lunes, 28 de octubre de 2013

La sutileza del colibrí


La primera vez que llegué a México me impactaron dos cosas sobremanera. La visión majestuosa del volcán Popocatépelt y la sutiliza del vuelo del colibrí. He de confesar que nunca antes en mi vida había visto ni una cosa ni otra. En la España peninsular, de la que procedo, no abundan los volcanes y, menos aún, los colibríes.
Desde ese primer encuentro, esos dos elementos, geológico y ornitológico, me han obsesionado enormemente sin saber por qué. Siempre estoy al tanto de todos los enfados del Popo -así se le llaman en México a este volcán de manera coloquial-, cosa que hace muy a menudo. A cada poco ruge su gran fumarola y lo pone todo perdido en Puebla. Sus cenizas, en ocasiones, llegan hasta la Ciudad de México y, de ese modo, la ciudad se hace más irrespirable que de costumbre. La humanidad se empequeñece ante la rotundidad de la fuerza de la tierra que emana de los volcanes. Y para mi, el Popo es a los volcanes lo que Leo Messi es al fútbol, o Cervantes para la literatura universal. 
Pero yo, lo que pretendo esta mañana, a las seis hora mexicana, escuchando los gritos y las panderetas de The Luminieers, es hablarles de la sutileza del colibrí. Y dirán ustedes: ¿Menudo potaje no? Y se lo preguntaran con toda la razón del mundo, no les voy a decir que no. Pero permítanme que me explique. 
¿Alguna vez se han parado a contemplar la sutiliza y la magia del vuelo de un colibrí? Para este ejercicio visual que les propongo no hace falta que lo hayan presenciado en directo, basta con que lo hayan visto en algún documental de la 2, de esos que nadie ve sin quedarse dormido en el sofá, o en uno de National Geographic, sin son ustedes más pudientes y tienen acceso a una parrilla de canales de pago.
Si ya estamos todos puestos en situación, puedo continuar con mi alegato.
El colibrí tiene una belleza sin igual y una rareza funcional digna de los estudios más concienzudos de los ingenieros de la NASA. ¿Han visto ustedes como se desplaza hacia adelante y hacia atrás, o hacia arriba y hacia abajo? ¿Se han fijado en la forma en la que gravita en el espacio, mete su alargado pico en una flor, y lo imposible de que nuestros ojos perciban el batir de sus delicadas alas?
Yo creo que dentro de mi cabeza debo tener alojado a un colibrí. Seguro que entró por uno de mis generosos pabellones auditivos y, sigue ahí, zumbando e inspirándome en esta forma mía de comunicarme con el mundo exterior.
El colibrí, para la mitología azteca, fue un símbolo positivo. Sin embargo, también se relaciona con la guerra, pero no con la guerra salvaje y sangrienta que tanto nos sigue gustando ver por televisión, y más si es en directo a través de la CNN, sino con las guerras interiores que todos, en mayor o menor medida, sufrimos. Esa batalla que libramos a diario en solitario entre el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, o, también, en forma de duda existencial cada vez que tenemos que tomar una decisión medianamente trascendental en nuestras vidas.
Con el paso del tiempo, me he ido encontrando con personas colibrí. Son tan escasas como los diamantes. Tan dulces como el propio néctar del que se alimentan mediante equilibrios imposibles. Tan sutiles como pompas de jabón. Tan sinceras como la sonrisa de un bebé. Pero, para nuestra desgracia, las personas colibrí no son fáciles de encontrar.
El colibrí que llevo alojado en mi cabeza es lo más valioso de mí, si es que en mí hubiera algo valioso, y no se pueden ni imaginar las cosquillas que me hace en el cerebro cuando revolotea.
Y no les cuento como se pone el pobrecito cuando detecta, a mi alrededor, a uno de los de su especie.

sábado, 26 de octubre de 2013

Casi sin darme cuenta


Ustedes no me pueden ver, pero si me vieran por un agujerito verían a un tipo medio calvo y regordete, escribiendo a mano, en un avión de Iberia, repleto de gente, rumbo a México. Un avión con un retrete en oberbuquin. Soportando miles de sonidos que únicamente habitan en estás maquinas infernales destinadas a poner a prueba los límites de la paciencia humana a cambio de llevarnos al otro lado del charco por mil euros. Sonidos procedentes de personas. Personas procedentes de mil sitios que, sin saber por qué, nos ha dado a todos por ir a México a la misma vez. 
A mi izquierda, dos amigas rezan el rosario como los niños de San Ildefonso cantan la Lotería de Navidad. A mi derecha, sino se han aburrido aún de mirar por ese hipotético agujerito, verían a tres tipos cargados de mil aparatos de última tecnología, hablando de las mujeres como si estas fuera de la edad de piedra; muestra evidente de que el hábito no hace al monje.
El váter sigue rugiendo a intervalos de dos minutos. La cola que hay en la puerta confirma mi idea de que la gente seguirá cagando con la misma cadencia hasta que lleguemos al aeropuerto internacional Benito Juaréz. Me reconforta pensar en que no soy la única persona en la tierra que padece de colon irritable. Somos muchos. Multitudes de cagones con poco aguante y mucha frecuencia. Clientes vips de las celulosas y, por tanto, enemigos acérrimos, sin pretenderlo, de las depuradoras de aguas residuales.
Manolo Escobar a muerto y su carro, después de varias décadas de infructuosa búsqueda,  aún sigue sin aparecer.
Dina, la colombiana que iba a mi lado en el vuelo anterior, posiblemente seguirá llorando rumbo a Bogotá. Ella lloraba, al mismo tiempo que, por la ventanilla que había a su lado, caían gotas de lluvia. 
-Ves, amiga, le dije para consolarla. El cielo está llorando por tu partida. España está triste porque te marchas.
-Gracias, es usted muy amable -me dijo. Lloro de impotencia. Después de estar aquí diez años, regreso tal y como vine. Derrotada. Y allí no sé qué encontraré. ¡Es todo tan difícil! -me explicaba para justificar su llanto.
Las del rosario siguen erre que erre. Los tres muchachotes ahora ven vídeos de chorradas en sus Ipad en una especie de competición donde el porrazo más grande provoca la carcajada más escandalosa.
Las azafatas de Iberia siguen tan cabreadas como de costumbre, por lo que me dan ganas de invitarlas a ver los vídeos chorras de mis vecinos para ver si, al menos de ese modo, les saco una pequeña sonrisa.
Escribo sin rumbo. Acumulando letras desordenadas. Ideas que me atacan como una nube de abejas y ante las que no tengo modo de defenderme. Escribo sin un hilo conductor claro. Sin un mecha guía que haga que el corte emocional que provocan mis planteamientos sea lo incisivo que me gustaría que fuera.
Pero el viaje es largo. Casi doce horas de vuelo dan para muchos relatos y para mucha lectura.
Hoy, mientras cambiaba de vuelo, he recibido un correo que me ha llenado de alegría. El Instituto de Fomento de la Región de Murcia me ha invitado a dar una conferencia a empresas que están dando los primeros pasos hacia su internacionalización. Mientras me zampaba una hamburguesa en Barajas les he respondido que sí. He aceptado el reto porque soy adicto a ellos. No concibo mi existencia sin retos, sin metas o sin proyectos que me hiervan la sangre.
Como ahora, que, mientras vuelo, escribo y escribo sin parar todo aquello que me acontece, todo aquello que siento o todo aquello que capta mi atención.
En México, dentro de tres días, también trasmitiré esta forma de ver la vida. Los asistentes esperan encontrar un curso de Alta Dirección, y yo, tan sólo les voy a hablar de emociones, de sentimientos y de sueños. 
Bajo mi punto de vista, que estoy seguro que no es mejor ni peor que el de ustedes, creo que todo es lo mismo.Trabajamos como sentimos y sentimos como trabajamos. Abiertos a la evolución, o cerrados a cal y canto a los cambios que en la propia sociedad van aconteciendo. Vemos a nuestro alrededor como los sistemas cambian constantemente, como evoluciona la tecnología y como, a poco que nos descuidamos, nos quedamos atrás y con el paso cambiado. 
Si aceptáramos el reto de evolucionar, perdiéramos los miedos que nos atenazan, y compitiéramos contra nosotros mismos, intentando mejorar todo aquello que hacemos a diario, nos daríamos cuenta de que detrás de todo ese esfuerzo es donde se encuentra escondida la auténtica felicidad.
De todo eso les hablaré, en mis próximos cursos, a unos y a otros. De emociones, de esfuerzo y de evolución.
Por algo de niño adoraba a Charles Darwin y a su teoría de la evolución de las especies. A sus pinzones, a sus tortugas y a sus iguanas.
Todo ha cambiado siempre a nuestro alrededor. Lo único diferente es que ahora todo sucede a un ritmo vertiginoso. Fíjense si es vertiginoso que ya estoy llegando a México y no me he dado ni cuenta. 

martes, 22 de octubre de 2013

Ya no queda tiempo ¿O sí?


Siento que hemos iniciado las maniobras para el aterrizaje. El avión se agita sin cesar como una bailarina de samba. Para pasar el tiempo, he leído varios de mis viejos relatos que dormían escondidos entre los archivos de mi BlackBerry. No me gustan. Cada vez me gusto menos.
Una niña rubia, con los ojos azul cielo, pone a prueba sus amígdalas sin tener piedad de nuestros tímpanos. Por la ventana alcanzo a ver, entre vaporosas nubes, la Isla de Cabrera, también Ibiza y, a lo lejos, Mallorca.
La señora que viaja a mi lado, y reniega sola cada vez que chilla la niña, lee un libro títulado " Dans les bois éternels", de un tal Fred Vargas, sin pestañear. Otra señora, al otro lado del pasillo, se entretiene cotilleando con la revista alemana "Ok". Frente a ella, un señor del tamaño de Kim Dotcom lleva unas gafas de sol enormes, una gorra negra, y unos cascos que parecen adheridos a su cabeza lo mismo que las lapas se adhieren a las rocas.
Ahora, sobrevolamos Benidorm. En un acto reflejo de quinceañero, que me viene sucediendo periódicamente una vez cada quince años, saco la mano por la ventanilla y despeino a los albañiles que ultiman la obra del que será el edificio más alto de Europa, y la ruina más grande de España. Esta es la tercera vez que me sucede. En la primera, al poco de cumplir los quince años, me encontraba entrenando con mi equipo de fútbol. Recuerdo que era invierno. Unos padres habían encendido, detrás de una portería en la que yo me disponía a lanzar un penalti, una barbacoa para festejar el cumpleaños del entrenador. No pude evitarlo. Sentí la necesidad de apuntar en dirección a la barbacoa. Lo hice. Del pelotazo que pegué la barbacoa saltó por los aires lo mismo que los tocinos y las morcillas. En la segunda ocasión que me dio el arrebato tenía treinta años. Llamé a la tienda de mi empresa, poniendo voz de peluquera inglesa, y compré por teléfono todo el mobiliario para montar una peluquería en Torrevieja. Por todo eso, ya habrán ustedes adivinado mi edad.
La azafata, enojada, me dice que sea la última vez que saco el brazo por la ventanilla para despeinar a nadie. Sin embargo, no me lo tomo a mal. Me ha gustado mucho la forma de echarme la bronca poniendo la misma cara que cuando ofrecía: más té, más té. Todo el mundo no valdría para eso. Le pido mil disculpas y me pongo a escribir todo esto, aún a sabiendas de que ya no me queda tiempo.
Antes de aterrizar en Alicante miro por la ventanilla y me doy cuenta de que en mi tierra somos algo así como los Tuareg de Europa. Todo es desierto. Eso sí, con millones de piscinas.

domingo, 20 de octubre de 2013

Estrasburgo, el diablo y mi cabeza de ajos


Estrasburgo. LLueve. Hotel Juan Sebastian Bach. Bulevar Juan Sebastian Bach. Todas las calles de alrededor llevan nombres de grandes compositores: Wagner, Shubert, Chopin, y yo me siento como Bartolo el de la flauta con un agujero sólo. Pese a todo, en la recepción del hotel suenan los suecos de Abba, y un grupo de japoneses, pertrechados con chubasqueros y cámaras, se organizan para disfrutar una maravillosa excursión que llevará como título "Turisteando bajo la lluvia".
Esta ciudad del norte de Francia tiene firmado un pacto secreto con la lluvia, lo mismo que lo tiene con el diablo que, durante siglos, gira y gira alrededor de su catedral, generando su característica brisa, mientras intenta adentrarse en el templo para hacer la puñeta.
La gente se sorprende de que el diablo gire eternamente alrededor de la catedral sin darse cuenta de que, en cualquier momento, podría colarse por el campanario y asunto resuelto; lo que viene a demostrar que el demonio tiene el cuello dislocado, y no puede mirar hacia arriba por el collarín, o es que tiene lo mismo de tonto que de demonio. 
Toda ciudad necesita de un diablo y de un San Jorge. Un diablo tontucio al que mantener a raya con facilidad y un héroe al que elevar a los altares. El triunfo del bien sobre el mal. Buenos y malos. Mitos sobre los que construir la historia, donde, habitualmente, los que vencen siempre son los buenos y los que pierden, insécula seculórum, serán los malos.
Anoche, desafiando al diablo, y con los pelos de punta, decidí dar diez vueltas alrededor de la catedral. En el bolsillo, para protegerme, llevaba una cabeza de ajos. En la sexta vuelta una rata se cruzó en mi camino. En la séptima una lechuza se comió a la rata. Aún a riesgo de marearme, seguí dando vueltas. En la octava vuelta me pareció escuchar unos gritos extraños. Atrajo mi atención la luz tenue de una ventana de un edificio colindante que parecía entreabierta. Agarré los ajos con las dos manos y los empuñe contra la fachada del viejo edificio. De cerca, los sonidos me resultaron de procedencia menos diabólica que con anterioridad. Armándome de valor, grité hacía la ventana: 
-¡Demonio, si estás ahí, manifiéstate! -exigí desafiante. 
Temblando, agudicé el oído quitándome una bola de cera que me impedía escuchar en estéreo, y entonces fue cuando volví a escuchar esos desesperados e inquietantes gritos:
-Ahh. Ahh. Oui, oui, mon amour, ne vous arrêtez pas, allez, allez!!. No entiendo ni papa de francés, pero juraría qué, en ese momento, alguna mujer llegaba al orgasmo lo mismo que Neil Armstrong llegó a la Luna. Pero del diablo nada de nada, a no ser que esa mujer se estuviera acostando con él. Del vientecito, tampoco. Tan sólo una ligera y persistente lluvia.
No hace mucho, una cédula integrista intentó atentar contra esta imponente catedral. Ha soportado terremotos, inundaciones, varias guerras y, ahí sigue, desafiando al futuro, como un símbolo pétreo de resistencia.  
Antes de poner punto y final a esta entrada, miro la portada de El País digital en la que encuentro un titular alentador: "Los mercados auguran el inicio de la recuperación económica en España". No sé si creer al diablo. No veo yo a nuestro querido presidente Mariano Rajahoy, convertido en un San Jorge contemporáneo,  sometiendo a los fieros y despiadados mercados.
Mejor, aunque me moje, me voy de excursión con los súbditos del emperador Akihito . ¡Y qué sea lo que Dios, o el diablo, quieran!. Por si acaso, llevo conmigo los ajos.

martes, 15 de octubre de 2013

Explorador de mundos paralelos


Cada vez que descubro un nuevo mundo mi pequeño y desgastado cuerpo-mundo se expande, se dilata y rejuvenece. Lo reconozco, los nuevos mundos se me impregnan con facilidad. Los absorbo por vía cutánea, ocular y gustativa. Todos mis sentidos, reconocidos y sin reconocer, participan de esta epifanía digna de ser elevada al rango de religión pagana. 
No hablo de mundos lejanos, ni de planetas desconocidos plagados de extraterrestres con cara de sapo sin sapa, hablo de mundos paralelos, de los mundos interiores que cada uno de nosotros nos vamos construyendo como pilares maestros o muros de contención para proteger y encauzar nuestra propia existencia. Bajo este alocado razonamiento, cada uno de nosotros es un mundo original, un mundo por descubrir, un mundo que explorar en el que encontrar miles de razones para continuar nuestro camino hacia la nada.
Por tanto, una vez entendida nuestra vida como un mundo que camina hacia la nada, podríamos entender que nosotros somos minúsculos planetas dentro de un complejo y maravilloso sistema planetario, o como decía James Lovelock, somos células de un ser vivo enorme, y en peligro de extinción, que él llama GAIA, y el resto de los mortales llamamos planeta TIERRA.
Y tengo que deciros que desde que, hace muchos años, me convertí en explorador de mundos paralelos soy más feliz y no le tengo miedo a nada.
Existen millones y millones de mundos. ¡Qué maravilla, amigos! ¿Os imagináis cuánto nos queda aún por explorar?

sábado, 12 de octubre de 2013

Judas era gris


En los días plomizos, en los que las nubes le ganan la partida al sol, mi nostalgia se agudiza como si un tsunami me arrastrara a los confines de mi conciencia y me despertara empapado y rebozado en tierra en una orilla de no sé dónde.
Cuando esto sucede, miro a mi alrededor y mi afortunada realidad amortigua, momentáneamente,  esa transitoria enajenación mental. Esos vahídos emocionales me trasladan a un mundo de quimeras; a una utopía de verde esperanza y de tranquilidad creativa. Después, lucho por transcribir y ordenar esas sensaciones. Pretendo convertirlas en palabras legibles y legítimas, comprensibles al resto de lo mortales, cosa harto difícil ya que ni yo mismo parezco entenderlas con la suficiente claridad como para poder proyectarlas hacia la mente de los demás.
En el último sorteo de Euromillones tan sólo he acertado dos números: el 17 y el 43, por lo que me atorgarán el suculento premio de 3.97€. Por consiguiente, sigo siendo un hipotecado, un hombre amarrado por los huevos a un sistema bancario tan podrido como despiadado. Quizás, por mi posición social, no tengo derecho a soñar con prescindir de esa nueva forma de esclavitud , antes tan de moda y ahora tan repudiada, llamada hipoteca. Mi único derecho inalienable  es continuar trabajando de manera abnegada para proyectos megalómanos, desde los míos propios a los ajenos, para poder seguir pagándola. Siempre inmerso en grandes causas entre las que se difumina mi propia existencia. A veces opino como Nietzsche: pienso que "Dios a muerto" y, muchas otras, pienso en un Dios-hombre resucitado dentro de cada uno de nosotros. Soy un iluso que espera encontrar siempre el lado bueno de la gente y que se choca con demasiados Judas por el camino. Judas camaleónicos. Judas postmodernos que se vanaglorian de serlo. Judas jodidos y jodedores al amparo de un sistema que ha adquirido su misma catadura moral. Es decir, ninguna.
No se asusten, eso sólo lo pienso los días que, como hoy, el astro rey se ausenta para tomarse un descanso, dejando a las nubes que se crean lo que no son. Como la vida hace con los Judas, que les deja sus días de gloria para que luego su caída tenga más sentido y más sustancia mediática. 
Los días plomizos me gustan tanto como los políticos de cloaca, o los banqueros tóxicos, o los matones de pueblo. Los días plomizos, como hoy, deberían estar prohibidos por ley. O más fácil aún, en estos días de colores fríos, donde predominan el ceniza, el violeta y el gris, tendría que renunciar, de motu propio, a escribir. Total para lo que escribo.
Si alguien me preguntara, pasado mañana, si yo soy el autor de está entrada lo negaría tres veces. Y, si ese alguien, me concediera, el próximo martes, el gordo de los Euromillones yo sería capaz de escribir una oda a los días plomizos, al color gris, a los políticos corruptos con los que jugaría al golf y tendría colas de banqueros para adorarme como a un Vellocino de oro. ¡Judas, más que Judas! Me diría a mi mismo conduciendo un Jaguar descapotable, último modelo, al más puro estilo berlusconiano. 
Harto de que me vendan los demás, me venderé yo mismo. Y ya está.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Ataque de aprendicitis


-¿Se puede, doctor? -dije antes de entrar. Nunca se sabe que puede estar sucediendo detrás de la puerta en la consulta de un psicólogo. Además, soy muy educado y cuido mucho mis modales.
-Sí, pase joven, por favor- respondió el médico.
Eso de joven, me gustó. Cuando uno está a punto de cumplir cuarenta y seis años, un cumplido de ese calibre, se agradece un montón.
-Gracias por lo de joven -le respondí, mientras escrutaba en su mirada, como siempre suelo hacer, el perfil humano que se escondía tras aquella bata blanca y esa cara redonda como un pan de carrasca.
-Y cuénteme, Señor Fernández: ¿cuál es su problema?
-Pues... no sé como explicárselo, pero en resumidas cuentas es que no puedo dejar de leer. Todo es dejar de trabajar y agarrar un libro y dale que te pego hasta el final. Dinero que cojo, dinero que me gasto en libros. Incluso, y esto no lo sabe nadie, he llegado a robar libros de las casas a las que voy de visita. Nunca los echan en falta porque usted y yo sabemos que los tienen de adorno. Cuando leo los que robo siento incluso más placer que con los que compro. ¿Cree que esto que tengo es muy grave, doctor? -le pregunté con preocupación.
-Pues, no, no debe usted preocuparse. Peor hubiera sido que le hubiese dado por asesinar a los vendedores ambulantes que pasan en verano por las playas, durante la siesta, vendiendo ajos sanjuaneros, arreglando sofás, o afilando cuchillos y tijeras. ¿A usted no le han dado nunca ganas de bajar corriendo y agarrarlos por el cuello y estrangularlos? -me preguntó el psicólogo con la vena del cuello hinchada y los ojos enrojecidos y fuera de sus órbitas.
-La verdad es que no tengo casa en la playa. Aunque estoy pensado en comprar una -le contesté.
-Me alegro de que le vayan bien las cosas. Da gusto escuchar a alguien que, hoy día, se puede permitir el lujo de comprar una casa en la playa -me respondió.
-Pues si le cuento cómo conseguí el dinero con el que podría comprar esa casa no se lo cree -le comenté.
-Cuénteme Señor Fernández, cuénteme, soy todo oídos.
-Como le he dicho antes, casa que visito, casa de la que me llevo un libro. Pues bien, me invitaron a la fiesta de cumpleaños de un compañero del equipo de fútbol de mi hijo. Por lo visto, su padre tiene varias empresas vinculadas a la industria conservera. Y cómo se puede usted imaginar, mientras los chavales soplaban las velas yo me soplaba un Quijote antiguo con tapas de piel que me llamó la atención de una estantería que había en el fondo de un pasillo que conducía al retrete. Lo puse debajo de la chaqueta que llevaba colgada del brazo y así estuve hasta que le dije a mi hijo que ya teníamos que recogernos.
-¿Y era una edición muy antigua y valiosa o qué? -me preguntó intrigado el doctor.
-No, nada de eso. Era un libro falso que escondía en su interior una caja de caudales repleta de billetes de quinientos euros. ¡Vamos, dinero negro! ¡Más negro que los huevos de Gómez!
-¿Lo dice usted en serio? -me cuestionó el freudiano.
-Piense lo que quiera. Yo en realidad he venido aquí a ver si tiene usted alguna solución para lo mio. ¿Qué cree que puedo tener doctor?
-¿Acaso no sabe usted contar? -dijo el médico.
-No me refiero al dinero, me refiero a lo de no poder dejar de leer.
-Usted tiene un ataque severo de aprendicitis -me diagnosticó.
-Doctor: ¿Eso es muy grave? 
-Depende. ¿Qué ha leído últimamente, a ver? -me interrogó.
-Lo último: El país de las últimas cosas, de Paul Auster. Antes seis novelas seguidas de Amélie Nothomb. Fin, de David Monteagudo. El viaje del elefante, de José Saramago. El frío modifica la trayectoria de los peces, de Pierre Szalowski. Tres ataúdes blancos del colombiano Antonio Ungar. Un montón de libros del polaco Slawomir Mrozek. ¿Sigo o le aburro?
-Por lo que veo le dan igual civiles que militares, ¿verdad?
-Así es doctor, es como una droga. Leo lo que pillo. Me da igual el género, el estilo o la nacionalidad del autor. Fíjese que he remitido un correo a una productora de cine porno para que utilicen más diálogos en lugar de tanta onomatopeya. Leo. Leo. Leo sin parar. Hasta todas las noches me ha dado por cenar sopa de letras. No estoy bien. Yo sé que no estoy bien, doctor.
-La verdad, Señor Fernández, tendré que documentarme más en profundidad sobre su enfermedad. No tengo mucha idea sobre su dolencia -me confesó el psicólogo.
-Podemos hacer una cosa, si le parece bien, me dice usted el libro que tengo que leer para entender lo que me pasa y así se ahorra usted el esfuerzo. ¿Qué le parece? -le propuse.
-No, no, eso no me parece bien. Venga usted en quince días y continuamos la terapia. 
-Por cierto, doctor, ¿en qué playa me recomienda que compre mi chalecito?.
-Le vendo el mio. Lo tengo repleto de libros de Stephen King, Dean R. Koontz, Edgar Alan Poe, Lovecraft, etc. De hecho, creo que los libros que contiene valdrían tanto como la propia casa. ¿Le podría interesar? -me ofreció el terapeuta.
-Puede ser- le respondí. En quince días lo hablamos. ¿Le parece?
-De acuerdo, espero poder ayudarle -me dijo el doctor.
-Igualmente -le respondí.
La verdad es que me ha caído bien este tipo. Su biblioteca es un poco rara, pero me vendría bien para ampliar mis conocimientos sobre el género de terror. Lo de agarrar del cuello al afilador o al de los ajos sanjuaneros tiene su morbo. Quizás le compre la casa. En estos días me lo voy a pensar...

sábado, 5 de octubre de 2013

Intensidad


Siempre, cuando llegan estas fechas, piso a tope el acelerador. El último trimestre del año es definitivo. Ya no hay más. Entonces es cuando pongo en entredicho mis estrategias. Me audito. Hago un acto ateo de contrición, y me lanzo a merendarme el último trimestre del año como si se acabará el mundo.
Me gusta trabajar con presión. La homeostasis no me sienta bien, y a la humanidad creo que tampoco. Soy visceral, casi biliar, y necesito sentir el sabor amargo de la duda para regurgitar ideas que me mantengan vivo y en primera línea de fuego.
La intensidad, para mi, es excitante, pasional y necesaria. Una persona sin intensidad es como un jardín sin flores, una guitarra sin cuerdas, o un gazpacho sin ajo. Hay quién dice que el mudo de los Hermanos Marx no era mudo y que no hablaba porque no tenía nada que decir. Pero, al menos, él tocaba la bocina con una especie de lenguaje en morse, que, al rato de estar viendo la primera de sus magistrales películas, todo el mundo entendía. 
Por desgracia, cada vez existen, a nuestro alrededor, más mudos sin bocina. Personas atrapadas en una especie de pesadilla en bucle que hace de su existencia un agujero negro como los de Stephen Hodgking. 
Precisamente, Stephen Hodgking, mantuvo, y debe mantener, una desigual batalla para no ser absorbido por otro tipo de agujeros negros que sólo existen dentro de la mente humana. Con una enfermedad como la suya, hoy día, sigue siendo uno de los científicos más importantes del mundo y supone, para todos nosotros, todo un ejemplo de superación.
Por eso yo le pongo siempre intensidad a todo lo que hago. Intensidad, pasión, imaginación y, por encima de todo, me permito el gusto de mirarlo todo del revés, como si jugará con la realidad, como en La Vida es bella de Roberto Benigni. Una de las grandes películas de la historia del cine.
Si todos le ponemos intensidad y pasión al trabajo nos comeremos lo que falta de este 2013 y lo mandaremos a donde Cristo perdió la alpargata.
Este año, en Nochevieja, tras comerme las doce uvas, pienso pegarle fuego a un almanaque zaragozano. Con intensidad, sí señor, y con una cerilla.
Nunca me gustó el trece. ¡Qué ganas tengo de perderlo de vista!

miércoles, 2 de octubre de 2013

Paradón a lo Iker Casillas


Por mi trabajo, yo juego como en la Champions League. Sí, como lo oyen. Disputo partidos internacionales en los lugares más recónditos de Europa con la única finalidad de fomentar las exportaciones y, con ello, conseguir mayor credibilidad para las políticas de recuperación económica del Gobierno de España. 
No aspiro tanto a conseguir una Medalla al Mérito en el Trabajo como a sumar un nuevo distribuidor a mi cartera de clientes y que, gracias a ello, mejore en España la prima de riesgo. Cada nuevo país supone para mí una nueva oportunidad, una nueva ilusión y un nuevo reto profesional. Lo más complicado es que siempre juego los partidos fuera de casa y con un árbitro casero que pretende impedir mi penetración por la banda, que remate de cabeza o pegue un punterazo tremendo con el que haga mejorar los balances de mi empresa. 
Jugar en esta Champions es la leche. Voy enchufado todo el día. Siempre corriendo por terminales infinitas. Zigzagueando entre maletas cargadas de historias. Saltando al vuelo en aviones que siempre intentan zafarse de mí. Entre gentes que me miran ausentes como las momias de Guanajuato, o como cuando un portero hace la estatua. Jugar en la Champions es darlo todo con la única finalidad de conseguir un sueño y poner otra banderita en tu currículum.
En Aalborg, Dinamarca, la semana pasada jugué un improvisado partido de clasificación. Por circunstancias, al salir de una la visitas, me tropecé con la fiesta de los institutos de la ciudad. Cientos de jóvenes disfrutaban de bailes, exposiciones y actividades deportivas en plena calle. Hasta ahí todo normal. Yo iba a mi rollo: una foto por aquí, una foto por allá, mira como está esa rubia, dónde vamos a cenar... cuando, de pronto, me dio un arrebato incontrolable. Fueron para mí instantes de gran desconcierto emocional. Dejé en el suelo mi cartera y mis muestras, empujé al chico que defendía una de las porterías, y me puse yo. Sí, me puse yo. ¡Con dos cojones!
El chico me miró con incredulidad. El compañero que le estaba chutando pareció comprender la situación sin necesidad de dialogar en danés que se me da mucho peor aún que el inglés.
Me situé bajo los palos. Me encomendé a San Iker Casillas. Pensé en Sara Carbonero. Me coloqué el paquete en su sitio. Me soplé las yemas de los dedos. Me subí un poco las perneras de los pantalones. Me persigné. Les di un repaso general a todas las rubias que miraban con interés aquella especie de final entre España y Dinamarca.
Entonces Nielsen avanzó hacia la pelota, dio dos o tres pasos -con paradiña incluida- golpeó el balón y lo paré. ¡Siiiiiiiíí, paré el penalti.  Vaya que si lo paré. Sus amigos, y especialmente sus amigas, se partían de la risa mientras que él se ponía más rojo que un tomate. Ese hito deportivo, con toda seguridad, es la prueba premonitoria de que en Dinamarca también tendremos un nuevo distribuidor. Ese paradón a lo Iker Casillas es la señal inequívoca de que la suerte está de mi parte.
Lo siento Nielsen, majete, tienes que practicar más.