La habitación del hotel La
Cubana de Garapinto prometía. Vistas al mar,
una casa auténtica y genuina del
siglo XVII, tan sólo con seis
habitaciones tipo suites. Todo eso, y a un precio de escándalo, hacía presagiar unas vacaciones inolvidables.
La nuestra era la número cinco. Debo reconocer que soy amante de la numerología, las artes adivinatorias y del más allá. La parasicología y las ciencias
ocultas siempre fueron mi devoción y, por tal motivo, pese al entusiasmo de mi esposa, aquella
habitación me produjo, desde
el primer momento, unas extrañas e inquietantes
vibraciones.
Siempre he pensado que las viejas maderas guardan vidas, lo leí no sé dónde hace no sé cuánto. Los armarios antiguos encierran recuerdos. Y allí había dos: uno cuyo contenido era una vieja vajilla familiar y otro, más viejo aún, en el dormitorio, ejerciendo dignamente de ropero.
Las gruesas paredes de medio metro de espesor suelen encerrar
demasiadas historias, y más aún cuando estas son
de piedra volcánica del mismo
color que una noche sin luna. Lo intuí y, por desgracia, casi nunca me suele fallar la intuición. Otras cosas sí, pero les puedo asegurar que la intuición no me falla.
Desde el principio me di cuenta de que el director del hotel era
un tipo pero que muy muy raro. Se pasaba encerrado casi todo el día en una minúscula oficina que había situada debajo de la escalera que daba acceso a la parte superior del hotel en la que se encontraban ubicadas las habitaciones. Eso, y su cara inexpresiva, me
hizo sospechar de él desde el primer
momento. Y, como les digo, la intuición casi nunca me suele fallar...
Sepan ustedes que el número cinco es un número muy peculiar. Cinco dedos tiene la mano. Cinco lobitos tuvo
la loba, blanco y negros detrás de la escoba. A
las cinco te la hinco, decíamos de niños cuando saltábamos sobre la espalda de nuestro compañero, cuando jugábamos a La Mula, y
le clavábamos con saña los nudillos hasta hacerle rabiar de
dolor mientras nos reíamos de él a carcajadas. El cinco es el guardián del seis. El hotel estaba en el número cinco, mi habitación era la número cinco, y tras una breve inspección ocular, en aquella habitación había cinco cajitas
decorativas muy sugerentes. Tres veces cinco. Indudablemente ese hotel era
mucho más que un simple
hotel con encanto, era un hotel con misterio. Ya tan sólo me tenía que enfrentar al acertijo. Evidentemente, de todo esto que les
hablo, no le dije nada a mi esposa, ya que, a ella, todas estas historias le ponen de los nervios y no era cuestión de fastidiarle sus bien merecidas vacaciones.
Me di cuenta de la inhumanidad del director del hotel cuando lo vi
por primera vez a la luz del día: su piel se veía de color ceniza, casi azulada, sus movimientos eran lentos, su
mirada extraña, y lo que me
terminó de convencer fue
darme cuenta de que sus pasos no hacían ruido al caminar sobre la madera del piso. Con nuestros pasos
el suelo crujía, se quejaba, y
con él nada. Recordé que rehuyó de darnos la mano cuando nos registró a nuestra llegada. Posteriormente comprobé como nunca ofrecía su mano a los huéspedes y cómo rehuía igualmente ante
la posibilidad de cualquier contacto físico.
Todo esto que les acabo de narrar se desarrolló durante el primer día de nuestra llegada. En apenas unas
pocas horas había sido capaz de
darme cuenta de lo que nadie, al parecer, se daba cuenta. Posteriormente fui
recopilando mentalmente más datos cabalísticos: nuestro viaje era de cinco días, y la agencia de viajes nos había ofrecido cinco alternativas, de entre
las cuales, al final, elegimos esta que, curiosamente, era la quinta y última de las ofertas.
Tras la primera noche, en la que yo descansé poco y mi esposa durmió como un bebé, me levanté temprano. Di una
vuelta de reconocimiento por la parte superior del hotel y comprobé como la habitación número seis, o al menos la que por deducción debía de serlo, carecía del cartel correspondiente, mas sin
embargo, se podía adivinar el lugar
en el que había estado colocado
durante años por la
diferencia de color que había dejado sobre la
piedra. Al regresar por el pasillo, me encontré con una señora de la limpieza
y le pregunté si esa habitación del fondo era la número seis, y me confirmó que sí, pero que era la que ocupaba el director del hotel y por esa razón no se alquilaba a huéspedes. Debe ser la más grande -le comenté. No lo sabemos, -respondió la empleada- ninguna de nosotras ha
entrado nunca en la habitación del director. Él dice que nosotras estamos al servicio
de los clientes y no para atenderle a él. ¿Cuántas empleadas trabajáis en este hotel? -quise averiguar. Tan sólo Eva y yo -respondió. ¿Y usted cómo se llama? -le
continué interrogando. María. María Auxiliadora, aunque todo el mundo me llama María -me aclaró.
Con toda esa información, me fui forjando una vaga idea del misterio que guardaba ese
hotel. Aunque, de esa idea primaria hasta lo que luego resultó ser, había todavía un gran trecho.
Pero bueno, les seguiré narrando el resto
de la historia...
Cuando regresé a mi habitación mi esposa todavía dormía de manera placentera y despreocupada, ajena a lo que yo
indagaba.
Me fijé en la primera
caja. Digo la primera porque estaba justo enfrente de la entrada a la habitación, sobre una mesa baja lacada en blanco.
En la mesa, acompañando a la caja, había tan
sólo una lámpara de color blanco inmaculado, y unos angelitos de bronce con
una pátina de color negro en diferentes posturas. La caja estaba cerrada. La
revisé minuciosamente. La agité para recabar información sonora sobre su contenido. Me pareció que en su interior había algo pesado y que chocaba contra las paredes de la caja. Podría ser una piedra. Tras otra breve
inspección, comprobé como en uno de los laterales de la caja
había una ranura, apreté con suavidad y el lateral se deslizó y, al hacerlo, la tapa se abrió. El mecanismo me recordó al de las típicas cajas húngaras, aunque no
era exactamente igual.
Ante mí apareció una piedra volcánica de color negro en forma de pirámide imperfecta. Al revisarla
minuciosamente pude comprobar como, en el centro de su base, había una especie de botón revestido con arenilla de la misma lava. Al presionarlo, se precipitó sobre mí una nota manuscrita con una apariencia
bastante antigua. Evidentemente me encontraba ante el primer acertijo.
Aquel papel decía: cinco viajes,
cinco hijos, cinco vidas, cinco muertes por la joya de la corona. Tras leerlo
sentí frío. Los ventanales del salón que daban al mar se abrieron de golpe.
Un cuadro enorme que había colgado encima
del sofá, que representaba
una antiguo velero, se precipitó sobre la mesita en la que habían varios libros de fotografía y una caja de cerámica que, por la violencia del impacto, se rajó por la mitad. Curiosamente, la puerta de
la habitación se abrió, y, en un instante, el salón de aquella enigmática suite quedó congelado. De inmediato, cerré la puerta y los ventanales, y coloqué el cuadro en su sitio. Después, me dirigí hacia el
dormitorio para comprobar la eficacia de los tapones que usa mi esposa para
dormir, y pude comprobar como éstos están fabricados a prueba de bombas.
Al regresar al salón fui directamente hasta la caja de cerámica. Daba la impresión de que llevaba toda una eternidad sin abrirse. La rotura había sido limpia y la caja se había partido literalmente en dos partes
perfectamente simétricas. Miré en su interior y en uno de los huecos
descubrí una pequeña llave. Allí no había nada más.
Sentado como estaba en el sofá, me quedé reflexionando sobre lo acontecido. Mi reloj marcaba las
ocho y media de la mañana. Mi esposa seguía dormida. Yo tenía una nota manuscrita en castellano
antiguo y una pequeña llave que, con
toda probabilidad, me llevaría a descubrir mi
tercera pista. Dicho y hecho. Sobre un aparador que había a mi izquierda, localicé otra de las cajas. Fui hasta allí, metí la llave en la cerradura y, aquel pequeño cofre, se abrió.
Como comprenderán a estas alturas
de la lectura, yo me encontraba disfrutando de una especie de éxtasis teresiano. Mi corazón latía acelerado, y mi boca había adquirido cierta pastosidad. Pretendía darme prisa para avanzar en mis pesquisas antes de que mi esposa
se despertara. Sentía ansiedad por
llegar, cuanto antes, al final de aquel extraño e inesperado juego en el que, gustosamente, me sentía involucrado. Sólo de ese modo sería capaz de disfrutar plenamente de las
vacaciones junto a mi esposa.
Dentro de aquel cofre tan sólo habían cinco puros
habanos con una vitola en la que se podía leer: "Habaneros Genuinos". De nuevo el número cinco se repetía como un mantra.
En ese momento mi esposa salió del cuarto, con los pelos como si se hubiese peleado con un gato,
y con muchas ganas de bajar a desayunar. Dicho y hecho.
Aquella mañana la dedicamos a
conocer esa pequeña población costera. El clima no acompañaba demasiado como para plantearnos
excursiones de más envergadura. Yo
llevaba en el bolsillo de mi chubasquero una pequeña petaca. Sabía que, como en
otras ocasiones, me sería de gran utilidad.
Al llegar a la iglesia del convento de las Hermanas Hortensianas,
y mientras mi esposa se deleitaba en la contemplación, fotografiado, y catalogación de todas las imágenes religiosas allí expuestas, sin que nadie se percatara, sumergí la botellita en la pila del agua bendita
y la llené en un santiamén.
Después de comer en un
restaurante de comida típica y bebernos una
botella de vino del país, regresamos al
hotel para dormir la siesta, aunque mis auténticas intenciones eran bien distintas. Nadie se había dado cuenta, ni tan siquiera mi esposa,
de que en uno de los bolsillos del chaquetón llevaba uno de los saleros del restaurante. Sepan ustedes que la
sal, para estos menesteres, siempre es de gran ayuda.
A los cinco minutos de estar en la cama, mi esposa, dormía como un lirón. Aproveché entonces para
levantarme, agarrar el agua bendita, el salero que tomé prestado del restaurante, y un pequeño crucifijo, que siempre me acompaña en todos los viajes dentro de mi
neceser junto al cepillo de dientes eléctrico,
y salí al pasillo en
dirección a la habitación del director.
Estaba plenamente convencido de que la prueba satánica iba a dar positivo. Mi intuición no me suele fallar, otras cosas sí, pero la intuición, aunque suene un tanto presuntuoso,
casi nunca.
Al llegar a la habitación, arrojé unas gotas de agua
bendita sobre la puerta y cada gota de agua sobre la madera, se transformó, al instante, en una especie de ácido corrosivo. La puerta humeaba y
resplandecía por las ranuras.
Como en otras ocasiones en las que me había visto en una de estas, saqué mi crucifijo y rece todo lo que sabía más lo que me
inventaba, y, entre oración y oración, soltaba el imprescindible "Vade
retro Satanás"
Pero aquel director guardián del infierno no salió de su escondrijo. Estoy plenamente convencido de que si hubiera estado ahí habría salido,
pero luego supe que había ido al aeropuerto
a recoger a unos huéspedes británicos.
Tras los resultados irrefutables que evidenciaban la presencia del maligno, no me quedaron muchas ganas de dormir la siesta, así que bajé a la calle a tomar aire fresco, que buena falta me hacía.
El hotel estaba justo enfrente de un precioso paseo marítimo. Un señor mayor, con unas gafas de culo de vaso, parecía mirarme con asombro. Y digo parecía porque no lo podía asegurar por el descomunal grosor de
aquellos cristales opacos.
-Buenas tardes, señor: ¿Es usted de aquí? -le pregunté.
-Así es, caballero, de
toda la vida -respondió.
-Y, por casualidad: ¿no sabrá usted algo sobre
la historia de esta casa?
-Algo sé, sí señor. ¿Qué quiere que le cuente? -me planteó.
-No sé, por ejemplo...¿Sabe usted si está embrujada o tuvo fama de estarlo en algún momento?
-En esa casa vivía una familia que
hizo mucho dinero en Cuba cultivando tabaco. Tuvieron cinco hijos, todos
varones. En un momento dado, decidieron marcharse definitivamente a vivir a
Cuba. Pero el barco que trasladaba a su esposa y a sus cinco hijos en dirección al puerto de La Habana, donde el marido les aguardaba, fue atacado por
unos piratas y posteriormente hundido. Se habla de que él, al enterarse de la fatídica noticia, enloqueció. Cuentan que, en su desesperación, fue a visitar a la principal santera de la regla de Ochá. Cosas de brujería y todo eso, ya sabe usted. Incluso hay quien dice que él mismo se ofreció en sacrificio para salvar el alma de su
familia. Otra versión cuenta que, a los
pocos años del accidente, vendió todo en Cuba y regresó a esta casa. Aquí vivió hasta su muerte, convertido en una especie de anacoreta sin
apenas tener contacto con nadie del pueblo. Pasado un tiempo, la casa fue
heredada por una sobrina que vivía en el extranjero, y esta, después de tener la casa
medio abandonada durante décadas, la vendió a otras personas que la restauraron y la
convirtieron en un hotel. Yo siempre la he conocido como hotel. No se vaya
usted a pensar que esto pasó hace poco... todo
esto que le cuento es de la época de María Castaña. Aunque, para serle sincero, a pesar
del tiempo transcurrido, yo no me alojaría en ese hotel ni por todo el dinero del mundo. Como en todas las
leyendas, uno nunca se sabe qué tanto hay de cierto, y qué otro tanto hay de cuento, pero por si las moscas...usted ya me
entiende.
Tras despedirme de ese buen señor, y ya conociendo de primera mano el motivo por el cual aquel
misterioso hotel se llamara La Cubana, corrí de nuevo hasta nuestra habitación. Mi esposa seguía descansando bajo los efectos narcotizantes del vino peleón. Ella, cuando está de vacaciones, es mucho de descansar.
Localicé la cuarta caja en
una mesita debajo uno de los grandes ventanales de la suite. La caja era más grande y pesada que todas las
anteriores. Aparentemente se encontraba también cerrada, pero no fue así. La tapa estaba abierta, sin ningún tipo de cerradura. En su interior había un viejo ejemplar de un periódico que perfectamente podría ser cubano. El diario estaba parcialmente quemado. Pero en la
portada aún se alcanzaba a
leer un titular: Arde hacienda tabaquera y desaparece su propietario.
Aquello no sé si aportaba más luz, o más sombras, sobre mis expeditivas investigaciones. De cualquier
manera, siempre que me enfrento a algún suceso paranormal nunca tengo del todo claro si mis
investigaciones avanzan en la buena dirección, o en la contraria, hasta que doy con la clave del misterio. Mi
intuición me decía que el desenlace estaba cada vez más cerca, pero necesitaba tiempo.
Desembarazarme de mi esposa durante al menos unas horas era primordial para
avanzar definitivamente con aquel enigma, acabar con aquel guardián del diablo, y disfrutar de, al menos,
un par de días de vacaciones
con un mínimo de
tranquilidad y sosiego.
Así que, para la tarde
siguiente, reservé para mi esposa, en
el Spa del hotel de al lado, una sesión de tratamiento corporal, facial y manicura. Siempre he sido muy
atento con mi esposa, y más aún cuando me enfrento al mismísimo maligno y no quiero que mi esposa se
dé cuenta del asunto. Ella no está para estas cosas, el maligno nunca ha sido de su agrado. Lo suyo son
los santos.
Al levantarse de su generosa siesta, le comenté la posibilidad de ir a oír misa a la Iglesia del Convento de las
Hermanas Hortensianas que habíamos visitado ayer.
Me miró un tanto extrañada por lo inesperado de mi propuesta,
pero siendo ella tan amante de las iglesias, no puso el menor reparo en
aceptar.
La misa en cuestión era una misa de difuntos. La familia, al parecer, no era muy
numerosa ya que allí no habrían congregadas más de veinte personas. Mi esposa y yo nos
sumamos a la celebración como si conociéramos al finado de toda la vida, ante las
miradas de asombro de los allí presentes. El
difunto, que al parecer bebía de todo menos
agua, se había estrellado con su
moto contra una farola, comprobando de ipso facto la razón por la cual la Dirección General de Tráfico obliga a todos los motoristas a usar el casco en todos sus
desplazamientos, y la dureza del acero galvanizado. Aunque en su caso, estos dos importantes descubrimientos, ya le llegaron demasiado tarde.
Al finalizar, y sin más preámbulo, me dirigí hacia el sacerdote, un chico joven, recién llegado a la Parroquia de Garapinto, y
cuya experiencia con el demonio, se vislumbraba inexistente. Como así fue.
-Pascual Trujillo, para servirle a Dios y a usted -le dije, cortés, mientras le tendía mi mano.
-Padre Facundo Martínez, Cura de la Parroquia de Garapinto, para
lo que usted necesite.
-Pues mire usted, Padre, no pretendo asustarlo, pero mañana por la tarde lo voy a necesitar. Es
algo urgente. Muy urgente. Espero que usted tenga bemoles -le dije mirándole fijamente a los ojos, sin soltar
su temblorosa y debilucha mano.
-¿De qué se trata? -exclamó con cara de pasmado.
-Del hijo del maligno, Padre. Lo tengo bien localizado. No es la
primera vez que me enfrento a uno de sus pupilos, por eso no tenga usted
problema. ¿Tiene alguna
reliquia en su Parroquia? -le interrogué.
-Las Hermanas Hortensianas, al parecer, guardan una cruz que tiene
una espina de la corona que le pusieron a Jesucristo en la cruz. ¿Puede valer? -me preguntó aterrado.
-Espero que sea auténtica... ¿Se ha enfrentado
usted alguna vez a un Angel Caído? -le pregunté a bocajarro.
-Señor Trujillo, como
quien dice, yo acabo de salir del seminario. Las lecciones sobre el exorcismo
me las perdí porque estuve un
mes bien fastidiado con un cólico nefrítico y justo después me tuve que operar de hemorroides. Así que no sé si le voy a servir de mucha ayuda...
-Padre Facundo, recuerde que usted es un ministro de Dios, un
soldado de la fe, así que no se me
achique. Usted ponga la fe y yo pondré el oficio. Entre usted y yo... a este demonio lo vamos a mandar
de regreso al infierno, sin que se entere ni Cristo, ni mi esposa. Con perdón.
-¿Entonces no le
comunico nada al obispo?
-No diga ni mu. A la mínima nos caen encima todos los de la prensa. Mucha discreción Padre Facundo. ¿Entendido?
-Entendido.
-Le espero mañana a las cinco de
la tarde en la puerta del hotel La Cubana. Y no se olvide de traer la cruz de
las monjas, por el amor de Dios.
-Allí estaré -dijo el curilla, con más miedo que hambre.
Tras la conversación, rescaté a mi esposa de su
obsesión por la imaginería. Le estaba tomando unos primeros planos con el zoom a las manos
de un San Lorenzo, justo la que sujetaba a la famosa parrilla. El detalle gore
de las imágenes del martirio
le traen de cabeza. Cada uno tiene sus gustos, de eso no hay duda. La imaginería, y la restauración de obras de arte antiguas, le fascinan. Y
el vino...así que, tras dar un
paseo por el malecón, oyendo graznar a unas gaviotas enloquecidas, la llevé a cenar al mismo restaurante en el que
habíamos comido. Una
buena ensalada de primero, y un buen lomo de merluza a la romana con patatas fritas al
estilo de la abuela de segundo, supusieron la parte sólida de una cena en la tuvieron especial protagonismo una botella de blanco y otra de tinto.
Y así, bajo los
majestuosos efluvios de aquellos sorprendentes caldos locales, pasamos una plácida noche que en nada presagiaba la
envergadura de los acontecimientos que estaban a punto de acontecer y que
intentaré narrarles, a
continuación, con la mayor
diligencia y pulcritud.
Como comprenderán, poco voy a
destacar de lo que aconteció aquella mañana de transición, salvo en lo referente a la apertura de la quinta y definitiva
caja.
Mi mujer dormía desnuda, -a estas
alturas del cuento ya se habrán dado cuenta de que ella es de mucho dormir-, con una
pierna afuera de la cama y el brazo derecho colgando, como si hubiera caído del techo boca abajo. El vino es lo que tiene. Tengo que reconocer
que, de no haber sido por la premura en acabar con ese hijo del demonio,
hubiera aprovechado la situación para cumplir con el santo
oficio del matrimonio, pero...paciencia - me dije, cada cosa a su tiempo.
La quinta y definitiva caja estaba situada sobre el tocador del
dormitorio. Sigilosamente, la saqué al salón, y me enfrenté a ella con la ansiedad de conocer qué nueva pista me depararía en su interior. En realidad, no tenía ni idea de que aquellas cajas, y sus
contenidos, fueran realmente pistas, ni que tuvieran nada que ver unas con otras.
Pensé que tal vez por el
paso del tiempo, y de los muchos huéspedes que habrían ocupado aquella
habitación, esos objetos
bien podrían ser elementos
aislados sin conexión aparente con el
acertijo que me ocupaba. Pero: ¿Y si en realidad lo eran? ¿Qué me hacía ahora dudar y pensar lo contrario?
La caja era de caoba y no pesaba demasiado. Presentaba una
cerradura pequeña y oxidada, como
de juguete, pero a pesar de ello, y lo hábil que soy con las horquillas del moño de mi esposa, no conseguía abrirla. Así que, dejando de
lado mis habilidades y mi consabida pericia, pegué, a las bravas, un fuerte y seco tirón de la tapa y la caja se abrió de par y par. Por la inercia, caí repantigado sobre el sofá, las ventanas se abrieron de golpe, y aquel cuadro, representando
un velero en plena tempestad, me volvió a caer sobre la cabeza, al mismo tiempo que se abría misteriosamente la puerta de la
habitación.
Tras recomponer el escenario, me centré en el contenido de aquella última y definitiva caja. Por lo violento de la apertura, su
contenido había salido disparado
hacía el suelo yendo a
parar justo debajo del armario de la vajilla. Al agacharme, y meter la mano bajo
aquel centenario mueble, para recoger lo que parecía un pequeño saquito de tela
de color crema, la parte superior de mi mano rozó algo frío y metálico que parecía estar enganchado a la parte baja de aquel armario. Así que, tras hacerme con el saquito, palpé ese objeto frío que me pareció una especie de bastón. Tiré de él y, sin mucho
esfuerzo, desprendí una especie de
espada muy fina y alargada, adornada en su empuñadura con una pequeña cruz y otros símbolos vaticanos.
Sentir aquella misteriosa espada en mi mano me aportó una increíble sensación de seguridad.
Pese a su longitud y su aspecto apenas si pesaba. No sé cómo explicar el sentimiento que me embargaba al empuñarla. Sentía que aquel artefacto tenía vida propia y que mi mano, y yo mismo, fuéramos sus herramientas y no al revés. Dejé la espada sobre el sofá y tomé el pequeño saquito, que, a la postre, había servido como vehículo para localizar aquella insólita y majestuosa arma. En su interior
tan sólo había ceniza. Una ceniza negra y triste. Una
ceniza que bien podría formar parte del
fatídico desenlace de
aquella malograda familia.
Dejando en un segundo plano a las cenizas, me quedé prendado observando aquella espada y la
indescriptible elegancia de los adornos que remataban su empuñadura. Tanto es así que mi esposa me pilló con las manos en la masa.
-¿De dónde has sacado eso? - preguntó mi mujer con cara de asombro.
-Pues, no te lo vas a creer, pero estaba enganchada debajo de ese
armario. Se me abrió entre las manos
esta cajita, de ella salió despedido este
saquito de tela que contiene únicamente cenizas,
de tal manera que terminó cayendo bajo el
armario y al meter la mano para sacarlo me encontré con este inesperado hallazgo -le expliqué a mi esposa.
-¿Sabes qué es? -me preguntó con firmeza.
-Una espada -le dije.
-No señor, es mucho más que una simple espada, me explicó haciendo alarde de sus amplios
conocimientos en arte antiguo, es un estoque divino. No sé si será original, que seguro que no lo es, o será una replica fidedigna del que el Papa Pío V entregó al Rey Juan de Austria antes de la Batalla de Lepanto. Se habla
de que se encontró la hoja en un
convento, pero sin la empuñadura original, y
que la reconstruyeron en base a las imágenes de algunos cuadros que
representaban al rey con ella en la mano o en el cinto.
-Pues, tanto como si es auténtica como si no lo es, ¿sabes qué?: ¡te la regalo!. Sé que te apasionan estas cosas mucho más que a mí -le comenté.
Entre tanto mi esposa me miraba muy extrañada. Cuando no está dormida siempre hace gala de un sexto
sentido que me dificulta mucho ocultar lo que pasa por mi cabeza, de tal
forma que, vi necesario dar un giro copernicano a la situación, y proponer que fuéramos a pegarnos un chapuzón a la piscina, aprovechando que el sol,
aquella mañana de autos, había salido con todo su esplendor.
Ya por la tarde, y tras acompañar a mi esposa al Spa, decidí esperar al cura en la puerta del hotel. A través de María, me había cerciorado de qué el director se encontraba en su cuarto.
Los huéspedes británicos se encontraban jugando al golf. En
la parte de arriba del hotel no había nadie más.
El cura llegó en una Vespa. La
sotana quedaba genial con el casco de motorista.
-¿Ha traído la reliquia? -le pregunté al religioso mientras se bajaba de la moto.
-Ha sido imposible. La madre superiora la tiene a buen recaudo, y
me hubiera visto obligado a dar demasiadas explicaciones.
-Ha hecho usted muy bien -le dije para quitar hierro al asunto.
Nos apañaremos con el agua
bendita y la sal. ¿Al menos se habrá traído usted su crucifijo? -le pregunté.
-Lo llevo. He traído el que tengo sobre el cabezal de mi cama, que es muy hermoso -me explicó.
Pues, manos a la obra, Padre. Ha llegado la hora de mandar a ese
demonio de regreso a los infiernos.
Al entrar en el hotel, le pedí a María que cerrara la
puerta y no le abriera a nadie.
-María, esto es un
asunto muy serio. No deje entrar a nadie al hotel, bajo ningún concepto, hasta nueva orden. No se lo
había dicho antes, pero soy
un agente secreto de la seguridad del estado, y al cura párroco ya lo conoce usted, ¿no es así, María? -le expuse, sin
dejar tiempo para que reaccionara la limpiadora.
-Hágale caso, María -dijo el cura, con cara de
circunstancia.
-No se preocupen. Por aquí no pasará nadie -dijo la
limpiadora, cerrando, a cal y canto, la puerta. ¿Cuánto tiempo tardarán más o menos? Los ingleses regresarán sobre las seis y media -puntualizó, María.
-¡Lo qué Dios quiera, María! ¡Dios proveerá! -respondió el curilla con un tono voz que no le salía del cuerpo.
Recuerdo que al subir las escaleras, en dirección a la habitación número seis, las
piernas me pesaban toneladas. El Padre Facundo subía tras de mí, con la intención de otorgarme toda la iniciativa de
aquella especie de exorcismo, mientras María se quedaba abajo en el pequeño cuarto de la plancha.
Al llegar a la puerta, le pedí al cura que empuñara su crucifijo con las dos manos, en dirección a la puerta, y comenzará a rezar, sin parar, el rosario
completo.
Como ya había hecho con
anterioridad, rocié la puerta con el
agua bendita de la petaca y, con el salero, le arrojé varias puñados de sal, lo que
produjo el mismo efecto corrosivo sobre la puerta que la vez anterior. La
puerta humeaba y, a través de sus rendijas,
proyectaba una luz cegadora.
-No sé achique ahora,
Padre Facundo. Rece con más ímpetú, por el amor de Dios, que esto está empezando y tiene muy buena pinta.
-Diga conmigo, Padre: ¡Vade retro Satanás! ¡Vade retro Satanás! Ha llegado tu hora hijo del demonio.
El cura sudaba. El crucifijo se movía en sus manos, de arriba abajo, evidenciando que, de un momento a
otro, aquella puerta que conducía al escondrijo del maligno se abriría.
De hecho, en ese preciso instante, la puerta se abrió, saltando en pedazos una de sus hojas, y
apareció ante nosotros un
ser envuelto en llamas, como cuando un hombre se quema a lo bonzo en la puerta de un juzgado.
-¡Rece más fuerte padre! ¡O él, o nosotros! Arengué al cura al mismo tiempo que arrojaba sal sobre aquel cuerpo en
llamas.
Aquel monstruo infernal, soltó su brazo de fuego en dirección al cura, y, al instante, él y su crucifijo saltaron por los aires. Yo reaccioné arrojando toda el agua bendita sobre
aquella incandescencia sobrehumana y de aquel mal engendro surgió un grito tan estremecedor que casi provocó que me estallarán los tímpanos.
-¡Vade retro, hijo de
puta! ¡Vade retro! Le
gritaba empuñando mi pequeño crucifijo con una mano, mientras
observaba con perplejidad como aquella bola de fuego retrocedía inexplicablemente hacia el interior de su guarida.
Yo, sin saber que hacer ante el retroceso del maligno, decidí avanzar, sin demasiada convicción, hacia la puerta. No había dado aún ni dos pasos cuando observé como aquel demonio emprendía una veloz carrera hacia mí, al mismo tiempo que alguien me apartaba
del brazo y me hacía caer hacía un lado.
Mientras caía al suelo, aunque todo lo que les cuento sucedió en décimas de segundo,
pude observar con perplejidad como María, con el casco del cura cubriendo su cabeza, y armada con el estoque
divino que había encontrado en mi
habitación, arremetía con bravura contra aquella masa deforme de fuego, y de una sola y certera estocada, digna de cortar dos orejas y rabo, la hundió, hasta su empuñadura, dentro de aquel ser inhumano incandescente.
Lo que sucedió después fue algo tan sobrenatural
que, este modesto aprendiz de escritor, no tiene palabras con las que describirlo
con la debida solvencia.
María Auxiliadora
resultó ser un ángel que custodiaba, desde tiempo
inmemorial, a ese demonio. El cura se recuperó de sus heridas y alegó al obispado que se había caído de la Vespa. A mi esposa le conté que, mientras ella disfrutaba de su sesión de belleza, la habitación del director del hotel se había incendiado, y que su ocupante, al que habían intentado
localizar por todos los medios, se hallaba en paradero desconocido.
Tras lo acontecido, a mi esposa no le quedaron muchas
ganas de continuar en aquel hotel. Me pidió, por favor, que nos cambiáramos al hotelito del
Spa. No entendió muy bien cómo se podía haber perdido aquel estoque, que, según ella, era un burda imitación del original. Lo bueno de todo este asunto es que nadie, hasta este momento, nos ha reclamado la factura del Hotel La Cubana.
He pensado que, con lo que nos hemos ahorrado, el fin de semana que
viene nos iremos a un hotel que han habilitado en un castillo del siglo XIV. A
mi esposa y a mí nos vuelven locos los viajes. Creo que por eso nos llevamos tan bien.
Vaya viaje y lugar enigmático. A veces la realidad supera la ficción.
ResponderEliminarMe dieron ganas de ir al hotel.
Feliz domingo.
Nunca te has ido amigo pero con este relato o mejor historia te puedo decir José Fernández Belmonte que feliz mente estas de vuelta.
ResponderEliminarNo podía esperar menos de ti, no podía suponer un mejor escrito ni un mejor final para el mismo, en hora buena amigo el deleite fue de principio a fin. ....................GRACIAS.
Misterio, humor y genialidad. Que más se podría decir....Estupendo relato!!!
ResponderEliminarTe vas creciendo por momentos , genial final ¡¡¡¡
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