lunes, 30 de marzo de 2020

Oído de tísico


Sigo en cuarentena. Hoy les escribo más gordo que ayer pero más flaco que mañana. Y lo hago al sol, mientras escucho, con mi oído de tísico, el alegre piar de los pájaros y el incesante zumbido de millones de insectos que me asedian. No sabía que tenía oído de tísico hasta que me lo ha certificado mí tía Carmen. Los tuberculosos oían hasta los sigilosos pasos de la muerte al acercarse. Su audición experimentaba una extraordinaria agudeza lo que dió origen a esa curiosa frase. Yo, según mi tía, tengo oído de tísico y creo que en parte tiene algo de razón. Siempre me han molestado los sonidos, las alarmas, las sirenas, los timbrazos, pero no así la música de jazz que un generoso vecino a puesto para que todo el vecindario la escuche durante la siesta. 
La cuarentena está dando una vida nueva a las viviendas. Antes siempre lucían desahabitadas la mayor parte del día y ahora todas exhalan olores y ruidos. Una vecina anoche bailaba salsa en su terraza. Un vecino, está mañana bien temprano, se entretenía limpiando a fondo su vehículo de alta gama. Un bebé berrea cada cuatro o cinco horas pidiendo su teta. Y yo escribo en la siesta a pleno sol escuchando con mis oídos de tísico una suave música que suena a caballo entre el jazz y el new age. 
En cuarentena y tísico, ya lo que me faltaba... 

sábado, 28 de marzo de 2020

Los huevos del demonio


En estos interminables días de confinamiento sanitario, mi tía Carmen, de setenta y cuatro años, nos acompaña en casa. Su presencia, de manera insconciente, nos acerca a otras no presencias que, en contra de lo que pensabamos, continúan muy presentes. Con ella han regresado, tras una larga ausencia: mi abuela, mi abuelo, mi bisabuela, mis tías, y todas sus historias. Toda esa procesión, de manera desordenada, va haciendo su aparición para regocijo de nuestra desmemoriada memoria. Y también lo hacen, paralelamente, sus tradiciones, sus costumbres, sus creencias, sus manías, y su tradicional y rica gastronomía.
Gracias a esta desgracia globalizada, he probado el encebollao, las sopas de gato, el caldo empaná y he descubierto la eficacia probada de hacerle un nudo en los huevos al demonio para encontrar aquellas cosas que perdemos dentro de casa.
Días pasados, mi tía perdió su teléfono móvil. Lo buscó y rebuscó por toda la casa de arriba abajo, hasta que, desesperada, recurrió al viejo truco de hacerse un nudo en la punta de un vestido, una falda, o, como en su caso, en la punta de la bata. A este ancestral truco ella le llama "hacerle un nudo en los huevos al demonio". La cosa, por estrambótica que parezca, dió resultado y el móvil apareció para regocijo de todas sus amiga que la andaban buscando desde hace días y que ya pensaban en lo peor. Pero no ha sido esa la única ocasión en la que el demonio, agobiado por la asfixia de sus atributos, nos ha llevado de la mano a encontrar lo extraviado. Ayer mismo, mi tía perdió una pequeña pieza de la licuadora y no había forma humana de encontrarla, tras lo cuál, cansada de buscar y no encontrar, recurrió de nuevo a tan maléfica artimaña y ¡zas! apareció la pieza como apareció el coronavirus.
Lo que estamos aprendiendo con mi tía... 

miércoles, 25 de marzo de 2020

Con dos cojones, don Rafael


Desconozco si don Rafael saltó por la ventana y se largó, emulando al personaje de la novela del sueco Jonasson, o si simplemente se hizo el sueco ante la llegada de la muerte que lo llamaba a filas. Un buen número de sus compañeros de residencia ya habían sucumbido ante la epidemia y él no quiso quedarse de brazos cruzados a esperar su turno. 
Con lo puesto, puso pies en polvorosa dándole esquinazo al bicho. Sus cerca de noventa años no fueron obstáculo para que le hiciera un pase de pecho al coronavirus como Paquirri hacía con los morlacos a puerta gayola. 
Don Rafael es uno de esos héroes anónimos que han trabajado toda su vida para que nosotros vivamos ahora como vivimos. Le debemos tanto a los ancianos y les pagamos con la moneda del abandono, les tratamos como a inútiles, y los enclaustramos en residencias que son lo más parecido a un cementerio de elefantes. 
Todas las culturas han venerado a los ancianos como portadores de la experiencia y la sabiduría. 
Hoy, por desgracia, ellos sucumben al envite de esta epidemia y hasta hay quién tiene la poca vergüenza de restarle importancia: 
-Esto no es nada: ¡Sólo mueren viejos!  -exclaman algunos desaprensivos. 
Tal vez por ello, o porque le dio la gana, don Rafael puso pies en polvorosa. 
¡Con dos cojones!
Vaya desde aquí mi más sentido reconocimiento y admiración a todos los ancianos y ancianas del mundo. ¡Muchos ánimos!

martes, 24 de marzo de 2020

Mano surrealista con caracol


Mis dedos, antes ágiles y resolutivos, se han entumecido ante tanta desgracia. Parecen otros. No atinan a aporrear las teclas adecuadas y cada vez que las aprietan sienten un pinchazo indescriptible de dolor. El dolor que genera la inseguridad ante la falta de respuestas. 
El mundo se tambalea a nuestro pies en una especie de terremoto global en el que parece no moverse nada y, sin embargo, se tambalea todo. Nuestra seguridad, que siempre se mueve en un terreno imaginario, ahora se ha quedado de golpe sin un ápice de imaginación. 
Por todos lados, claman las voces pidiendo ayuda. Nuestras almas se retuercen de impotencia y mis dedos se engarrotan. Mi mente se nubla y rabio de dolor. 
Y lloro al sentir mis manos mudas. Nunca las imaginé en silencio. Nunca, ni en mis peores pesadillas, imaginé que mis manos fueran como los caracoles, y que mis dedos, ante el peligro, pudieran esconderse hasta convertirlas en un muñón. 
Vivimos momentos surrealistas dignos de un gran cuadro de Dalí. 

jueves, 19 de marzo de 2020

El error



El otro día cometí un error. Otro más. Hace meses que me esta obsesionando la edad. Últimamente pienso, con demasiada frecuencia, en los años que voy cumpliendo. 
Echando la mirada hacia atrás recordé el primer día que fui a trabajar al Bar Josepe. Era septiembre. Tras ponerme el mandil, recibir las primeras instrucciones, y lavar media docena de fregadores llenos de vajilla hasta el copete, me dieron diez minutos para almorzar. Era mi primer almuerzo como trabajador. Tenía catorce años pero en ese momento me sentí todo un hombre. Entre pecho y espalda me metí un bocadillo de tortilla de patatas con salchichas al vino, y una Coca-Cola con hielo, mientras observaba a los que, a partir de ese momento, serían mis compañeros durante los siguientes doce años. ¿O fueron trece? 
Al terminar el bocadillo, Pedro, el más avispado de los camareros, me mandó a una tapicería para que me devolvieran el aparato para sacarle los ojos a las angulas. Ni que decir tiene que en la tapicería faltó poco para que todos se murieran de la risa. 
Recuerdo muchas cosas. Reparo demasiado en los recuerdos como el que revisa a conciencia su colección de sellos. Y cada sello tiene su historia y su valor. 
Durante este último año he vivido mucho en el pasado. Los días se sucedían, atropellándose, plenamente convencido de que pronto celebraría mi cumpleaños. 
Y llegó marzo porque siempre llega; hasta hoy, nunca ha faltado a su cita para dar paso a la Primavera y decirle al año que lo bueno va a dar comienzo. Las flores lo engalanan todo y los pájaros chillan con el ansia viva de aparearse. 
La cuestión es que llegó el día y comenzó la romería. A mi Facebook empezaron a llegar las felicitaciones. Orgulloso, sin calibrar las perniciosas consecuencias que podría acarrear desvelar mi edad, declaré a los cuatro vientos que eran 53 años los que inmisericordemente cumplía. 
Y en esas estaba, de celebración en celebración, de felicitación en felicitación, de beso en beso, de abrazo en abrazo, y de virus en virus, cuando llegó un mensaje a mi teléfono móvil. 
Era de mi primo Antonio, “el rayero”; siempre le hemos llamado así por ser de La Raya, una pedanía murciana en la que me hice famoso por caerme a una acequia en plenas fiestas patronales. Allí, desde entonces, siempre he sido conocido como el primo del Antoñico, el que se cayó a la acequia... Y lo peor no fue caerme, lo peor fue salir y tener que ir lleno de barro, como en procesión por todo el pueblo, en plenas fiestas patronales en honor a la Virgen de la Encarnación. 
—Pepe, tú no cumples 53 años has cumplido 52. Yo tengo seis meses más que tú y lo sé perfectamente —me rebatió. 
—Ostras Pedrín, le dije— ¿Estás seguro, primo? —le pregunté. 
—Tan seguro como que te caíste a la acequía….
—Joder, pues estoy gilipollas—gracias por avisarme, Antonio—le agradecí a mi primo. 
—Nada que agradecer, primo, para eso está la familia. 
Nada más soltar el teléfono, busqué mi documentación. Miré mi documento nacional de identidad. Miré mi pasaporte. Llamé por teléfono a mí padre. Consulté con mi tía. Efectivamente. Mi primo “el rayero” tenía más razón que un santo, he cumplido 52 años. 
Como se puede comprobar, lo mío nunca fueron los números. De cualquier manera, después de mucho pensarlo, es como si tuviera que volver a vivir un año que ya he vivido. 
¡Que todo lo malo sea eso!

viernes, 13 de marzo de 2020

Cumpleaños no tan feliz


¿Qué bonico estaba en esa foto con mi abuelo Antonio? Y lo que ha llovido desde entonces. Yo creo que desde que alguien nos tomara esa foto hasta hoy ha pasado casi medio siglo de nada. Hoy es mi cumpleaños, estoy trabajando, y me acecha el coronavirus. Pese a ello no me siento extraño ya que siempre ha sido así. La vida, desde su inicio, sufre el acecho sigiloso de la muerte. La suerte se confronta con la desdicha. La salud con la enfermedad. El amor con el desamor. La alegría con la tristeza. Lo dulce con lo salado. El viento con la calmachicha. Y la libidinosa fogosidad con el  patetismo del gatillazo. 
Mi afición por el relativismo me ha salvado una y mil veces el pellejo. Leer me relaja. Escribir me fortalece. ¡Aupa Atleti!
Hoy es mi cumpleaños y estoy vivo. La pena es que no viva la madre que me parió.