miércoles, 11 de diciembre de 2024

Soy un llorón

Hay dos cosas que me caracterizan: mi eterna sonrisa y mi lágrima fácil. Lo sé, lo mío es para acostarse en el diván y hacer terapia a mansalva. Sonrío y lloro con la misma facilidad con la que un ultra, de lo que sea, se caga en tus muertos, o en los mios. Vivimos en una eterna y cansina confrontación sin darnos cuenta que eso no conduce a nada bueno. O sin querer ver la dimensión del riesgo que estamos asumiendo. Recuerdo cuando hace catorce o quince años fui a Colombia a trabajar. Allí, en la Plaza de Bolívar, a pocos días de unas elecciones generales, un grupo de niños, acompañados de sus maestros, enarbolaban una bandera de Colombia, y respondían ante las preguntas de sus maestros: -¿Qué le pedimos al gobierno? y los niños gritaban emocionados: ¡PAZ! -¿Qué le pedimos a las FARC? y los alumnos gritaban desgañitándose: ¡PAZ! -¿Qué le pedimos a los paramilitares?: y todos chillaban como si se acabara el mundo: ¡PAZ! -¿Mis niños, qué le pedimos a los narcos? -¡PAZ, PAZ, y PAZ! Y yo como soy llorón por naturaleza, lloraba a moco tendido, en aquella momumental plaza, mientras mi cuerpo era recorrido por un tremendo escalofrío y todos y cada uno de los pelos de mi cuerpo se erizaban. Hoy, tantos años después, en mi cabeza, siguen retumbando las voces inocentes de esos niños colombianos pidiendo PAZ. Pienso en la distancia, y con el paso de los años, en la lucha inmensa y admirable de esos maestros por seguir insuflando ilusión en los niños de un país acosado por las guerras y los intereses más espurios. ¿Qué será de aquellos niños? ¿Habrán perdido ya toda esperanza de alcanzar la paz? ¿Y qué será de nosotros? ¿Hasta cuando tendremos paz?

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