domingo, 21 de julio de 2019

La excusa perfecta


En Internet hay una región desconocida. Me resulta inquietante. ¿A usted no? En pleno siglo XXI, una región desconocida... 
Muchos anhelamos, y más en verano, visitar o descubrir una región desconocida. Lo desconocido siempre es un buen filón para todo. En lo desconocido tal vez se encuentre lo que tanto andamos buscando, de ahí que pretendamos ir a Marte, a los fondos abisales, o al dormitorio de nuestra vecina del quinto. 
El tablero de estadísticas de este insignificante, y desconocido, blog, está recibiendo estos días una ingente cantidad de visitas desde una región desconocida y eso es algo que me resulta un tanto contradictorio: ¿Será posible que alguien se vaya adónde Cristo perdió su alpargata, para leer estas infumables chorradas que yo les escribo con el único ánimo de martirizarles?
No sé qué pensar. Me desconcierta que estén leyendo todo esto desde la zona profunda de Internet. Tal vez mi blog se haya convertido en un referente para estudiar el deteriorio del comportamiento humano desde el lado oscuro, ¿o tal vez yo mismo les estaré escribiendo desde el lado oscuro sin ser consciente de ello?
Así que, ya saben, si me pierdo, vayan a buscarme a esa paradigmática región. Ya tienen la excusa perfecta para perderse. 
Como una vecina mía que, hace ahora cuatro años y medio, bajó a tirar la basura acompañada de su perro y aún no ha aparecido ella ni el perro. O como un primo segundo mío, que vivía en un tercero, y que estudiaba cuarto de derecho, y que ya va para el quinto año que se fue a por tabaco, cuando por lo visto ni fumaba ni nada. Ahora que lo pienso: ¿Serán ellos los que me leen desde esa región desconocida para ver si publico alguna entrada que haga referencia al dormitorio de la vecina del quinto? Siempre fueron mucho de cotillear...
Rectifico, si me pierdo, mejor ni me busquen. Total, para qué.

jueves, 11 de julio de 2019

Humanoescéptico


Cuando conduzco, cuando vuelo, o cuando camino contemplando el acompasado vuelo de los abejarucos, mi cabeza discurre por otros derroteros. Sin previo aviso, y sin ninguna razón aparente, mi memoria centrifuga un torbellino de secuencias y las expulsa de la forma más insospechada. De pronto, me veo inmerso rumiando una escena de hace veinte, treinta o cuarenta años y soy capaz de revivirla, interpretarla, y analizarla desde el renovado prisma que me da la madurez. Intento, como todo ser humano, justificar mis errores como una forma de sobrevivir a ellos y no dejarme la piel por el camino. 
Repetimos nuestras propias mentiras con la ilusión de que, por reiteración, estas acaben convertidas en medias verdades, o en verdades como templos de cartón piedra, pero que nunca dejarán de ser las mentiras que fueron por mucho que intentemos manipular los archivos de nuestra memoria.
Para nuestro consuelo, ahora existe una lavandería llamada Facebook, o su versión más juvenil y renovada llamada Instagram. Ahí podemos lavarnos la cara y exhibirnos de manera impoluta, mientras escondemos nuestra aplastante rutina a base de filtros de todo tipo y condición. 
Ante tal aluvión de gente exitosa y exclusiva, tanta gente feliz, atlética, recauchutada, cuajada de dinero, coches de lujo, y viajes de ensueño, uno nunca tiene suficiente respuesta ante tamaña competición. 
Sin ir más lejos, ayer murieron dos ingleses haciéndose una fotografía en Alicante. Cayeron por un desnivel de doce metros, rompiéndose la crisma, buscando ese minuto de gloria que poder exhibir y que acabó en una triste esquela de un diario de provincias. 
Al fin y al cabo, esquela o post, qué más da, lo importante es figurar, que se hable de uno aunque sea mal, se decía antes. 
El incontrolable torbellino que me ha empujado a escribir todo esto, no es más que otra forma cualquiera de exhibicionismo. Exhibo mi incredulidad y mi escepticismo, sin ambages, hacia todo lo que me rodea. Si existe el término euroescéptico, yo soy un humanoescéptico, esto es: toda persona que duda sobre los derroteros que está tomando la especie humana.
Sigo caminando con la única ilusión de que se abalance sobre mí otro torbellino; espero que menos cargado de nihilismo y desasosiego del que, en esta ocasión, me ha caído encima, para con ello no perder a los cuatro lectores que aún se asoman por este trasnochado blog.  
¡Ojiplático me hallo! Les pido, si acaso tengo derecho, un poco de comprensión.

jueves, 4 de julio de 2019

El viejo, mi vieja, y el mar


El último libro que compartí con mi madre fue El viejo y el mar, de Ernest Hemingway. De estar los dos vivos, ahora estarían de fiesta a la espera del chupinazo de San Fermín. ¡Viva San Fermín! Gritarían ambos, al unísono, empinándose un quinto de cerveza bien fresquito. 
Para los que no han leído el libro, ni conocieron a mi madre, ni a Hemingway,  ni han estado nunca en los Sanfermines, les diré que El viejo y el mar es una pequeña gran novela que narra el declive de un viejo pescador y la titánica lucha que mantiene su protagonista con un enorme pez vela durante tres largos días. Al final, después de capturarlo, los tiburones acaban comiéndose al pescado y el viejo sufre el que puede ser el último gran revés de su existencia. A mí madre el libro no le gustó; le resultó lento y triste. Tal vez nunca debí compartir con ella esa lectura, ya que, aunque nunca me lo reconoció, creo que se sintió demasiado identificada con el protagonista. Los tiburones se comieron el sueño del viejo pescador al mismo tiempo que el cáncer devoraba a mi madre. 
Enfrentarnos al final de nuestra existencia no es tarea fácil. Mí madre recurría a su fe para aliviar su desdicha, mientras otros recurren a la nostalgia, al pitraque, al bingo, o a engordar palomas en los jardines. 
El final, de una u otra forma, es una espera. Una agónica y solitaria espera. Por desgracia, ya no podrán conocer a mi madre, ni a Hemingway, pero aún están a tiempo de leer el libro.