martes, 31 de diciembre de 2013

Benditos escraches.


Me van a permitir que hoy hable sobre está palabra, desconocida por estos andurriales hasta el momento, y que acaba de ser nombrada palabra del año por una fundación del BBVA. Llegó cargada de polémica y en forma de arma arrojadiza entre unos y otros, ya que, como todos los que por aquí subsistimos, sabemos que, en España, sólo existen los unos y los otros. Casi los mismos bandos de la Guerra Civil pero con distinta escenografía y uniformidad.
Y me voy a permitir esa licencia para darle uso. Mandando, desde este pequeño rincón del ciberespacio, un escrache preferencial a los banqueros. A los políticos corruptos y a los que miran para otro lado, que es lo mismo que serlo. A los que sueñan y se frotan las manos en este país recortando derechos y libertades fundamentales que nos costó tanto conseguir. Un escrache, también, a los empresarios que con la escusa de la crisis han recortado salarios a sus empleados y ellos siguen evadiendo impuestos como si tal cosa. Escrache también contra la telebasura, arma fundamental para el aborregamiento colectivo. Escrache contra nuestra pasividad, ya que todos, entre los que me incluyo, hemos permitido que los miembros de esos escraches estuvieran solos y fueran muy pocos.
Pero pocos siempre han sido los valientes. Siempre pocos son los que dan la cara. Siempre pocos son los que alzan la voz contra la injusticia. Siempre pocos suelen ser los que defienden al débil frente a los todopoderosos. 
Vaya desde aquí este humilde reconocimiento, no a la palabra "escrache", a la cual le doy mi más cordial bienvenida a nuestro vocabulario popular, sino a todas y cada una de esas personas anónimas que, durante estos años despiadados de crisis económica y moral, han salido a dar la batalla contra la injusticia.
Benditos escraches. Benditos valientes.

sábado, 28 de diciembre de 2013

El alacrán


Conocí a un niño al que le apasionaba levantar piedras. A toda la gente del barrio le parecía un niño extraño. Bajo las rocas buscaba universos oscuros gobernados por alacranes, custodiados por larguiruchas escolopendras y trabajados por ejércitos de laboriosas y sumisas hormigas. En esa subterránea geografía comenzó a estudiar el caótico orden de las cosas. Levantar piedras era para él tanto como buscar tesoros. Le apasionaban los alacranes, siempre expectantes, siempre con el aguijón desafiante, como la propia vida. El niño levantador de piedras asociaba, de manera inconsciente, al alacrán con la vida. Si va a por ti, estás listo -nos decía. Él no quería que la vida-alacrán fuera a por él. Pretendía levantar aún muchos más universos-piedra. Por aquella época, recuerdo que siempre llevaba en el bolsillo un frasco con un alacrán sumergido en éter.
Después conocí a un adolescente que ansiaba la madurez. De hecho, renegó de su adolescencia, y de los jóvenes de su edad, como quien reniega de su religión. Para ello, asumió roles de adulto: trabajaba como adulto, hablaba como adulto y vivía como adulto, sin darse cuenta de que, más adelante, quizás se arrepentiría de haberse zafado de su propia biología.
Posteriormente me encontré con un hombre que buscaba tesoros en el interior de los hombres. Que levantaba sus mentes, como si levantara alfombras, en busca de alacranes, escolopendras o quién sabe si tan sólo respuestas a preguntas que, hasta ahora, absolutamente nadie se había atrevido a plantear.
Su ecosistema ideal era el espacio vacío. Le aterraban las mentes superficiales, materialistas y huecas. Ese hombre escrutaba, sin descanso, tanto a hombres como a mujeres, a jóvenes como adultos, en un obsesiva búsqueda sin concreción. 
Lo importante, para él, no era ya lo que buscaba, sino el hecho mismo de buscar. La búsqueda como forma primaria de vida.
Ese niño-adolescente-hombre que conocí no podía cesar en su prospección. Él nació para buscar. Nació para negarse la adolescencia. Nació para hurgar en la mente de los demás, sin llegar nunca a tener claro que es lo que realmente buscaba ni porqué lo hacía.
Pero ese hombre que conocí terminó por aburrirse de la superficialidad. En un acto de regresión, no descrito hasta el momento por la ciencia, decidió abandonar la superficie de la tierra para adentrarse por una infinita gruta que, a penas hacía unas semanas, acababan de descubrir un grupo de espeleólogos. 
Nadie le acompañaba, tan sólo su enorme e incompresible deseo de profundizar en su propio caos, y el frasco con su alacrán sumergido en éter. Dicen que decidió cambiar la prospección por la introspección, pero en realidad nadie lo sabe. Bajó, bajó, bajó y bajó.
Desde ese día no hemos vuelto a tener noticias suyas. Era un hombre raro, quizás por eso, en el barrio, siempre le llamaron "El alacrán".

miércoles, 25 de diciembre de 2013

La carta de Pablito


Pablo, que así se llama el hijo de mi vecino, se levantó muy temprano. Bajó las escaleras. Avanzó por el pasillo. Llegó al salón y, cuando se dio cuenta de que Papá Noel no le había dejado ningún regalo bajo el árbol de navidad, le pegó tal patada, que las bolas y las guirnaldas saltaron por los aires. 
Posteriormente, muy enfadado, agarró la puerta, cogió a su perro, que estaba esperando impaciente en su caseta a que le sacaran a cagar, y, sumido en un incontrolable ataque de rabia, salió a caminar por el barrio sin rumbo fijo.
Llovía ligeramente. El cielo era de color plomizo. Las hojas caídas tapizaban de amarillo toda la calle. El perro quería cagar. Sin embargo, el hijo de mi vecino continuaba su autómata marcha con destino incierto. 
Las calles estaban desiertas. Él sabía perfectamente que todos los niños del barrio, en ese preciso instante, destapaban cajas repletas de regalos ante las miradas joviales y emocionadas de sus progenitores. Pero él no tenía regalos. Tan sólo un perro con ganas de cagar y unos padres roncando en la cama.
Pablo continuó su enrabietada marcha calle abajo. Pegó una patada a un bote de coca-cola, con el nombre de Alberto, que se estampó contra la puerta lateral de un coche que había estacionado.  
En el momento del impacto se acordó de su profesor de matemáticas y de física. De ipso facto cambió la dirección de su marcha y se encaminó hacia la casa del maestro. Llegar hasta ella le costó escasamente cinco minutos. La lluvia seguía cayendo de forma moderada. El perro seguía queriendo defecar. Las calles se mantenían desiertas como si Papá Noel hubiese decretado toque de queda.
Aparcado frente a la puerta de la casa reconoció a su vehículo. Pensó en pinchar sus cuatro ruedas, pero se percató de que no tenía ningún objeto punzante a mano. Pensó en rayar sus puertas con una piedra. O en romper sus faros. Pero automáticamente pensó que, cualquiera de esas opciones de venganza, haría saltar la alarma del vehículo. 
El perro seguía tironeando de la cadena para recordarle a Pablo la urgente necesidad de vaciar el contenido de sus perrunos intestinos.
-Sube al coche, Bester, ¡sube! -le ordeno el niño a su perro.
El perro lo miró con ese gesto tan especial que utilizan los perros al recibir una orden a la que no están habituados, y, sin pensarlo dos veces, saltó sobre el motor y se sentó sobre él a comprobar si eso satisfacía las aspiraciones de su propietario. 
-Sube arriba del todo, ¡más arriba, Bester! -le exigió el niño.
El perro, dando otro salto, alcanzó el techo del coche, sin saber muy bien de qué iba toda aquella historia, y soltó un ladrido ronco como para advertir a su dueño de que ya no podía subir más alto, ni retrasar más su evacuación.
-¡Caga, Bester, hazlo ahí! -le ordenó Pablito en un acto, tan espontáneo como escatológico, de venganza infantil.
Bester, obediente, agachó sus cuartos traseros, levantó la cola y se alivió por completo en lo alto de aquel utilitario de color blanco. Pablito se apartó del vehículo para visualizar su performance con la suficiente perspectiva y, al contemplar como el resultado de su hazaña todavía humeaba, se sintió aliviado.
Tras dar por concluida su infantil venganza, la mente de Pablito comenzó a gestar su remordimiento. A cada paso que daba, en dirección a su casa, iba recordando las palabras que, con tanta frecuencia, le repetían sus padres:
Pablito, deja la Play y ponte a estudiar. Pablito deja la Play y ponte a estudiar qué, cómo no apruebes, Papá Noel no te va a traer nada. 
Ese mantra se apoderó de su mente. En la soledad de aquella fría y húmeda calle se dio cuenta de que había obrado mal. De que jugar tanto a la Play no le conducía a nada bueno. De que sus padres no eran tan malos. Se visualizó abriendo regalos. Disfrutando de nuevos juguetes. De ver la cara feliz de sus padres leyendo sus notas, habiendo conseguido un ocho en matemáticas y física.
Sin pensarlo dos veces, dio media vuelta, comenzó a correr hasta el coche de su profesor. Con ayuda de una bolsa de plástico retiró los excrementos caninos y los depositó en una papelera. De nuevo retomó la carrera y, en un santiamén, se puso en la puerta de su casa. Dejó el perro en su caseta. Entró a la casa. Afortunadamente para él, sus padres seguían en su cuarto. Recompuso el árbol de navidad. Buscó en el escritorio de su padre un sobre y una cuartilla y se puso a escribir esta carta:
Queridos padres: me he dado cuenta de que pasarme el día jugando a la Play no me conduce a nada bueno. De hecho, como podéis comprobar, Papá Noel no me ha dejado ningún regalo por no haberos obedecido y no haber estudiado. Por lo tanto, quiero deciros que esto no se volverá a repetir y que estoy muy arrepentido de mi comportamiento. 
Gracias por todo lo que lucháis por mi. 
Os quiero mucho. 
Pablo.

Moraleja: Rectificar es de sabios.

domingo, 22 de diciembre de 2013

Venancio IX


Aún con un enorme vendaje en la cabeza, Lola y Venancio tomaron un taxi rumbo al Raval. La madame no parecía dispuesta a perder ni un día más sin intentar atajar aquel maleficio que se cernía sobre su inocente paisano. 
El edificio era tan lúgubre como los servicios que se ofrecían en él. La limpieza escaseaba. Las paredes estaban descascarilladas por la humedad. El olor era extraño. Venancio iba de la mano de Lola como un niño que fuera a un desfile de carnaval disfrazado de momia o a la consulta de un doctor con un tremendo dolor de muelas.
Al llamar a la puerta les abrió una pareja de enanos vestidos de flamencos. Parecían gemelos.
-Venimos a ver a Carmen -dijo Lola, intentando recuperar su respiración después de subir tres pisos por las escaleras.
-Está ocupada. Tendrán que esperar un poco en la salita. Pero no tardará mucho. Acompáñennos por favor -dijo la pareja de enanos al unísono como si estuvieran sincronizados. 
La sala tenía por todo mobiliario una mesa de camilla con cuatro sillas alrededor. Las paredes estaban repletas de búhos disecados de todos los tamaños y colores. La iluminación provenía del resplandor de un gran cirio que presidía el centro de la mesa. El extraño olor del edificio se mezclaba ahora con el olor a cera quemada.
Lola y Venancio se sentaron a esperar su turno mientras desaparecían de la escena sigilosamente los diminutos y enigmáticos recepcionistas. 
-Lola: ¿estás segura de que esa bruja me podrá ayudar? -preguntó Venancio con cierta incredulidad.
-No tengo ni idea, Venancio, pero si por cinco duros puedo quitarte ese mal fario que tienes, lo vamos a intentar. Más de eso no vamos a perder -le explicó ella.
El silencio se apoderó de la sala. Venancio, nervioso. Lola, desesperada por la tardanza. Un gato negro saltó sobre la mesa. Maulló mirando hacia Venancio. Se dio la vuelta y maulló mirando hacia Lola. De nuevo, el felino saltó hacia el suelo y salió con la misma parsimonia con la que había entrado.
Lola y Venancio, sin articular palabra, se miraron atónitos.
De repente, uno de los búhos que había en la pared comenzó a batir enérgicamente sus alas, se lanzó hacia la puerta volando sobre las cabezas de nuestros protagonistas y, a su paso, el cirio se apagó. El gritó que pegó Lola se debió escuchar hasta en el Puerto de Barcelona.
Los enanos siameses, vestidos de flamencos, aparecieron de nuevo en la salita para ver qué había ocurrido.
-¿Qué ha pasado, señora? -preguntaron, a la par, los inquietantes personajes.
-¡Uno de los búhos disecados ha salido volando sobre nuestras cabezas! -dijo Lola, aún aterrorizada.
-No señora. Los búhos disecados no vuelan. El que ha volado hacia la cocina es el marido de Carmen, que por un maleficio se convirtió en Lechuza y aún no lo hemos podido transformar en persona. Como es la hora de almorzar, se ve que ya va teniendo hambre -explicaron los extraños recepcionistas.
-¿Saben ustedes si queda mucho para que Carmen nos atienda? -les preguntó Lola, con cierta preocupación.
-No, no. De hecho ya pueden ustedes pasar. Carmen les está esperando. Pero antes, tienen ustedes que depositar en esta bandeja todos aquellos objetos e imágenes religiosas que lleven encima -comentaron al unísono los dos enanitos.
-Yo tan sólo llevo esta cadena con la virgen y el niño. ¿Tú llevas algo Venancio? -le preguntó Lola.
-No, Lola. Yo soy ateo por la gracia de Dios -respondió el joven.
-Pues si eso es todo, acompáñennos, por favor -exigieron los estrambóticos  recepcionistas que parecían sacados de un espectáculo circense.

La sala en la que se encontraba la médium era un recinto dominado por la oscuridad. En el centro, en un gran butacón de mimbre con el respaldo en forma circular, se encontraba Carmen frente a una bola de cristal de la que emanaba la única luminosidad que había en toda la estancia.
Lola y Venancio se acomodaron en dos sillas frente a la gitana que permanecía en silencio mirándoles fijamente. La luz, procedente de la bola, iluminaba sus rostros. Su cara era enorme. Redonda. Peluda. Con una verruga impresionante en el ala derecha de su nariz. Un pañuelo cubría su cabeza. Su peso podría superar con creces los doscientos kilos. Al minuto de estar sentados a su lado, adivinaron, sin temor a equivocarse, la procedencia de aquel extraño olor que inundaba todo el edificio.
-Están ustedes cómodos -preguntó la gitana.
-Sí, sí -respondieron los dos a la vez.
-Pues el que vaya a pagar que deje los cinco duros al lado de la bola -exigió la bruja.
Lola depositó el billete a un lado de la bola iluminada y, al instante, la mano de la gitana lo retiró con premeditación y alevosía.
-Y dicirme ustedes: ¿Vusotros sois pareja, o qué sois? -preguntó la médium.
-No, señora. Le cuento: mi amigo está gafado desde que vino a este mundo y venimos a ver si usted le puede quitar el mal de ojo.
-¿El nene está mudo o e tonto o argo asín? -dijo la gitana.
-No señora. Ni soy tonto ni mudo. Es que mi amiga Lola, aquí presente, me soltó anteayer un sartenazo y me duele mucho la boca, por eso mejor que hable ella -explicó Venancio con dificultad.
-¡Hijamíaa! ¿Y por qué le pegó usted al pobre zagal un mandao asín? -exclamó Carmen.
-Pensé que era un ladrón. Estaba oscuro y no lo reconocí. Es lo que le digo, todo lo que le pasa es por su mal fario. Esta gafado este crío. ¿Cree usted que puede hacer algo por él, doña Carmen? -preguntó Lola con preocupación.
-Dejarme ver. Joven, pon las manos en la bola -le pidió la gitana.
Venancio puso las manos sobre la bola. La gitana comenzó a hablar en una lengua desconocida. La lechuza, que, según contaron los enanos, era su marido, se posó sobre su hombro. La gitana colocó sus manos sobre las de Venancio. La lechuza voló y se posó sobre el hombro del gafado. El silencio reinó por unos instantes en la sala, hasta que de repente, Carmen comenzó a gritar: ¡Ya lo tengo! ¡Lo he visto! ¡Es un cura, sale por la ventana de una casucha de piedra, y corre, camino abajo, con la sotana toa remangaá! -exclamó la gitana en una especie de trance.
-¡Ese cura es mi tío! ¡El qué se peleó con mi padre después de la guerra! Mi padre no quería que él viera a mi madre -explicó Venancio.
-Calla, hijo, no interrumpas -dijo la gitana. ¡Ahora veo al cura con una joven revolcándose en un pajar! -comentó la gitana. Espera, espera, hay más cosas: ahora veo a un hombre diciéndole a esa joven que ese hijo no es de un cura, que es del mismo demonio y que la ruina y la desgracia les iba a venir encima. ¡Esto es una locura! ¡No, no, no puede ser! -gritó la gitana.
-¿Qué es lo que no puede ser? -preguntó Lola visiblemente sugestionada. 
-Ahora veo a un niño pequeño agarrao a un albusto llorando sin parar. Sus padres se han caío por un barranco, iban en un carro, o algo asín, no lo he podio ver bien. El niño llora y llora, pero consigue trepar hasta er camino. El niño sigue llorando. Va solico hasta el pueblo en busca de ayuda. ¿Ese eres tú de niño, verdad? -le preguntó la gitana a Venancio.
-Venancio, entre lágrimas, le respondió que sí.
-¿Quien era ese cura? -preguntó la gitana.
-El hermano de mi padre. Mi padre no quería que nos viera a mamá ni a mí. Odiaba a los curas tanto como yo -explicó Venancio entre sollozos.
-¿Tu madre se veía con el cura? -le preguntó la médium. 
-A veces mi padre se llevaba al ganado lejos y pasaba varias noches fuera. Alguna vez lo vi en mi casa cuando él no estaba. Mi madre me mandaba a la cama, ya que, según ella, quería que mi tío la confesara - comentó Venancio.
-¿Y qué son toas esas moscardas? Veo moscardas por tos laos -preguntó Carmen.
-Me persiguen hasta en los sueños, señora. Mataron a mis padres. Mataron al cura del entierro de don Esteban y quieren matarme a mí. Eso es lo que quieren, matarme. Esos odiosos tábanos quieren matarme -exclamó Venancio rompiendo nuevamente a llorar.
El silencio se hizo nuevamente en la sala. La médium retiro sus brazos y apartó también los de Venancio. Lola mantenía la respiración. La gitana comenzó de nuevo a recitar esas letanía de palabras incomprensibles.
-Pin,Pon, venir por favor, y acompañar al joven a la salita, mientras hablo un momento con la señora -ordenó la gitana a sus pequeños ayudantes.
Venancio salió escoltado de la sala con un enano a cada lado. La lechuza-marido aprovechó para salir volando al mismo tiempo que ellos. 
-¿Cree usted qué podrá ayudar al joven? -le preguntó Lola, precipitadamente.
-Claro que sí. Como que me llamo Carmen a ese mozo le corto yo el maleficio -exclamó la médium.
-Pero, por favor, no lo convierta en Lechuza -le suplicó Lola.
-Eso ha estao feo, señora. Yo no convertí a mi marido en lechuza; fue el Teodoro, el Mago de Oro. Me tiene una envidia terrible. Yo convertí a su mujer en una tortuga y a su hijo en un zapo, pero, a lo que iba, que ya voy teniendo hambre y mi marido también: A este mozo le tengo que hacer un ezorzirmo y para eso le voy a tener que cobrar a usted otros cinco duros -explicó la gitana.
-¡Otros cinco duros! -exclamó Lola con asombró.
-Así es paya. Deme otros cinco duros y vaya a por el joven y que se quite toa sus ropas. 
Lola salió de la sala en busca de Venancio. El joven estaba en la sala llorando a moco tendido con la lechuza-marido en el hombro.
-Quítate la ropa Venancio -le dijo Lola sin mayor preámbulo.
-¿Pero que dices Lola? -preguntó el joven.
-Rápido, Venancio, por favor, se está haciendo muy tarde. Quítate la ropa y no preguntes tanto -le exigió la madame.
El joven comenzó a desnudarse con mucha timidez. De hecho, era la primera vez que lo hacía delante de una mujer. Se quitó el suéter. Se quitó la camisa. Se quitó el pantalón. Se quitó los calzoncillos. Y cuando esto sucedió Lola se quedó boquiabierta. 
Lola, intentando disimular su nerviosismo ante el pedazo de humanidad que acababa de contemplar, acompañó a Venancio hasta la sala. 
En esta ocasión, en el suelo había un círculo formado por velas encendidas.
-Entra ahí, joven -le exigió la gitana.
La gitana, al ver, a la luz de la velas, el atributo que colgaba de su cuerpo de manera pendular, no pudo dejar de exclamar:
-¡Hijo mío, pero que tienes tú ahí colgao! Eso es una culebra mala. Una cerpiente. Una víbora. Ahí llevas colgao al mismo demonio. Y, dicho esto, comenzó a golpearle en semejante parte con unas ramas de olivo. 
Ante el dolor, Venancio hizo el amago de cubrirse con las manos, pero la gitana le exigió que no se cubriera.
-Si quieres que te saque ar demonio, no te cubras, sino tu mala suerte te acompañará toa la vida -le exigió Carmen.
Así fue como Venancio fue exorcizado. Así fue como Venancio estuvo una semana sin poder tocársela ni para orinar. Y así fue, también, como, nuestro joven e inocente Venancio, adquirió la fama de superdotado que ya le acompañaría durante toda su vida.

sábado, 21 de diciembre de 2013

El poema del cobarde


Admiro a los poetas. A la belleza de sus composiciones. A la sutileza de sus discursos. A la frágil fortaleza de sus formas. A su compromiso con la vida. A su afán por endulzar el sabor amargo. A su capacidad de magnificar lo que, para muchos de nosotros, es casi imperceptible. A su voluntad de encontrar sentido al sin sentido y luz en la oscuridad. 
Los poetas son magos del verso. Barqueros de Caronte. Almas elegidas. Voces del silencio. Caminos de rimas que fluyen hacia nuestros sentimientos. Bosques de dulzura. Oleaje de nuestras conciencias. Ilusiones frustradas. Dolor. Sufrimiento. Pasión.
Admiro a los poetas por su habilidad para conectar con los sentimientos colectivos. Por su facilidad para embellecer nuestras miserias. Por su compromiso por cultivar nuestro lado más humano.
Los poetas son bálsamo y medicina. Los poetas son un puente de carne y hueso entre lo mundano y lo divino. Entre el bien y el mal. Entre el amor y el sufrimiento. Entre el todo y la nada.
A veces me gustaría ser poeta. Y llevar un sombrero bohemio con una pluma de rapaz, una bufanda larga multicolor, y un bigote a lo Dalí.
En mi barrio había un poeta así. Empequeñecido por los que él se empeñaba en engrandecer. Refugiado en el alcohol. Portando carpetas de versos imposibles emborronados por gotas de ginebra de garrafón. Buscando lectores sin sordina. Editoriales que entendieran su verso libre y su ausencia de métrica y de cordura.
Quizás no me atreva con la poesía por querer racionalizar demasiado mis actos. O por no beber ginebra. O por huir de lo que debía sentir el poeta de mi niñez. Quizás no haga poesía simple por cobardía. Por miedo. O tal vez sea por respeto a los que sí saben realmente acariciar y decorar las palabras para transformarlas en poemas.
Así que tan sólo les diré que: 

                                       Nuestra vida, sin poesía,
                                               estaría más triste y vacía. 



miércoles, 18 de diciembre de 2013

Venancio VIII


Florenciano acompañó a Venancio hasta la casa tal y como le había prometido. El muchacho no estaba asimilando bien tanta contrariedad y tanto infortunio a su alrededor. Según le comentó Florenciano a Lola, el chico hizo todo el recorrido en el taxi, desde el cementerio de Montjuic hasta la casa, convertido en una estatua de sal. 
Nuevamente, entre todas las chicas, lo acomodaron en su cuarto y lo dejaron descansar.
-Este chico no levanta cabeza, Lola -comentó Carmencita.
-¡Hija mía! Estoy por llevarlo a que le quiten ese mal de ojo que trae desde que nació. Porque estoy segura que eso es lo que tiene encima el pobre Venancio, un mal de ojo como un piano de cola de grande -respondió la madame.
-¿Y, si aún así, no espabila, qué piensas hacer con él? -le preguntó la meretriz.
-Pues lo mandamos de regreso al pueblo, y se acabó lo que se daba -exclamó Lola, con decisión.
Y así finalizó esa jornada, en la que Venancio se pasó todo el día durmiendo y no se enteró de nada más. Sin embargo, en plena madrugada, el joven se despertó, sobresaltado y sudando, víctima de otra de sus clásicas pesadillas. Una nube de tábanos le perseguía desde el cementerio hasta la casa, e inundaban su cuarto con la intención de chuparle hasta la última gota de su sangre.
Venancio encenció la luz. Miró a su alrededor, y quién sabe si por su propia obsesión, o por alguna razón maquiavélica, le pareció ver las paredes de su cuarto llenas de insectos. Sin pensarlo dos veces, salió, sigiloso, en dirección adónde había observado que se guardaban todos los productos de limpieza. Tropezó con un perchero. Le pegó una patada a una silla. Un gato capón, que había en la casa, maulló. Abrió el armario, en el que se guardaban todos los productos, en busca de un insecticida. Uno de ellos se cayó al suelo. Por fin pareció encontrar lo que buscaba. Un pulverizador insecticida direccional con mango de madera. Cerró el armarió y...¡Pow! Lola que se había levantado y, entre sombras, había observado a un hombre registrando los armarios, le pegó un sartenazo tremendo en pleno rostro, ante el cual, el pobre montañes, no tuvo ni tiempo de pestañear.
Evidentemente, ante el ruido producido por el impacto de la sartén contra el rostro de Venancio, el grito que pegó Lola mientras soltaba el brazo con toda su energía, y el ruido que produjo el cuerpo de nuestro desafortunado amigo al golpear contra el armario y caer al suelo, provocó que todas las chicas se despertaran alarmadas y acudieran a la cocina a contemplar lo sucedido.
-¿Pero qué has hecho, Lola? -Preguntaron todas al unísono, al encender la luz, y ver al joven Venancio en el suelo sangrando por la nariz y por la boca, y a Lola portando aún el arma homicida en su mano derecha. 
-Escuché ruidos extraños. Vi pasar por delante de mi puerta la sombra de alguien merodeando por la casa. Me levanté con cuidado para no hacer ruido. Lo vi entrar hasta la cocina, abrir varios armarios, así que pensé que se trataba de un ladrón y lo demás no hace falta que os lo expliqué. Lo siento en el alma, chicas. Este Venancio tiene la negra -explicó, Lola. Martina, llama con urgencia a casa del doctor, a ver si nos hace el favor de venir a arreglarle la cara a este pobre desgraciado.  Y, chicas: ¿sabéis qué os digo? En el mismo momento que pueda caminar, este chico y yo vamos a ir a visitar a Carmen "La Gitana" que quita la rabia y la sana. 

domingo, 15 de diciembre de 2013

Is this Madrid?


Sábado. Seis y media de la tarde. María, contenta, sale a pasear. Las navidades se aproximan vertiginosamente. Las luces comerciales decoran un ambiente navideño de Visa y MasterCard. La gente pasea. Gran Vía, Alcalá, Cibeles, Castellana, Serrano, Recoletos. Miran escaparates. La gente, pacientemente, hacen colas para todo. Museo del Prado, Reina Sofía, Thyssen, Chicote, Doña Manolita. Japoneses, rusos, chinos, mexicanos, argentinos. La gente toma fotos. Sonríen. Tuitean. Posan. Escrutan. Compran. Miran. Sueñan.
En La Pecera de Bellas Artes varias parejas se besan hasta reventarse los labios. Busco y busco pero no hay peces. María se toma un San Francisco. Al salir, se detiene contemplando unos carteles en los que se lee: "Mery Crisismas" y "Feliz Sanidad" y se sonríe. Expone Chirino, tras haber retorcido todos los hierros que encontró en las Canarias. A María nunca le gustó la obra de Chirino. Las calles están intransitables. La policía vigila cada esquina como si se esperara un ataque alienígena. Sus helicópteros sobrevuelan a la masa consumista. Pese a todo, María retoma su paseo como si ese escenario le resultara cotidiano.
La gente se relaja. El Retiro, La Casa de Campo, El Jardín Botánico, La Plaza Mayor. Toman café con leche mientras practican el inglés. I am Pepe. You are María. Las parejas se besan con pasión y mucha saliva. Kiss me much. Compran castañas asadas. Montan en bicicleta. Patinan. Corren. Caminan. Cuelgan fotos en Facebook. Pasean con sus perros y cogen las cacas con una bolsa. A María no le gustan los perros, ni sus babas, ni sus cacas.¡Dog poop!
Suenan las sirenas como si el ataque alienígena fuera algo inminente. El Corte Inglés hace su agosto en diciembre. La gente tira de tarjeta como si tal cosa. 
Más policía. Más helicópteros. Comienzan las cargas contra los manifestantes que intentan rodear al Congreso de los Diputados para protestar contra la nueva Ley de Seguridad Ciudadana. Torrente estará frotándose las manos; por lo de la Ley y por lo del Atleti -piensa María, mientras reanuda su marcha.
Madrid. Bankia. Santiago Bernabeu. Vicente Calderón. Churros con chocolate. Gomina. Caspa. Porras. Botas. Golpes. Sangre en la calle. Blood on the street. Perros de presa. Escudos. Cascos. Sirenas. Ambulancias. ¡Many police!
Las compras continúan. Adolfo Dominguez. Roberto Verino. Custo Barcelona. Loewe. Gucci. Valentino. Zara. Las sirenas vuelven a sonar molestando a las cajeras de las tiendas de lujo. Carreras. Golpes. Perros ladrando. ¡Many police! Gente guapa tomando gin tonic de ginebra inglesa con pepinillos. Tarjetas de crédito echando humo. 
La joven María compra su primera obra de arte, ¡very good! en Casa//Arte, la feria de los nuevos coleccionistas. Ha elegido una obra de la artista portuguesa Joana Gancho por la que ha pagado, tan sólo, ciento cincuenta euros. Al salir, una anciana pide limosna en la puerta de la feria. María la observa, mete la mano al bolso, y le deposita, solidariamente, unas cuantas monedas en un vaso de plástico. 
Después, más sirenas. Más policías. Más gente pidiendo limosna. Más y más cafés con leche. ¡Tea black, please! Así estaba Madrid. No cabía ni un alfiler. Y, entre toda esa gente, María regresa feliz a su casa soñando con llegar a tener, algún día, una formidable colección de arte contemporáneo. 
Bye friends.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Venancio Mulero VII


Venancio no había vuelto a pisar un cementerio desde el entierro de sus padres. Junto a él, se encontraban Lola, Martina -a la cual, sus compañeras de profesión, trataban como si fuera la mismísima viuda de don Esteban- y el resto de las chicas que asumían perfectamente el papel de coro de plañideras. La familia de don Esteban, con Florenciano a la cabeza, escuchaban las palabras de consuelo que les ofrecía un orondo sacerdote, el cual, siendo generosos con el cálculo, no debía de superar el metro y medio de altura. El religioso hablaba desde el mismísimo  borde del agujero que, minutos más tarde, acogería para siempre a los restos mortales del infortunado don Esteban. 
El cura sermoneaba, sin miramientos, a una audiencia que parecía tener más ganas de que aquello acabara pronto que de escuchar sus letanías. Sin embargo, el cura parecía tener un problema severo de verborrea. 
Entre tanto, un insecto de considerable tamaño se posó sobre su nariz. Este intentó apartarlo de un manotazo, lo que provocó que perdiera el equilibrio, diera un traspié, pisara un rastrillo de los sepultureros, con la desgracia de que el palo de la herramienta se elevó violentamente golpeándole en la zona genital, lo que provocó que el desdichado religioso se cayera brutalmente de espaldas dentro de la fosa.
El golpe sonó feo.
Los asistentes al entierro no daban crédito a lo que acababan de contemplar. De hecho, cuando los más atrevidos se asomaron a mirar cómo se encontraba el cura en el interior de la tumba, se percataron de que no se movía.
Venancio sintió un escalofrío. Aquella situación le había hecho revivir la escena más dolorosa de su vida; aquella que, tantas y tantas veces, había vuelto a reproducir su mente, de manera incontrolada, en forma de terribles pesadillas.
El negro del luto dominaba el paisaje. El viento mecía los cipreses. Las nubes amenazaban lluvia. Un perro ladraba a lo lejos. Los sepultureros, tras sacar al cura del agujero, y ante la estupefacción de la multitud allí presente, lo tumbaron en un banco del cementerio a la espera de que llegara la ambulancia. Un familiar de don Esteban, que estudió hasta segundo de medicina, intentó reanimarlo, pero fue imposible. El cura estaba muerto. Tan muerto como don Esteban. Tan muerto como el resto de los muertos del cementerio de Montjuic. 
Con sus palas, los sepultureros, conscientes de que se les amontonaba la faena, continuaron arrojando tierra sobre el féretro de caoba fina de don Esteban. La tierra, al golpear contra el ataúd, producía un ruido que se mezclaba entre los lloros, los murmullos, y los lamentos de los asistentes. 
A ritmo de palada la gente se fue marchando, hasta que tan sólo quedaron allí los más allegados a la familia, y los que se quedaron velando el cuerpo del infortunado sacerdote.
Venancio, pese a que nunca había sentido un especial apego hacia los curas, decidió quedarse a velar el cadáver del religioso. Con discreción, levantó la chaqueta del operario con la que habían cubierto el rostro del accidentado y se fijó inmediatamente en su nariz; tras lo cual, victima de un ataque de histeria comenzó a gritar:
-¡Odio a los tábanos!¡Odio a los tábanos! ¡Cómo odio a los tábanos!
Varios de los asistentes, entre ellos Florenciano, acudieron a ver qué le sucedía a Venancio.
-Tranquilo Venancio, no pasa nada. Tranquilízate, por favor -le aconsejó Florenciano, sujetándolo con fuerza por los brazos.
-¡Odio a los tábanos! No te puedes imaginar, Florenciano, lo mucho que odio a esos asquerosos bichos.
-Tranquilo, Venancio. Enseguida que se lleven al cura, te acompañaré a tu casa. 

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Caca personalia


Sí se plantea, por un casual, interpretar este collage, le pediría que utilizara, como herramienta, un poco de sentido del humor. Si a pesar de todo lo que está cayendo, usted todavía conserva una pequeña dosis de esa pócima maravillosa, y la quiere utilizar para interpretar esta especie de jeroglífico, le pediría antes dos cosas: primero, que no tuviera mucho en cuenta la literalidad de sus palabras y, segundo, que lo interprete enarbolando frente a él, algún crucifijo de mano, para, de ese modo, evitar posibles efectos maléficos no deseados. 
Este psicocollage es un laberinto vikingo en tamaño tarjeta. Una especie de crismas envenenado. Una cacafonía plástica de lo absurdo. Un exabrupto. Un insulto a la inteligencia. Una diarrea mental de un enfermo de colon irritable. Todo eso, y poco más, es este collage que lleva por título "Caca personalia".
Todos tenemos nuestra caca, como todos tenemos hipoteca, lo cual no deja de ser la mayor cagada que todos hemos cometido en nuestra cuestionada y errónea existencia. 
En ese orden de cosas, la víbora sería el director del banco y la gallina seríamos usted y yo. 
Al final, no sé cómo narices le encuentro sentido a todos los papeles que corto y pego sin saber para qué. Todos, dándole vueltas y más vueltas, terminan por enviarme un mensaje en clave con la única intención de sacarme de quicio.
Ojala a ustedes nunca les de por hacer collages. Empiezas a cortar y a pegar y terminan siendo, sin pretenderlo, como una guija. 
Bienaventurados los que viven de alquiler. ¡Vade retro, Satanás!

lunes, 9 de diciembre de 2013

Folitraque, de Angel Haro


Les engañaría si les dijera que, hasta el día de ayer, la obra del artista Angel Haro me había llamado especialmente la atención. Cierto es que conozco y respeto su trayectoria y que hemos coincidido en algunas inauguraciones, ya que todo lo que huele a arte contemporáneo me interesa y a esos eventos, en Murcia, casi siempre vamos los mismos. Así que cuando, días atrás, entre las pequeñas reseñas que la prensa dedica a las exposiciones temporales, vi que había una exposición de este artista, decidí aprovechar el puente festivo para acercarme hasta la Fundación Pedro Cano, en Blanca (Murcia), y dejarme seducir, nuevamente, por su obra. 
Tengo que reconocer que el tema me interesó. Los objetos intimistas, a caballo entre juguetes y esculturas, sobre los que se han prodigado muchos otros artistas contemporáneos, siempre han sido santo de mi devoción. En este caso, el hecho de que tuvieran una fuerte inspiración en los juguetes que se inventan, con la basura y otros desechos, los niños de África y otro lugares recónditos del planeta, aumentó, si cabe, mi interés por conocer este otro lado creativo, más desenfadado y despreocupado de etiquetas y estereotipos, de este artista valenciano afincado en Murcia.
Folitraque, que así se llama la muestra, es una auténtica reflexión sobre la creatividad, la inocencia y el sentido plástico de todo lo que nos rodea. La libertad, limitada tan sólo por los materiales, convierte, a través de sus manos, a los desechos de la sociedad en objetos de culto: ya sea en forma de juguetes, en las manos de un niño de África, o como objeto de devoción, o de inversión, por parte de un coleccionista de arte en Burdeos. 
Ante nuestros ojos se muestran, con rotundidad, objetos impregnados de magia y seducción de manera innata. La manos de este niño-hombre-artista parecen tan sólo formar parte de un desconocido mecanismo de conexión cerebral, mediante el cual, los objetos desechados se revelan contra su destino y se convierten nuevamente en objetos de deseo, en una renovada versión del cuento de La Cenicienta.
Folitraque, según pude percibir, atrapa hasta a los visitantes más escépticos y alejados de los clichés contemporáneos. La magia siempre fue bien aceptada por todos los públicos.
Enhorabuena, Angel. Esta exposición podría ser, bajo mi modesta opinión, una de las más interesantes de las que se han expuesto en la Región de Murcia en todo el año 2013.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Venancio Mulero VI


-Venancio, ¿no oyes la puerta?. Hace rato que están llamando -le recriminó Lola, desde el pasillo.
-Perdona, Lola, estaba arreglando mi cuarto. Voy ahora mismo -respondió él, un tanto apurado por la situación.
Al abrir la puerta el joven montañés vio a un par de hombres que esperaban en la calle. Uno de ellos podría contar, perfectamente, con más de noventa años, y el otro aparentaba ser algo menor. 

-Ayúdeme, buen mozo, le solicitó el hombre de menos edad. Entre los dos subiremos a mi padre. Parece increíble, pero estos escalones deben ser los más altos de toda Barcelona y el pobre ya no está para muchos trotes.

Al bajar, el hombre mayor le comentó a Venancio: 

-Tú debes ser el nuevo mozo que iba a venir del pueblo de Lola, ¿verdad, joven? -le preguntó el abuelete.
-Así es caballero, hoy es mi primer día de trabajo -respondió Venancio con entusiasmo. 
-¡Ay!, qué pena que no tuviera yo ahora setenta años menos, que sino, como le dije a Lola, me quedo yo con el trabajo -dijo el anciano.
-Papá, qué cosas tienes, cada día estás peor -le recriminó el hijo.
-Tú sí que estás peor, que eres un solterón y te vas a morir siendo un solterón. Dime, jovencito, han llegado chicas nuevas a la casa o son las mismas -le preguntó el nonagenario.
-Y él qué sabe, papá. Acaba de decir que es su primer día de trabajo. ¡Ves como estás cada día más lelo! -sentenció el hijo.

Después de acomodarlos en la salita de espera, Venancio tiró del cordón rojo que avisaba a las chicas de que habían llegado clientes. Ipso facto aparecieron todas acompañadas por Lola; iban ataviadas con unos vestidos muy pomposos, de amplios escotes de barco, o palabra de honor, y unas faldas de campana cuyos coloridos combinaban perfectamente con la decoración de la casa.

Ese era el momento preestablecido en el que Venancio tenía que desaparecer de la escena. Lola le había recomendado que esperara siempre en su cuarto, o en el pasillo, o en el pequeño despacho, al que, sin dudarlo un momento, Venancio se dirigió para ojear los libros, ya que, hasta el momento, eran los únicos que había localizado en toda la casa. 
Pese a que no eran muchos, en aquel escritorio decimonónico había más libros de los que Venancio había soñando nunca leer. La mayoría eran ediciones antiguas con tapas en piel, tal vez comprados al peso. También los había modernos, e, inclusive, algunos forrados con papel de periódico, quién sabe si para favorecer su conservación o si para ocultar su contenido anarquista, tan en boga durante las últimas décadas por toda Cataluña.
El primer libro que tomó entre sus manos fue "El asno de oro" de Apuleyo. El hecho de que un joven, por arte de magia, se convirtiera en un burro, le pareció una historia lo suficientemente interesante como para convertirse en el primer libro que comenzara a leer de aquella inesperada y variopinta colección.
Con el libro en la mano, Venancio se dirigía a su cuarto cuando le pareció que alguna de la chicas estaba dando voces llamando a Lola.
-¡Lola, Lola, don Esteban no respira! ¡Lola! -gritaba Martina desesperada.

Florenciano, el hijo de don Esteban, apareció en el pasillo subiéndose los pantalones, al mismo tiempo que acudían Lola, Venancio y el resto de las chicas.
Al entrar al cuarto donde habitualmente desempeñaba sus funciones la joven Martina, encontraron a don Esteban boca abajo en la cama sin moverse. 
-¿Qué ha ocurrido Martina? -le preguntó Lola a la joven meretriz, que no paraba de sollozar.
-Pues, la verdad, todo fue tan rápido, que no sé muy bien. No me dio ni tiempo a quitarme la ropa. Yo estaba sentada en la cama, desabrochándome, y él sentado en la silla mirándome, como siempre solía hacer. Cuando, de repente, se puso de pie, como para acercarse a mí, dio dos pasos, torció los ojos, se persignó,  se llevó las dos manos al pecho, y cayó de frente como cuando talan un árbol. Menos mal que me dio tiempo a apartarme, que sino me cae encima, Lola -respondió la chica asustada.
-¿Y, ahora, qué hacemos? -Preguntó asustado Florenciano, que si por algo destacaba no era por su elocuencia.
-¿Cómo que qué hacemos? Pues usted sabrá que para algo es su hijo. Nosotras no queremos líos, y supongo que ustedes tampoco, así que ya estamos pensando en cómo vamos a sacarlo de aquí -exigió Lola con autoridad.
-¡Pero está muerto!. ¿Cómo lo vamos a sacar de aquí sin llamar la atención? ¿Cómo vamos a hacer para qué el taxista no se percate de que estamos subiendo a un muerto en su coche? -preguntó el hijo aterrorizado.

El nerviosismo crecía en la casa. Las chicas consolaban a la joven Martina que aún no se recuperaba del susto y tenía la cara más blanca que el papel. El muerto seguía boca abajo, como si le hubiesen pegado un tiro a traición, y Venancio, no daba crédito a lo que le estaba aconteciendo nada más comenzar sus primeras horas al servicio de aquella lujosa casa de citas de la Ciudad Condal. 

-Venancio, rápido, trae la botella de ron Puyol que hay en el armario de la salita. Le vamos a llenar la boca de ron y empaparemos bien los ropajes de don Esteban. Le diremos al taxista que el señor lleva una tajada de campeonato y tú acompañaras a Florenciano hasta su casa. Luego lo subís entre los dos, lo dejáis sentado en una butaca del salón con la botella de ron en el suelo y llamáis a la ambulancia -planteó Lola, haciendo alarde de sus galones.
-¿Y qué le decimos a los de la ambulancia? -preguntó Florenciano.
-¡Coño!, exclamó Lola, cómo que qué le vas a decir, pues que acabais de llegar a tu casa y que tu padre estaba más tieso que la mojama después de haberse pimplado una botella de ron Puyol. Con la edad que tiene, o mejor dicho, que tenía, nadie pondrá en duda nuestra coartada -explicó Lola.
-Pero es que todo el mundo sabe que mi padre no bebía. No quiero que se corra el rumor, por toda Barcelona, que mi padre era un borracho -exclamó el hijo, sobresaltado.
-De acuerdo -respondió Lola. Venancio: llama a la policía y diles que don Esteban se ha muerto en Casa Lola, la casa de citas más famosa de la ciudad, así la gente sabrá que el señor Esteban, santo y devoto donde los haya, no era un alcohólico anónimo sino un aficionado a las mujeres de vida alegre, que eso le parece mucho mejor a su hijo.
-No, no. Mejor hacemos lo del ron.
Y así lo hicieron.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Behind the "Musgo"


Anuar Bolaños es un bloguero colombiano que intenta huir de la rutina a golpe de creatividad. No conforme con ello, como todo buen escritor, intenta conseguir ese mismo efecto entre sus lectores. La rutina es nuestro principal enemigo y, llegado el caso, puede provocar que nos salga "musgo en la piel".
Días atrás, Anuar decidió poner en marcha un arriesgado test entre sus 365 seguidores. La provocación consistió en colocar un comentario en todos los blog de sus seguidores, entre ellos este, en el que preguntaba lo siguiente: 

Si te quedaras inmóvil: ¿te crecería musgo en la piel?

¿Qué responderíais vosotros si os encontrarais en vuestro blog, o en vuestro correo, o sí alguien os abordara por la calle, y os hiciera esa pregunta?

En la comunicación, la provocación es utilizada, con frecuencia, por el emisor para estimular y provocar un plus de atención en el receptor. 
En mi caso, yo estuve durante bastante tiempo preguntándome qué leches significaba aquella pregunta y mentiría si dijera que llegué a tener claro, en algún momento, a qué hacía referencia aquel enigmático post.
Luego, después de descartar que Anuar tuviese motivos suficientes para llamarme fósil o criador de musgo -por inmovilista- pensé en templar mi respuesta, como un futbolista que entretiene la pelota cuando no sabe a quien pasarla, o como cuando hablamos del tiempo con un vecino en el ascensor cuando no sabemos qué decir. 
Yo respondí:
-Probablemente, Anuar. (...)

A estas alturas de la película, ustedes que misericordiosamente me leen, se estarán preguntando adónde quiero llegar con todo esto. Pues es bien sencillo: quiero reflexionar, y al mismo tiempo provocar vuestra reflexión, sobre el hecho de la provocación como vehículo para llamar la atención y conseguir que nuestro mensaje y nuestra presencia adquiera la condición de acontecimiento.

Hasta los discursos más coherentes, mejor argumentados, y más excelsamente escritos, pueden resultar aburridos y monótonos si no fuéramos capaces, en uno o varios momentos de su ejecución, tocar la fibra emocional y sorprender al receptor.
Hace algún tiempo, en una exposición colectiva de artistas plásticos, me paré a observar el comportamiento de los espectadores. En la muestra había todo tipo de pinturas, desde los paisajes más románticos, hasta los collages mejor logrados, geometrías, bodegones, abstracciones, y, sin embargo, la obra que más atención acaparaba de todas las expuestas era un cuadro enorme en el que, sobre un fondo de cartón con manchas de grasa, había dibujada una gran calavera con un lema en el que se leía: "Dentro de 100 años, todos calvos".

Los humanos nos estimulamos enormemente con la provocación, lo que denota la simpleza de nuestra manera de entender los mensajes externos.

Otro ejemplo que recuerdo, a este respecto, sucedió hace unos seis o siete años en una formación. Al finalizar el curso, y abrir las puertas de la sala, un compañero que se había disfrazado de Wini de Pooh entró a felicitar a todos los asistentes. Después de todos los años trascurridos, nadie se acuerda de los contenidos de aquel curso, pero todo el mundo recuerda aquel infantil golpe de efecto, sobre el que llovieron los flashes de las cámaras de fotos de todos los presentes.

Anuar, bajo mi modesto entender, ha vuelto a estimular, y a sorprender, a todos aquellos que le seguimos en su apasionante blog. Curiosamente, como el genial humorista español José Mota, ha elegido también al "musgo" como protagonista de esa inusual estrategia. 

Nunca pensé que algo tan sencillo como el "musgo" pudiera dar tanto juego.

martes, 3 de diciembre de 2013

Venancio Mulero V


Justo en el momento en el que Venancio salía de la habitación acicalándose la ropa que acababa de estrenar, se encontró en el pasillo con un joven camarero que portaba una bandeja repleta de unos humeantes y espectaculares cafés con leche. 
-Buenos días caballero -le dijo el joven camarero que no debía de contar con más de catorce o quince años.
Venancio se quedó parado. Que se refirieran a él con ese tono de servilismo y de respeto era algo que le sorprendía. Pensó que se debía a su nueva ropa o, tal vez, al hecho de que estar en esa casa le confería una categoría social que antes no ostentaba. Haciéndose tan profundas reflexiones siguió al camarero hasta una salita en la que esperaban todas las chicas. 
-Buenos días Paco, exclamaron todas con alegría al ver entrar al joven de la bandeja.
-¿Cómo están ustedes? -preguntó el chico con diligencia. 
A todo esto entró Venancio en la sala y el jolgorio de las jóvenes meretrices aumentó en cuota de decibelios.
-¡Qué guapo te ves Venancio!- dijo una. ¿Veis cómo no estaba tan muerto? -exclamó otra con entusiasmo. Ahora tendremos todas Venancio para rato, jajajaja, -rieron las chicas con profusión.
-Paco, majete, trae otro café con leche con esas gotitas mágicas de ron Puyol, que hoy Venancio va a desayunar como es debido. ¡Ah! Y tráete unos cruasanes rellenos de chocolate que celebremos que nuestro nuevo mozo ha vuelto a la vida. 
El desayuno se convirtió en una improvisada fiesta de bienvenida. Todas querían conocer más detalles sobre nuestro humilde protagonista, tal vez, por lo guapo e interesante que se veía con el traje que Lola había comprado para él, o simplemente por el hecho de que, en el fondo, lo que su madame les había contado sobre él les provocaba una extraña curiosidad impregnada de lástima y ternura.
Tras acabar aquel desayuno, Lola lo llevó hasta un pequeño despacho, con la intención de explicarle en qué consistiría su cometido en aquel negocio.
-Hemos tenido suerte, Venancio, las chicas están encantadas contigo y eso facilitará mucho la convivencia en la casa. Ahora espero que me dejes en buen lugar y que tu comportamiento, en todo momento, sea ejemplar. Nadie en el pueblo sabe lo que hago realmente aquí en Barcelona y así debe seguir. Allí la gente piensa que trabajo al servicio de un sacerdote, y aunque no es del todo falso, pues el dueño de esta casa lo era, no es precisamente al servicio doméstico a lo que me dedico. Así que a la gente del pueblo, ni una palabra de todo esto: ¿Queda claro?
-Lo prometo, Lola. No tenga usted ni la más mínima duda de que seré como una tumba -exclamó Venancio.
-Bueno, pues te explico: aquí estarás al servicio de todas nosotras. Abrirás la puerta y conducirás a los clientes hasta esta salita que es en donde se hacen las presentaciones. Allí acomodarás al cliente, le recogerás su chaqueta, su sombrero y tiraras de ese cordón rojo que nos avisa de que han llegado clientes y así acudirán las chicas que, en ese momento, estén desocupadas. Luego te encargaras de estar atento a la salida de los clientes de los cuartos para devolverles sus pertenencias y acompañarles hasta la salida. Ni que decir tiene que las propinas son para ti. De hecho aquí el sueldo no es nada en comparación a lo que vas a ganar con las propinas. Y por último, te diré algo que nunca se te debe olvidar, Venancio: las chicas son para los clientes, así que a ti no te está permitido mantener ningún tipo de relación con ellas. ¿Entendido, joven? - le preguntó la encargada.
-Perfectamente, Lola. Tan sólo una cosa: ¿tendré algún día libre? -preguntó el joven- más que nada porque me gustaría conocer algo de Barcelona.
-Claro, Venancio. Todos los lunes cerramos el negocio por descanso del personal. De hecho, el próximo lunes te acompañaré al centro a dar una vuelta. ¿Te parece bien? -exclamó Lola.
-Muchas gracias, paisana. Le estoy muy agradecido por todo lo que está haciendo por mi. Quiero que sepa que voy a poner todo mi empeño para hacer un buen trabajo y que se sienta muy orgullosa de haberme acogido.
-Eso espero, Venancio. Eso espero.

sábado, 30 de noviembre de 2013

Venancio Mulero IV


La recuperación fue lenta. Las chicas, y la propia Lola, entraban y salían de su habitación, a cada rato, como Perico por su casa. Nunca antes se había enfrentado ante tal trasiego de gente, y, ni en sus mejores sueños, habría esperado encontrarse nunca con mujeres tan hermosas como las que inundaban aquel palacio de Barcelona.
Adormilado, Venancio sintió como le pasaban un paño húmedo y cálido sobre su rostro. 
-Hola Carmencita -exclamó Venancio esbozando una sonrisa.
-¡Alabado sea el Altísimo! Por fin ha despertado nuestro bello durmiente -dijo Carmen, en tono jocoso.
-¿Cuántos días llevo en la cama? -le preguntó Venancio con preocupación.
-¡Uff! Chiquillo, he perdido la cuenta. Pero casi una semana. Venias del pueblo hecho un cascajo, amigo. Menos mal que aquí estábamos nosotras, sino no sé que hubiera sido de ti en Barcelona.
Aquella ansiada conversación atrajo hacia la habitación al resto de las chicas. Y todas, una a una, se fueron presentando:
-Hola, yo soy Eva -dijo una chiquita y rubia con la piel tan blanca que mirarla hacia daño a los ojos.
-Hola, yo me llamo Luisa -dijo una chica un poquito entrada en carnes y con una sonrisa resplandeciente.
-Hola, yo soy Martina -exclamo una joven que aparentaba ser la más joven del grupo.
Y por último, le llegó el turno a Lola:
-Hola Venancio, yo soy Lola, la hermana de Matías el mesonero: ¿Ya te encuentras mejor? -le preguntó.
-Así es Lola. Llevó varios días en los que os intentaba hablar pero no podía. Todo me daba vueltas. Nunca me había sentido así, te lo juro -explicó Venancio con preocupación.
-No hace falta que jures. Todos somos humanos y enfermamos de vez en cuando. De cualquier forma lo importante es que ya te encuentras mejor. ¿Quieres vestirte? Te hemos comprado ropa nueva. No queríamos que estuvieras en Barcelona vestido con ropajes del siglo pasado. Así que, arriba muchacho, date una ducha, y vamos a probarte esa ropa. Y ustedes, jovencitas, todas a ordenar la casa, antes de que lleguen visitas.
Ante la orden de Lola, Carmencita, Eva, Luisa y Martina salieron de la habitación y Lola acompañó a Venancio hasta el cuarto de baño. 
-¿Hoy esperan visitas?, -preguntó Venancio.
-Sí, amigo, y ojalá que muchas amigo, que mucha falta nos hacen. -respondió Lola.
-Y, sino es mucho preguntar: ¿A qué se deben tantas visitas? - se interesó Venancio.
-A cuestiones meramente laborales. Cuantas más visitas, más negocio -exclamó Lola, sonriente.
-¿Acaso está casa es un negocio, Lola? -preguntó Venancio confundido.
-Así es mi joven amigo, esta casa pertenece al sindicato del negocio más antiguo del mundo -le explicó Lola, con un tono un tanto irónico.
-¿Qué es un sindicato? -preguntó Venancio, con la inocencia de la que hacía gala.
-¡Una casa de putas! Venancio. Esto es una casa de putas... y yo soy la que manda aquí cuando no está el dueño.
-¿Y quién es el dueño? -preguntó nuevamente el joven.
-¡Recorcholis! Hay que ver que preguntón nos ha salido este chico. Ya te iré contando, Venancio. Vamos a tener mucho tiempo para charlar. No se hizo Roma en un día.


miércoles, 27 de noviembre de 2013

Pesadilla


¿Quién soy?. ¿Hacia adónde voy?. ¿Qué hago aquí?
Pregunta, a menudo, cuando intento dormir, el personaje animado que habita dentro de mi. 
Tras mucho pensar, sudoroso, confundido, y desconcertado, no sé qué responder y decido hacerme el sueco. Eludiendo las preguntas, en una especie de lucha grecorromana contra el insomnio, doy diez o doce vueltas en la cama. 
Sueño con paisajes graníticos. Con llanuras cerealistas de color amarillo. Con mares en calma chicha. Con un cielo plagado de estrellas. Con mis esculturas expuestas en una sala inmensa del Reina Sofía.
Después, me desvelo y reanudo la lucha. Tras vencer el combate, me siento un espantapájaros en lo alto de Caramulo. Un inmigrante en Lampedusa o Río Bravo. Un estudiante sin beca. Un parado sin subsidio. Un anciano abandonado. Una mujer maltratada. Un niño sin zapatos. Un loco que no está loco.
Nuevamente ese otro yo me susurra al oído: ¿Quién soy?. ¿Hacia adónde voy?. ¿Qué hago aquí? 
Comienza otra pelea. Y doy vueltas y más vueltas. Y sudo. Y me destapo. Y me abrigo. Y vuelvo a sudar. Y me vuelvo a dormir.
Ahora soy un árbol y me vienen a cortar. Siento el hacha fría cercenando mi tronco centenario. Me doblo. Me vencen. Me trocean. Me transportan. Me queman.
Sobresaltado, me incorporo en la cama rodeado de oscuridad y de quietud.
¿Adónde estoy?. ¿Qué ha pasado?. ¿Habrá sido todo una terrible pesadilla?
Las preguntas me siguen llegando como llegan las olas a la orilla de una playa. Miro al techo. No veo nada. La vida es una continua marea de preguntas sin respuestas.
Y la erosión de los porqués nos va matando en silencio.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Venancio Mulero III


Desde que pulsara el timbre hasta que aquella enorme puerta se abrió tan sólo pasaron un segundos aunque a Venancio le parecieron eternos. Sus manos sudaban. Su boca estaba tan seca como un papel de lija. Su corazón latía tan acelerado como cuando en el monte preparaba leña para pasar el crudo invierno o cuando en la noche sentía la cercana presencia de alimañas.
-Hola joven: ¿tú debes ser el mozo que viene del pueblo, verdad? -le preguntó una joven hermosa y sonriente, unos pocos años mayor que él.
-Así es. Soy Venaaancio Muuulero, para serviiirle a Dios y aaaaa usted, dijo tartamudeando ¿Es usteddd Looola? -preguntó el mozo, con los nervios a flor de piel.
-No, no. Yo no soy Lola. Me llamo Carmencita y trabajo en la casa para ella. Aquí trabajamos varias chicas. Lo vamos a pasar muy bien. Pero, pasa, pasa chico, no te quedes ahí como un pasmarote. Te acompañaré a tu cuarto. Ayer lo preparamos entre todas para ti con mucho cariño. Nos preguntábamos cómo serías -le dijo la joven con cordialidad.
A cada paso Venancio se sentía peor. Sus piernas no respondían. Sentía escalofríos y no paraba de sudar. 
La casa era preciosa. Con papeles pintados aterciopelados con motivos florales en sus paredes. Las puertas, y sus marcos, de color marfíl. Alfombras en el suelo de todas las estancias. Cuadros con paisajes románticos. Cuadros con mujeres medio desnudas con vestidos vaporosos. Cuadros con escenas de caza. Jarrones con flores naturales. Cortinas de telas preciosas. Muebles de un lujo impresionante. Candelabros de plata. Venancio miraba todo desbordado por tanta ostentación y tanto lujo. Él, que venía de una rústica casucha de piedra en la montaña de un triste pueblo, del que todo el mundo soñaba con marcharse, acabada de acceder al paraíso terrenal. 
Cuando Carmencita abrió la puerta de su dormitorio, Venancio sufrió un desvanecimiento. Las maletas cayeron al suelo y él se desplomó encima como un pelele. 
Al despertar seis preciosas mujeres le rodeaban en la cama. Aún lo veía todo borroso. Su cabeza intentaba recobrar la lucidez suficiente como para discernir si estaba soñando, o si, en realidad, se encontraba en la habitación de un palacio rodeado de seis bellísimas damas de la corte y él se había convertido, de repente, en un príncipe azul.
-Venancio, guapo, soy Lola. ¿Te encuentras mejor? -le preguntó una de las seis bellezas que le rodeaban. 
Sin embargo, él no reaccionaba. Se sentía incapaz de articular palabra alguna.
-Tiene mucha fiebre. Sus manos están ardiendo. Le pondremos unos paños con agua fría mientras que llega el médico -exclamó Lola.
De nuevo, Venancio hizo un intento por hablar, pero la voz no salía de su cuerpo. Su tez se tornó blanquecina y, nuevamente, se desvaneció.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Noruega es país de salchichas


Hace unos días, llegué a Noruega con un libro del alemán Bernhard Schlink en la mano. Ahora que en este país caen las primeras nevadas y mi mente se despliega por estas lejanas y heladas tierras del Norte de Europa, siento la necesidad de seguir avanzando. No, no necesariamente hacia el norte. Soy demasiado friolero como para aventurarme entre esos hielos infinitos -en realidad cada vez menos infinitos- del Polo Norte. El avance al que hago referencia es más introspectivo. Un avance hacia el interior de mi propio ser. Un avance que sea capaz de satisfacer hasta mis necesidades más remotas. Un avance hacia la plenitud, no física, que ya no la volveré a alcanzar, sino hacia una plenitud emocional, intelectual y creativa. 
Asomado al precipicio de un fiordo, observando la distancia que separan a mis pies de las frías aguas del Mar del Norte, me he dado cuenta de la gran cantidad de cosas que aún me quedan por hacer y a las que, por nada del mundo, estoy dispuesto a renunciar. Ese vertiginoso espacio vacío, entre mi cuerpo y el agua del mar, no es otra cosa que una representación gráfica del camino invisible que aún tengo por recorrer. Una distancia tan incierta como increíblemente maravillosa.
Mientras Artur conduce, e intenta, con su conversación, hacer algo más ameno el esfuerzo, yo escruto, absorto, por la ventanilla de nuestro coche de alquiler, un paisaje de ensueño y sofocante prosperidad.
Lagos. Fiordos. Casas de madera de color rojo. Alces. Zorros sigilosos de larga cola. Más lagos. Carreteras heladas e infinitas. Rubias heladas. Gasolineras con salchichas. Salchichas. Túneles. Coches de alta gama. Cuervos. Más salchichas. Un rubio enorme comprando líquido anticongelante en otra gasolinera. Radares. Kilómetros y kilómetros de asfalto a bajo cero. Otra vez radares. Bosques y más bosques. Dos rubias heladas comiendo salchichas en una gasolinera Statoil. Un rubio en un tractor enorme de color verde. Salchichas envueltas en beicon. Toda esa secuencia de impactos visuales me provocan ganas de dar un grito al estilo del protagonista del famoso cuadro del pintor noruego Edvard Munch y de aborrecer las salchichas hasta que me muera.
Tras acabar "El Lector" de Bernhard Schlink, continué con un libro del austriaco Stefan Zweig titulado: Ardiente Secreto. Tras dos visitas de trabajo en Oslo, vino otra en Flekkefjord y otra en Kragero. En ese discurrir entre carreteras heladas, repletas de radares que limitan la velocidad a setenta kilómetros por hora, y carteles de precaución por paso de alces, pienso que la vida es una concatenación de acontecimientos, ordinarios y extraordinarios, en los que intentamos influir con toda nuestra sabiduría, experiencia y buen hacer, para que el futuro nos sea favorable, pero que, a pesar de todo, nunca tendremos la certeza absoluta, mal que nos pese, de poder controlar o modelar a nuestro antojo.
Mientras regreso a España en un vuelo de lujo de Ryanair, desde el aeropuerto de Rygge-Oslo, llego a la conclusión de que, ante todo, Noruega es un país de salchichas. La renta per cápita más alta del mundo no es otra cosa que el resultado de un rosario infinito de gasolineras en las que unas chicas rubias, muy monas, expenden salchichas por doquier. 
¡Ah!, disculpen, se me olvidaba, si devuelves el envase de tu botella de plástico de refresco, o de agua de glaciar, te entregan una corona. Ellos, a diferencia del resto de los mortales, con menos renta, sí lo tienen todo bajo control. ¡Así da gusto!
Bueno, como les decía, sigo avanzando. De oca a oca y tiro porque me toca.