The Alan Parsons Project suena en la radio; una radio recubierta de harina a la que da pena mirar. Su música, acoplada y distorsionada, evidencia el paso despiadado del tiempo. Hace más de treinta años que la música acompaña mi rutinaria historia, una historia que transcurre prisionera entre sacos de harina y el calor infernal de un horno más viejo que las Murallas de Ávila.
Ahora, si pudieran escucharla, oirían la inconfundible armónica de Supertramp. Lástima que hayan desaparecido las armónicas como han desaparecido tantas y tantas cosas. Aunque si en esta vida he sacado algo en claro es que todo tiende a desaparecer. Eso sí, los únicos que nunca desaparecen son los hijos de puta; esos, incluso, están de moda. Son como las cucarachas que transitan durante el invierno al abrigo de este horno.
Como habrán intuido, soy un modesto panadero, nostálgico por naturaleza y algo mal hablado, que sobrevive escuchando música mientras ve como se consume su vida a fuego lento. Como decía mi abuelo, en paz descanse: los panaderos vendemos pan blando para poder comer pan duro.
Mi padre me enseñó este oficio, lo mismo que a él se lo había enseñado el suyo. En nuestra familia siempre fuimos panaderos. Siglos y siglos amasando pan y tragando harina.
Recuerdo cuando, de pequeños, mi hermano y yo descargábamos la leña que traía Jenaro en un carro tirado por dos mulas; especialmente aquel día en el que, entre los leños de encina, apareció un sapo enorme. Mi hermano Salva salió despavorido y estuvo varios días sin querer acercarse por la panadería. Salva se dejó los pelos largos y quiso hacerse músico para abandonar esta vida de clausura. El grupo que fundó: Pan Doctor, obtuvo cierto éxito. Grabaron un primer disco y les salieron algunos conciertos por distintos lugares del país. Lástima que aquel trailer cargado de harina se empotrara contra su furgoneta. Mi hermano murió bajo toneladas de harina de la que tanto huía. Paradójicamente, el camión pertenecía a la cooperativa que, durante décadas, nos abastecía; incluso el chófer del camión, en multitud de ocasiones nos había traído los pedidos al negocio. Por ello, cuando se enteró de que el conductor de aquella camioneta de músicos, contra los que había embestido en un descuido, era mi hermano, sufrió un ataque de ansiedad del que, aún a día de hoy, no se ha recuperado.
Pegado a la pared del obrador, y recubierto de una fina pátina de harina, aún luce el primer y único póster de la primera y a la postre última gira de Pan Doctor. En él, mi hermano Salva sonríe tocando la pala del horno, a modo de guitarra eléctrica, y sus dos compañeros, que curiosamente salieron ilesos del accidente, tocan sendos panes de tres kilos que amasamos a modo de guitarras para la ocasión.
El rock de panadería: “el rock más caliente de la historia” —como decía mi hermano—se enfrió demasiado pronto.
Yo aguanto aquí como aguantaron los de Numancia. Cada vez tengo menos negocio. Primero me atacaron con los precios y me dejaron sin recursos. Ahora me atacan desde la calidad y estoy sin medios para poder seguir el ritmo, el nivel, y la diversidad que impone el mercado. Así que tan sólo aspiro a resistir hasta no sé cuándo, escuchando esa vieja radio tan llena de harina como de historia.
Les confieso que el sobrepeso me está minando la salud como las termitas que se comían la artesa de mi abuelo. No tengo ni dinero, ni salud, ni familia, tan sólo amaso pan. Amaso pan mecánicamente, sin aspiraciones de ningún tipo. Amaso pan por obligación y por cobardía. Amaso pan en la celda que me ha configurado la vida. Aunque se asomen a este inhóspito obrador y me vean trabajando, no se engañen, en realidad sólo soy el fantasma de esta patética historia.