Érase una vez un pulpo al que le faltaba una pata. Y no es que el pobrecito la hubiese perdido en una batalla, o jugando al fútbol, el pulpo Roque había perdido su pata porque un pequeño tiburón se la había llevado en la boca después de haberle arreado un mordisco tremendo. El pulpo Roque -digo esto para los que no le conocen, Ana María- es un pulpo roquero, de tres años de edad, y que gusta mucho de comer pequeños peces, erizos y estrellas de mar, aunque, hay que reconocer que estrellas de mar cada vez quedan menos, y no precisamente porque él se las haya comido todas.
El pulpo Roque -como te contaba, mi cariño- es un pulpo roquero, pero esto no quiere decir que nuestro amigo cefalópodo sea un loco aficionado al rock y se pase todo el día dándole duro a la guitarra eléctrica, a él le va más la canción melódica, y siempre soñó con tocar el piano. De hecho, en un viejo barco de vapor que se hundió cerca de aquí, hay un piano, en cuya caja, Roque gusta de dormir la siesta.
Al pulpo Roque le encanta jugar con los niños buenos que hacen caso a sus papás, y cuando estos van a la playa, él los busca en la orilla y les hace cosquillitas con los siete tentáculos que aún le quedan.
Algunos niños se ríen de él porque dicen que tiene la cabeza muy gorda, pero a él no le importa porque sabe que los niños son juguetones y siempre tiene ganas de hacer bromas, aunque, a veces, estas tengan poca gracia.
Y así que, ya sabes Ana María, cuando vayamos a la playa, si te portas bien y te comes toda la comidita, el pulpo Roque vendrá a jugar contigo y te hará cosquillitas en los pies.
Y colorin, colorado, el cuento del pulpo Roque se ha acabado.
Y colorin, colorado, el cuento del pulpo Roque se ha acabado.