Cuando se enteró de que no había conseguido superar las pruebas de
acceso a la Escuela
de Cinematografía agarró un cabreo de mil demonios. Enfurecido, arrojó una
papelera contra el vidrio que protegía las listas de admitidos para el
siguiente curso. Era la segunda vez que lo alejaban de su gran sueño y no pudo
contener ni su frustración ni su ira. La gente huyó despavorida ante lo
esperpéntico de la situación. Salió del lugar, a toda prisa, en previsión de que
los funcionarios hubiesen alertado a la policía, no sin antes bajarse los
pantalones y hacer un calvo ante la cámara de seguridad.
Después de aquello, estuvo vagando por la ciudad como un zombi. Sin
destino alguno. Estaba fuera de sí.
En un puente que salvaba una autovía muy transitada dudó, durante unos minutos, entre si
arrojarse o no. Le faltó decisión. De sus ojos brotaron, sin querer, ríos de
lágrimas. El llanto le devolvió la cordura que jamás debió haber perdido.
Caminando de nuevo por la ciudad se adentró en un gran centro
comercial. Se detuvo en la misma cartelera que hace unos días se había
detenido. Se dirigió al cine y entró a la misma sala, en la que aún estaban
dando la misma película de misterio que a él tanto le obsesionaba.
Se acomodó, más o menos, en la mitad de la sala. No había mucha gente al ser entre semana, tan sólo las típicas parejas que buscan la oscuridad para
meterse mano y comer toneladas de palomitas a precio de jamón ibérico. La
película mantenía en vilo a la escasa audiencia, excepto a Miguel, al que, nuevamente, se le había venido el mundo al
suelo.
Angustiado, sentío por momentos cómo su ritmo cardíaco se iba
alterando. Un sudor frío se apoderó por completo de su cuerpo. Sintió de nuevo
la misma ira. La misma rabia incontrolable. De pronto, entre la media luz que
dominaba la sala se puso en pie y de manera enloquecida comenzó a chillar… ¡El
asesino es el mayordomo! ¡El asesino es el mayordomo!
De reojo, observó cómo un chico del tamaño de un elefante africano se levantaba
justo detrás de él. En un instante se sintió mojado: una Coca cola con su
correspondiente hielo le cayó por encima de la cabeza. Al instante, un paquete de palomitas tamaño XXL le decoró como un árbol de Navidad, pero lo que realmente le hizo
perder tres piezas dentales fue el puñetazo que se llevó cuando aún conservaba
en su cabeza la caja de las palomitas de maíz.
Toda vez que la gente se hubo marchado, la limpiadora le encontró
inconsciente sentado en su butaca…
- ¡Señor, señor, despierte, la
película ya ha terminado!
- Disculpe, ya me
marcho, dijo tapándose la boca con la mano al recordar el tremendo puñetazo que acababa
de recibir.
Realmente ese fue el día en el que Miguel se dio cuenta de que el cine
y él no congeniaban demasiado bien. A los pocos días se puso a trabajar en un pequeño taller de reparación de electrodomésticos y se hizo socio, como su padre y como su abuelo, del inigualable Atlético de Madrid.
Algunas ves tenemos que pasar por muchas cosas para darnos cuenta que es lo que en verdad se quiere hacer en la vida. En ocaciones se pasar por situaciones comprometidas para saber que no es la vocación que se busca. Lo importante es llegar a lo que se quiere hacer y ubicarse en ella.
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