martes, 26 de abril de 2022

El lago eterno

El hotel Grand Chotowa se encuentra en la orilla de un lago, en Debica, a una hora y media de Cracovia. El lago, en este momento, es una gran masa de agua parcialmente congelada e insonora. Los aficionados a las aguas frías, conocidos en Polonia como "club de morsas", vienen a bañarse aquí como los jubilados ingleses a Benidorm. Entre tan abrumadora belleza paisajística, reparo en el sonido de una pequeña fuente que se resiste a la congelación. Un pequeño herrerillo bebe atento a su sonoridad, aportando sus propias notas musicales. En ocasiones llevo mi condición humana a una mágica simbiosis con el medio que me rodea. Lo hago en una especie de catarsis que se produce de manera inconsciente pero que me llena de consciencia. Y cuando esto sucede los sonidos del agua, del viento, de los pájaros, de los mamíferos, o del zumbido incesante de los insectos, me ofrecen un concierto reparador. La vista y el oído se complementan perfectamente con mi nariz, y los olores ofrecen su propia musicalidad, condicionando el conjunto de una manera tan sutíl como sorprendente. La gama cromática también exige y propone su propio protagonismo. El pantone de la vida evoluciona al mismo ritmo que van pasando las hojas de un calendiario condenado a perpetuidad. El mismo calendario que nos condiciona nuestros sentidos, nuestras ansiedades, y nuestros más íntimos anhelos. El lago Chotawa, en su aparente tranquilidad, bulle silenciosamente sabedor de que el tiempo no le preocupa en absoluto. El lago, al contrario que la mayoría de nosotros, no tiene prisa; él ya forma parte de esa eternidad a la que todos llegaremos y que tanto nos cuesta entender y aceptar.

jueves, 21 de abril de 2022

Mi viejo Fiat

Ayer encontré, en una vieja caja con diapositivas, una fotografía de mi Fiat Uno, de color negro, turbo inyección electrónica y matrícula de Albacete. Yo tenía veinte años cuando lo compré de segunda mano. Ya no recuerdo cuánto me costo la broma, pero sí recuerdo que firmé treinta y seis letras de cambio que compré en el estanco del Avelino. El coche volaba bajo, como un reactor, y yo quemaba combustible y ruedas como si no hubiera un mañana. Por aquel entonces no sabíamos nada de pandemias, ni de cambio climático (aunque se veía venir), ni de guerras, o más bien no lo queríamos saber. Todo era posible con mi visión de veinteañero. Fuerte, guapo (es un decir, no se lo tomen al pie de la letra), con dinero, futbolista... sentía el mundo a mis pies. Me gustaba mi oficio de camarero y, aunque no lo crean, tras haber abandonado la hostelería hace casi 27 años, aún me sigue gustando. Disfrutaba personalizando cada servicio al gusto y exigencia de cada persona. Me sentía orgulloso de ver la satisfacción que generaba en cada cliente cuando sin tener que decir nada, se sentaban en la zigzagueante barra del bar Josepe y yo les servía aquello que tanto les gustaba. En España hay 48.000.000 millones de formas de tomar café. La uniformidad es todo lo contrario de la personalización y el buen oficio de la hostelería se basaba en eso. En la actualidad sigo tratando a mis clientes de la misma forma. Me gusta servir. Después de tantos años no soy tan fuerte, ni tan guapo, solo tengo deudas, y por no jugar no juego ni al futbolin, pero me sigo sintiendo afortunado de servir a los demás.

lunes, 11 de abril de 2022

Nadie y Nada

No quiero que nadie conozca mi rostro. Cambié de ciudad para comenzar de cero y me cubrí. La gente me mira con desconfianza. Cambio mi máscara con asiduidad para protegerme y generar más desconciento: el mismo desconcierto que ellos con su rostro al descubierto generan en mí. Subsisto tocando la guitarra en plena calle. En esta gran urbe que me resguarda, nunca toco en el mismo sitio en una especie de huída hacia ninguna parte. He conseguido borrar la identidad que me atormentaba para convertirme en un nómada de mi mismo. Soy la "Paradoja de Teseo" en versión humana, si es que acaso me queda algo de humanidad. He cambiado tantas veces de aspecto que ya si apenas recuerdo lo que fui. Auque eso, más que preocuparme, me alivia. Es agua pasada. Soy el hombre de las mil caras y de ninguna. Pero...¿qué digo hombre? ¿Acaso importa mi género? No pretendo relacionarme con nadie. Tan solo huyo hacia adelate dejando atrás lo que me atormentaba para adentrarme en nuevos tormentos. Por mucho que cambio nunca me resulta suficiente. Hoy toco mi vieja guitarra ante la atenta mirada de un niño que, temeroso, agarra con fuerza la mano de su madre. -¿Ese señor no tiene rostro, mamá? -escucho que dice. -No lo necesita, cariño -le responde la madre. -¿No necesita una cara como nosotros? -pregunta el chiquillo contrariado. -Su cara es su música. Creo que eso el lo que pretende decirnos...-le explica la madre. -Pero mamá:¡la música no tiene cara! -grita el niño. -Tal vez sí...vamos, que llegamos tarde a casa de la abuela. -¡No lo entiendo! -dice el niño. -Creo que eso el que pretende este señor, mi niño, que no lo entendamos. Los veo marcharse. Otros llegan. Barco lleno y barco vacío. Comienza una ligera lluvia. Recojo las monedas. Acudo a Nada, la vieja pensión en la que no me piden documentos ni tampoco que descubra mi rostro, en una ocultación compartida. Ellos se ocultan de la administración para no pagar impuestos y yo del mundo. Nada es un nombre magnífico para un hospedería que no existe. Aquí he conseguido ser lo que siempre he pretendido ser: nadie. Nadie, de momento, vive en Nada.

viernes, 1 de abril de 2022

El burro escribiente

Acumulo relatos sin publicar. Palabras archivadas que anhelan ver la luz y ser leídas como les corresponde. Al César lo que es del César -decían. Tal vez este cúmulo de palabras que intento ordenar mientras vuelo con destino a Grecia, únicamente sirva para seguir acumulando palabras; palabras que fijan sentimientos en el frágil sustrato de mi existencia. Escribo sin un fin aparente, o simplemente por apariencia. Intento demostrarme a mí mismo que puedo aspirar a ser escritor; un escritor con toda la deformación a la que me condena mi carencia de formación. Borriquito como tú, tururú...que no sabe ni la u, tururú...-cantaba el mítico Peret. Así me siento yo, como un borriquito, o un niño travieso, de espaldas a la realidad, y con orejas de burro. De haber podido elegir me hubiera gustado ser como Platero, ese burrito paciente y reflexivo que nos presentara el Nobel Juan Ramón Jiménez. Sin embargo, a veces me siento como un burro de carga. Una carga infinitamente mayor que la que debería de cargar un burro viejo de dos piernas como yo. Tiro cansado del carro de mi vida, sumando años, sorteando baches y empinadas pendientes por el camino. Tránsito a paso lento, tirando ya más con la fuerza de la experiencia que con la fuerza bruta. La pantalla del avión dice que ya hemos sobrevolado Italia. Del Adriático al Egeo. Mi compañera Santi duerme masticando su futuro. Yo escribo como condena, o quién sabe si como liberación. Ahora que lo pienso me veo más como un burro de molino, dando vueltas y más vueltas, moliendo grano para que los demás coman. No sé qué pensar cuando me da por pensar. A veces pienso que sería mejor no pensar tanto y simplemente seguir tirando del carro hasta que el cuerpo aguante.