-Es sorprendente, Venancio, lo que te pareces a tu padre -le dijo su tío, mientras le observaba.
-Me hubiera gustado más parecerme a mi madre. Nunca entendí a mi padre. Creo que me odiaba. Por mucho que yo me esforzara en hacer las cosas, por mucho que me portara bien, por mucho que obedeciera, siempre me hacía sentir que no era suficiente, que no era un buen hijo. ¿Por qué me trataba así, tío Ramón, tú lo sabes? Eso nunca lo llegué a entender -le comentó Venancio.
-Veo que por fin te atreves a tutearme. ¿Puedes ponerte de pie? -exclamo el familiar.
-Claro que sí, cómo no, aunque no he crecido mucho -respondió el joven sonriendo.
Una vez que su puso de pie, el tío se levantó, se acercó a él, y le preguntó:
-¿Te puedo dar un abrazo, Venancio?
Y, sin pensárselo dos veces, Venancio se abalanzó sobre tu tío como un naufrago que se abrazará a una tabla en medio del océano. El joven comenzó a llorar con un llanto contenido, quizás, por demasiado tiempo.
No llores, Veni. Le dijo su tío atusándole el cabello. ¿Te acuerdas que tu madre y yo te llamábamos Veni? -le preguntó el tío.
-Claro que me acuerdo. Mi padre odiaba que me llamarais así y se lo tenía prohibido a mi madre. Sólo me lo decía cuando estábamos a solas -recordó Venancio, compungido.
-¿En realidad quieres saber porqué tu padre se portaba contigo de esa manera, Venancio? -le propuso su tío.
-Sí, por favor, te lo ruego. ¿Qué es lo que tanto le atormentaba a mi padre? Cuéntamelo, por favor.
-Cuando tus padres se casaron, Venancio, lo hicieron con la ilusión de formar una gran familia. De hecho, en el pueblo, adónde todo el mundo se conoce, tu padre lo había pregonado a los cuatro vientos. Después de la boda, los meses fueron pasando y tu madre no se quedaba embarazada. Cada hoja que arrancaban del almanaque, en tu casa, aumentaba la tensión de la espera. Al segundo año, comenzaron a circular habladurías por el pueblo, poniendo en duda la capacidad de la pareja para engendrar. Así que un día, coincidiendo con la fiesta de la Virgen del Pilar, tus padres marcharon a Zaragoza a la consulta de un ginecólogo que yo mismo les busqué. En ese momento, recuerdo que yo me encontraba aún en el seminario. Tras las pertinentes pruebas, que se prolongaron durante varios días, se llegó a la conclusión de que los problemas de infertilidad procedían de tu padre y que tu madre no presentaba ningún tipo de anomalía que le impidiera reproducirse.
Aquel resultado fue la peor noticia que le podían haber dado a tu padre. Se sintió herido en su orgullo. Esa noche no apareció por la pensión. Tu madre y yo, le estuvimos buscando, de taberna en taberna, hasta que lo encontramos tirado y borracho en un portal al lado de un bar.
Al día siguiente fui a la pensión a ver cómo se encontraba. Seguía en la cama. No sé si fue por la resaca, o por la frustración que sentía, por lo que aún no había podido levantarse. Cuando entré en la habitación, tu padre le pidió a tu madre que nos dejara solos. Ella, al salir, me miró extrañada. No sé si entre ellos ya lo habían hablado anteriormente, o fue cosa únicamente de tu padre, pero la cuestión es que me dijo que, como hermano, le tenía que hacer un gran favor.
-¿Y qué gran favor te pidió mi padre, tío? -preguntó Venancio con expectación.
-Me pidió que fuese yo quien dejara embarazada a tu madre en su lugar. Me dijo que no regresaría al pueblo para ser el hazmereír de nadie. Le dije que no, que eso era una auténtica locura. Yo había hecho mis votos de castidad. Pero el me insistió, me lloró, me rogó, me suplicó...¡Soy tu hermano y me tienes que ayudar!¡Ayúdame, Ramón, por el amor de Dios, ayúdame! -me suplicó una y otra vez.
-¿Entonces, tío Ramón, tú eres mi verdadero padre? -le preguntó Venancio con lágrimas en los ojos.
-Me temo que sí, jovenzuelo. O eres obra y gracia del Espíritu Santo, o me temo que sí.