-¿Usted tuvo muchos clientes-pacientes?
-¡Y pacientas!
-¿También las mujeres iban a confesarse con usted?
-Alguna que otra.
-¿Y qué le contaban?
-Me contaban lo mal que las trataban sus maridos y lo desgraciaícas que eran.
-Y usted qué les decía.
-Que buscaran soluciones en otro sitio que no fuera un bar.
-Adónde, por ejemplo.
-¡Qué iba a saber yo! Yo era un simple camarero, bastante hacia. Yo no he estudiao ni nada de eso. Unas buscaban desahogarse y otras un recambio, sabe usted.
-¿Un recambio de qué?
-De pareja. Al menos yo tenía un trabajo y las escuchaba, y sus maridos ni lo uno ni lo otro. Yo les debía parecer Robert Redford o Gandi, o como se llamara el indio ese.
-O sea, que de camarero se liga un montón.
-No, no hijo, pero qué dices...De camarero te puedes meter en un montón de problemas como no tengas un buen capote. Todo el que viene te quiere involucrar en sus martingalas, y como no tengas los pies en la tierra acabas para el escombro.
-¿Muchos compañeros suyos han acabado mal?
-Mal no ¡Peor! Ahora no sirven ni para estar escondios. Lástima de hijos...
-¿Le puedo pedir que recuerde lo más patético que le ha tocado vivir tras la barra de un bar?
-Pues así de pronto...recuerdo al conserje de un instituto que se arruinó con las máquinas tragaperras. Se gastó todo el dinero de su familia y, no contento con eso, comenzó a robar en el instituto. Robaba las cosas para venderlas y después denunciaba el robo. Recuerdo a una señora, bien señora, que se vició también con esas máquinas del demonio y cuando se gastaba todo el dinero del mes, se prostituía con los clientes para continuar jugando. Las tragaperras han hecho mucho daño en este país y, dicen las malas lenguas, que las controlaban los amigos del antiguo régimen.
-¿En plan mafioso?
-¡Y yo qué pijo sé! ¿Es qué era yo detective, acaso? Yo sólo era un triste camarero afiliado al sindicato, ¡leches!
-¿Y qué otras cosas absurdas recuerda de esa época?
-Matarse a palos por ser unos del Barcelona y otros del Madrid. ¿Habrase visto algo más tonto que eso?
-¿Algo más?
-Si, lo recuerdo y me duele la cabeza.
-¿Por qué?
-Algunos padres no llevan cuidado de sus hijos. Ellos iban a lo suyo, a beber y a fumar, ¡hale!, y las pobres criaturicas ahí, abandonaícas. Yo le decía: disculpen, señores, pero no dejen al crío ahí, en ese taburete tan alto, que se les va a caer al suelo. Y, claro, no me hacían caso y ¡zag! los pobrecitos se metían unos piñazos de padre y muy señor mío. Con la cabeza tan gorda que tienen los mengajos, sabe usted, caían que daba miedo oír el porrazo. Algunos hasta les tocaba salir corriendo para el hospital.
-Por lo visto, a los bares llega de todo...
-Ni se imagina, jovencito. Recuerdo que había un profesor universitario, bien parecido, y bien casado, y bien religioso el señor, que tenía un piso franco justo enfrente de uno de los bares en los que trabajé.
-¿Un piso franco?
-En realidad era un piso franco costeado por varios profesores. ¡Un picadero, coño! ¿Me entiende ahora, o no?
-Sí, claro. ¿Y qué pasaba en ese piso?
-Pues las pobres que no querían suspender, y nos les gustaba, o no atinaban a estudiar, encontraban la manera de aprobar.
-¿En serio?
-Es muy triste esa historia, la verdad...
-Mucho. Usted describe una sociedad asquerosamente machista.
-¿Y ahora te enteras, jovenzuelo? ¿Tú en qué país vives? Esto sólo lo cambiaría una gran revolución igualitaria. Pero aquí siempre que lo hemos intentado nos ha tocado perder. Por eso yo sigo aquí haciendo mi revolución en solitario.
-¿Y qué revolución se puede hacer aquí, en un jardín, dando de comer a las palomas?
-La revolución silenciosa de la que soy propulsor.
-Nunca he escuchado ni leído nada de esa revolución.
-Claro, cómo vas a leer algo sobre mí revolución si la he inventado yo y la mantenemos en secreto los jubilados...
-¿Y en qué consiste esa revolución silenciosa? Deme un buen titular, que esto tiene su miga.
-¡Si no puedes con tu enemigo, cágate en él!
-Perdóneme pero no le entiendo.
-¿Y tú qué dices que estudias? ¿Periodismo? Pues te veo trabajando en Burger King.
-No sea así conmigo. Explíquese mejor, por favor.
-En la guerra se cebaban las armas. Yo cebo a mis bombarderos emplumados para que se caguen en todos los balcones y en todas las propiedades del enemigo. Ve todas esas viviendas llenas de ricos y de jefes, pues las estamos cagando desde que me jubilé.
-¿Y es efectivo?
-¡Yo qué voy a saber si es efectivo o no? ¡Tan sólo soy un jubilado de la hostelería!. Pero mi guerra es menos dolorosa y menos costosa que la del treinta y nueve, así que, en caso de que la perdiera, tampoco pasaría nada.
-¿Y está usted sólo en esto? -preguntó el estudiante.
-¿Ha visto a más jubilados dando de comer a las palomas?
-Sí, a muchos. Estan en todos los parques.
-Pues saque usted sus propias conclusiones.
Corten. Corten. Ha salido muy bien. Quince minutos de descanso y seguimos grabando.