domingo, 27 de octubre de 2019

El payaso triste


A menudo escribo desde donde no estoy. Me evado de mi cuerpo y escribo desde cualquier lugar de mi historia, o desde cualquiera de mis incontables huellas de carbono. Podría hacerlo desde Uzbekistán, hasta Bosnia-Hezergovina, o Estonia, o Ucrania, o desde Marruecos, o desde México, o Cuba, o Ecuador, o Guatemala o desde la mismísima China. Parte de mí se encuentra en cualquier parte del mundo y, al mismo tiempo, en ninguna parte, ya que, al igual que puedo realizar el mágico ejercicio de escribirles desde cualquiera de esos recónditos lugares, les podría escribir desde la nada. 
Pensándolo bien, tal vez lo mejor sería escribir desde la nada y no escribir nada. Dejar de machacar teclas para intentar decirle al mundo que aún existo y adueñarme de mis silencios en una especie de clausura de desintoxicación. 
El cansancio esta haciendo mella en mis dedos lo mismo que sacudiento cada una de mis escasas neuronas. Me siento abatido por el tiempo y las circunstancias. Doblegado como un árbol viejo tumbado en una cuneta y con sus raíces tostándose al sol. Me siento asfixiado como el Mar Menor, o como la Selva Lacandona, o como un viejo Orangután al que le han talado su bosque autóctono para producir más y más barato aceite de palma. 
Escribo cansado sin tener que estarlo. Reparto sonrisas y consejos que no tengo para mí. Motivo sin motivo. Trabajo sinfín para llegar al fin. 
Tal vez mi pesimismo provenga de ser lo que no soy, de luchar en otras luchas, de pensar en lo que no pienso. De haber dejado de hacer lo que siempre quise hacer.
Hoy me gustaría escribirles desde Samarcanda, o desde México, o desde la Cuesta de San Andrés en Kiev, pero impulsivamente les he escrito desde mi tormenta interior. No hagan nunca esto.
Como ven, soy un payaso triste con sus zapatones gastados. 

domingo, 20 de octubre de 2019

Pablito y el Mar Menor


Pablito hacía días que notaba algo raro. Sus padres discutían acaloradamente con sus vecinos y eso no era habitual. Algo malo pasaba en la playa. Agudizando el oído pudo escuchar como sus padres decían que miles de peces estaban muriendo en la orilla. A Pablito, gracias a su abuelo, le apasionaban los peces, muy especialmente los caballitos de mar. Todos los veranos, desde bien chiquitito, se ponía sus gafas de bucear y, gracias a la escasa profundidad del Mar Menor, buceaba durante horas con toda seguridad. 
Cuando llegó al colegio allí tampoco se hablaba de otra cosa. Comentaban que un olor putrefacto hacía irrespirable toda la zona y que se contaban por miles los peces muertos y agonizantes.
Pablito no entendía nada. ¿Qué habrá pasado? —Se preguntaba consternado para sus adentros. 
Así que, aprovechando que aquella tarde le tocaba entrenar con su equipo de fútbol; agarró su bolsa de deporte, pero, en lugar de poner su ropa deportiva, en esta ocasión puso un cubo, unos guantes, una mascarilla protectora que había usado su padre para pintar su habitación y salió con su bicicleta a toda velocidad en dirección a su playa. Porque, para Pablito, aquella playa que, al parecer, se había convertido en un cementerio marino, era su playa. Su playa de toda la vida.
Cuando llegó, el niño se quedó estupefacto. Como había visto otras veces por televisión, unas cintas protectoras acordonaban toda la zona. Vio policías, fotógrafos con cámaras enormes, personal de limpieza, y cientos de curiosos que observaban la escena tapándose las narices. 
Sin más demora, Pablito, acongojado y con lágrimas en los ojos, se colocó los guantes, la mascarilla, y, con el macuto al hombro, se coló por debajo de la cinta en dirección al mar. 
Al instante, uno de los policías corrió hacia él: ¡Oye chaval! ¡Vuelve aquí ahora mismo! —Le exigió el agente. 
Pablito, contrariado, volvió sobre sus pasos y se encaró con el policía. 
—Señor, yo solo quiero ayudar. No quiero que se mueran los peces. ¡Tenemos que hacer algo! —le recriminó el pequeño al agente de la autoridad, con los ojos cargados de lágrimas. 
—Ya hacemos todo lo que podemos. Nadie sabe lo que está pasando —exclamó el policía.
—¿Cómo que no saben lo que está pasando? Es que acaso no lo ven: ¡El Mar Menor se está muriendo! Eso lo sabe hasta un niño de 9 años…—respondió Pablito visiblemente enfadado. 
—Niño, será mejor que te vayas a tu casa. Aquí no pintas nada —le dijo el agente sin contemplaciones.
Aquella impertinencia al niño le pareció inaceptable. Enrabietado, guardó todas sus cosas en la bolsa de deporte, agarró la bicicleta con la que solía acompañar a su abuelo a pescar, y salió de allí a toda velocidad. Tras pedalear unos minutos, y tremendamente afectado por la inesperada e inadecuada respuesta del agente, Pablito llegó hasta una zona alejada de la playa que no estaba acordonada y en la que, en ese momento, no había nadie. 
El pequeño acercó su bicicleta hasta la misma orilla y comenzó a caminar intentando que no se mojaran sus zapatillas. No quería que sus padres supieran que no había ido al entrenamiento. 
De las dos horas que habitualmente duraba la actividad ya casi había consumido la primera. 
No había andado mucho aún cuando de pronto advirtió el brillo serpenteante de un pez alargado. Pablo tan sólo lo había visto una vez. Lo pescó su abuelo junto a la encañizada: era una anguila. Una anguila no demasiado grande — se dijo Pablito— Una anguila como yo; yo tampoco soy demasiado grande, pero ya no soy un niño —exclamó Pablito para reafirmarse. 
La anguila parecía asfixiarse. Sus movimientos eran agónicos, como los de los peces que su abuelo ponía en el cubo después de quitarles el anzuelo. El alargado pez, enloquecido, daba vueltas y más vueltas sobre sí mismo de modo qué, inesperadamente, llegó hasta los pies del pequeño Pablito.
Sin pensárselo dos veces, y sin importarle lo más mínimo que se mojaran sus zapatillas, el pequeño agarró su cubo y, usándolo a modo de rastrillo, introdujo en él a la moribunda anguila, tras lo cual, lo terminó de llenar de agua hasta la mitad. 
—Te salvaré, amiga anguila. Yo te salvaré. No soy como ellos. Los mayores solo hablan y hablan y no hacen nada… Ellos nunca tienen tiempo de nada. Pero, tranquila amiga, que yo te salvaré —le decía a la anguila que parecía mirarlo con ojos de asombro. 
Igual que hacía con su abuelo, cuando éste le regalaba algún pececillo para que él lo llevará en su bicicleta; puso el cubo agarrado a su manillar, recogió sus pertenencias y salió nuevamente a toda velocidad hasta la encañizada. Era la primera vez que Pablito hacía ese recorrido en solitario. Siempre, hasta la fecha, ese camino era el camino de su abuelo. Pero su abuelo hacía algunos meses que se había ido al cielo, junto a las gaviotas, le había dicho su papá. 
Y mientras recordaba a su abuelo, y los hermosos días que había pasado junto a él, pedaleaba con todas sus fuerzas. El agua del cubo le salpicaba la cara y el agua sucia se mezclaba con la trasparencia de sus lágrimas. La anguila ya a penas si se movía. 
—Aguanta amiga, en la encañizada el agua está limpia y allí te podrás recuperar; pero por favor, no regreses al Mar Menor, los mayores lo han dejado morir, como se murió mi abuelo en el hospital sin que nadie pudiera hacer nada por él. Pero sabes, amiga anguila, él está ahora junto a las gaviotas, y los charranes, y los flamencos. A mí me encantan los flamencos, sabes anguila. Dicen que también quieren desecar las Salinas de San Pedro para hacer más casas, como si no tuviéramos ya suficientes casas. Con mi bicicleta he llegado a zonas en las que hay cientos de casas abandonadas a medio construir. ¿Se habrán vuelto locos los mayores, amiga anguila?
Sin darse cuenta, Pablito llegó hasta el punto en el que habitualmente dejaban las bicicletas. Agarró el cubo. Y, mirando por última vez a la anguila, pudo comprobar como esta aún se movía. Sabía que no había tiempo que perder. Se acercó a la orilla y mientras vaciaba el cubo en el mar abierto, exclamó: huye anguila, y avisa a los otros peces para que no entren al Mar Menor, ahora el Mar Menor es el Mar Muerto. 

Los mayores lo han matado.