con fines escultóricos. La rubia, pesé a lo que yo pensaba, sí era una rubia peligrosa. Peligrosa de cojones… Llevaba un traje de látex de color negro, un antifaz de tigresa, unas botas negras de vértigo y un látigo ideal para echar a los invitados e intimidar a los inspectores de Hacienda. —¡Tírate a la piscina y nada! —me exigió con una voz que parecía una psicofonía. Joder sí me tiré. Me tiré como me llamo Rodolfo. —Nada cachorrito. Nada como tú sabes —dijo mientras daba latigazos en el suelo que retumbaban en aquel patio como en sensurround. —Y qué quieren que les diga, yo estaba acojonado, pero simulaba la natación en crol para darle en el gusto a mi alumna. —Ahora de espaldas —me exigió. Así que sin rechistar, me volteé y ella se subió encima de mí, mientras el agua se desbordaba de aquella ridícula piscina para remojar bebés. —¿Te gusta la fiesta, Tarzán? —me preguntó. —Hubiera preferido quitarme la ropa —le respondí. —No bonito. Aquí mando yo. ¡Sal de la piscina! —me exigió con contundencia. Y yo, chorreando de agua, salí. —Agáchate, ahora eres un perro. ¡Ladra, perrito, ladra! —me ordenó. Me envalentoné y le dije que esto le iba a costar más caro. —Ladra y calla, inútil. Tengo dinero para trabajar mientras viva, así que por eso no te preocupes. ¡Ladra más fuerte! —me dijo la muy canalla. Y yo ladré y ladré. Moví la colita. Meé levantando la pierna en una esquina del patio y recibí dos o tres docenas de latigazos. Cuándo la rubia de látex de mirada etrusca tuvo bastante, me soltó un billete de 50 y me puso de patitas en la calle. Tuve que andar hora y media con la ropa empapada lo que me provocó severas rozaduras en la zona inguinal. El sexto día intimé con una cajera que estaba de bajón. Su marido se había liado con el fontanero. Ella nunca pensó que él sintiera atracción por los hombres, pero le parecía un poco raro que el susodicho durmiera desde la noche de bodas en el cuarto de invitados. Yo le dije, para su consuelo, que cuando no hay niños las separaciones son menos dolorosas. Y de paso que le aceptaba una invitación a una cerveza para charlar de este mundo y del otro. Ella me dijo que sí. —Un clavo saca a otro clavo —me aseguró. —Yo no entiendo mucho de herramientas, de hecho, he sentido ataques de pánico en Leroy Merlin —le confesé. —¿Y te dan miedo o alergia las mujeres? —No, pero no me va mucho el látex. Por lo demás todo bien —le aseguré. —¿Te gusta dormir con las mujeres? —me preguntó sin miramientos. —De una en una, sin problemas. No doy para mucho… El séptimo día no salí de la cama de la cajera. Como ven, Mercadona ha cambiado mi vida. Ahora me siento algo menos desdichado y vivo con Manuela. Tan solo me exige que duerma con ella y que haga las faenas de la casa. No quiere que busque trabajo, dice me quiere solo para ella. Gotea un poco el grifo de la ducha pero ha dicho que ella misma lo arreglará. Sé que mis vacaciones, comparadas con las que veo de mis conocidos por el Facebook, no han sido gran cosa, pero, no me avergüenzo al decir que han sido unas de las mejores de mi vida.

miércoles, 19 de agosto de 2020

Estrella y Mari Luz

Ando ya cerca de O Val, una ermita tan vieja como las terrazas de vides que bajan hasta el Miño. En la puerta luce un relieve muy bonito de un desprendimiento. La virgen sostiene en sus brazos a Jesucristo. Yo andaba, esta mañana, viendo por Segán, a mi tía Estrella y a Mari Luz; tía y sobrina con pocos años de diferencia. Con vidas que han ido fluyendo…no digo vidas, digo luces, porque ambas, de manera inconsciente por parte de sus padres, tienen nombres que se complementan y, como tal, han vivido toda la vida complementándose una a la otra, aportándose esa luz, porque la estrella emite luz, refleja luz y Mari Luz también es una mujer brillante como tía Estrella. Y ambas salieron muy jóvenes de esta aldea, de estas montañas, de estas humildes montañas gallegas, en busca de un futuro; un futuro que desconocían pero al que no le tenían miedo, porque eran, son, gente valiente. En aquella época lo más triste era el no comer, era el frío, era la desdicha de subsistir en la oscuridad en la que permanecían muchos pueblos que no tenían futuro. Pero ellas: jóvenes, emprendedoras, luchadoras, soñadoras, salieron de aquí, con lo poco que tenían. Con sus maletas, quién dice maletas dice un hato, dice una caja, dice lo que fuera. Y salieron a luchar, en principio a Barcelona, y más tarde a Suiza. Recuerdo aquella película, dirigida y protagonizada por Carlos Iglesias: “Un franco, catorce pesetas”. El esfuerzo en el país alpino se multiplicaba, y había futuro, y había seguridad, y prosperidad, y cultura e ilusiones. Las ilusiones, la prosperidad y el futuro, qué triste, estaban fuera de este país y había que ir a buscarlas. Como tantos y tantos millones de migrantes que salen del hambre, de la pobreza, de la oscuridad, buscando esa luz que brilla. Que brilla en Mari Luz, que brilla en mi tía Estrella. Esa gente, con derecho a subsistir, a prosperar, a soñar. Como ellas soñaron, saliendo de este pueblo, y lo consiguieron. Y hoy ya son mayores, y caminan juntas por Segán contándose historias de tantos años de luchas. Mari Luz en la fábrica de los chocolates Suchard, cerca de Neuchatel, y mi tía que estuvo tantos años trabajando en una cafetería y confitería en la que lloraron su marcha cuando decidió poner punto y final a su lucha en Suiza, para volver a la Murcia de su marido, de mi tío Pedro, que también en su momento salió de Murcia, de una Murcia que le aportaba poco, para buscar en Barcelona, la ciudad que le regaló a mi tía Estrella para que le aportara luz a su vida, y de ahí salieron juntos a Suiza, una Suiza tan bonita, tan verde, tan prospera donde los francos valían catorce pesetas. Qué bonito andar por Galicia con esta gente que irradia tanta luz.

martes, 18 de agosto de 2020

Pastor en Galicia

Estoy en Segán, provincia de Lugo. Llevo varios días gallegueando. En Galicia soy más gallego que los gallegos. Como pan de maíz, caldo gallego con unto, pulpo con cachelos, empanada de bacalao con pasas, tarta de Santiago y bebo vino mencía y licor café como si no hubiera un mañana. Ah!… y me baño en el Miño. De media camino doce kilómetros al día. Y, para mi gozo, la temperatura acompaña. Atrás queda el infernal verano murciano, el virus, y todo un catálogo de problemas cotidianos que esperan ansiosamente mi regreso. Me acompañan en la mesa Ana María y mi tía Carmen que, mientras yo escribo esto, colorean láminas de la Hello Kitty y de un niño al que su perro le lame la cara. Anoche Uma, la perra de mi primo Javi, se perdió. Quiso continuar su paseo nocturno siguiendo el rastro de algún conejo, o de algún corzo, y mi primo se cansó de esperar y se volvió a casa dejando la puerta de la finca entreabierta. Ya casi a la hora de acostarnos un vecino trajo a la perra por la puerta delantera de la casa. La perra al entrar por la cocina sintió pánico. Nunca antes había osado entrar a la cocina y se sintió desubicada. Creo que debió de confundir la cocina con una clínica veterinaria. Todo fue llegar mi primo y la perra se calmó. Ayer me bañé en el embalse de Belesar, rodeado de viñedos, en el más absoluto silencio. Creo que, en ese momento, era única persona que se bañaba en el río en varios kilómetros a la redonda. Y no lo entiendo, porque no hay pirañas, y el baño es un espectáculo digno del National Geographic. Durante mis caminatas, observo a los lugareños en su devenir diario. Pareciera que las mujeres llevan la delantera de las tareas domésticas, agrícolas y ganaderas. No paran en todo el día, inclusive las mujeres de más edad. Algunas con noventa años trabajan más duro que algunos mozos de dieciocho. Son de otra madera —dicen. Madera de carballo. Los vecinos de la parroquia de Segán me ven tan aclimatado que hasta me han ofrecido un trabajo como pastor. No les miento si les digo que me lo estoy pensando…

sábado, 1 de agosto de 2020

Virunear


Lo de este año tengo claro que no es veranear, es virunear. Me he sentido en la obligación moral de acuñar este término para definir y marcar las diferencias con su histórico y contemporáneo antecesor, ya qué, no se vayan a pensar ustedes, que eso de veranear es algo de toda la vida, ni mucho menos. 
Pero si la gente comenzó a veranear masivamente en nuestro país por los años sesenta o setenta, cargando a las familias numerosas en un confortable y amplio Seat 600, este año estrenamos el viruneo, o, dicho de otro modo, la aventura de irse de vacaciones con un virus mortífero acechándote tras cada esquina. 
Y entonces nos surge el dilema: ¿me voy o me quedo en casa? ¿Muero asado dentro de mi apartamento, o me voy a Santurce, al fresquito, y que sea lo que Dios quiera?. 
Yo me he encomendado a la Virgen de la teta al hombro, patrona de los lactantes y de los alérgicos a la lactosa, (usan la misma patrona mientras no se nombre a la Virgen de la Soja) y me voy a ir al Norte, que es adónde nos gusta ir a los del Sur, mientras nos cruzamos con los del Norte, que sueñan todo el año con venir al Sur. 
Este año del viruneo nos cruzaremos sureños y confederados con la mascarilla puesta, y las manos alcoholizadas, hablándonos a dos metros de distancia y bebiendo cañas con pajilla. 
También es poco recomendable chupar las cabezas de las gambas, los masajes a pie de playa con las masajistas chinas, jugar a las palas en la orilla, y orinar en las piscinas desde el trampolín. 
Este viruneo será distinto, pero sea como fuere, con las debidas precauciones, vamos a darle duro. 

Como dijo aquel: ¡Adelante mis valientes!

martes, 28 de julio de 2020

Ana y las estrellas


Anoche, Ana no quería dormirse. Insistía en que le contará cuentos y que la siguiera acariciando. -¡Más, papá! Repetía una y otra vez. Y yo ya no sabía qué cuento contarle. Le había contado el de Los Tres Cerditos, Blancanieves, Caperucita, Cenicienta, El Gato con Botas, Alíbaba y los Cuarenta Ladrones, y varios de mi propia cosecha. 
Pero ella, erre que erre. ¡Otro papá! 
La verdad es que ella llevaba varios días inquieta porque quiere ver la lluvía de estrellas, y tras varios intentos, nos hemos ido a la cama frustados. Así que, a la espera de la llegada de Las Lágrimas de San Lorenzo, le conté su pequeña historia
Mira Ana, escúchame culo inquieto: cuando aún no sabíamos ni que existías, papá y mamá fuimos a una revisión a la clínica de Tahe, y al pasarle a mamá un apararatito por su barriguita, en la pantalla de un monitor, tan oscura como el cielo de esta noche, apareció una lucecita muy brillante. Pues esa lucecita, tan pequeña y tan brillante como las estrellas que tanto te gustan, eras tú. 
Así que tú, al igual que tu hermana Yolanda, sois dos estrellas que vaís a brillar con luz propia.
-¿De verdad qué Yolanda y yo somos dos estrellas?
-Claro que sí, reina mía. Todos los niños del mundo sois estrellas. Unas estrellas preciosas a las que los mayores tenemos que ayudar a brillar. 
-¿Papá yo quiero ver una estrella fugaz para pedir un deseo?
-¿Y qué es eso que tanto deseas?
-Quiero estar siempre con mamá y con papá.
Y, diciendo esto, se durmió. 


sábado, 18 de julio de 2020

El sátrapa y su máquina de contar


Aquel hombre grandullón y bonachón, ni era tan grande ni era tan bonachón. En ocasiones, las cosas no son lo que parecen. El buenazo resultó ser un sátrapa con una máquina de contar dinero y un séquito de secretarios, cursados en leyes y en letras, que le afinaban la máquina de contar historias. Y con esa cara de bonachón y las letras rectas, y apoyado en palabras almibaradas y biensonantes, su fortuna fue creciendo y creciendo como la masa madre. Las regatas, los viajes a Suiza, y a otros paraísos fiscales, junto a sus continuos safaris por África, para esquilmar su maltrecha fauna, eran algunas de sus conocidas y sencillas aficiones. 
Sus amigos sátrapas le tenían en alta estima ya que éste les blanqueaba amablemente sus cuestionados currículum de cara a la galería del primer mundo. 
Al final, por mucho que digan las malas lenguas, este hombre no debe de ser tan mala persona, porque si fue capaz de regalarle a su pobre secretaria sesenta y tantos millones de euros, mientras en nuestro adorado país la población infantil sufre cada vez más necesidades, y cientos de miles de familias no llegan a fin de mes, es señal inequívoca de que estamos ante un hombre coherente, recto, y caritativo. 
Ahora entiendo lo del Corona-Virus. ¡Acabáramos!…



domingo, 12 de julio de 2020

Malditos mosquitos


Todo el mundo sabe que los muertos no hablan. O casi todo el mundo. Pero de lo que no se habla tanto es sobre si lo muertos escriben. Yo, que llevo muerto a penas un par de días, y me estoy aburriendo como una ostra, he sentido la necesidad de escribirles.
Lo primero que les diré es que no hay enemigo pequeño. Ahora que no me sirve para nada el saberlo estoy convencido de ello, y como tengo todo el tiempo del mundo, y nada me urge, les escribiré sobre el motivo de lo inesperado de mi fallecimiento por si les sirve de algo.
Yo estaba en mi balcón leyendo el libro de las posturas, o más bien viendo las imágenes, esperando a que mi vecina, que trabaja de secretaria en una constructora, se asomara a la ventana y, de ese modo, hacerme el interesante, cuando comencé a notar la molesta presencia de los mosquitos. Empezaron a picarme sin contemplaciones. Mis pies, con su habitual olor a Camembert, les debía de atraer. Así que, a falta de repelente, me rocié los pies con Barón Dandy. La estrategia pareció funcionar por unos minutos, pero al poco tiempo comenzaron a picarme por el resto del cuerpo. 
Pero a eso que llegó mi secreta secretaria y encendió su luz. Y ahí fue cuando se me olvidaron los mosquitos. Me subí a una silla, agarré los prismáticos, y me dispuse a contemplar el espectacular proceder de mi vecina para ducharse y ponerse fresquita para estar por casa. 
Y posiblemente no me creerán, es lo más probable, pero de repente, en mis prismáticos vi pasar un mosquito tigre del tamaño de un abejorro. Pensé que se trataba del efecto amplificador de mis prismáticos rusos comprados en un mercadillo de antigüedades y proseguí con el arriesgado deleite contemplativo desde mi terraza en el noveno B. 
Justo en el instante en el que mi vecina salía de la ducha liada en su toalla, sentí un picotazo terrible en la yugular. En lugar de ver las tetas de mi vecina, vi las estrellas y el firmamento. Del salto que pegué, la silla perdió su débil equilibrio y salí despedido al vacio. 
Volar siempre había sido uno de mis sueños más placenteros. Desde bien pequeño, de manera recurrente, soñaba que volaba como un pájaro por entre las nubes. Ahora, por fin, escribo entre nubes de algodón. Lo último que contemplé desde el suelo, antes de abandonar mi osamenta y subir hasta aquí, fue la cara de estupefacción de mi vecina asomada a la ventana con el turbante enroscado en la cabeza. 
Así que ya saben: no hay enemigo pequeño.

¡Malditos mosquitos!

lunes, 6 de julio de 2020

El ecologismo regresa con fuerza


El reciente éxito del partido ecologista en las elecciones municipales francesas es sin duda una buena noticia. Los verdes alemanes siempre han ejercido un papel determinante dentro de las políticas y de la sociedad germana, y por ende en la Comunidad Europea, durante las últimas décadas. Sin embargo, su implantación y su crecimiento en otros países del entorno europeo ha sido muy poco relevante por varias y espureas razones. 
Recuerdo hace tres décadas, cuando Los Verdes se implantaron en España, la infame reacción que tuvieron los grandes partidos políticos del momento. De la noche a la mañana, cuando se vislumbraba en las encuestas un crecimiento importante de la opción ecologista, como se crearon un enorme número de partidos "verdes" para confundir a los electores en el día del sufragio.
Como así fue. La opción auténtica "Los Verdes" quedó sepultada entre un sinfín de papeletas "Verdes" con olor a rancio y los dejaron fuera del Congreso.
El movimiento ecologista asociativo en España vivió momentos de gloria. De norte a sur surgieron cientos de asociaciones que, para nuestra desgracia,  en demasiadas ocasiones, acabaron convertidas en pequeños reinos de Taifas gobernados por el ego y subvencionados por ayuntamientos de diverso color. La mayoría de estos grupos dio la espalda al movimiento político, al que, todo hay que decirlo, le faltó siempre, y aún le falta, un gran líder capaz de hacer tabla rasa, poner orden, y generar ilusión. 
La sociedad, por desgracia un poco tarde, se está desengañando del neoliberalismo salvaje y del modelo consumista. El consumo ilimitado y desaforado no es una opción sostenible; tanto es así que el planeta languidece ante nuestros ojos mientras seguimos adquiriendo compulsivamente bienes y servicios que no necesitamos y que tan solo responden a tendencias generadas por el musculoso aparato de marketing de las grandes multinacionales. 
El cambio climático, por fin y por desgracia, está haciendo mella en la conciencia social. Muy poca gente sigue apostando por el negacionismo en este sentido. Cada vez son más las personas que vinculan la pandemia del Covid-19 a un agotamiento de los ecosistemas y al grave deterioro ambiental que ha provocado un sistema económico basado en un crecimiento ilimitado. ¿Alguien, a día de hoy, cree en el crecimiento ilimitado? ¿Alguien, a día de hoy, no ve en riesgo la sociedad del bienestar? 
Evidentemente, ante este escenario de incertidumbre económica, y de la certidumbre  del desgaste del planeta, la gente está valorando de nuevo a la opción ecologista; una opción ecologista que ha de madurar a marchas forzadas para hacer participe a la sociedad de la buena nueva: "La ecología no es volver a las cavernas, como amenazaban sus detractores, la ecología es asegurar un modelo de crecimiento sostenible ambiental y social. Un modelo de vida humanizado que no sea esclavo del consumo y de la producción". Que nadie se venga a engaños, la gran rentabilidad hoy se consigue a costa de cuatro grandes pilares: el consumo desaforado de los recursos naturales, la explotación laboral, la especulación de los grandes capitales, y el fraude fiscal. 
Ese es el modelo que nos ha traído hasta aquí. Tal vez por eso, los franceses, que siempre van por delante en esto de las revoluciones sociales, han apostado por el verde. Posiblemente, así lo quiero pensar, entre todos aún estamos a tiempo de encontrar soluciones. 

viernes, 26 de junio de 2020

Los rebrotes negros


Hace tan solo unos años hablábamos de brotes verdes. Ahora, siguiendo ese orden cromático, deberíamos de hablar de rebrotes negros. 
Los rebrotes negros nos amenazan con darnos el tiro de gracia. Ahora nos han dado las prisas por comernos el mundo y no somos conscientes de que el mundo, a poco que se empeñe, nos puede comer a nosotros como no actuemos con cordura. 
El bicho sigue ahí, agazapado y hambriento, como los mosquitos tigre pero en plan bestia. El mosquito tigre nos chupa la sangre pero el coronavirus nos quita la vida. 
Veo a gente actuando como si nada pasara. Gente valiente amante de los riesgos, que le da igual ocho que ochenta. Pero esa gente valiente, en este caso, no arriesga su vida entrando en una curva con su moto a 150 km/hora y con el casco en el codo, esa gente nos puede contagiar a todos y jodernos bien la vida. 
Por fortuna podemos salir, pasear, bañarnos, disfrutar, cenar en un buen restaurante, ir a la peluquería, leer un libro en un jardín bajo la sombra de un árbol, podemos hacer deporte, tantas y tantas cosas que hace tan solo unas semanas nos estaban vetadas y que ahora podemos volver a disfrutar con cordura. 
Está claro que queríamos y necesitábamos salir, por algo somos animales sociales, lo peor sería que por falta de civismo tuviéramos que volver a entrar. 

domingo, 21 de junio de 2020

Dos anormales muy normales



—¡Acho, Manolo!, ¡qué ya somos normales!
—¡Pero qué vas a ser tú normal, si nunca lo has sido!…
—Bueno, es un decir, no te lo tomes al pie de la letra.
—Entonces: ¿para qué me llamas a estas horas?
—Por si te apetece que bajemos a tomarnos una copa y echarnos un cigarro en el bar del Nacho, que ya lo han abierto.
—Tú lo que le tienes es mucho vicio con esa camarera. Sabes perfectamente que no fumo y que me he dejado el alcohol. Además, estoy viendo el partido.
—Vicio no, Manolo, devoción. 
—Devoción se le tiene a los santos, y la camarera de santa tiene poco.
—¿Qué estás insinuando, Manolo?
—No. No. Dios me libre de insinuar, nada. 
—Sí, sí, estás insinuando que es una cualquiera. 
—No. Nada de eso. La Nadiuska es muy correcta. Pero te recuerdo que el bar del Nacho es un putiferio y allí no se venden credos…
—Pero ella me ha dicho que solo acepta confesiones, practica la psicología erótica, para algo estudió hasta segundo de carrera. Ni se quita la ropa ni nada. Es más, eso me lo ha jurado a mí por sus dos hijos. 
—Y a mí también me lo contó mientras se desnudaba. 
—¿Pero tú no dices que no…?
—Claro que no. 
—¿Entonces?
—Pues eso que muy normales, muy normales, no somos, Julio.
—Pues eso estoy viendo…
—Y lo que no ves, Julio. Y lo que no ves…

viernes, 19 de junio de 2020

Planteamientos para mi nueva normalidad



El domingo seremos normales. Volver a la normalidad consistirá, con toda probabilidad, en continuar inundando el mundo de inmundicias, en seguir fabricando armas y matándonos, en seguir fomentando odios y divisiones, en definitiva, retomaremos la misma normalidad anormal de la que disfrutábamos antes de que nos atacara el bicho.
Las secuelas de la pandemia son cuantiosas. Personales, económicas, sociales y psicológicas. La enrarecida normalidad nos hará cuestionarnos cosas que hasta hace tan sólo unos meses eran incuestionables. En mi caso, de hecho, he de confesar que me estoy planteando volver al ecologismo activo y dejar de ser una célula durmiente. Creo que ya he dormido bastante. Me estoy planteando levantar mi voz, más aún si cabe, contra todo tipo de injusticias. Me estoy planteando no gastar ni un solo euro en grandes plataformas digitales ni en grandes cadenas de distribución. Me estoy planteando, muy seriamente, en desviar todos mis gastos y mis recursos hacia la economía de proximidad, a la tiendita de la esquina, a la zapateria, a la librería de mi barrio, a los mercados tradicionales. Me estoy planteando potenciar la cultura y el respeto como vacunas contra la intransigencia. Me estoy planteando, desde lo más profundo de mi ser, que a partir del próximo domingo, en el que en Murcia volveremos a ser normales, ser un persona muy distinta. 
"Piensa globalmente y actúa localmente. 

sábado, 13 de junio de 2020

Gracias, Miguel Bosé


Ojiplático me dejó el otro día el “Bandido” de Miguel Bosé. Si no lo veo no lo creo. Nada más leer sus declaraciones tuve que salir corriendo a una gasolinera para comprar un bidón de gasolina, rociarme y prenderme fuego. Pero luego pensé que si salía corriendo, calle abajo, envuelto en llamas, algún vecino podría pensar que le estaba brindado un homenaje a tan iluminado cantante. ¡Don diablo se ha escapado…! Cantarían ante mi llameante performance.
Así que, tras pensarlo mejor, le vendí la garrafa de gasolina, que me había costado seis pavos, a un señor que venía en una Vespino a comprar otra garrafa de gasolina. 
—¿Viene usted también por lo de Miguel Bosé? —le pregunté sin mayor preámbulo.
—Sí, la vida ya no merece la pena. —me confesó poniendo cara de pollo rustido.
—Pues miré usted, buen hombre, por dos euros le vendo yo la mía y así usted se inmola a lo low cost —le expliqué. 
—¿Y usted ya no…? —me preguntó extrañado.
—No, lo he pensado mejor. Voy a gastarme todo lo que tengo en ir a Estados Unidos y rociaré con gasolina a Bill Gates, y me rió yo de las Fallas de Valencia —le confesé.
—¡Ah! Entiendo…pero yo no. A mí me dan pánico los aviones. Yo quiero prenderme ahora mismo. ¡La vida es un infierno y yo quiero arder! —dijo mirándome con una mirada que me recordaba a la del cantante en uno de sus famosos videoclip.
—Pues agarré usted el Vespino y rocíese en un descampao, ¡coño!; que los demás no tenemos culpa. 
—Así lo haré. Ni Fallas hemos tenido este año…¡Pero eso lo arreglo yo!
Y diciendo eso, me soltó un billete de diez euros y salió zumbando. El Vespino echaba más humo que la chimenea del Titanic quince minutos antes de hundirse. 
No queriendo beneficiarme del dinero de un finado,  compré diez euros en cupones de la ONCE y me han tocado 100.000. 

La de vueltas que da la vida. ¡Gracias por tus “más que afortunadas” declaraciones, Miguel. Sobre todo para mí…

miércoles, 10 de junio de 2020

Armisticio


Demasiadas muertes a destiempo. Demasiados héroes anónimos y con nombres y apellidos. Demasiados provocadores. Demasiados perdedores. Demasiados oportunistas. Lo mejor frente a lo peor. Como el anverso y el reverso de una misma moneda.
Los balcones languidecen convertidos en un recuerdo de lo que fueron. Los recuentos de difuntos se disipan. Los brotes de la confianza estallan diseminados por toda la geografía ávidos de cobrarse, quién sabe, si las últimas víctimas. El desfasamiento nos lleva, de su mano fría, hacia otra fase desconocida.
En las guerras, tras el armisticio, comienza el recuento de daños. Daños personales irreparables. Daños económicos cuantiosos que, en este caso, yacen bajo los escombros del confinamiento. Daños que nos llevará años reparar. Pero aquí, para mayor desgracia, no hemos tenido un armisticio. 
Sería urgente que, unos y otros, al unísono, como una sola voz, fueran capaces de diseñar un gran plan de reconstrucción. No sería de recibo que continuáramos arreándonos golpes con la pala del enterrador mientras el país se desangra.
Creo que la sociedad, en su conjunto, debería de exigir desde los balcones, desde las calles, desde las plazas, desde las redes sociales, o desde la barra del bar, la firma unánime de un armisticio. 
Solo así, todos juntos, podremos arreglar este desastre.

sábado, 6 de junio de 2020

Escultura sociedad


Tocando con los dedos la fase tres, vuelvo a escuchar sobre mi cabeza el zumbido de los aviones como prueba evidente de que se acerca la tan anunciada nueva normalidad. 
Les contaré que en un rincón de mi patio languidece una de mis viejas esculturas. En un rincón intrascendente en el que apenas nadie repara. Sin embargo hoy, en el desayuno, su contemplación me ha ayudado a reflexionar. 
Aunque no lo aparente, su aspecto sencillo encierra en una enorme complejidad, y su meditada contemplación me ha vuelto a ofrecer grandes respuestas. 
Tal vez por ello, he pensado que la sociedad es como mi vieja escultura. Fíjense: formada por dos elementos visibles y dos invisibles. Acero galvanizado y madera. Soldadura que da forma al cuerpo principal. Pegamento, que une ambas partes, y el cemento que, en su interior, desequilibra el inmóvil equilibrio de la pieza. 
La sociedad-escultura está formada por distintos materiales sustancialmente contrapuestos. Materiales enfrentados por su composición y por su ductilidad. Materiales de diversa naturaleza y apariencia. Materiales que, pese a su contundencia, necesitan de otros materiales para encontrar su propia estabilidad. 
Los distintos materiales de la sociedad luchan encarecidamente por imponerse, por uniformizar. Lo mismo que sucede con una plaga forestal o con un virus. Todos, en mayor o menor medida, pretendemos replicar la forma de pensar que conforma nuestro material social, nuestro magma. 
Mi escultura olvidada no sería lo que es sin el pegamento invisible que le da forma. No sería lo que es sin el cemento que, amontonado en una de sus esquinas oxidadas, le aporta el frágil equilibrio que le caracteriza. 
La sociedad bajo presión, convulsionada, intoxicada, tiende a buscar una nueva forma. Los materiales sociales luchan por imponerse unos sobre otros. Y en esa eterna confrontación entre palomas y halcones, entre la fuerza y la razón, surge la importancia del pegamento, del hilo que hilvane diferentes géneros, de la soldadura, de la parte silenciosa e invisible que aporta el equilibrio social. Hay materiales que equivocan su naturaleza y desaparecen engullidos por los materiales imperantes; sin embargo, hay materiales que sabedores de su humildad, pero al mismo tiempo de su trascendencia, unen y engrasan, suavizan y atemperan, calman y alivian.  
Mi primera exposición de esculturas, que se llevó a cabo en el Colegio Mayor Azarbe, de la Universidad de Murcia, llevaba por título “Democracia Escultórica” tal vez, sin saberlo, encerraba en sí misma un nombre premonitorio. 
Tanto mis esculturas como yo mismo, siempre hemos demandado: libertad, democracia y respeto. 
Los radicalismos no conducen a nada. O conducen a lo peor. Abogo por la moderación.

miércoles, 3 de junio de 2020

Fernando Simón



Llegamos al ecuador del año como si nos hubiese pasado por encima un tren de mercancías. En ocasiones, todavía nos sorprendemos estrujándonos los ojos con las manos para comprobar si todo esto no habrá sido una terrible pesadilla. Pero no, las pesadillas, en este caso, han sido mucho más benévolas que la realidad. 
Mientras les escribo, buscando con ello mi propio consuelo, arden las puertas de la “Casa Blanca”. Evidentemente, lo blanco, en ese país, y en otros, es hegemónico frente al resto de colores. Y eso lo sabe la policía, los vendedores de hamburguesas, y hasta el sursum corda.
El primer mandatario global metió sus presidenciales posaderas en el búnker de la Casa Blanca durante una hora, por si las moscas. La cosa se ha puesto muy fea por el imperio de las barras y las estrellas por culpa de un policía con cara de asesino que resultó ser un asesino. 
En una formación de un showman motivador, de a seis mil euros por charla, escuché algo así: “si ves a un tipo con cara de hijoputa que viene a por ti que sepas que en el noventa y nueve coma nueve por ciento de las veces es un hijoputa”. Y la gente se partía el culo.
Mi abuela decía que la cara es el espejo del alma. Y es que menudos caretos tienen algunos y algunas. Y menuda verborrea. Insultan y calumnian como si no costara. 
Yo estoy acojonado porque aquí quieren arrojar a la hoguera al doctor Fernando Simón mientras que lo beatifican en el New York Times. Ahora que tengo tiempo y ganas, quiero expresar mi apoyo y mi admiración a este gran científico y, sobre todo, a esa grandísima persona. 
Gracias doctor. Personas como él son las que necesitamos.