La primera vez que llegué a México me impactaron dos cosas sobremanera. La visión majestuosa del volcán Popocatépelt y la sutiliza del vuelo del colibrí. He de confesar que nunca antes en mi vida había visto ni una cosa ni otra. En la España peninsular, de la que procedo, no abundan los volcanes y, menos aún, los colibríes.
Desde ese primer encuentro, esos dos elementos, geológico y ornitológico, me han obsesionado enormemente sin saber por qué. Siempre estoy al tanto de todos los enfados del Popo -así se le llaman en México a este volcán de manera coloquial-, cosa que hace muy a menudo. A cada poco ruge su gran fumarola y lo pone todo perdido en Puebla. Sus cenizas, en ocasiones, llegan hasta la Ciudad de México y, de ese modo, la ciudad se hace más irrespirable que de costumbre. La humanidad se empequeñece ante la rotundidad de la fuerza de la tierra que emana de los volcanes. Y para mi, el Popo es a los volcanes lo que Leo Messi es al fútbol, o Cervantes para la literatura universal.
Pero yo, lo que pretendo esta mañana, a las seis hora mexicana, escuchando los gritos y las panderetas de The Luminieers, es hablarles de la sutileza del colibrí. Y dirán ustedes: ¿Menudo potaje no? Y se lo preguntaran con toda la razón del mundo, no les voy a decir que no. Pero permítanme que me explique.
¿Alguna vez se han parado a contemplar la sutiliza y la magia del vuelo de un colibrí? Para este ejercicio visual que les propongo no hace falta que lo hayan presenciado en directo, basta con que lo hayan visto en algún documental de la 2, de esos que nadie ve sin quedarse dormido en el sofá, o en uno de National Geographic, sin son ustedes más pudientes y tienen acceso a una parrilla de canales de pago.
Si ya estamos todos puestos en situación, puedo continuar con mi alegato.
El colibrí tiene una belleza sin igual y una rareza funcional digna de los estudios más concienzudos de los ingenieros de la NASA. ¿Han visto ustedes como se desplaza hacia adelante y hacia atrás, o hacia arriba y hacia abajo? ¿Se han fijado en la forma en la que gravita en el espacio, mete su alargado pico en una flor, y lo imposible de que nuestros ojos perciban el batir de sus delicadas alas?
Yo creo que dentro de mi cabeza debo tener alojado a un colibrí. Seguro que entró por uno de mis generosos pabellones auditivos y, sigue ahí, zumbando e inspirándome en esta forma mía de comunicarme con el mundo exterior.
El colibrí, para la mitología azteca, fue un símbolo positivo. Sin embargo, también se relaciona con la guerra, pero no con la guerra salvaje y sangrienta que tanto nos sigue gustando ver por televisión, y más si es en directo a través de la CNN, sino con las guerras interiores que todos, en mayor o menor medida, sufrimos. Esa batalla que libramos a diario en solitario entre el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, o, también, en forma de duda existencial cada vez que tenemos que tomar una decisión medianamente trascendental en nuestras vidas.
Con el paso del tiempo, me he ido encontrando con personas colibrí. Son tan escasas como los diamantes. Tan dulces como el propio néctar del que se alimentan mediante equilibrios imposibles. Tan sutiles como pompas de jabón. Tan sinceras como la sonrisa de un bebé. Pero, para nuestra desgracia, las personas colibrí no son fáciles de encontrar.
El colibrí que llevo alojado en mi cabeza es lo más valioso de mí, si es que en mí hubiera algo valioso, y no se pueden ni imaginar las cosquillas que me hace en el cerebro cuando revolotea.
Y no les cuento como se pone el pobrecito cuando detecta, a mi alrededor, a uno de los de su especie.