Mucha gente no entendía que yo durmiera embutido en un pijama de una sola pieza y con la cara de Popeye serigrafiada sobre la pechera. Bueno, también tenía otro igual con la cara de Olivia para cuando lavaba ese. De hecho, aunque no se lo crean, yo era plenamente consciente y conocedor de que todo el mundo me criticaba por ésta costumbre mía tan particular.
Mi otra realidad daba comienzo cuando me introducía en él y comenzaba a tirar de la cremallera. En ese momento, como a cámara lenta, sentía como se iniciaba ese inexplicable proceso a la altura de mis tobillos, y cómo éste se culminaba al llegar la cremallera a la altura de mi clavícula izquierda. Tras el cierre, sentir esa calidez en mi cuerpo me inundaba de paz.
Una vez ataviado con aquel pijama, más propio de un infante que de un cuarentón, se apoderaba de mí una sensación de auténtico bienestar. Me relajaba. Me olvidaba de todo. No sabía ni a qué me dedicaba ni cómo me llamaba. Era Popeye. Quedaba impregnado y definido en una especie de metamorfosis que conectaba mi lado adulto con el niño que habitaba en mi interior y que nunca había dejado de dominarme. Y como el famoso marino de los dibujos animados, me acomodaba en el sofá, encendía la pipa, y me disponía a visualizar, una y otra vez todos sus episodios en mi vieja televisión.
A estás alturas del relato, y para una mejor compresión del mismo, debo confesar que mi esposa me abandonó. No sé si fue sólo por eso, pero ya qué más da... Alegó, para justificar se marcha, que yo sufría de enajenación mental, o demencia, o trastorno bipolar, o todo junto. Sin embargo, tras largarse, como una epifanía, sobrevino mi propia liberación. Yo nunca le dije a nadie que ella sufría un trastorno sexual y se acostaba con todo hijo de vecino, y con el padre del vecino, o hasta con el abuelo del vecino. Ni tampoco le conté a nadie su afición por robar en los grandes almacenes. Ni de sus problemas con la comida y la bebida. Ni de su odio visceral hacia los niños por lo que nunca tuvimos hijos. Pero todo eso es agua pasada. La cuestión es que se fue diciéndole a todo el mundo que el loco era yo. Y la gente la creyó.
Tras su marcha, ambienté la casa como un viejo barco de vapor. En el techo, sobre la cama, mi amigo Teo dibujó a mi añorada Olivia. Un gran timón, repleto de bombillas, hacía las veces de lámpara suspendida sobre la vieja mesa de madera del salón. Cuadros de barcos y marinas, estrellas de mar disecadas, trozos de ánforas romanas, cartas náuticas de todas las épocas, redes traídas de distintos puertos que había visitado, y que siempre robaba a modo de souvenir, conformaron la nueva decoración de mi casa.
Me tatué una ballena en el centro de la espalda, una estrella de los vientos sobre el lado izquierdo del pecho, y un ancla sobre mi antebrazo derecho.
En el trabajo, el jefe me advirtió de que mi obsesión se estaba convirtiendo en un problema, ya que todo el mundo me daba la espalda y se reía de mí. Me expuso que llamaba demasiado la atención, que generaba controversia, rechazo, enfrentamientos entre mis compañeros y que: o volvía a la normalidad, o tendría que poner mi caso en conocimiento de la inspección de trabajo.
—Recapacita, Martínez. No eres Popeye, eres Manuel Martínez Sánchez, administrativo de profesión, separado, tienes cuarenta y cinco años, y estás a punto de quedarte sin empleo. Y ya sabes cómo está el mercado laboral… ¡Reacciona, Popeye! Digo, Martínez…—me exigió mi jefe, haciendo gala de una incompresible comprensión.
Lo que mi jefe no sabía, ni mis execrables compañeros, ni mi amigo Teo, el dibujante de cómic, ni Salva, mi tatuador, ni mi ex esposa, ni nadie, era que ese tal Manuel Martínez Sánchez, más conocido por todos como Popeye, tenía, a punto de zarpar, su primera travesía en solitario por esos mares de Dios.
Hacía meses que tenía todo bien planificado. Elegido el barco. Establecido el modus operandi. Se acercaba, por tanto, el primer día de mi tan anhelada nueva vida.
Había clonado las tarjetas de identificación de una empresa de mantenimiento del puerto de Cartagena, a la que prestábamos servicio. Me había hecho con una de sus furgonetas, en la que ya había metido todo lo que precisaba para tan singular y definitiva travesía.
Lo tenía todo listo, todo estudiado al mílimetro, estaba plenamente convencido de que nada podía fallar. Hasta veinte cajas de botes de espinacas. Otras veinte de tabaco picado para la pipa. Tres mudas completas de traje reglamentario de marinero de la Marina Española. Cincuenta rollos de papel higiénico del Elefante. Un teléfono satelital. Una pistola de bengalas con muchas bengalas. Un botiquín completo de primeros auxilios y otro para auxilios más severos. Mi inseparable colección de tebeos. Y, escondida entre ellos, una revista Interviú con el pletórico desnudo de Marujita Díaz.
El día de autos, a los dos de la madrugada, conseguí entrar al puerto con la furgoneta hasta el mismo punto de amarre. Las llaves del yate que había duplicado funcionaron a la perfección. Trasladar toda la carga desde la furgoneta hasta la bodega de aquel magnífico barco de recreo me llevó más tiempo del previsto.
En el preciso momento en el que retiraba la pasarela fue cuando vi un intercambio de luces que llamaron mi atención. Raudo, levé el ancla, solté las amarraras, arranqué el motor e inicié la marcha lentamente hacia la bocana del puerto, para no generar más sospechas de las que intuía ya había generado mi anómala presencia a hora tan intempestiva.
Durante esos metros, me sentí libre. No sé cuánto tiempo duró aquella libertad, pero lo suficiente como para encender la pipa, sentir como la brisa del mar acariciaba mi rostro, como nunca antes en mi vida había sentido, y, sobre todo, me reconocí como dueño de mi propio destino. Destino que había perdido hacía mucho tiempo a manos de mi ex esposa, a manos de los bancos, a manos de un gobierno corrupto que me daba asco. Mi libertad de ficción por fin había dado paso a una libertad real y absoluta. Y allí estaba yo, dispuesto a todo para alcanzar el protagonismo de mi propia historia. Para ser definitivamente quien, desde hacía tanto tiempo, había querido ser: Popeye el marino.
Hice sonar varias veces la sirena del yate al atravesar la bocana del puerto. Quería proclamar a los cuatro vientos la culminación absoluta de mis aspiraciones. En aquella furgoneta, como si de una culebra se tratara, había dejado la piel de Manuel Martínez Sánchez, un tipo gris al que todo el mundo compadecía, y al timón de aquella nave surcaba los mares Popeye. ¡Soy Popeye¡ ¡Por fin soy Popeye! ¡Soy Popeye! ¡Soy Popeyeee!
Y así gritaba, desgarrándome la garganta, cuando me abordó por estribor, sin que apenas me diera cuenta, un guardacostas de la Guardia Civil.
Y ya para qué les voy a contar más…mejor me callo, ya que dicen que cualquier cosa que diga puede ser usada en mi contra. Esa es otra cosa de las leyes que nunca alcanzaré a entender.