martes, 28 de abril de 2020

La estampida de los niños


Lo del pasado domingo 26 de abril fue apoteósico. Los niños salieron en estampida y las calles se llenaron de alegría y de emoción. Parecía el preludio del tan esperado día de la victoria. Un niña rubia como las antiguas pesetas me clavó su patinete en la espinilla y con mucho respeto me tuve que cagar en su padre. Posteriormente pisé un pequeño coche teledirigido y me pegué un pellejazo de mil demonios. La madre me reclamó porque el cochecito quedó hecho trizas y se armó la de San Quintín. Casi acabamos en comisaría. Le tuve que aflojar sesenta pavos a la buena señora. Y digo buena, porque lo estaba, y no por decirlo. Apesadumbrado, continué hacia la farmacia y la cola llegaba hasta la acera de enfrente. Por fortuna, la calle estaba cerrada al tráfico rodado y la titularidad de la misma, por primera vez en la historia, había pasado a manos de los peatones. 
Después de estar casi media hora esperando mi turno, me informaron de que no quedaban mascarillas, ni guantes, pero la manceba me informó de que la linea erótica de Durex estaba de oferta. 
—Yo quiero mascarillas de protección antiviral, no preservativos contra las venéreas —le dije.
—Es que soy nueva, sabe usted, y voy a comisión —me comentó con cara de niña buena.
—¿Y le funciona lo de los condones? —le pregunté por curiosidad. 
—La verdad es que no. Ahora se vende más levadura que otra cosa —respondió para mi sorpresa. 
—¿A la gente le ha dado por los bizcochos en lugar de estar ejercitándose en las artes amatorias y reproductivas? —le cuestioné. 
—Mi prima vende levadura y dice que se está forrando —me explicó. 
Y en eso estábamos, intimando si es que podíamos intimar, cuando un tipo del tamaño de un oso polar que había detrás de mi, con malos modos, nos dijo que o dejábamos el rollete de una vez o se iba a poner nervioso.
Tras el suceso, por el camino de regreso, entré en una confitería para aliviar mi desdicha y me compré media docena de empanadillas de atún recién hechas que olían a gloría bendita. 
Y como les decía, para culminar la apoteosis, al salir de la confitería salivando si tenía que salivar, me atropelló un ciclista novato y las empanadillas salieron despedidas por todo el paseo. Les aseguro que lo del golpe no me dolió tanto como lo de las empanadillas.


                                                                                                                                     

domingo, 26 de abril de 2020

El poder antivírico del Mistol


Siguiendo las sabias recomendaciones del gran adalid del orden mundial, el presidente del todopoderoso y temeroso imperio de las barras y las estrellas, he hecho gárgaras con Mistol para prevenir, y no sé si también para eliminar, cualquier atisbo de presencia del bicho maligno en mi cuerpo.  
Sobre el espejo, he visto emanar de mi boca perfectas y resplandecientes burbujas de todos los tamaños. Como el mandatario no ha facilitado el protocolo íntegro del tratamiento, como comprenderán ustedes, me he visto forzado a improvisar. Me he asustado un poco cuando, de mis fosas nasales, han comenzado a fluir más y más pompas iridiscentes que, por momentos, reflejaban la luz ambarina de mi cuarto de baño.
Ensimismado, y confiando plenamente en las recomendaciones de tan ilustre personaje, he proseguido con mi desinfección siendo conocedor de las ayudas que su modesta empresa le ha solicitado a su gobierno. Como Juan Palomo, vamos.
No me ha resultado nada fácil realizar el enjuague final ya que, tras media hora, todavía seguían saliendo pompas de mi napia y de mi boca como si no hubiera una mañana.
Desconozco si tan colosal empresario de la cosa política haya patentado la desinfección vírica con lavavajillas pero, de funcionar, este hombre pasará a los anales de la historia como un visionario del disparate sanitario. Entiéndase anales como el conjunto de anos más grande del que se tienen noticias. Y entiéndase disparate como lo que es. 
Cada vez que este hombre habla sube el pan. Pero como muy bien sabemos los que disfrutábamos, en tiempos pretéritos, de los incomparables humoristas Tip y Coll, cuando “baja la bolsa, sube el pescao”. O lo que es lo mismo: a río revuelto, ganancia de pescadores.
No me digan que lo de este hombre no tiene su miga. Y si no que se lo pregunten a su peluquero.

Ah, y no hagan la prueba que ya la he hecho yo…

viernes, 24 de abril de 2020

El puzzle


Suena un teléfono fijo…¡ring! ¡ring! ¡ring! ¡ring!…

—¡Acho Antonio!: ¿estás vivo?
—Bicho malo, nunca muere.
—Te llevo el móvil reventao a llamadas. ¿Lo tienes apagao?
—Sí. Lo apagué hace más de un mes.
—¿Y eso pa qué, tio?
—Recibí por Amazon el puzzle de 42.000 piezas. Es el más grande del mundo. Y me dije: ¿ahora o nunca?
—¿Y por eso desapareces y medio mundo te anda buscando?
—El día anterior había pensado en tirarme por el balcón…
—Ostia, tío, tú si que estás chungo. ¿Por qué no llamaste a Manolí, tío? Pa algo es nuestra psicóloga. 
—Lo pensé, pero me enteré de que está encerrada en su apartamento de Torrevieja con un wikingo recién traído de Islandia, y no quise molestar.
—Pues se estará hinchando a Bacalao…
—Eso pensé.
—¿Pues haber llamado a Sebastian? Aunque es un poco pedante, también acabó la carrera…
—También lo pensé, pero me dijo Marisa que estaba encerrado con una de sus alumnas en su casita de Guadarrama y que no quería saber nada de nadie.
—Macho, cómo se lo monta la peña. 
—Ya ves.
—¿Y entonces fue cuando compraste el puzzle y decidiste aislarte de todo?
—Sí. La cuarentena me está volviendo majara.
—¿Comes bien?
—Sí. Compré quince cajas de Fabada Litoral.
—Macho. Y no serán los gases…
—Dejo las ventanas abiertas para que corra el aire.
—¿Y no se quejan los vecinos?
—Soy el único vecino que queda en el inmueble. Todos se han largado de vacaciones. 
—Pero si eso está prohibido…
—También está prohibido vender marihuana y bien que te fumas tus porritos…
—Me lo estoy dejando tío. 
—Bueno, y a todo esto: ¿Para qué me llamas?
—Mi mujer... macho. No te lo vas a creer. ¡Qué se ha largao con un argentino! 
—Pero qué me estás contando, Alberto. Me dejas de piedra. 
—Al parecer se conocían del gimnasio. 
—¡Qué fuerte. ¡Lo debes estar pasando fatal!
—Ya te digo tío, no me esperaba esto de la Puri.
—Pues debes estar fumando más porros que nunca. 
—Ya ves tío. Por eso te llamaba. ¿No tendrás por ahí algo de costo?
—Sí te valen tres pastillas de Avecrem…
—No sé que hacer, Alberto. Mi camello no me coge el teléfono. No tendrás tú, por un casual, el teléfono de aquel grandullón que nos vendía en la facultad. 
—No, Alberto. Y no me llames más que estoy con el puzzle. 
—Joder tío. Qué poco te importan los amigos. Cada vez que pienso en los cuernos del argentino es que me pongo de los nervios. 
—Tranquilo esas cosas pasan. Por cierto, el de los cuernos no es el argentino, el de los cuernos eres tú. 
—Ves, Antonio. Ya no sé ni lo que digo.
—¡Pues cómprate un puzzle! 

domingo, 19 de abril de 2020

Voy


Otro domingo de reclusión. Tal vez el quinto, no lo sé. Soy alérgico a los números. Hoy, en mi patio, pruebo a The Lumineers como antiviral. Suena un violín, y tal vez un banyo, acompañados de guitarras. Sumándose al concierto, canturrea una nerviosa curruca, un enlutado mirlo, una eternamente enamorada pareja de tórtolas, y varias rechonchas perdices. Desafiando a la ciencia, uso la música como vacuna. 
Mientras jugamos, brilla la mirada de mi pequeña Ana María. Pelotazo va y pelotazo viene. Llevamos media hora jugando a la pelota.
—¡Papá, papá, papá!: ¿Jugamos ahora a los tres cerditos y tú haces de lobo?—me propone.
—Mira Ana, que bonitas son las flores del caquilero —le digo.
—No, no y no. ¡Quiero que juguemos a los tres cerditos! —exige.
Así que, ahora, aunque no lo parezca, soy un lobo. 
Pijama como eterna indumentaria. Durante la cuarentena, los días se suceden lentos como la marcha nupcial de una tortuga. A los murcianos nos gusta poco la reclusión pero entendemos mucho de tortugas. 
Mientras jugamos, Ana y yo escuchamos el concierto de The Lumineers en el iTunes Festival del 2013. Por aquel entonces, Ana no había nacido y pensábamos que el mundo era nuestro. El mismo mundo que, ahora, para nuestra desgracia, nos tiene a todos encerrados. 
—¡Papá, papá, papá!: ¿Jugamos al pilla pilla?
Y jugamos. Y ella sonríe con una sonrisa libre y luminosa que aporta luz y esperanza a nuestra reclusión. 
En una de sus canciones, más concretamente en Stubborn Love, The Lumineers dice que más vale sentir dolor que nada en absoluto. 
—¡Papá, papá, papá!: ¿Hacemos pompas de jabón? ¡Venga,venga, venga! —grita Ana, una y otra vez.

Y, por fortuna, voy. A su llamada, sigo yendo. 

viernes, 17 de abril de 2020

Alucinando caracoles


Anoche, pese al confinamiento, asistí a una carrera clandestina con nocturnidad y alevosía. Para mi descargo diré que fui a bajar la basura. No soy culpable de vivir en plena montaña y que el contenedor de basura más próximo se encuentre a cuatrocientos metros de mi casa. Entre pitos y flautas, cada vez que bajo la basura me hago el diez por ciento del ejercicio mínimo diario que recomienda la Organización Mundial de la Salud.
Al regresar, siempre me desvío un poco para añadir doscientos metros a mi nocturna marcha por una calle sin salida que conduce a un sendero que se adentra en la montaña. Y fue ahí, en ese calle muerta, donde me tropecé con la singular competición a la que les hago referencia.
Un sinfín de caracoles, auspiciados por una fina lluvia que durante toda esa tarde no había dejado de caer, corrían a velocidad de vértigo, y en la misma dirección, como si al otro lado se estrenaran las rebajas de unos grandes almacenes para moluscos terrestres, o como si repartieran hojas de lechuga por doquier. 
Y ahí me planté, obnubilado, a contemplar, durante un buen rato, semejante evento deportivo. 
Me fijé en la destreza de uno de los moluscos para atravesar un charco. Del acompasado bamboleo de la concha que llevaba otro. De la injerencia de una babosa que competía sin concha, incumpliendo la supuesta normativa oficial de la prueba de correr con la casa a cuestas. Y también de la elegancia en el avance, casi sibilino, de una caracola que brillaba con luz propia. 
No me dirán que la escena no tiene su miga. Un cincuentón calvorota, en pijama, tirado por el suelo de una calle sin salida, observando un desfile de moluscos en plena noche, debajo del haz de luz amarillenta de una farola.
Pues bien, en esas estaba cuando pasó una señora con su coche y me pilló. En principio me dio la sensación de que no me había visto, pero mi gozo en un pozo. Al instante, la vecina dio marcha atrás, se situó a la entrada de la bocacalle, bajó su ventanilla, y comenzó a gritar: ¡Qué haces ahí, loco, que nos vas a contagiar a todos!
Yo, despertando de mi letargo, miré para el norte, para el sur, para el este y para el oeste, y no vi a nadie a quién contagiar. Rápidamente comprendí que la buena señora, sería una defensora de los derechos de los animales y que, por tanto, velaba por la integridad física y mental de los moluscos y pretendía que no los contagiara. 
—¡Vete a tu casa ahora mismo, o llamo a la policía! —me gritó a pleno pulmón. 
Así que, sin conocer si la carrera la ganó al final el caracol, la babosa, o la coqueta caracola por la que había apostado cinco euros, me arreglé el pijama, puse cara de arrepentimiento, y, acercándome al coche, le dije a la vecina:
—Discúlpeme, es que se me ha caído una lentilla.
—Claro, y yo soy tan tonta que me lo trago, ¿verdad? —me respondió tan ofendida.
—Vecina, tranquila, me he equivocado y no volverá a ocurrir. (Si gustán, pongan la voz del emérito)
—¡Anda para tu casa, so bobo y déjate el alcohol! —me exigió la paisana arrojando espuma por la boca. 

La de cosas que están pasando durante esta larga cuarentena…                             

domingo, 12 de abril de 2020

Zapatos de alegría


Mi honorable amiga Libertad Pasini, que vive en la ciudad de León, en el estado mexicano de Guanajuato, me dijo una vez, en la que impartí una formación para su equipo, que yo hablaba con “Palabras de Domingo”. Y algo tan bonito se me clavó en el alma. En ocasiones, las personas arrojan dardos por la boca que se clavan en la diana de nuestra memoria y ya no se nos olvidan nunca. A veces para bien, y en otras para mal, que de todo hay.
Hoy es Domingo de Resurrección. Para los fieles, un día muy especial cargado de alegría. Y yo que me alegro, ya que casi siempre me alegran las alegrías de los demás, salvo que sea la alegría de un ladrón por el botín que se ha llevado de la casa de un fulano, o de un mengano que se alegre del auge electoral de su partido de extrema derecha. Entonces no. 
Pero, como les decía: hoy es un día grande. Un día bonito aunque haya amanecido nublado. Un día muy especial que requeriría de grandilocuentes y almibaradas palabras de domingo que generaran un efecto balsámico, casi antibiótico, en mis escasos, pero fieles, lectores. 
Y, tal día como hoy, tras un mes largo de confinamiento preventivo, les diría que la vida es bella. Que la resistencia es un contenedor de emociones que siempre se acaba desbordando. Que siempre hay una luz al final del túnel. Que no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista. Y como ya nos queda menos que ayer para que retomemos nuestros caminos y nos volvamos a abrazar, os diría: disfrutad del camino, ya que la vida no es una meta, es un maravilloso e imprevisible camino. 
Ya nos lo dijo Antonio Machado en uno de sus universales poemas: Caminante, no hay camino, se hace camino al andar, que posiblemente todos seamos capaces de recordar en la maravillosa voz de Joan Manuel Serrat. 
Ojalá que pronto salgamos a la calle para retomar nuestros caminos. Y que calzados con zapatos de alegría nos volvamos a encontrar.

sábado, 11 de abril de 2020

Bizcocho de espera


Todo es esperar. Ahora que nos desesperamos por estar esperando, es cuando nos damos cuenta de que, en realidad, nos pasamos la vida haciéndolo. Por eso les digo, sin temor a equivocarme, que todo es un esperar. Yo, como Penélope, me paso la vida esperando. Y cuando no estoy esperando estoy creando esperas. La diferencia es que ahora todo esto se hace más evidente. La espera adquiere más relevancia cuando es colectiva. Todo en la individualidad se difumina hasta caer en la irrelevancia. Pero hoy, todo el país espera. Nuestro ego espera echando raíces bajo sus pies de barro. Porque ahora nos hemos dado cuenta de que no somos fuego, que somos barro. Aguardamos débiles e indefensos en las manos de un alfarero desconocido al que le rezamos de oídas, como a palpon, o por si las moscas. 
Transfigurados en árboles, enraizados en nuestros domicilios, abonamos nuestra espera haciendo bizcochos de mil sabores. Endulzamos la espera sumando calorías que algún día esperamos quemar en una libertad recuperada con la que tanto, y tantos, soñamos. 
Mientras espero en la cola del supermercado, observo en las miradas ausentes, recetas ingentes de bizcochos de espera: de chocolate, de naranja, de yogur, de miedo y de esperanza. 
Como dijo Mario Benedetti: “Ojalá que la espera no desgaste mis sueños”. 
Ni los vuestros…

jueves, 9 de abril de 2020

El cocinero errante


Hace mucho años. Lo sé porque yo tenía un pelazo tremendo y ahora tan sólo me quedan tres pelos en guerrilla. Fuimos a la Isla de Tabarca porque a algún sitio había que ir, cuando se podía ir a los sitios, y no como ahora que de la cama vamos al salón, del salón a la cocina, de ahí al sofá, del sofá al retrete, del retrete al balcón, de nuevo a la cocina, de la cocina al balcón, y del balcón otra vez al sofá y de nuevo, con el culo hecho fosfatina, a la piltra. 
Antes de todo esto del confinamiento, o sea, cuando tenía tres kilos menos, uno podía ir de aquí para allá porque sí, sin darle explicaciones a nadie, sin salvoconductos ni nada… Joder, ¡qué tiempos aquellos!. 
Bueno, pues fui a Tabarca. El mar estaba de lujo. Manso como una balsa de aceite. Azul verdoso que quitaba el hipo. Los delfines saltaban por la popa del bote, que dicho sea de paso y iba de bote en bote. Lleno de guiris más coloraos que una gamba roja de Huelva. Una sueca llevaba una playera de tirantes, que más que playera eran unos tirantes largos, y las tetas se le banboleaban al ritmo de las olas haciendo las delicias de los delfines machos a los que les habían arrebatado la lactancia antes de tiempo, y que en agradecimiento saltaban del agua haciendo cabriolas para las delicias de los allí presentes y de la mismísima sueca. 
Y llegamos al puerto. Y bajamos a Tabarca a corretear sus cuatro calles. Compramos souvenir como para adornar trescientos frigoríficos. Fuimos a ver la prisión y no había ningún preso. Fuimos a la Casa del Gobernador y no estaba el gobernante, ni se le esperaba. En la pequeña playa estaban todos apiñados como piojos en costura. Un vendedor del Cuerno de África ofrecía relojes y albornoces. La sueca de los tirantes, y las tetas afuera, se compró un albornoz porque se le estaban poniendo las domingas como dos tomates maduros de esos que usaba mi madre para hacer el pisto. 
Y se hizo la hora de comer. Y a comer fuimos. Elegimos un pequeño restaurante ubicado en una de las cuatro callejuelas del pueblo en lugar de los típicos chiringuitos a orilla de playa. El cartel nos sorprendió. Menú “Único” 40 euros por persona. Lo de único sonaba a exclusivo. Lo de los cuarenta pavos también. Más abajo indicaba la composición: ensalada de pulpo, entremeses de fin de mes, caldero de langosta de Tabarca, flan de chocolate, botella de vino o jarra de cerveza, y pan. Aunque yo, con el arroz, nunca como pan.
Así que entramos. El tipo era simpático. Tenía un acento entre italiano y francés, pero resultó ser un suizo de tierra adentro. Eso sí, de padres malteses. Nos contó que trabajaba sólo. Yo cocino y yo sirvo, lo hago todo sólo, menos el amor. Pero no tengo amor —nos dijo con cara de lástima, por lo que deduje que era un experto en onanismo mediterráneo. En eso debía de ser “único”.
Cada vez que se acercaba a la mesa nos contaba una historia. Resultó que el buen hombre llevaba desde bien joven viajando por diferentes islas del Mediterráneo; siempre pequeñas islas. Islas en las que viviera muy poca gente y que tan sólo se llenaran de gente de paso y con ganas de comer lo que fuera al precio que fuera. 
-Vivo solo, trabajo solo, viajo solo. Soy un “casasola”, que siempre soñó ser un Casanova —nos explicó, mientras se fijaba en las trasparencias del albornoz de la sueca de los tomates del pisto que acababa de pasar frente a la puerta. 
Casanova no sé, más bien le traía un aire a Danny DeVito. El caldero de escándalo. 
Años después regresé. Ni vi la sueca, ni a los delfines haciendo cabriolas, y, por desgracia, tampoco al cocinero errante. Total que comí en un chiringuito y qué pena…
A feria buena no vuelvas. 

martes, 7 de abril de 2020

Oda al papel higiénico


Nunca antes, en toda la historia moderna, había sido tan evidente y público que todos cagamos en abundancia. Hasta ese momento —al día en el que se decretó la cuarentena me refiero—, todos éramos conscientes de que arrojar mierda era, y es, un arma muy utilizada frente al adversario. De hecho, hay valiosas referencias históricas que atestiguan que la mierda se arrojaba desde los castillos a los invasores, a modo de tarjeta de presentación, lo mismo que se hace ahora desde las televisiones. Estos días, abnegados y con un cargamento de papel higiénico en el carrito, hacemos cola soñando con extraordinarias y copiosas deposiciones, mientras miramos con desconfianza a quién nos rodea. 
Ayer mismo sorprendí a un señor mirando al unísono a la cantidad de papel que portaba una señora en el supermercado, y al trasero de la susodicha en cuestión, en un complicado intento de establecer un algoritmo que relacionara ambos conceptos. Lo que aprovecho para lanzar desde aquí un merecido tributo a todos los “culos de España”, con independencia de su volumen. 
Cagar se ha convertido, por tanto, en un acto de Libertad, cada uno caga cuando quiere o cuando puede; de Igualdad, todos cagamos igual ante la ley, o nos limpiamos el culo con ella, según proceda; y Fraternidad, que viene a decir que damos ánimos a los que no les queda papel higiénico, padecen de estreñimiento, o sufren en silencio las hemorroides, al estilo del conocido lema de la Revolución Francesa.
Por mi sobrada experiencia como limpiador de retretes les diré que el hombre socializa mucho menos a la hora de sus evacuaciones, cosa contraria a la que sucede con las mujeres que son más dadas a compartir los aseos colectivamente. En el váter del Bar Josepe, que tenía apenas cuatro metros cuadrados, llegué a contar hasta un grupo de 16 jovencitas. Cuando abrieron la puerta aquello parecía una romería en honor a Santa Cagundia de Tolomeo. 
El papel higiénico necesitaba un lugar de honor en la historia y ya lo tiene. Hasta este momento su prensa era muy mala, ya que se le achacaban desastres ecológicos derivados de la tala indiscriminada de bosques autóctonos para plantar eucaliptos; sin embargo, en esta pandemia, el papel higiénico ha lavado su imagen convirtiéndose en un gran aliado social durante el confinamiento. 

Y es que, en esta cuarentena, todos tenemos nuestro papel. Y en abundancia…

sábado, 4 de abril de 2020

La hormiguita descarriada


Escucho, como terapia, “La hormiguita” de mi admirado Juan Luis Guerra. Los días avanzan insulsos y deslucidos en esta eterna cuarentena. Los nísperos de mi pequeño jardín engordan sin gracia. Frente a mi puerta, un grupo de amapolas inscribe un rojo triste e inédito en el pantone de nuestra desgracia. Ana María, aburrida, sopla el remolino de un diente de león intentando esparcir al viento las semillas de nuestra esperanza. La naturaleza continúa su curso sin tener en cuenta nuestra reclusión, o quién sabe si agradeciéndola. 
Las tórtolas, como siempre, vuelan emparejadas.  Los mirlos rebuscan con sus incansables patas gusanos en los parterres. La albaida, con su amarillo chillón, homenajea a nuestra quietud. Los gamones ya pierden su brío. Las lavanderas blancas y los gorriones picotean con alegría las migajas de un trozo de pan. La brisa, que no cesa, me regala el perfume de las miles de flores de azahar que engalanan mi naranjo y el zumbido de las abejas que lo disfrutan. 
Y yo espero, encerrado a cal y canto, a que el mundo arranque de nuevo y nos conceda una segunda oportunidad. A todos volvamos a nuestro sitio. A que el bullicio inunde las calles. Y que los ancianos, en los parques, vuelvan a engordar a las palomas para que nos lo caguen todo. 

Ahora somos como hormiguitas a las que han sacado de su camino.

jueves, 2 de abril de 2020

El motivador más desmotivado del mundo



Ayer asistí a una conferencia de motivación del motivador más desmotivado del mundo. El tío, un murciano con cara de pan de kilo, echaba mocos y lloraba que daba pena. Y lo peor es que no tenía a mano pañuelos, ni papel higiénico, y le caían las velas ante la ojiplática mirada de sus numerosos espectadores. 
Él, por no parar la emisión, continuaba la charla a empujones entre llantos y mocos, mientras se limpiaba como buenamente podía en una charla que tenía tanto de emotiva como de infecciosa. Por fortuna, de momento no se han descrito contagios virtuales, ya que, de lo contrario, toda la audiencia hoy estaríamos ingresados en el hospital y positivos por coronavirus, y él denunciado en un juzgado de guardia.
El directo y las emociones le jugaron una mala pasada, y sus seguidores, solidarios donde los haya, se sumaron a sus lágrimas y a sus mocos, en una especie de terapia colectiva en la que todos nos sentimos aliviados al identificarnos ante su dolor y su impotencia. El tipo es un inexperto comunicador, no tiene ni idea de las nuevas tecnologías, pero llora en directo mejor que la Pantoja. 
Como motivador deja mucho que desear pero el moco lo suelta de maravilla. Algo es algo.