jueves, 30 de enero de 2020

Rápido


Algo rápido. Un rayo. Una diarrea. Un carterista. Un mal de ojo. Una torcedura. Una metedura de pata. Un gatillazo en la primera cita. Que te hagan la cobra. Un susto. La picadura de un tábano. Un velocista de 100 metros lisos corriendo los 100 metros lisos. Una cornada. El paso de una estrella fugaz. Una mirada. Un suspiro. Un infarto. Toda una vida. Qué rápido se pasa todo. 

sábado, 18 de enero de 2020

El enigma del ratito



Mi pequeña Ana María, que tiene cuatro años, reivindica que ya no es pequeña: ¡es mediana! Su medianía no ha venido sola, no; su medianía ha venido acompañada de una serie de reflexiones y meditaciones filosóficas de gran calado, lo que confirma el viejo refrán que dice que de “casta le viene al galgo”. 
Hoy a las 6.46 de la mañana, pese a ser domingo, y estar todo más oscuro que la boca de un lobo, se ha levantado con ganas de filosofar. 
—Papá, papá, papá, ¿vamos abajo?
—Es muy temprano cariño, vamos a dormir otro ratito.
—Vale papá, pero un ratito son cuatro minutos, ¡eh!.
—¿Quién te ha dicho eso? —le pregunto asombrado.
—Yo lo sé papá…Un ratito son cuatro minutos —me confirma sin un ápice de duda frunciendo el ceño. 
Semejante descubrimieno, de confirmarse, pondría en evidencia a todos los algoritmos de Google y Facebook, a los relojes atómicos, y a media humanidad. 
Desvelar el eterno enigma del ratito, podría convertir a mi hija en una superdotada ideal para trabajar en la NASA o convertirla en una mediana adalid de la inteligencia artificial. 
—¿Ana, tú sabes lo que son cuatro minutos? —le pregunto para ponerla en un aprieto intelectual.
—¡Claro, papá! Cuatro minutos son un ratito.
El calado de tal aseveración no deja lugar a dudas. 
Qué todo el mundo se entere: Un ratito son cuatro minutos, ni uno más ni uno menos. 


viernes, 17 de enero de 2020

Al cien por cien


La mitad de mi cuerpo está despierto mientras la otra permanece dormido. Pese a ello, he logrado subirme a un avión rumbo a Barcelona, sin que la tripulación sea consciente de mi anómala situación. El pasajero que viaja a mi derecha, apoyando su cabeza a la ventanilla, y con la boca tan abierta que se le ven con claridad sus inflamadas anginas, duerme al cien por cien. 
Mi mitad despierta se ha puesto a escribir, mientras que la otra preferiría exhibir sin pudor mis anginas, e incluso roncar y babear como hacen en ocasiones algunos pasajeros. 
En la vida siempre nos enfrentamos a luchas internas de distinto calado. Una parte de nosotros apuesta por una cosa y la otra nos frena y nos cuestiona la idea y nos apunta en dirección contraria. Y ahí surgen las dudas. Mares de dudas. Abismos de dudas que equilibran nuestro rumbo como la brújula de este avión. Aunque ahora supongo que no tendrán brújula, y todo estará informatizado a la espera de que un hacker, tras su lucha interna, decida sabotear el plan de vuelo y estrellarnos impunemente contra el Banco Andorrano del que fue despedido. 
Yo vuelo y escribo con mi mitad despierta y la otra mitad dormida. Pensándolo bien, no es algo distinto a lo que mucha gente hace en su vida diaria. Conozco a infinidad de personas que deambulan por la vida al cincuenta por ciento y son tan felices y comen perdices. 
Sin embargo, yo estoy deseando despertar. En el aeropuerto de la Ciudad Condal me espera Noemí, despierta al cien por cien, para visitar a unos clientes que me esperan al cien por cien, y yo debería estar al cien por cien, para saldar una deuda que, desde hace unos meses, mantengo con ella. 
Nunca me gustaron las deudas, ni las dudas, ni las medias tintas, como tampoco exhibir mis anginas sin necesidad. Escribir todo esto ha acabado por despertarme. Andorra comenzará otro día su singular existencia sin sobresaltos. Sus bancos, como siempre, pueden estar tranquilos.

sábado, 4 de enero de 2020

Al trapo


La vida nos atropella. Un año secede a otro sin contemplanciones. Un problema le hace el relevo a otro más grande. Los políticos van a peor. La frustración social aumenta. Las uvas se nos atragantan y el Roscón de Reyes del Carrefour no sabe a nada. Tal vez, en este malestar general ibuprofénico, influya, de manera considerable, el desafortunado vestido escultórico que lució la Pedroche durante las campanadas de fin de año. 
La vida descolorida y descafeinada con olor a monoxido de carbono y sueldos miserables es el retrato envenenado de la sociedad actual. 
En la otra cara de la moneda, los ricos son cada vez más ricos, los poderosos son cada vez más poderosos, y sus huestes los defienden enarbolando un trapo de colores amarrado a un mástil, y en nombre de Dios.
La sociedad sufre un estrambótico y endiablado proceso de regresión; una especie de nostálgico remember amnésico que nos roba el juicio y nos confronta contra todos en una especie de autodefensa frente al que piensa de manera diferente, reza de manera diferente, viste de manera diferente, o mantiene relaciones sexuales más allá del clásico misionero de postura oferente. 
La integración está dando paso a la desintegración. La cultura es incómoda y subversiva. La salud es un negocio. El vecino me la suda. El egocentrismo se afilia formado un frente común de intocables. 
En este año, que ahora arranca, se sacudirán con fuerza las banderas, se enconarán los discursos, se enfrentará a los pueblos, se robará a tutiplén, se seguirá destrozando el planeta, seguiremos cerrando pequeños negocios comprando en pijama desde el sofá en plataformas que evaden impuestos y fomentan el trabajo precario.
Mientras los ciudadanos de a pie nos enfrentamos tontamente, los poderosos se relamen y nos roban nuestros derechos y nuestro futuro. 
Las banderas son un señuelo. Siempre lo han sido. Son su razón de ser. Y lo peor es que entramos al trapo.