miércoles, 21 de abril de 2021

Los efectos dañinos del sol

Cuando me da por pensar acabo por deprimirme. Tire por donde tire me pilla el toro. Que si los políticos. Que si la pandemia. Que si el calentamiento global. Que si la economía. Que si la crispación. Que si el perro de mi vecino se ha cagado en la puerta. Que si se me ha quemado la calva por no haberme puesto la gorra. Que si Miguel Bosé. Que si me ha llegado otra multa del rádar. Estoy considerando, como muy probable, que la quemadura de mi calva se haya llevado por delante a alguna de mis escasas neuronas y, de aquí en adelante, la cosa vaya a peor. Dentro de lo malo la revisión de la próstata me ha ido medio bien. Lo de que me iban a menter el dedo por semenjante sitio fue una falsa alarma. El hígado me sigue aguantando. La rodilla funciona pero de aquella manera. Mi tía Carmen ha fumigado con matamoscas a mis gusanos de seda y se los ha cargao. Pobres gusanos. A ver qué le digo yo ahora a mi hija... No sé qué pensar. O sí dejar de pensar. En realidad vivo de pensar, si paralizo mis pensamientos, o si los limito, tal vez aminore mi ansiedad. Estoy invirtiendo demasiado tiempo en pensar sobre todo esto, y, la verdad, por muchas vueltas que le doy no sé que hacer con tales pensamientos. Ahora que lo pienso: ¿qué pensaran ustedes de todo esto? ¿A qué es del sol?

miércoles, 14 de abril de 2021

300.000 visitas

No debería celebrarlo, por insignificante, pero lo voy a celebrar. Soy de los que opina que deberíamos de celebrar mucho más todo lo que nos apetezca, ya que el simple hecho de levantarnos cada mañana es digno de la mejor y más grande de las celebraciones. También deberíamos de celebrar que cuando abrimos el frigorífico tenemos comida en su interior. Que cuando apretamos el interruptor se enciende la luz. Que cuando abrimos el grifo sale agua potable. Que nuestros hijos tienen un colegio al que asistir. Que siempre hay un médico que nos atiende. Que podemos opinar de lo que nos de la gana. Que podemos rezar o dejar de hacerlo al Dios o al santo que nos salvará o nos mandará al infierno, según se tercie. Yo, a lo que iba, es que este viejo y caduco blog ha alcanzado 300.000 visitas. Once años de trabajo para cosechar las mismas visitas que cualquier "influencer" conseguiría en una mañana evadiendo sus impuestos desde Andorra. Es bueno celebrar hasta los fracasos.

lunes, 12 de abril de 2021

Provoca, que algo queda

A menudo, ante lo absurdo del presente, saco el violín de mi paciencia. A veces quisiera estrellarlo contra la cabeza de algunos, pero entonces, recapacito y pienso que me convertiría en uno de ellos, y, para colmo, me quedaría sin violín. Aspiro. Salgo a la calle a que me de el viento fresco. Incumpliendo la normativa, y sin que nadie me vea, me quito la mascarilla. Me froto la cara con ambas manos, como si me hubiera asustado, y vuelvo a aspirar para llenar plenamente de aire mis pulmones. Me pongo la mascarilla. Entro de nuevo en la sala haciendo gala de mi violin y de mi paciencia. Parace que la tormenta dialectica ha concluido. Tomo asiento. Escucho. Trago saliva. Cada vez siento más vergüenza ajena al escuchar el nivel de ciertas conversaciones. ¿Adónde ha quedado el respeto? ¿Cuándo hemos normalizado el insulto? ¿Cuándo han dejado de tener valor todos los logros sociales conseguidos durante los últimos cuarenta años?

lunes, 5 de abril de 2021

Telerrealidad

Ibuprofeno Chancleto era un tipo risueño. A todo el mundo regalaba sonrisas, como de chimpance, pero con un cierto halo de nostalgía. Sonrisas monalísicas. Sonrisas que evocaban algo de angustia interior: rio por no llorar, parecía decir. Y es que, como suele suceder más de lo que imaginamos, la procesión iba por dentro. Ibuprofeono era hijo de Anastasia Anestesia que murió víctima de una fuerte jaqueca. A su hijo le puso ibuprofeno porque, al parecer, padecía de problemas hepáticos y no le iba nada bien el paracetamol. El padre, que era farmacéutico, se llamaba Mancebo Magistral y se hizo famacéutico porque su padre se negó a que se hiciera domador de leones en el circo Ruso como siempre había soñado. Más que nada porque su padre era un hombre muy correcto, y de derechas, y pensó que su hijo no pintaba nada de domador, y menos aún en un circo ruso. Él sabía que la gente de su pueblo era muy dada a las habladurías y pretendía mantener su imagen sin mácula y rectilínea, por la gracias de Dios. Así que Ibuprofeno siempre vio a su padre con una bata de color blanco nuclear, pero en el fondo sabía que no era feliz por los continuos dolores de su mujer, que no había medicación que los atenuara, y por su frustración a la doma de fieras en el ámbito de la insidiosa influencia rusa, a la que siempre había aspirado, pero que nunca pudo materializar. Y en esa vida impostada, la del padre, no la del joven Ibuprofeno, fue perdiendo el norte. Y el sur. De la noche a la mañana, tras la muerte de su esposa, su rabía y su frustración se trasladaron al mostrador de su botica y comenzó a dar gato por liebre a ver qué tal. Y comenzaron los extraños decesos. Muertes inexplicables que sembraron el pánico entre el respetable. Y tras unos primeros años en los que los investigadores y los médicos forenses no daban con la tecla, llegó un nuevo subinspector de la benemétrica llamado McCain, ya que, aunque su madre era de Astorga, su padre era de Kansas, o de por ahí. Y aquel día, en el que McCain se sintió inspirado tras tomarse un carajíllo de Ron Pujol en un bar de carretera de dudosa reputación, cayó en la cuenta de que el denominador común de todas aquellas muertes repentinas estaba en la farmacia del señor Mancebo, el cuál no expedía condones por que alegaba objeción de conciencia. Desde entonces la vida de Ibuprofeno cayó en desdicha, si es que en algún momento de su vida la dicha hubiera sido tal. Se encerró en su casa, ya sin padre, que estaba en la trena, y sin madre, que estaba criando malvas, y sin farmacia, que fue requisada y precintada por la justicia, y sin futuro, a consumir todo lo consumible y a fumarse todo lo que echara humo. Hasta que decidió apuntarse a aquel Reality que se anunciaba en televisión. Lo escogieron por lo inusual de su nombre y por su sonrisa de chimpance. Y no defraudó. Las audiencias subieron aupadas por el morbo de su historia y el extraño brillo de su sonrisa. El circo ya no huele a tierra húmeda y a caca de elefante, nutre nuestra ignorancia a diario y a golpe de click. El tipo de la extraña sonrisa, le llamaban. Vivió de plató en plató hasta que un día apareció muerto en la habitación de un hotel. Dicen que aún sonreía tras una apacible sobredosis de realidad.