Agosto agoniza. Septiembre se asoma. Los días pasan. Pronto el calendario perderá una hoja más. La vida pide paso, siempre pide paso. Sin avisar y sin esperar a nadie, ni por nadie. Yo, absorto, observo todo a mi alrededor. Lo visible y lo invisible. Lo que está y lo que dejó de estar. Arrastro mi vida pasada para acometer el presente con conocimiento de causa.
Mi madre siempre recalcaba que yo era un hombre con suerte. Naciste con estrella -decía. Con estrella Michelin -pienso yo. El michelín que rodea mi anatomía como una serpiente cariñosa que me abraza con efusividad.
Mi círculo vital gira entorno a una órbita indefinida que se expande sin limitaciones. Desde Ucrania, hasta México. Desde Polonia, a Georgia. Desde Estonia, a Grecia. Desde Bielorrusia, hasta China.
Con frecuencia, me subo al mundo por la escalerilla de un avión. Un mundo que, bajo las nubes, agoniza con olor a sangre y a queroseno. Un mundo que convulsiona víctima de sus propios errores, de sus propios desordenes internos. Como la esclerosis que, desde hace años, ataca sin piedad a mi hermana. Su propio cuerpo convertido en su principal enemigo.
A mi hermana, mi madre nunca le recriminó que tuviera suerte. Ella era, tal vez, la que buscaba en los demás la suerte que nunca tuvo; la suerte que siempre anheló encontrar hasta que un cáncer se la llevara por delante para reafirmar su infortunio.
Mi círculo vital gira entorno a una órbita indefinida que se expande sin limitaciones. Desde Ucrania, hasta México. Desde Polonia, a Georgia. Desde Estonia, a Grecia. Desde Bielorrusia, hasta China.
Con frecuencia, me subo al mundo por la escalerilla de un avión. Un mundo que, bajo las nubes, agoniza con olor a sangre y a queroseno. Un mundo que convulsiona víctima de sus propios errores, de sus propios desordenes internos. Como la esclerosis que, desde hace años, ataca sin piedad a mi hermana. Su propio cuerpo convertido en su principal enemigo.
A mi hermana, mi madre nunca le recriminó que tuviera suerte. Ella era, tal vez, la que buscaba en los demás la suerte que nunca tuvo; la suerte que siempre anheló encontrar hasta que un cáncer se la llevara por delante para reafirmar su infortunio.
Hace tiempo que miro hacia la vida parapetado en mi propia suerte. Mi egoísmo de reptil debió de acaparar toda la suerte que mi familia necesitaba.
Yo, vete a saber el motivo, soy un tipo con suerte que, como las culebras, muda de camisa con facilidad. Aunque nunca me confío y siempre miro, como los camaleones, con un ojo hacia adelante y otro hacia detrás. No vaya a ser que alguien ose arrebatarme esté halo invisible de suerte que me rodea.
Y, como las tortugas, cada vez tengo menos prisa. El calendario y yo hemos acabado por hacernos buenos amigos, pero eso no quita para que, ni él se fíe de mí, ni yo de él. En esta vida, y eso lo sabemos muy bien los reptiles, no hay que fiarse de nadie.