viernes, 28 de septiembre de 2018

La cara buena


El libro: “Pelea de Gallos”, de Maria Fernanda Ampuero. El avión: un Boeing 737-800 de la compañía de bandera irlandesa Ryanair. Me acompaña Raquel, en su primer vuelo, y en su primer viaje de trabajo internacional. 
Siempre hay una primera vez para todo, y esta ha sido la primera vez que me enfrentaba ante un libro de esta valiente e interesante escritora ecuatoriana. Hace tiempo que no piso Ecuador, pero María Fernanda, con sus cuentos, con sus tremendos cuentos, me ha vuelto a acercar al país del centro del mundo.
Me gusta regresar de Polonia en Ryanair porque siempre vuelo rodeado de niños níveos, rollizos, con cabellos transparentes y ojos azules. Polacos, y también ucranianos, algunos de turismo y otros tantos de trabajo. Yo vengo de trabajar junto a Raquel, en un viaje a caballo entre la novedad y la rutina. 
Mi rutina confrontada a la novedad de la que ha disfrutado estos días Raquel. 
Atrás hemos dejado a Pierre y a Caroline, que se han quedado unos días más para hacer turismo. A Artur, que seguirá promoviendo negocios por medio mundo. A Krzysztof, a Mónica, a Beata, volviendo a su normalidad tras la convención. A Slawik, que se despidió de mí con lágrimas en los ojos, tras nueve años de trabajar juntos. A Marcel, buscando respuestas a todas sus inquietudes. Atrás hemos dejado al Vístula, a los homenajes a los resistentes de la invasión nazi, a los jardines inmensos de Varsovia, a su impresionante mole que antaño fue el ministerio de cultura de la antigua República Socialista de Polonia y que ahora luce rodeada de grandes rascacielos y modernos centros comerciales. Atrás quedan errores y aciertos. Risas y lágrimas. Yo qué sé de cosas…
Uno cuando viaja avanza dejando una inmensidad detrás; una especie de estela funeraria de la que rara vez las vivencias resucitan. Vivimos lo vivido consumiendo unos instantes que intentamos congelar en la memoria, o secuestrar mediante las cámaras de nuestros móviles, sin darnos cuenta de que, desde ese momento, comenzamos a transformarlos a nuestro antojo, a colocarles un texto a pie de página que cambia por minutos, por días, por meses o por años.
Los recuerdos, nuestros recuerdos, sufren de una incontinencia brutal, víctimas de una metamorfosis invisible que lo transforma todo a su antojo.
Maria Fernanda Ampuero describe con extrema crudeza muchos recuerdos. Recuerdos de hombres salvajes, de niñas abusadas, de señoras podridas de dinero y de aburrimiento, de la cruda realidad que habita a nuestro alrededor y sobre la que siempre evitamos hablar. 
Veo en los rostros de los pasajeros que nos acompañan el dictado de su destino: diversión o lucha. Las dos caras de una misma moneda. 
La vida tiene dos caras, por suerte a mí me ha tocado la buena. 

lunes, 10 de septiembre de 2018

Lágrimas negras


De un día para otro todo cambia. Ayer lucía el sol y hoy amaneció lloviznado. Mis tortugas asoman sus cabecitas entre la hojarasca que las cubre y miran, no sin incertidumbre, hacia las nubes. Las esparragueras ya han perdido sus blancas flores y con ello gran parte de su elegancia. Ahora exhiben su apariencia más tortuosa y deprimida. Los abejarucos ya no revolotean inundando de jolgorio los cielos de mi amanecer. De un día para otro todo cambia. 
De la surcoreana Han Kang, paso a leer al chileno Luís Sepúlveda. En la lectura encuentra refugio mi desasosiego. El verano ya está por abandonarme, lo mismo que mi juventud, o que mis fuerzas, o que mis utopías.
De un día para otro todo cambia. Y quién sabe si para peor. Las primeras gotas de lluvia despiertan a los caracoles y alegran a los sapos que ya andaban aburridos ante tanta sequedad. 
El mundo sigue girando; cambiamos de una estación a otra en un viaje infinito en el que no existe el tiempo que tanto nos oprime. Los animales de mi entorno observan esos cambios con tranquilidad, sin importarles la filosofía que emana de todo ello. Sin preocuparse de calcular mediante complicados algoritmos la parte alícuota de su desdicha. 
El otoño siempre estimula a mis maletas que ya se preparan para regresar a Polonia, a Ucrania, y a Bosnia. Entre vuelo y vuelo converso con las nubes y me impregno de sus vivencias. Pese a su apariencia etérea, las nubes hablan más que mi barbero. Me cuentan historias más propias de novela negra que de un relato de tres al cuarto como el que les escribo. Historias tan negras como el humo que las asfixia. Historias tan negras como el agua ácida que arrojan. Historias tan negras como la violencia, el hambre, y el egoísmo de los que nada queremos compartir. 
Las nubes, entre vuelo y vuelo, me cuentan que las hemos defraudado. Cuentan que siempre nos tuvieron en alta estima hasta que, de unos siglos a esta parte, comenzó a dominarnos la avaricia. De un día para otro perdisteis el rumbo —me dijo una nube que parecía una bola de espuma de afeitar.
Pero, no se piensen que sólo me hablan de desgracias y de penas. Hace unos días, mientras volaba de Riga a Helsinki, una nube dulce como de algodón me dijo que de un día para otro todo cambia. 
Pese a todo lo que os creéis —me volvió a decir—, y a todo lo que pretendéis acaparar innecesariamente, puede que un día de estos amanezca y ese ansía de poder y ostentación os haya abandonado para siempre. Me agradó esa noticia.
De hecho —continúo diciéndome—hubo un tiempo en el que nosotras las nubes lo dominábamos todo, lo mismo que en otro tiempo todo lo dominaban la oscuridad, o el agua, o los dinosaurios, y, sin embargo, ya nos ves ahora, amigo viajero, como nadie nos respeta, nos pasamos la vida acaloradas, sucias y llorando lágrimas negras.

jueves, 6 de septiembre de 2018

Espárragos y abejarucos


Ahora, no antes ni después, sino ahora, las esparragueras florecen otorgándole a las plantas un aspecto como si estuviesen recubiertas de nieve en pleno mes de agosto, mientras los abejarucos revolotean sobre mi casa en plan de despedida. Un día de estos, como hacen todos los años sin saltarse ninguno, toda la bandada se marchará a sus cuarteles invernales en el continente africano y, en menos que canta un gallo, lucirán tan campantes sobre el lomo de cualquier ñu, o de cualquier antílope, a orillas de un lago tan plagado de mosquitos como de cocodrilos. 
Desconozco si los abejarucos me echarán tanto de menos durante el invierno como yo les echo en falta a ellos. Al menos los espárragos se quedan aquí, con sus flores, y sus espinas, a la espera de los primeros fríos que traerán consigo a sus preciados y fálicos frutos. ¡Qué ya lo sé…! que los espárragos no son frutos, pero lo expongo así para que me entiendan los neófitos en esto de la botánica. 
Una tortilla de espárragos silvestres es un plato suculento a la par de económico. Los abejarucos son más de comer abejas y avispas que de tortillas de espárragos. 
Para los que no lo sepan, les diré que los espárragos silvestres, que son los que crecen por estos secarrales, amargan un poquito, de tal manera que, al igual que a las berenjenas, conviene ponerlos un ratito en agua y sal antes de prepararlos.
Puede que el amargor de los espárragos tenga que ver con la tristeza que sienten cada año al ver cómo se marchan hacia el sur los abejarucos que les cagan encima durante todo el verano. Todo en la naturaleza tiene su sentido y también su sin sentido. Lo mío, como pueden apreciar, va más por lo segundo que por lo primero.
A mí me gustaría estar flaco como un espárrago y volar libre como un abejaruco, pero soy plenamente consciente de que eso es más difícil que me toque la lotería, entre otras cosas porque no suelo comprar.
Tal vez, usted que me está leyendo, y que no es tan amante como yo de la vida contemplativa, estará pensando en mandarnos a los abejarucos y a mí a freír espárragos.
Cosa bien fácil de entender, por otro lado.




lunes, 3 de septiembre de 2018

Ideas


Ideas como olas. Ideas como golondrinas. Ideas platónicas. Ideas que muerden. Ideas que lastran. Ideas que ilustran. Ideas que matan.
Ideas incansables como el sonido de una cigarra o tan enigmáticas como el canto de una sirena. Anoto ideas en un cuaderno repleto de palabras, de dibujos, y de esquemas, como si de un mapa del tesoro se tratara. Ideas a modo de masa madre a la espera de la oportuna fermentación. Ideas que crecen y se replican. Ideas que duermen. Ideas que explotan. Ideas que salvan. Ideas que generan más y más ideas en una especie de reproducción tan invisible como inexplicable.
Siempre hay una idea que me acecha; que merodea a mi alrededor reclamando de mi atención. Las ideas me persiguen encarecidamente desde que tengo uso de razón, lo mismo que lo hacen mi sombra, o mi exceso de empatía, o mi ingenuidad. 
Cuando tengo una idea, mi cerebro absorbe oxígeno de manera compulsiva, como hace el motor de nuestro coche cuando apretamos el acelerador, y entonces convierto esa idea en un proyecto, en una escultura, en un collage, en un cocido madrileño desectructurado, o en un cuento que ahora no viene a cuento.
Cierro los ojos: “Las mil y una noches”. Abro los ojos: “Las mil y una ideas”. 
Esto es un no parar. Y así siempre…