La vida nos susurra muchas cosas al oído pero la mayoría de las ocasiones nos hacemos los sordos. Uno sabe perfectamente el camino, las recetas, el modus operandi, los riegos que asume o que deja de asumir de cada cosa que hace o que deja de hacer. Uno sabe, sobradamente, si anda por el buen camino o si, por el contrario, anda más perdido que Carracuca.
Otra cosa no, pero saber ahora sabemos todos más que Confucio, o al menos eso creemos.
El laberinto en el que hemos convertido nuestro presente, no tiene menos caché que al que se enfrentaron nuestros padres, o al que les tocó encarar a nuestros abuelos.
La vida no se parece en nada a las cuentos de Disney con los que tantos nos machacaron de pequeños. La vida es más dura y bastante menos romántica. El pez grande se come al chico. De hecho, no hace mucho, unas ratas atacaron a mi tortuga hasta dejarme tan solo con su caparazón, para recordarme que la naturaleza no es de fiar. La vida y la muerte van de la mano por mucho que nosotros nos empeñemos en diferenciarla. ¿Acaso no nacemos para morir? ¿Acaso estar vivo no es lo único que se precisa para estar muerto?
Les confieso que comencé este relato con algo de claridad, pero me siento perdido en este laberinto de palabras en el que ha terminado por convertirse esta parrafada. No me avergüenzo de perderme, ya que, he llegado a la intrascendente conclusión de que la vida, el trabajo, las relaciones, son una suerte de laberinto en el que entramos y nos perdemos como parte de un juego eterno del que desconocemos las reglas.
En cada uno de nuestros laberínticos cerebros habita un Minotauro, el que, desesperado por el poco caso que le hacemos, se pasa la vida intentando encontrar la salida.