viernes, 29 de octubre de 2021

Verdecillo y el viejo buho

Para rematar el mes, bien rematado, voy a contarles un cuento que nunca les he contado... Érase una vez un pajarito que volaba muy bajito y que comía muy poquito. Ese pajarito, chiquito y bonito, se llamaba Verdecillo y vivía entre huertos de alfalfa y brócoli, y entre viejas moreras, generosos limoneros, y aromáticos membrilleros. Gustaba de picotear las frutas y comer bichitos. Bebía agua en un viejo azarbe hecho por unos árabes, hace cientos de años, cuando esas sabias gentes aún vivían por aquí. De pronto, mientras perseguía a un gordito moscardón, cayó en la red que un joven había puesto para cazar pájarillos, a pesar de estar terminantemente prohíbido por la ley. Cuando Verdecillo se vió agarrado por una enorme mano humana, su pequeño corazoncito casi sufre un colapso. Sin perder un momento, el pequeño pajarillo comenzó a piar desesperadamente. Y pió y pió tan fuerte que despertó al gran buho real que dormitaba en el altillo de una viaja casa abandonada. El viejo buho, respondiendo a la llamada de socorro del pequeño Verdecillo, voló raudo hacía el joven que lo tenía atrapado justo antes de que lo metiera en una jaula en la que ya habían varias decenas de pájaros terriblemente asustados. El joven, al ver volar hacia él a semejante ave, soltó a Verdecillo, y la jaula, que ya tenía abierta, cayó de su mano, instante que aprovecharon los aterrados pajarillos para salir huyendo. Pero la cosa no quedó ahí, y el buho, haciendo alarde de un vuelo rasante solo digno de un avión de combate, se lanzó de nuevo contra el joven que, al huir despavorido ante tan inesperado ataque, cayó en el azarbe y se rebozó entre el barro y el agua. Mientras el viejo buho, guardian de aquellas huertas, regresaba a dormir a su viejo granero, todos los pajaritos piaban y volaban a su alrededor dando muestras de su agradecimiento. Y colorín colorado, este cuento que he escrito en un ratito para mi pequeña Ana, ha terminado.

jueves, 28 de octubre de 2021

Hable bien por favor.

Creo que hay muchas formas de hablar bien. De hecho considero que todo el mundo que habla es digno de respeto aunque hable mal. Hay gente que habla mejor o peor un idioma, pero lo que no es de recibo es considerar un idioma por encima de los demás, y más si cabe si al que intentan ningunear es el tuyo.
Hoy en día en mí país aún estamos en la discusión de que si un idioma es mejor o más importante que los demás. Después de quinientos años todavía hay quien sigue en la lucha de ridiculizar o criminalizar a quien osa no hablar en castellano.
Hace muchos años, en un viaje por México, en un poblado cercano al Volcán del Paricutín, en el estado mexicano de Michoacan, escuché por primera vez a un grupo de indígenas hablando en purépecha. Lo que me terminó de sorprender es que me dijeran, las personas que me acompañaban, que esas personas no sabían hablar castellano. Para mí ignorancia, resultó un gran descubrimiento el hecho de que en México existen millones de personas que nunca han hablado el idioma del invasor. Me sentí muy orgulloso de esa gente, que había sido capaz de conservar su idioma, frente al mio.
Hace poco me tropecé con este panfleto "Franquista" (para los que no lo sepan Franco fue un militar dictador amigo de los nazis y de los curas, que dio un golpe de estado en España y nos hizo retroceder en el tiempo durante cuarenta años), pues como decía, me encontré con este planfleto que se repartía por Galicía para que la gente no hablara gallego y se les "motivaba" a hablar el idioma de la patria.
El castellano, en mi opinión, es un idioma precioso desde la libertad y muy feo desde la imposición.

martes, 26 de octubre de 2021

Desconcierto

Días pasados, durante la presentación de mi primera novela "Réquiem por un guerrillero olvidado", que a su vez es mi cuarto libro, se refirieron a mí como escritor. Les diré que, al escucharlo, no me sentí identificado ante tan alta clasificación: ¡escritor!. ¿Me habré convertido en un escritor sin darme cuenta? -me pregunté. En aquel evento, y ante el respetable, planteé abiertamente mis dudas: -más que escritor me considero un escribiente -les dije. Para sentirse uno mismo escritor -pienso yo- se tiene que estar muy convencido de ello. Aunque pensándolo bien, nunca he estado, ni estoy, plenamente convencido de lo que soy. ¿Qué soy? -me pregunto mientras regreso de mi periplo de trabajo por la vieja Georgia, cuna del vino y freno del mundo musulman. Hay quién dice que soy un buen vendedor de champú. Hay quién me reconoce como el hijo de Josepe, el del Bar Josepe, que para algo soy hijo de mi padre y trabajé en el bar la nada despreciable cifra de doce años. Para muchos otros soy Pepe, de Acción Verde, un grupo ecologista que creció y creció, y que dio muy buenos frutos. También me han llamado escultor, por haber realizado tres exposiciones individuales, y participado en alguna que otra colectiva, y de igual manera me surgió el desconcierto. Todavía hay quién me reconoce como el extremo derecha que fui, ágil y desbordante, ariete rompedor de cinturas y pesadilla de porteros, pero en aquellos años, cuando la gente me idolatraba y me auguraban un futuro prometedor en el mundo del fútbol yo los miraba perplejo como si la cosa no fuera conmigo. Por descontado, también soy hijo, hermano, esposo, padre, cuñado, primo, sobrino, yerno, compañero, amigo, militante, referente, oponente, competidor, promotor, ejecutor, mediador, educador, motivador, y, muy probablemente, hasta impostor. Yo creo que mis dudas identitarias son consecuencia de mi anómala formación. Me he formado a mí mismo y eso me inhabilita para muchas cosas. En esta sociedad uno no puede, ni debe, formarse solo. Uno debe de cumplir unos requisitos, seguir unos patrones, aprobar unos exámenes, aceptar unos tribunales, conseguir un título, un máster, o si son baratos dos o tres, y lucir el reconocimiento enmarcado en un lugar en el que se pueda presumir en las debidas condiciones. Ya voy teniendo algo de edad y sigo con las mismas dudas de siempre. Lo mío, como ven, es puro desconcierto.

martes, 5 de octubre de 2021

Un tonto muy tonto

Habíamos quedado a la oscurecer menos cuarto. Llegué con varios minutos de antelación porque soy de quedar bien. Hace tiempo que descubrí que quedar bien no cuesta nada y es mucho mejor que quedar mal. Ella, por el contrario, se retrasaba. Los minutos discurrían pesados, plomizos, lentos como esta pandemia que nunca termina. Sé que no está bien, pero para hacer tiempo me mordía las uñas. Comencé con las de las manos y continué con las de los pies. Las clases de yoga me han servido tanto para ejercitar mi paciencia como mi flexibilidad. Cuando se habían sobrepasado los quince minutos de la hora prevista, le mandé un wasap. Lo vió pero no contestó. Las flores que le había llevado se estaban poniendo tan mustias como yo. Pasaron cinco minutos más y comencé a sudar pese a que no hacía nada de calor. Le mandé otro mensaje. Idem de idem. Media hora de retraso me pareció demasiado retraso. A los dos minutos después de tan peliaguda reflexión comprendí que el retraso no era tal retraso sino que era un plantón en toda regla. Y allí me vi yo, emperifollado, con un ramo de rosas rojas, sudando si podía sudar, y con cara de tonto muy tonto. Eso me pasa por quedar a la ligera -pensé. De repente escuché como me entraba un mensaje. El corazón me dio un vuelco. El pulso se me alteró de tal manera que casi no atinaba ni darle a los botones. Lo peor vino cuando leí el mensaje: -Imbécil yo no soy Marisa, me llamo Manolo y soy butanero. No tengo ni idea de quién te ha dado este número de telefono pero muy listo no debes de ser....¡Y no des más por culo con los mensajitos! Evidentemente la rubia que conocí ayer en la barra del bar se dio cuenta enseguida de lo tonto que soy. Creo que se me nota hasta en los andares...