sábado, 30 de noviembre de 2019

Deudas y lágrimas


En el vuelo de Dusseldorf he escrito muchas veces. Regresando. Siempre ando regresando. A Alicante y luego a Murcia. Regreso desde lo más épico de mis luchas en un avión de Lauda. Por fortuna, al contrario que el mítico piloto de fórmula uno, aún conservo mis dos orejas y ganas de seguir en la carrera. 
Atrás he dejado Azerbaiyán y Tayikistán, o lo que es lo mismo Baku y Dushanbe. Atrás he dejado amistades, sueños, esperanzas y escenas desgarradoras que me destrozan el alma. 
Cuando viajas por esas latitudes hay que tener el corazón muy duro para no salir desgarrado. Miseria y riqueza conviviendo en mundos paralelos, compartiendo un territorio, un tiempo, un espacio pero que, sin embargo, parecen ignorarse por completo. 
Le debo un relato al niño que, junto a sus padres, barría el jardín de la Ópera de Dushanbe a las diez de la noche y con un frío que se metía en los huesos. El niño en cuestión no debía de tener más de 6 o 7 años, y, por supuesto, no debería de estar trabajando y menos aún en esas condiciones. 
Le debo un relato al un señor de barba, al que le robé una foto, que llevaba en su rostro escrita la historia de media humanidad. Lo sorprendí comiéndose en caqui; Tayikistán es el país de los caquis, lo mismo que Uzbekistán es el país de las sandías, o Georgia el de las Granadas, mientras descargaba mercancía en un mercado de la capital Tayika. Le debo un relato a la joven recepcionista menuda y de ojos vivarachos del hotel Vatan de Dushanbe. Durante tres días, la chica se ha desvivido por atendernos y nos informó de que era la primera vez que se alojaban en su hotel un español y un polaco. No he dicho nada pero el polaco es Artur, mi traductor, que siempre va pegado a mí como una lapa haciéndomelo todo más fácil. Al partir, le regalé una crema de manos y la pobre se puso a llorar. Según nos contó, después de las lágrimas, era la primera vez que un cliente le hacía un regalo. Me emocionó su emoción, pero lo que más me emocionó fue su trato, sus atenciones, y su simpatía. 
Le debo un relato a una de las clientas a las que visité, y que, como muchas otras mujeres en la zona, siguen soñando con encontrar a un europeo, en formato príncipe azul, con el que compartir el resto de sus días. Creo que, por aquellas latitudes, muchas mujeres aún creen que los hombres europeos tienen la mágica llave de la felicidad. Craso error, le dijimos. 
Le debo un relato a Musa, el chofer que nos dio servicio en Baku, que trabaja para el sistema sanitario de Azerbaiyán por poco más de 150 euros al mes, y que entre otras actividades para sacar a su familia adelante compra coches de segunda mano en Alemania y en Polonia que luego revende en su país, a la par que hace de chofer para todo el que lo necesita.
Comencé esta especie de relato haciendo referencia a la épica de mi esfuerzo, y lo acabo sintiendo vergüenza de haberlo hecho. Para épica la de toda esa gente. Gente humilde, generosa, valiosa y valiente donde las haya. 
Intento despegarme de este relato intentando no imaginarme la cama del niño barrendero, y su casa, y sus sueños, y sus esperanzas, si es que acaso las tuviera. Sin saberlo, ese pequeño héroe de la escoba se vino a Murcia dentro de mí.

¡Qué pequeñajo tan grande! Que Alá lo proteja siempre.

domingo, 24 de noviembre de 2019

Pepico y sus vegetaciones



A Pepico le gustaba dibujar en el portal de su edificio. Era feliz compartiendo con los vecinos sus progresos en el dibujo. Y cuando no dibujaba escribía.  —Este Pepico llegará lejos —decían. 
Y él, más ancho que largo, se apoderó del portal pesé a que el frío del invierno convertía a aquella entrada en un congelador. 
Fiebre. Garganta. Mocos. Pepico enfermó y los vecinos se extrañaron de no encontrárselo en el portal. —¿Qué le habrá pasado al Pepico? —se preguntaban extrañados. 
A este niño hay que operarlo de vegetaciones —dijo el doctor. A Pepico eso le sonó a vegetales. ¿Tendré en mi garganta una gran coliflor? —se preguntó el niño. 
La intervención fue en el antiguo hospital de la Cruz Roja. Subieron al niño en una especie de asiento de barbero reclinable. Las enfermeras sujetaron sus bracitos con una correas a los brazos del asiento y el doctor colocó en su boca un aparato metálico para que ésta permaneciera bien abierta.  
Pepico sentía tanto miedo que se quedó bloqueado. Ni una lágrima manaba de sus ojos. Este niño es muy valiente —exclamó el doctor. Ahora te vamos a poner un poquito de anestesia. Notaras un pinchacito de nada. No tengas miedo, pequeñín —le animó el médico guiñándole un ojo. 
Tras el pinchazo vino lo peor. El doctor metió en su boca un aparato metálico en forma de cuchara y comenzó a rascar con energía la garganta del pequeño. 
Pepico no lloraba. Sus ojos se fijaron en una mancha color canela que destacaba sobremanera en la calva del médico. Ahora escupe, valiente —le ordenó el médico, mientras acercaba a su boca una palangana metálica visiblemente desconchada. 
De su boca comenzaron a salir pequeñas coliflores revueltas en sangre. La zafa adquirió un ligero parecido al plato de coliflor hervida que su abuela Mercedes le hacía comer algunas noches y que a él tan poco le gustaba. Pero este plato estaba hecho con su propia sangre y con sus propias coliflores. 
Después de la operación a Pepico lo invitaron a un enorme helado de vainilla y le regalaron un Madelman. —Te has portado como un campeón —le dijeron sus padres, orgullosos.
Al día siguiente, como si no hubiese pasado nada, Pepico siguió pintando en el portal para regocijo de los vecinos acompañado de su Madelman.
—¿Dónde estabas, Pepico? —le preguntaban sus vecinos. 
—Me han operado en la Cruz Roja, pero no he llorado —les explicaba a todos con orgullo. 

viernes, 22 de noviembre de 2019

La pica en el Caspio


Me voy al Caspio leyendo a Kurkov. La cuestión es leer y viajar. Sumar y sumar en una operación tan finita como maravillosa. Vuelo hacia retos increíbles por mi denodado afán de traspasar todas las barreras imaginables. Los muros no sirven nada más que para saltarse y de no saltarse sólo causan dolor y frustración. 
La sociedad avanza alocadamente hacia nuevos muros mientras yo intento derribar los propios. Lo que unos levantan otros lo tumban. Simpre fue así.
De nuevo he desempolvado mi viejo traje de migrante a tiempo parcial, de conquistador de lo ajeno, de violentador de status quos, de okupa comercial de territorios impenetrables, para poner mi pica en el Caspio.
Azerbaiyán y Tayikistán me esperan para desnudarse ante mí,  y yo ante ellos, en una especie de mágica sensualidad en la que el champú Botanic Gold y el Tinte Lumire, junto al Botox y Organic Care harán que Murcia, de la mano de Tahe, cambie la vida de muchas personas. 
Toca seguir soñando.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

Réquiem por Marcela

                                

A Marcela le gustaba su olor y a él le gustaban tanto su inocencia como sus dibujos. Ella era joven y él viejo. Ella era bella y él no valía ni para hacer de muerto en un entierro. Sin embargo, pese a tamaña incongruencia, ella no podía resistirse a su olor. Un olor que le atraía y la desequilibraba. Un olor que la sometía y la hacia vulnerable. Un olor magnético, mágico y enfermizo que, incomprensiblemente, generaba una extraña química entre ambos. 
Las amigas le avisaron del peligro. Ese viejo no es de fiar. Aléjate de él —le dijeron. Y ella hacia oídos sordos y, cada tarde, tras las clases, se acercaba al pequeño taller en el que el viejo hacia los muebles que usaban todos los pobres de la comarca. 
Aquel día, tras salir del instituto, Marcela iba más radiante que nunca. Como siempre, antes de llegar a su casa, tenía previsto pasar por el taller del viejo para sentir su olor y mostrarle sus últimos dibujos. Un olor impregnado de matices. Un cóctel  olfativo cargado de resinas, aserrín, sudor y años. Pero Marcela no llegó. Al entrar en un estrecho callejón por el que siempre solía atajar, alguien la agarró fuertemente por detrás, tapó su boca y la llevó hasta un vehículo que, arrancado, esperaba al otro lado de ese oscuro túnel del tiempo. 
A las pocas horas saltaron todas las alarmas. Marcela no había llegado a su casa a la hora que lo solía hacer y todos los teléfonos del pueblo comenzaron a sonar. La gente, nerviosa, se echó a la calle. Todos se lanzaron a una búsqueda frenética, hasta que una niña apareció con su madre en un decrépito cuartel para denunciar al viejo carpintero. 
—Agente: dice mi hija que ha sido el carpintero. Marcela iba a menudo a visitar a ese viejo al salir de clases. Seguro que ese hombre le ha hecho algo malo a la niña. 
De ese modo, tras la denuncia, que corrió por todo el pueblo como un reguero de pólvora, los gendarmes se plantaron en la casa del viejo carpintero y lo detuvieron. 
De nada sirvieron sus explicaciones. De nada sirvió que no se encontrara el cuerpo de la joven por ningún sitio. Como prueba del delito se usaron los dibujos que ella le solía regalar y que él tan celosamente colocaba en las tristes paredes de su modesta carpintería. 
El mismo día en el que el desdichado carpintero entró en prisión, su carpintería fue pasto de las llamas. Esa noche todo el pueblo descansó arropado por el pesado manto de la injusticia. En las montañas cercanas aulló durante horas un viejo lobo. Un aullido tan extraordinario y terrorífico que a nadie dejó indiferente. Una luna llena de color ambarino parecía reflejar el crepitar de las ascuas aún candentes de la arruinada carpintería.

viernes, 8 de noviembre de 2019

¿Y para cuándo las perdices?


Me ha faltado tanto de padre como de centímetros de cuello. Modigliani pintaba largos cuellos tal vez acuciado por la misma carencia paternal. Y es que los padres van más a lo suyo. Lo sé porque soy padre. Por dos veces padre. Padre una primera vez en mi juventud y padre en una segunda oportunidad en mi decrepitud. Lo del cuello entiéndanlo simplemente como una reclamación estética, sin importancia, que le hago a la genética de mi familia paterna, aunque a esa parte de mis orígenes no le puedo recriminar nada porque me regaló a mi abuela Mercedes, que en paz descanse. 
Vuelo leyendo a Eduardo Halfon, al que siempre leo con un cariño inexplicable. Vuelo a Barcelona. Vuelo con mi complejo de cuellicorto, pensando en mi padre, y en mis hijas, y en todo lo que le debo a la vida, que no es poco.
Eduardo siempre consigue incitarme a la escritura. Leerle genera en mis dedos una ráfaga de letras, y de palabras, y de frases elegantes que no me pertenecen, y que sólo él es capaz de extraer de mí. 
Ayer fui nuevamente a ver a mi padre. O a ver lo que queda de él en su reclusión. Ya no quiere salir de la casa. Yo intento ir a verle a menudo pero tal situación me deja sin palabras. Mi padre, y sus eternas contradicciones, siempre me han dejado sin palabras. 
Yo vuelo y leo, y, entre tanto, visito a mi padre. Barcelona me espera plagada de contradicciones, como contradictoria es mi visita, y como contradictoria es mi situación. Anoche, como tantas y tantas noches, le leí un cuento a mi pequeña Ana María, y, como tantas y tantas noches, se quedó dormida antes de llegar al fin.
La vida recta y pulcra. La existencia perfectamente planificada y controlada. El futuro expedito. El “y fueron felices y comieron perdices” es el edulcorado y envenenado fin de demasiados cuentos. 

Cuentos tan alejados de la realidad y que, inconscientemente, desde bien pequeños, nos cargan de contradicciones para siempre. Pensándolo bien, tengo el cuello tan corto como una perdiz.

domingo, 3 de noviembre de 2019

Batería

                            

Nuestra vida, en ocasiones, depende de la batería. De la batería que le queda a nuestro teléfono móvil, me vengo a referir.  Es por tanto el móvil, y su batería, lo que puede determinar nuestra existencia o condenarnos a la más absoluta desaparición. Creo que los dinosaurios se extinguieron por ese motivo: se quedaron sin batería. He visto gente entrando en pánico al observar como la batería de su teléfono móvil llegaba únicamente al 5% de su capacidad; y a un tipo con bombín arrojarse a las gélidas aguas del Támesis al observar como el suyo llegaba al 1%. Todo es cuestión de resistencia. Hay quiénes eso de la resistencia, y de la batería, lo llevan muy mal. Una vecina mía tiene tres teléfonos móviles y cuenta con veinte baterías externas cargadas hasta las trancas. De hecho, en lugar del clásico collar de cuentas, ella lleva al cuello, enroscados como una pitón, varios cargadores lo que le confiere un aire muy snob. 
El futuro depende de la batería y de los enchufes, aunque, pensándolo bien, eso de los enchufes tiene diversas connotaciones que se salen de los profundos argumentos de está concienzuda reflexión. Los coches, los aviones, los vuelos intergalácticos, los famosos succionadores de clítoris, los teléfonos, los viejos blogueros, los bragueros, los yutuber, los influencer que influyen a bots, los bancos no bancos, los políticos que no hacen política, los camareros robots que echan la ginebra afuera, y las muñecas hinchables parlantes, dependerán, en gran medida, de la capacidad de nuestras baterías. 
Y todo este mundo de Yupi acabará cuando el planeta no sea más que un gigantesco cementerio de baterías de litio, sodio, cobalto, grafito, y manganeso.
La vida en la tierra, bromas aparte, depende, no ya tanto de la capacidad de nuestras baterías, sino de la capacidad de éste para tragárselas. 
Les dejo que me quedo sin batería y ando sin enchufe. 

viernes, 1 de noviembre de 2019

A mi pequeña Ana


Todo el mundo lo sabía, Anita, pero nadie hacia nada. Esto suele ocurrir con demasiada frecuencia. Las cosas, hasta los más horribles desastres, comienzan a fraguarse delante de nosotros y no hacemos nada. Estamos tan ocupados llenando de grano nuestro granero, tan ensimismados en nuestro día a día, que no vemos venir el fuego que, amenazante, baja a toda velocidad por la ladera. 
Y casi siempre nos damos cuenta demasiado tarde, Ana. Tú tienes que estar con cuarenta ojos. Alerta como un culebra. Ágil como un cernícalo. Fuerte como un roble, Ana. La vida no es como los cuentos de Disney. La vida es un jungla en la que siempre ganan los mismos. Ganan los cazadores, los desaprensivos, los que no empatizan con nada y ni con nadie, y que todo lo quieren para si mismos. Vivimos en la jungla del egoismo, mi pequeña. Desconfía hasta de tu propia sombra. Tienes, quiero, que seas fuerte; pero fuerte de corazón. Todo el mundo no es igual. Igual que hay día hay noche, mi tesoro. Lo díficil es distinguir entre las sombras, entre la maleza, entre tanto ruido que no dice nada, o que lo que dice es para engañar. Cada vez más gente vive de la apariencia. Recuerda que hay lobos con piel de cordero. 
Mi pequeña: yo te quiero enseñar. Quisiera, si puediera, trasmitirte mi experiencia, mi forma de ver la vida, mi forma de entender a los demás. No venimos a este mundo a restar, Ana, venimos a aportar. Todos estamos en deuda con la tierra, con la naturaleza, en definitiva, mi amor, estamos en deuda con la vida. Una vida que, caprichosamente, te trajo hasta nosotros.
Somos, todos, la cara y la cruz de una misma moneda. Todos llevamos dentro el bien y el mal. Todos, incluso yo, podemos llegar a fallarte en algún momento. Por eso, Ana María, has de ser fuerte, despierta, inteligente, ágil, y tener la capacidad de soportar, como un junco, los vaivenes que la vida te tiene preparados. 
Dicen, mi vida, que  todo está escrito. Si yo pudiera encontrar tu libro de ruta, lo reescribiría para ti, y en cada renglón pondría un trocito de mi corazón. 
Tu padre y tu madre te amamos, Ana María. Vamos a cuidar de ti. Vamos a intentar que seas una persona de bien. Una persona que sea mejor cada día.