martes, 30 de enero de 2018

Popeye


Mucha gente no entendía que yo durmiera embutido en un pijama de una sola pieza y con la cara de Popeye serigrafiada sobre la pechera. Bueno, también tenía otro igual con la cara de Olivia para cuando lavaba ese. De hecho, aunque no se lo crean, yo era plenamente consciente y conocedor de que todo el mundo me criticaba por ésta costumbre mía tan particular.
Mi otra realidad daba comienzo cuando me introducía en él y comenzaba a tirar de la cremallera. En ese momento, como a cámara lenta, sentía como se iniciaba ese inexplicable proceso a la altura de mis tobillos, y cómo éste se culminaba al llegar la cremallera a la altura de mi clavícula izquierda. Tras el cierre, sentir esa calidez en mi cuerpo me inundaba de paz.
Una vez ataviado con aquel pijama, más propio de un infante que de un cuarentón, se apoderaba de mí una sensación de auténtico bienestar. Me relajaba. Me olvidaba de todo. No sabía ni a qué me dedicaba ni cómo me llamaba. Era Popeye. Quedaba impregnado y definido en una especie de metamorfosis que conectaba mi lado adulto con el niño que habitaba en mi interior y que nunca había dejado de dominarme. Y como el famoso marino de los dibujos animados, me acomodaba en el sofá, encendía la pipa, y me disponía a visualizar, una y otra vez todos sus episodios en mi vieja televisión. 
A estás alturas del relato, y para una mejor compresión del mismo, debo confesar que mi esposa me abandonó. No sé si fue sólo por eso, pero ya qué más da... Alegó, para justificar se marcha, que yo sufría de enajenación mental, o demencia, o trastorno bipolar, o todo junto. Sin embargo, tras largarse, como una epifanía, sobrevino mi propia liberación. Yo nunca le dije a nadie que ella sufría un trastorno sexual y se acostaba con todo hijo de vecino, y con el padre del vecino, o hasta con el abuelo del vecino. Ni tampoco le conté a nadie su afición por robar en los grandes almacenes. Ni de sus problemas con la comida y la bebida. Ni de su odio visceral hacia los niños por lo que nunca tuvimos hijos. Pero todo eso es agua pasada. La cuestión es que se fue diciéndole a todo el mundo que el loco era yo. Y la gente la creyó. 
Tras su marcha, ambienté la casa como un viejo barco de vapor. En el techo, sobre la cama, mi amigo Teo dibujó a mi añorada Olivia. Un gran timón, repleto de bombillas, hacía las veces de lámpara suspendida sobre la vieja mesa de madera del salón. Cuadros de barcos y marinas, estrellas de mar disecadas, trozos de ánforas romanas, cartas náuticas de todas las épocas, redes traídas de distintos puertos que había visitado, y que siempre robaba a modo de souvenir, conformaron la nueva decoración de mi casa. 
Me tatué una ballena en el centro de la espalda, una estrella de los vientos sobre el lado izquierdo del pecho, y un ancla sobre mi antebrazo derecho. 
En el trabajo, el jefe me advirtió de que mi obsesión se estaba convirtiendo en un problema, ya que todo el mundo me daba la espalda y se reía de mí. Me expuso que llamaba demasiado la atención, que generaba controversia, rechazo, enfrentamientos entre mis compañeros y que: o volvía a la normalidad, o tendría que poner mi caso en conocimiento de la inspección de trabajo.
—Recapacita, Martínez. No eres Popeye, eres Manuel Martínez Sánchez, administrativo de profesión, separado, tienes cuarenta y cinco años, y estás a punto de quedarte sin empleo. Y ya sabes cómo está el mercado laboral… ¡Reacciona, Popeye! Digo, Martínez…—me exigió mi jefe, haciendo gala de una incompresible comprensión.
Lo que mi jefe no sabía, ni mis execrables compañeros, ni mi amigo Teo, el dibujante de cómic, ni Salva, mi tatuador, ni mi ex esposa, ni nadie, era que ese tal Manuel Martínez Sánchez, más conocido por todos como Popeye, tenía, a punto de zarpar, su primera travesía en solitario por esos mares de Dios. 
Hacía meses que tenía todo bien planificado. Elegido el barco. Establecido el modus operandi. Se acercaba, por tanto, el primer día de mi tan anhelada nueva vida. 
Había clonado las tarjetas de identificación de una empresa de mantenimiento del puerto de Cartagena, a la que prestábamos servicio. Me había hecho con una de sus furgonetas, en la que ya había metido todo lo que precisaba para tan singular y definitiva travesía. 
Lo tenía todo listo, todo estudiado al mílimetro, estaba plenamente convencido de que nada podía fallar. Hasta veinte cajas de botes de espinacas. Otras veinte de tabaco picado para la pipa. Tres mudas completas de traje reglamentario de marinero de la Marina Española. Cincuenta rollos de papel higiénico del Elefante. Un teléfono satelital. Una pistola de bengalas con muchas bengalas. Un botiquín completo de primeros auxilios y otro para auxilios más severos. Mi inseparable colección de tebeos. Y, escondida entre ellos, una revista Interviú con el pletórico desnudo de Marujita Díaz.
El día de autos, a los dos de la madrugada, conseguí entrar al puerto con la furgoneta hasta el mismo punto de amarre. Las llaves del yate que había duplicado funcionaron a la perfección. Trasladar toda la carga desde la furgoneta hasta la bodega de aquel magnífico barco de recreo me llevó más tiempo del previsto.
En el preciso momento en el que retiraba la pasarela fue cuando vi un intercambio de luces que llamaron mi atención. Raudo, levé el ancla, solté las amarraras, arranqué el motor e inicié la marcha lentamente hacia la bocana del puerto, para no generar más sospechas de las que intuía ya había generado mi anómala presencia a hora tan intempestiva. 
Durante esos metros, me sentí libre. No sé cuánto tiempo duró aquella libertad, pero lo suficiente como para encender la pipa, sentir como la brisa del mar acariciaba mi rostro, como nunca antes en mi vida había sentido, y, sobre todo, me reconocí como dueño de mi propio destino. Destino que había perdido hacía mucho tiempo a manos de mi ex esposa, a manos de los bancos, a manos de un gobierno corrupto que me daba asco. Mi libertad de ficción por fin había dado paso a una libertad real y absoluta. Y allí estaba yo, dispuesto a todo para alcanzar el protagonismo de mi propia historia. Para ser definitivamente quien, desde hacía tanto tiempo, había querido ser: Popeye el marino. 
Hice sonar varias veces la sirena del yate al atravesar la bocana del puerto. Quería proclamar a los cuatro vientos la culminación absoluta de mis aspiraciones. En aquella furgoneta, como si de una culebra se tratara, había dejado la piel de Manuel Martínez Sánchez, un tipo gris al que todo el mundo compadecía, y al timón de aquella nave surcaba los mares Popeye. ¡Soy Popeye¡ ¡Por fin soy Popeye! ¡Soy Popeye! ¡Soy Popeyeee! 
Y así gritaba, desgarrándome la garganta, cuando me abordó por estribor, sin que apenas me diera cuenta, un guardacostas de la Guardia Civil. 
Y ya para qué les voy a contar más…mejor me callo, ya que dicen que cualquier cosa que diga puede ser usada en mi contra. Esa es otra cosa de las leyes que nunca alcanzaré a entender.

domingo, 21 de enero de 2018

Por azar


Es caprichoso el azar -dice Joan Manuel Serrat en una de sus mágicas y míticas canciones. Tan caprichoso como decisivo. El azar es aquello en lo que menos pensamos pero que, en ocasiones, tanto nos marca la vida. El azar se caracteriza por su brillante transparencia. Es insípido como el agua, aunque, dependiendo del caso, su efecto sea más dulce que la miel o más amargo que los limones de mi tierra. 
El azar, siempre tan juguetón, habitualmente se presenta sin avisar. Es caprichoso, malévolo, salvador, justiciero, y puede venir disfrazado de lo que le de la real gana.
En cierta ocasión, mi padre me contó que una noche, mientras conducía, debió pegar una cabezada que hizo que su vehículo se saliera de la calzada. La cuestión es que su coche quedó medio suspendido de un barranco. De ese peligroso microsueño, dice que recuerda perfectamente como el Apóstol Santiago se le apareció en su caballo blanco y lo despertó justo en el preciso momento en el que pegó un frenazo y un volantazo, motivo por el cual no emuló al vuelo de Ícaro dentro de su Citroën CX Palas color café, del que se sentía tan orgulloso por haber pagado al contado, y por eso se salvó.
Dice un proverbio chino -lo bueno de los chinos, aparte de que son muchos, es que siempre tienen un proverbio para todo- que el momento elegido por el azar siempre vale más que el que elegimos por nosotros mismos.
El azar nos trae a este mundo o nos deja inertes dentro de un condón. El azar nos regala el gordo de la lotería o nos tira por la escalera para que nos rompamos las costillas. El azar hace que nuestro currículum sea el elegido o que acabe, convertido en confeti, en la bolsa de una trituradora de papel. El azar provoca flechazos de amor eterno o flechazos en el costado que nos dejan malheridos. El azar es un enigma tan hermoso y misterioso como el origen de la propia vida.
El azar me obliga a escribir sin saber para qué. El azar todo lo puede. El azar no es lo mismo que un Zar, ni que el azahar, ni mucho menos que un azor. El Azor era el yate del Generalísimo Franco, y una cerveza tipo pilsen que se fabricaba en los tiempos en los que a mi padre, por azuzar el azar, le dio por irse a la cama con mi madre para que yo, a día de hoy, les pueda estar escribiendo todas estas tonterías. Tonterías que ustedes leen, probablemente, por puro azar.

https://www.bubok.es/libro/amp/254388/HACIENDO-COLA-PARA-SONAR

viernes, 19 de enero de 2018

Armando y el Sabio Rozem


-Sabio Rozem, sabio Rozem: ¿Qué puedo esperar de esta vida? -Preguntó Armando con los mocos colgando.
-Límpiese usted los mocos, por el amor de Dios....
-Discúlpeme, pero es que tengo un catarrazo de aupa -respondió Armando, limpiándose con un modesto pañuelo de papel. Por favor, sabio Rozem, usted que sabe más que nadie de este mundo y del otro: ¿Qué puedo esperar de esta vida?
-Espéreme. Necesito consultar con mi bolita mágica.
Tras cinco minutos en silencio, durante los que Armando se sonó los mocos lo menos quince veces, el sabio Rozem, levantó la cabeza, se acomodó el turbante de paño blanco que lucía sobre su cabeza, y que se le había escorado un poco hacia la izquierda, y exclamó:
-Caballero: de la vida usted puede esperar lo mejor y lo peor. Pero, para concretar, le puedo ofrecer un consejo que le puede ir muy bien a usted para el resto de sus días -le dijo mirándole fijamente a los ojos.
-Pues, aconséjeme, a eso he venido, y no de turismo -le requirió Armando.
-Podría hacerlo si usted tuviese la amabilidad de depositar la irrisoria cantidad de cincuenta euros en esa cajita que tiene usted ahí al lado.
-¿Cincuenta euros? -exclamó Armando, visiblemente sorprendido ante semejante requerimiento pecuniario.
-Por tratarse de usted, sí -le respondió el mago con la misma tranquilidad con la que se rascaba el cogote por debajo del turbante.
-¿Y si se tratara de otra persona, qué le cobraría? -preguntó Armando, no sin cierta curiosidad.
-Si se tratara de otra persona le cobraría otros cincuenta euros, pero no serían los mismos cincuenta euros, ni posiblemente estaríamos hablando de la misma consulta, ni de la misma respuesta. Sin embargo, sin entrar en ese tipo de disyuntivas, le puedo asegurar a usted que será un dinero muy bien invertido -le aclaró el sabio, mientras miraba descaradamente a la pantalla de su teléfono móvil tras haber recibido un mensaje de su prima Enriqueta, la famosa pitonisa de Pamplona.
Dicho esto, Armando, resignadamente, colocó el billete puesto en circulación por el tan criticado Banco de Europa en la mencionada caja, y miró al sabio con ansiedad a la espera de tan anhelado consejo.
-Paciencia. Todo lo que usted precisa para alcanzar el éxito en esta vida es paciencia -le respondió el mago Rozem atusándose el bigote.
-¿Paciencia, y ya está? -preguntó Armando con perplejidad.
-Paciencia y respirar mejor. A usted le falta paciencia y aire. Respira usted fatal. Y, aunque la ciencia en esto no entra ni sale, sin paciencia y respirando como usted respira, no llegará muy lejos.
-¿Sabe lo que le digo? Que creo que usted me está tomando el pelo. ¡Usted es un farsante y un sabio de mierda!¡Eso es lo que es usted! Y ya me está devolviendo los cincuenta euros...
-Creo que necesitará usted de mucha, pero que de mucha paciencia para que yo le devuelva ese dinero. Además, mi sobrino Darius, que está recién venido de Bulgaria, es contrario a las devoluciones, y menos en caliente...¿verdad que sí, Darius?
Y diciendo esto, entró en la habitación un búlgaro de casi dos metros de altura, con un pescuezo en el que cabían dos cabezas y dijo algo así: 
-¿Qué ser lo que a usted sucede? ¿Usted no entender a grandes filósofos, verdad? Usted no haber leído a Nietzsche, ni a Kant, ni a Bauman, usted ser un cateto que no habel leído nada en su vida. Eso es usted...
-Este cliente no sabe hacia adónde queda la puerta. ¿Lo puedes acompañar, Darius?
-Con gusto, maestro -exclamó el centro-europeo, mucho más proclive y aficionado a la halterofilia que a la filatelia.
Y diciendo esto, agarro de la pechera a Armando, al que, del susto, se le habían salido todos los mocos fuera, y lo puso de patitas en la calle.
Yo soy el profesor de Yoga de Armando, y les cuento todo esto para que vean las mil y una maneras de alcanzar el Nirvana. Armando, de unos meses a esta parte, es en lo único que piensa. Y no tiene prisa por nada. Asegura que, contra todo pronóstico, esos cincuenta euros que daba por malgastados fueron, en realidad, los que le cambiaron la vida.

sábado, 13 de enero de 2018

Collage Moon



Para esta ocasión he preferido cambiar el relato por un collage. Hace tiempo que no hacia ninguno y ya iba siendo hora. Así que, esta tarde, agarré las tijeras y el pegamento y delante de ustedes tienen el resultado.
Hasta en la luna se han indignado con este mequetrefe. Y no es para menos. No entiendo como pueden haber presidentes de tan escaso calado intelectual y sin el más mínimo respeto a las personas.
Patético.

jueves, 11 de enero de 2018

El guardián de Los Polvorines de Monteagudo


Las bolsas que había traído en los bolsillos de mi pantalón se habían quedado cortas. En aquel rincón de unos viejos polvorines, ahora convertido en un parque periurbano de propiedad municipal, había más basura acumulada de lo que creía. Sobre todo botes de refrescos, de cervezas, y de botellas de agua de todos los tamaños y marcas. Por lo visto, a la gente le gusta mucho más abusar de la naturaleza que cuidarla. 
Era temprano. El ambiente estaba un poco más húmedo de lo habitual porque había caído una ligera llovizna que apenas si había servido para remojar un poco el monte. De tan poco que había llovido, ni los caracoles se habían molestado en salir. Tan sólo unas cuantas urracas revoloteaban a mi alrededor, y dos o tres ardillas habían saltado, entre las ramas de los pinos, en busca de alguna piña que llevarse a la boca. Una suave neblina, medio difuminada, brindaba al paraje un toque cinematográfico ideal para grabar una película de misterio. Un misterio propiciado por la soledad de un parque habitualmente inundando de gente haciendo barbacoas, o pegando patadas a un balón, y en el que, en ese momento, imperaba un silencio sepulcral.
—¿Por qué está recogiendo toda esa porquería? —me preguntó un señor que estaba a escasos metros de mí y al que no había escuchado acercarse. 
—Pues…¿qué le puedo decir? la recojo porque otros la han tirado. La gente no tiene respeto por nada. Piensan que todo les pertenece, y que no hay normas. Se creen con derecho a destrozarlo todo. Claro que, así nos va —le expliqué a aquel señor cuya aspecto e indumentaria me recordaban a otra época.
—¿Usted adónde vive? —me interrogó el anciano.
—Ahí al lado, en la urbanización —le respondí señalando con el dedo.
—¿En la de los ricos? —me preguntó.
—No sé si todos serán ricos. Desde luego yo no lo soy —le aclaré al señor.
—Los ricos no recogen basura —exclamó.
—Debo ser un rico díscolo. Por cierto, ya que me pregunta usted tanto: ¿dónde vive usted?
—En ningún sitio —me respondió con una sobriedad pasmosa.
Y fue al decir eso cuando me di cuenta de que su boca no exhalaba el mismo vaho que la mía. Y fue en ese momento, también, cuando me fijé en el color grisáceo de su piel y de la ausencia de brillo en sus ojos. Y fue en ese preciso instante en el que sentí un escalofrío tan intenso que las bolsas de basura que cargaba se me cayeran de las manos sin poder evitarlo.
Intentando reponerme al susto, y a mis conjeturas, le volvía a preguntar:
—¿Cómo qué en ningún sitio? ¿Eso qué significa?
—No, ya le he dicho que no vivo en ningún sitio. Yo vivía aquí. Era el guardián de los polvorines hasta que todo estalló por los aires. Era un pobre infeliz, rodeado de gente demasiado avariciosa. Volaron el polvorín, después de haberse quedado con la nómina de todos los mineros, haber mal vendido gran parte de la pólvora a unos bandoleros, y no les importó en absoluto que mi mujer, mis dos hijos y yo viviéramos en la propiedad. Le pegaron fuego y san se acabó. ¡Pum! Todo saltó por los aires.
—¡Oiga, oiga! ¿Está usted bien? —me preguntó un joven subido a una bicicleta de montaña.
Miré a mi alrededor y no había nadie más, tan sólo otro par de ciclistas que, al parecer, iban rezagados acompañando al que me hablaba mirándome con asombro. 
—Sí, sí. No hay problema. Mientras limpio el monte, recito en voz alta relatos que grabo en mi teléfono móvil. ¿Ve? Aquí lo llevo en el bolsillo —le dije mostrándole mi teléfono.
El tipo me miró raro. Como si algo no le encajara. Esperó a que sus compañeros llegaran a su altura, tal vez para sentirse más protegido, y me dijo poniendo cara de tipo duro de película de serie B: pues, compañero, hágaselo mirar. 
Sin duda, aquel ciclista era un tipo moderno. 
Me quedé perplejo mirando como se alejaban los tres domingueros de libro. Perfectos en su indumentaria. En su tecnología. En su estética. En su lenguaje. En su comportamiento. Clones de una absurda modernidad.
El último, el más rezagado de ellos, lanzó un bote de una famosa bebida isotónica al viento, como si fuera el regalo de un Dios todopoderoso a unos simples mortales. 
Los tres ciclistas debían ser vecinos de mi urbanización pues para allá se encaminaron. Cargado con mis bolsas de basura, me agaché para recoger el bote del maleducado de mi vecino, y fue cuando de nuevo escuché esa profunda e inconfundible voz. 
—No recoja la mierda de los demás. Les da absolutamente igual…—me dijo aquel espectro con forma humana.
—Puede que a ellos les de igual, caballero, pero a mí no —le respondí.
Y, diciendo esto, regresé a mi casa sin atreverme a volver la cabeza hacia atrás. Aún no sé si, algún día, regresaré a Los Polvorines.

miércoles, 10 de enero de 2018

Haciendo cola para soñar


Por fin ha salido a la luz mi tercer libro. Un libro escrito con el corazón y con las tripas. Un libro de sueños y de esfuerzos, de luchas, de batallas, de experiencias, de reflexiones, de vida y, sobre todo, de esperanza.
"Haciendo cola para soñar", "Momentos de ida y vuelta", y "Vidas Ordinarias" son los tres libros que he publicado hasta la fecha. Tres libros que han nacido con las mismas pretensiones: trasmitir valores, sentimientos, y humanidad. Los tres son recopilaciones de relatos seleccionados. Relatos, algunos de ellos, autobiográficos, otros que podrían considerarse auténticos apuntes del natural, y otros que son fruto de mi desaforada imaginación. 
De cualquier manera, estos relatos forman parte de mí; persiguen una finalidad, esconden un mensaje entre líneas, juegan al despiste con el lector, usando y abusando de un formato que siempre hace gala de una sencilla complejidad.
"Haciendo cola para soñar" está prologado por mi amigo y traductor el polaco Artur Szustka, personaje de peso en varios de los relatos, y la portada es fruto de la pintora kazaja, de origen Uigur, Munisa Gulieva. 
Los relatos han sido escritos, muchos de ellos, en hoteles, en aviones, en trenes, o hasta en barcos. Vendiendo tintes en China, champús en Cuba, mascarillas en México, lacas en Francia, decolorantes en Suecia, desrizantes en Bielorrusia, cremas faciales en Bosnia, barras de labios en Serbia, esmaltes de uñas en Ucrania, o acondicionadores en Kazajistán. Y, evidentemente, publicados en Murcia, en este blog, que no es otra cosa que el muro de mis lamentaciones.
Hoy, en Facebook, mis amigos y conocidos, le han brindado a mi obra una fenomenal y afectuosa acogida. El éxito, por tanto, está asegurado. Con lo que gane de sus ventas pienso comprarme una isla en el Mar Egeo e invitaros a todos. 
Ya me diréis qué os parece. El libro, no la isla, claro...


https://www.bubok.es/libro/amp/254388/HACIENDO-COLA-PARA-SONAR




domingo, 7 de enero de 2018

Soledad quijotesca


Camino. He salido a caminar. ¿El cielo? El cielo azul muy claro. ¿Las nubes? Las nubes blancas, como de algodón, salpicadas de algún retazo de color rosa. He visto gente que saca a pasear al perro y perros que sacan a pasear a gente. Camino. Camino buscando el camino. Camino para arrancar un año. Un año complejo. Un año al que habrá que darle duro para enderezarlo. Parece que nació medio torcido, casi encorvado, como la espalda de un anciano. Pero no hay de otra, hay que levantar ese ánimo, esa espalda, afrontar ese destino incierto que siempre nos acecha. Hay que erguirse y encontrar el rumbo que se necesita. Y sigo avanzando, en este caminar insaciable, en este caminar desesperado, en este caminar en el que por la espalda, podríamos decir por mi nuca, soplan vientos desfavorables. Camino. Camino mientras la luz comienza a atenuarse. En lo alto, en aquella loma, en una loma lejana, casi en la línea del horizonte, se divisa, resplandeciente por los últimos rayos de sol, una pequeña ermita. Un ermita que simboliza, quizás, esa soledad; esa soledad quijotesca que me acompaña. Esa soledad infinita que, desde que nacemos, y por mucha gente que tengamos a nuestro alrededor, nunca nos abandona.

viernes, 5 de enero de 2018

Postverdad


Soy un tipo tan extraño que busca su norte escuchando a los Bee Gees. Extraño y antiguo, se podría decir. Pero, qué puedo hacer si los Bee Gees me conectan con mi yo más poderoso y sentimental. Esta alocada asociación, permítanme ustedes, entre sentimientos y poder, tiene su misterioso nexo de unión en mi adolescencia. Les diré que mi adolescencia fue una etapa en la que el vigor y la fuerza en mí no encontraban límites. Jugaba al fútbol, corría en todas la carreras habidas y por haber -la mayoría las ganaba-, me enamoraba cada dos por tres, editaba el Pepon´s Club, organizaba las fiestas del barrio, tenía toda mi casa llena de acuarios, y , a la temprana edad de los catorce años, comencé a trabajar en el Bar Josepe, en el que puse una media de 200 carajillos diarios durante doce años.
Por cierto, tras un montón de tiempo sin acercarme por allí, hoy me tomé un café en el Bar Josepe y me resultó mucho más pequeño de lo que yo lo recordaba. Eso me ha hecho recapacitar y pensar que tal vez yo no hiciera tantas cosas, ni ganara tantas carreras, ni pusiera tantos carajillos, ni me enamorara tantas veces. 
Idealizamos el pasado como un espacio conquistado. Un espacio dúctil y maleable. Como la ahora tan famosa y archiconocida postverdad. 
¿O la postverdad será otra cosa? Pues, vete tú a saber...

miércoles, 3 de enero de 2018

El Cristo, Chopin y las croquetas de mi madre


Por prescripción facultativa de mi amigo el pintor Carlos Pardo, les escribo esta noche escuchando el Nocturno en si bemol menor Op 9 Nº1, del polaco universal Frédéric Chopin. Les diré que, al escuchar la pieza tocada por el maestro Claudio Arrau, su efecto balsámico ha sido instantáneo y me he sentido resucitar. Yo de música ando bastante flojo, aunque, según Carlos, -creo que lo dice para animarme- tengo buen oído. Yo le he dicho que más que oído lo mío es oreja, pura oreja. Mis pabellones auditivos tan sólo son superados por los de Dumbo y por los del Príncipe Carlos de Inglaterra. 
Del polaco me vienen a la memoria su casa de Mallorca y el increíble jardín que lleva su nombre en Varsovia. La visita a su casa de Mallorca coincidió con mi coronación como campeón mundial de hacer tortillas francesas a pata coja; título que gané, de manera arrolladora, en una discoteca para adolescentes con granos en la que daban asilo y refugio a todos los viajes de estudios de E.G.B que llegaban, por aquellas fechas, desde la península. Del jardín de Varsovia que lleva su nombre, tan sólo les diré que es uno de esos jardines en los que no le importaría a uno quedarse a vivir. 
Bueno, a uno, o a varios. O miles. El jardín es tan grande que, de vez en cuando, hay gente que se pierde en él y tienen que mandar al ejército a buscarlos.
Yo ando perdido en mi jardín y por eso mi amigo Carlos me ha querido entretener hablándome del ilustre polaco, de la música en general, y de la luz que imprime a sus cuadros.
Le he comentado a Carlos que se me da bastante mejor hacer croquetas que escuchar música. En el Bar Josepe, a las croquetas de merluza, que hacía mi madre, las llamábamos coloquialmente "sobaqueras". Mejor, no me pregunten por qué.
Al final, Carlos y yo, por Messenger, hemos hablado de todo un poco: pintura, música, literatura, antropología, y hasta de coros y danzas.
Entre ustedes y yo, mi amigo Carlos está pintando un Cristo yacente que, como dirían los flamencos, quita el sentío. 
Amigos que tiene uno...