martes, 30 de noviembre de 2021

Contar o callar

Aquí no debería escribir. No hay distancia de seguridad. Las mascarillas adquieren las más inversímiles presentaciones, la mayoría de ellas exentas de seguridad. Un codo roza mi codo. Una rodilla se precipita sobre la mía: ahora sí, ahora no. Los ronquidos intoxican el murmullo del pasaje y el rugido uniforme de los motores. Sobre las nubes no se debería escribir para no hacerlo desde la superioridad que da la altura. Abajo, once mil pies más abajo, la gente es tan diminuta como una mota de polvo, como una bacteria, o como un virus. No sé si será el mal de altura lo que inhabilita mi coherencia. O la incoherencia se habrá convertido en mi norma. Todo me parece difuso cuando intento escribir donde no se debe. Santi duerme, oferente, frente a su bote de Heineken. Por minutos, su cuello se reclina vencido sobre el mio. Duerme sin premeditación mientras su cuerpo se abate sin control. Su cabeza toca mi hombro e inconscientemente su cuerpo salta, como un resorte, en busca de su correcta rectitud. Sin embargo, al instante, todo vuelve a empezar frente a ese bote vacío de cerveza de importación. Polonia espera al fresco. Krzysztof y Asia probablemente ya se dirijan al aeropuerto de Modlin para recogernos, mientras escribo flanqueado por cuerpos que regresan a su origen y otros que huyen de él. Nunca sabemos lo que debemos o no debemos hacer. Nunca sabremos si donde estamos es donde deberíamos de estar. A veces aceptamos los límites y otras tantas deseamos secretamente rebasarlos. He aquí lo incoherente de nuestra coherencia: aceptar unos límites que noche tras noche y día tras día soñamos con transgredir. Estar en otro lado. Vivir lo que otros viven. Gozar lo que otros gozan. Y vivir para contarlo, o para callarlo.

viernes, 26 de noviembre de 2021

De Tenerife a Kazajistán sudando sin parar

Sobres las nubes escribo. La mascarilla cubre parte de mi cara. La gente dormita a mi alrededor. Esta noche, en el hotel Taburiente, en Tenerife, he soñado que dormía en plena montaña, en las estribaciones del Himalaya, espalda con espalda, con un leopardo de las nieves. Como comprenderán, pónganse en mi situación, no me atrevía ni a pestañear. Temía que al más mínimo movimiento, la bestía felina se despertara y me usara como desayuno. Una preciosa kazaja de largas y delicadas trenzas y de ojos extraordinariamente perfilados escribía por wasap a todos mis contactos para que vinieran a socorrerme. Sin embargo, nadie respondía. La mujer me ha devuelto el teléfono diciéndome que sus llamadas de auxilio han resultados infructuosas. Le doy las gracias y le ruego que rece por mí ya que yo no sé rezar. La buena señora se pone a orar y el leopardo se despierta, se levanta, se despereza estirando sus esbeltas extremidades, me mira como haciendo ascos y se va. Yo le doy las gracias a la mujer de mirada tan profunda con un abrazo fraternal, y, mientras la tengo entre mis brazos, se convierte en otro leopardo de las nieves. Entonces es cuando despierto sobresaltado y sudoroso aferrado ansiosamente a la almohada. Mientras bebo agua, para que se me pase el susto, suena el despertador. Me lo pensaré dos veces antes de regresar a Kazajistán. Le tengo alergia a los gatos.

jueves, 11 de noviembre de 2021

Observaciones de altura

Como, por falta de previsión, no tengo un libro que leer, ni conexión a Internet, ni juegos, ni música, ni vídeos, ni nadie con quién pelearme, y ya me he rascado todo lo que me picaba, me pongo a escribir. Les diré que el avión está repleto de gente con mascarilla y que viajamos a 900 kilómetros por hora, y a una altura de 11.000 pies, en busca de nuestro futuro. Algunos duermen, otros se hacen los dormidos, mientras el resto realizamos todo tipo de actividades que podemos llevar a cabo amarrados a una butaca. Me quedo pillado pensando en hacer un catálogo con todas ellas. Como me ha tocado pasillo, todo el mundo me golpea al pasar. Estadísticamente hablando les diré que tan solo el 10% se digna a disculparse. Junto a la ventanilla, una chica jovencita de pelo negro zaíno reposa con un bebé de apenas unos meses de vida sobre sus piernas. El bebé, que ni se mueve, parece un muñeco Pepón con el pelo tan nego como su madre. Delante de mí un joven luce un peinado, como de arapahoe, tan decolorado que dudo mucho que aguantara el paso de un peine. Una monja, entrada en carnes, reza el rosario con evidente destreza y profesionalidad. Un inglés, más tieso que una esfinge, y más colorado que una gamba de Huelva, se pimpla ávidamente el tercer bote de cerveza. Un jugador de baloncesto de origen afroaméricano sufre sobremanera ante las estrecheces del avión; deberían de hacer aviones pensando en que, aunque pocos, hay personas que miden más allá de los dos metros. A parte de en su altura, me fijo en el tamaño de sus pies y me quedo perplejo y con complejo. Mi amiga Encarna relacionaba el tamaño de los pies de un hombre con el tamaño de su pene, no sé si con más o menos fundamento o conocimento de causa. Como su pie ocupa medio pasillo, una joven azafata ha tropezado con él y casi se mata. Durante el traspié me he dado cuenta -soy de fijarme en todo- de que lleva una enorme carrera en las medias. Espero que no sea el presagio de una infortunada carrera, al menos hoy. Un tipo que practica halterofía, pero tiene fobia a las alturas, parece la mar de alterado. La señora que lee novelas de amor al otro lado del pasillo se ha dormido plácidamente y con cara de satisfacción. Yo miro y escribo todo esto porque no tengo otra cosa mejor que hacer. Lo sé, ustedes no tienen la culpa de mis aburrimientos, así que, mil perdones; intentaré en lo sucesivo no abusar de su confianza.