Sólo contaba con una hora cuando empezó a
escribir. Sin pensar demasiado en el orden de las palabras, comenzó a aporrear
aquel teclado como si fuera lo último que tuviera que hacer en esta vida. Fue
avanzando en la escritura, como el que va abriéndose camino a machetazos entre
la maleza. Avanzaba con dificultad, afianzando cada golpe como cada palabra y cada paso como cada frase.
La historia iba forjándose de una manera
mágica, como nacen las ideas: desde lo más hondo de los tuétanos. Desde ese
núcleo vital que nadie aún ha podido controlar. Ese núcleo tan caprichoso,
capaz de llevarnos en volandas hacia la más genial inspiración o si le apetece,
por el contrario, hacia el inhóspito desierto del ostracismo creativo.
A veces avanzaba y otras se veía obligado a
retroceder. Por momentos bebía de las fuentes de la inspiración y al instante sentía su mente tan seca como un
esparto. Esa creación literaria tarificada y obligada le estaba superando.
Cuantas más dudas sentía, más miraba a su
alrededor escrutando con su mirada a los demás escritores, intentando averiguar
en sus gestos, su ventaja o desventaja. Tras la observación, no consiguió sacar nada en claro.
El gran reloj que presidía la sala se
convirtió en el enemigo público número uno de los participantes. Las viejas Olivetti sonaban a oficina, a los sonidos de las viejas redacciones de
cualquier diario de provincias, a sonidos pasados de fecha, que revivían por
unos instantes para formar parte de un decorado único y minoritario.
Aquel original concurso de relato en vivo,
había conseguido convocar a una treintena de aficionados a la escritura de toda
la región, confundidos por el novedoso formato en el que tenían que demostrar
sus cualidades literarias a cara descubierta y en tiempo récord. Aquella lucha
titánica, absorbía a los concursantes, trasladándolos al submundo de la creación. La inspiración daba la cara y al
rato se escondía burlona, aumentado con
ello el nerviosismo de los participantes, lo que provocaba histéricas miradas a
aquel reloj enorme, que por el aspecto, recordaba a los relojes que presidían
las viejas estaciones de tren.
Noel había comenzado a escribir una
historia de un solitario habitante de un pueblo abandonado, pero rompió el
papel y lo tiró a la papelera. Continuó el ejercicio escribiendo un cuento
sobre un niño que tenía la capacidad de hablar con los pájaros, pero le pareció
demasiado fantástico y también la desechó.
No fue hasta que comenzó a fijarse en el
erotismo que transmitía una de las responsables de la organización del evento,
cuando agarró el verdadero hilo conductor de su relato. En él, un joven
estudiante universitario se enamoraba perdidamente de una bellísima profesora
que le doblaba en edad. Narró como pudo las sensaciones de aquel muchacho,
describiendo las que él mismo sentía escrutando el cuerpo de aquella belleza
tan serena, que de vez en cuando le miraba. Su falda gris ajustada a unas
majestuosas caderas. Una blusa blanca nacarada con unas puntillas en los
cuellos que dejaba entrever un sugerente sujetador negro. Un collar de perlas
de dos vueltas muy ajustado al cuello, que posiblemente fueran de plástico,-
por su gran tamaño-. Unas gafas con un diseño excesivamente contemporáneo ponían la guinda a un estilo que, si obviáramos este pequeño detalle, bien
podría recordar a cualquier señora de
la alta aristocracia de la década de los
sesenta.
Intentó una y otra vez Noel dar sentido a
aquel relato y éste se le resistió sin piedad. El tercer intento también le
resultó fallido. Este último y postrero esfuerzo le había hecho perder más de la
mitad del tiempo que disponía, mientras que aquel maldito reloj de pared
continuaba su avance impasible, como si
nada fuera con él. Noel se sintió incapaz de poder entregar nada mínimamente
aceptable. Su mente se había obsesionado con aquella mujer y el rumbo de su
historia -que ya creía tener-, se escapó como agua entre las manos.
Su mirada se dirigía incontrolable, de la
señora al reloj y del reloj a la señora, con una cadencia enfermiza. Sus manos
sudaban y las teclas negras de la vieja Olivetti se sentían húmedas, ofreciendo
fiel reflejo de sus propios
pensamientos.
Ella se percató de la acosadora mirada de
Noel intentando no darse por aludida.
No pudo evitar que al menos en tres ocasiones sus miradas se cruzaran y en todas ellas vislumbró algo que le intrigaba.
Comenzaron a levantar las manos algunos de
los participantes y la señora comenzó a zigzaguear entre las mesas, para ir
recogiendo los trabajos. Noel no quitaba ojo de aquel cuerpo de cuyo magnetismo
había sido victima y su forma de mirarla se tornó mucho más desvergonzada.
La señora, a los participantes a los que
iba recogiendo el relato, les daba las gracias y les obsequiaba con una sonrisa de anuncio
televisivo. Noel, totalmente alejado de cualquier intención literaria, comenzó
a escribir de repente mientras todos los demás entregaban sus trabajos…
“Señora: he descubierto en este certamen
algo verdaderamente maravilloso y me gustaría comentárselo personalmente. Llámeme por favor. Noel Bermúdez 66789-117. Suyo Afectísimo”.
Levantó su brazo sonriente con mucha más
seguridad que lo hiciera el escritor que finalmente acabó ganando aquel original certamen.
La señora se dirigió hacia él intrigada, mientras sus miradas hablaban a un
ritmo vertiginoso, con mayor complicidad que cualquier pareja de amantes inconfesos. Para
los dos fue como si se hubiese detenido el tiempo y no hubiera nadie a su alrededor.
Ella se asombró de la fuerza y la seguridad con la que él le miraba, y él
interpretó en los ojos de ella una expectante y embaucadora aceptación. Cuando la imponente mujer se le acercó a recoger el escrito, él tan sólo atinó a decir: ¡Llámame por
favor!
Este relato es una versión revisada del relato del mismo nombre que pertenece a mi libro: Momentos de ida y vuelta, disponible en formato digital en Bubok y Amazon.