Abandono Grecia, en un avión de la AEGEAN, junto a mi compañero Juan. Abandonar Grecia supone volver a la rutina. Bendita rutina la nuestra que nos permite comer, criar a nuestros hijos, y aspirar a un futuro incierto, pero al fin y al cabo un futuro.
En la isla de Lesbos, no lejos de la costa turca, miles de personas, tan personas y tan valiosas como Juan y como yo, o como usted que me lee quién sabe por qué, esperan hacinadas a que alguien se atreva a tenderles la mano y ofrecerles un futuro. Refugiados de guerra, migrantes, personas de carne y hueso como nosotros, que han sido injustamente condenados a la más absoluta miseria y al más doloroso destierro.
La vida nos sonríe hasta que, cansada de nuestras miserias, nos enseña los dientes y nos da la espalda. Y nos enseña los dientes cuando perdemos la memoria de lo que fuimos tantas y tantas veces a lo largo de nuestra historia: refugiados, huidos, arruinados, abandonados. Nosotros, los de este lado de la vida, los que gozamos de una rutina cotidiana, llena de estrés, y de impuestos, y de comida que arrojar a la basura porque se nos hace vieja en el frigorífico, no somos conscientes de lo mucho que tenemos que defenderla. Cuando dejamos de otorgarle valor a lo que tenemos, y lo que somos, comenzamos a pervertir nuestra realidad, y, de ese modo, abrimos la puerta a los salvapatrias de turno, charlatanes de poca monta que meten miedo a discreción, con las más bajas y perversas letanías, y las más espurias intenciones.
Juan y yo, por fortuna, hemos podido venir a Grecia a buscarnos la vida. A él y a mí la vida nos está dando una tregua. Como es obvio, la tierra no es mía ni de Juan, no somos ni más ni menos que nadie, pero soy de los que opina que la tierra es nuestro hogar común y que esta, en lo más profundo de su interior, esconde un solo corazón en sincronía con el de todos los que la habitamos.
Me marcho, como siempre, aspirando a regresar. Gracias, Grecia. Gracias, Juan.