martes, 15 de julio de 2025

Un nuevo despertar

Cuando despierto -algo ya de por si maravilloso-, y pienso en todo lo que tengo por hacer, me siento afortunado. Pienso, también -soy mucho de pensar- en todas esas personas que no tienen nada que hacer -y en lo jodido que debe de ser-, ya sea porque no tienen trabajo o no tienen fuerzas para afrontar ni un día más con normalidad. Pienso en lo afortunado que soy de tener cada mañana la oportunidad de apoyar a los demás, de volver a sentirme útil, de provocar sonrisas y afectos, y sinergias que nos ayuden a sentirnos mejor y más capaces que ayer. Pienso en la vida como algo grandioso en la que cada uno tenemos la libertad para decidir cómo afrontarla. Elegimos el camino, la compañía, la dirección, el ritmo, la intensidad, y los motivos. Todos partimos desde puntos muy distintos. Las facilidades y las dificultades no son equitativas, por lo que el camino de la felicidad, por desgracia, no es igual para todos, ni tiene una receta mágica. Cuando voy de camino al trabajo observo la grandeza de los que se han levantado antes que yo. Veo a las cuadrillas en el campo recogiendo limones, o lechugas, o apio, o vete tú a saber...Aquí no hay agua pero las cosechas no paran. Veo sus caras, con rasgos diferentes, abrasadas por el sol, luchando por llevar algo de pan y de futuro a sus hijos. Veo a los barrenderos, a los conductores de autobús, a las mujeres que entran en las fábricas, a los camareros que desde bien temprano despachan cafés y sonrisas y crónicas políticas y deportivas por el mismo precio. Y me veo yo, entre todos ellos, como uno más. Con mis luchas. Con mis sueños y mis contradicciones, pero eternamente agradecido. Mi lucha no sería nada sin la de todos ellos.

lunes, 7 de julio de 2025

Noches tórridas

Salimos cuando baja el sol. El verano, en Murcia, siempre amenaza con derretirnos. A menudo me preguntan si estamos acostumbrados a vivir con estas temperaturas y yo les digo que no, que al infierno no se acostumbra nadie. Tomamos un blanco y negro en una terraza. Ahora, tras la pandemia, hay terrazas por todas partes para beneplácito de los hosteleros y de los mosquitos tigre. Noto la humedad en mi piel. Sudo. Tal vez sea por el efecto del granizado -me digo. Mientras continúa nuestra marcha nocturna pienso que el sudor no lo ha causado el granizado sino los 31 grados que tenemos a las diez y media de la noche en pleno centro de Murcia. Para colmo ando doblado. Mi padre me ha dejado como herencia todos sus achaques. Tengo sobrepeso, pero de eso no tiene culpa mi padre. Unos gatos se pelean como si el futuro del mundo felino estuviera en entredicho. Unos indigentes se refugian en un cajero automático acompañados de un cartón de vino Don Simón. Una rata se asoma por debajo de un contenedor de basuras y se vuelve a esconder, y se vuelve a asomar, como si pretendiera jugar a las escondidas. La luna se deja ver entre los tejados de la Murcia antigua para hacer acto de presencia en este relato. El calor sigue cayendo a plomo. La noche sigue su incontenible marcha. Yo camino doblado como un jorobado a medio hacer. Hace mucho calor. Demasiado calor para los turistas y para los de aquí.

viernes, 4 de julio de 2025

Formas en las nubes

Ahora, en este momento, solo veo una grúa. pero aquel cielo azul de Xubín, cerquita de Ribadavia, estaba plagado de nubes vaporosas que dibujaban formas de lo más sugerentes. Mi hija Yolanda y yo habíamos cruzado todo el país para ver una exposición de escultura en Santiago de Compostela. Por aquel entonces yo buscaba en la inmovilidad de las formas, y el solemne silencio de las esculturas, unos mensajes en clave que pusieran luz a las sombras que me acechaban. A mi exceso de movilidad y de verborrea confrontaba la impenetrable y silenciosa rotundidad de la materia. Yolanda tendría nueve o diez años, la misma edad que ahora tiene su hermana Ana María, y en las fotos ambas podrían confundirse perfectamente. Mi cuñado Josiño, orensano de pro, me había dejado su casa para pernoctar tras tan largo viaje. La tarde comenzaba a rendirse cuando decidimos bajar por un angosto camino que conducía hasta la orilla del río Miño. Sobre unos cantos rodados nos tumbamos Yolanda y yo dándonos la mano. Recuerdo que jugamos a buscar formas entre las nubes, ahora un perro, allí una vaca, por allá una ballena... formas efímeras que no eran otra cosa que esculturas gaseosas que duraban apenas unos segundos y se transformaban en otra cosa o en nada. Después, antes de dormir, cenamos unas anguilas fritas en un viejo bar de Ribadavia. Al terminar, y antes de regresar a Xubín, paseamos por su judería bajo la luz ambarina de las farolas. Nuestras vidas están llenas de momentos mágicos y este, sin duda alguna, para mí, fue uno de ellos.