miércoles, 14 de septiembre de 2022

Silverio y el póker online

Cuando Silverio Cuevas se dio cuenta de que estaba más solo que la una, no supo qué hacer y no hizo nada. O más bien siguió haciendo lo mismo que había hecho para que todo el mundo le hubiese dado la espalda. Los días se le hacían eternos. No podía parar de comer chocolate y galletas y bollicaos. Cerveza de marca blanca en lugar de agua. Jugaba compulsivamente al póker por Internet y a otras locuras similares. Su soledad seguía agudizándose al mismo ritmo que disminuía su cuenta bancaría y aumentaba su índice de masa corporal. La ansiedad y el estrés estaban acabando con su pelo; el teclado de su vieja computadora se parecía mucho al suelo de una barbería. Su piel se deshidrató y adquirió un tono cetrino. Las cajas de pizzas y de hamburguesas, y los vasos desechables con restos de bebidas tóxicas, se amontonaban por los pasillos de su pequeño apartamento. Los vecinos del edificio se quejaban del hediondo olor que salía por debajo de su puerta. El móvil, pese a tenerlo en silencio, no paraba de recibir llamadas de su banco para reclamarle impagos. Por eso paso lo que paso, o al menos eso es lo que cuenta la gente de por aquí. Aquella mañana, la última, la policía llamó a la puerta. Silverio Cuevas, desde su propia cueva, se asomó por la mirilla y vio a dos agentes con cara de pocos amigos. -Abrá, Silverio, sabemos que está usted ahí. Traemos una orden judicial, o abre usted o abriremos nosotros, lo que usted prefiera. Y sin pensarselo dos veces Silverio abrió, pero abrió la puerta del balcón. Desde el séptimo piso algunos clientes del bar que había enfrente lo vieron volar como Ícaro. Cayó sobre un flamante BMW de color gris que quedó menos flamante. Por desgracia, muchas vidas grises acaban así. Descanse en paz.

lunes, 5 de septiembre de 2022

La cosa va de pelos

Acabo de comprobar, mientras vuelo a Varsovia auspiciado por la comodidad de Ryanair, que lo que pretende ser mi próxima novela tan solo cuenta, en este momento, con 14.500 palabras discretamente ordenadas. Es bueno darse cuenta de las cosas, habidas y por haber, y no vivir en la inopia. De igual modo, me he dado cuenta de que el corrector autómatico de este viejo Ipad no reconoce la palabra inopia, en ninguna de sus formas. He llegado a dudar de mí mismo pensando en que tal vez, esa palabra, solo exista en mi imaginario. Últimamente me asaltan demasiadas dudas. Acabo poniendo en entredicho hasta mis más profundas convicciones, si es que alguna vez las tuve. Confundo lo imaginario con lo que me acontece y viceversa. Tal vez, en mi imaginación, regrese a Polonia a presentar una nueva línea de productos de barbería, cuando en realidad vuelo para cualquier otra cosa; incluso, quién sabe, si para acometer alguna misión de los servicios secretos de la inteligencia española contra el espionaje ruso. No estoy seguro de mí ni de la inteligencia española. Mi terapeuta me habla de que tal vez padezca algún problema de inseguridad galopante debido a algún tipo de trauma o frustración. He dejado de ir a verle porque también he desconfiado de él. Lo vi una noche paseando, con un píjama de mal gusto, a sus tres pastores afganos, y no se dignó a recoger ni una sola de las múltiples y copiosas deposiciones con las que sus elegantes canes tuvieron a bien obsequiar al vecindario. Tras leer de un tirón la pequeña y agradable novela del mexicano Juan Pablo Villalobos que lleva por título:"Peluquería y letras", me he convencido de que no soy ningún agente especial de contrainteligencia, y que lo que realmente hago, si es que hago algo, siempre es a favor de ella, de la inteligencia, me refiero. Busco agrandar mi capacidad intectual leyendo a la deseperada. Leo a gran altura, sobre nubes de algodón, volando hacia Varsovia, mientras intento recordar si en mi maleta guardo algo que me pueda comprometer en la aduana polaca. En mi equipaje guardo otro librito, que lleva por título:"Golpe de kárate", de la escritora danesa Dorthe Nors. ¿Acaso tendré que dar un golpe? ¿Un golpe de kárate o un golpe de efecto?. Tengo una misión. Aunque estoy casi calvo, para despistar, la cosa va de pelos. O, al menos, eso creo.

jueves, 1 de septiembre de 2022

40 años no son nada

Si no me fallan las cuentas, cosa por otro lado bastante probable, tal día como hoy de hace cuarenta años, un jovencito inadaptado de catorce años, comenzó a trabajar en el Bar Josepe, del murciano barrio de Vistalegre. En la zigzagueante barra de ese bar fue donde realmente comenzaron mis estudios. Eruditos de todas las profesiones, de todas las confesiones e inconfesiones, de todas las edades, de todos los sexos (casi siempre insatisfechos), de todos los continentes (alguno de ellos incontenidos), de todas las variables políticas y apocalípticas; para abreviar: gentes de toda clase y condición que llegaban a la orilla de nuestro bar como náufragos hambrientos y sedientos a una playa desierta, para enseñarme algo. Pero, por suerte, no estaba desierta porque allí que estaba yo para aliviarles de todas sus ansiedades. Ansiedades alimenticias y ansiedades más inconfesables. Y ahí fue donde me doctoré en pseudopsícología aplicada a la realidad de la irrealidad en la que vivimos. La vida como oxímoron. La vida como una representación continua de nuestras frustraciones. La vida como un carajillo detrás de otro. La vida como un régimen carcelario en semilibertad. La vida como un viciado itinerario: casa, trabajo, bar, bar, casa, trabajo. -¡Medio de tortilla de patatas, Bruce! -me pedía mi pelirroja favorita, refiriéndose a mi parecido con el cantante americano. Porque uno, en la vida, siempre tiene sus favoritismos. -¡Josepín, ponme un "equipaje pa´Archena", que no era otra cosa que un envenanado whisky Dic con cocacola; los mismos "equipajes" que, por reiteración, se lo llevaron por delante bastante antes de cumplir los sesenta. Eran muchos equipajes para un solo pasajero. En navidad cantábamos a coro un villancico inconcluso, y de nuevo cuño, que tenía como única letra en bucle la célebre frasecita de: "En la puerta de Orihuelaaaa, en la puerta de Orihuelaaa, en la Puerta de Orihuelaaaa, en la Puerta de Orihuelaaa...., y así cambiando únicamente la entonación en cada repetición. Sí, el mundo del Bar Josepe era un gran submundo en el que los personajes acudían mayoritariamente a nuestro escenario haciendo gala de su cara B. De hecho, muchos de ellos y ellas, cuando acudían al bar con sus familiares parecían personas distintas, correctas y comedidas como los niños antes de comulgar. En cierto modo, yo también les daba la comunión, una comunión pagana, y digo pagana porque había que pagar. Ahí pasé doce años. Años tan irrepetibles como inolvidables. Después de los carajillos, y de los trozos de pulpo, y de las marineras, y de las cañas de cerveza, y de haber aprendido las mil y una formas de preparar un café, me pasé al mundo de la belleza. Tal vez, de manera inconsciente, yo pretendía cambiar la brutalidad por la sutileza. El mundo macho por el mundo femenino. Y lo hice. Y la belleza me embelleció. Y el mundo, visto desde el otro lado, oliendo a perfume y a carmín, aliendo a mujer que lucha por ser mujer en un mundo diseñado para hombres, me hizo entender la cartografía del otro lado de la Luna. No quiero enrollarme más porque, en el fondo, cuarenta años no son nada, y todavía me quedan algunos años más en los que demostrar, y demostrarme, que trabajar, cuando se hace con el corazón, merece la pena. Como pena es no poder festejarlo, aunque fuera por un ratito, con todos vosotros. Os debo una.