De nuevo, en un avión de Iberia, sobrevuelo el atlántico desde México rumbo a mi casa con el culo en fiestas. Entre la oferta de música que ofrece el dispositivo de entretenimiento del avión, he seleccionado una recopilación de temas de jazz instrumental: Last Goodbyes, There is No Tomorrow, Eventually Maybe, New York Latin Big Band 3, Unimaginable, entre otros temas que harían las delicias de mi idolatrado Murakami. Todos ellos resultarían ideales para ambientar una cita romántica con aspiraciones. Cincuenta y cinco por ciento de vida marca mi batería. Un chico que vuela atrás mío, aquejado de ansiedad, ha estado a puntito de bajarse del avión minutos antes de despegar. He intentado tranquilizarlo contándole las miles de hora de vuelo que llevo sobre las espaldas, y le he hablado de los destinos tan maravillosos que he disfrutado, y le he reconocido que lo peor de volar es que resulta muy poco recomendable para los que padecemos de hemorroides.
El chile, las hemorroides, y los viajes en avión no congenian nada bien —le he explicado al joven, mientras este me miraba haciendo un evidente gesto de perplejidad— así que las diez horas y media de vuelo que tenemos por delante las presiento de puro sufrimiento para mi retaguardia. —¡Híjoles! Ha exclamado el joven ansioso, dando un respingo sobre el sillón como si apretase las nalgas en un acto reflejo ante mi propia dolencia.
Horas antes, me he despedido del personal de servicio de mi cuartel general en el hotel Holiday Inn Suite de la Calle Londres, después de haber compartido un buen rato con el artista mexicano Leobardo Huerta. Por momentos, el artista me ha sumergido en su cosmovisión pictorica, en su apasionante biografía, y en la historia reciente de su país. Sus dibujos y sus intervenciones sobre viejas fotografías, y documentos oficiales y comerciales que recopila por diferentes poblados mexicanos, representan la fusión de lo moderno con lo viejo. Sobre lo viejo, fotografías en blanco y negros o en tonos sepia, o viejas escrituras notariales, o recibos de la compra de un aparato de radio de los años cuarenta, todas ellas en mi diferentes estados de conservación debido al paso del tiempo, él sobrepone dibujos que representan o evocan a la mitología mexicana: máscaras de carnaval, alebrijes, o personajes o elementos de la imaginería prehispánica que transforman y enriquecen unas historias solapadas que acaban creando una nueva realidad; una segunda vida que puede ser entendida como una milagrosa resurrección.
Leobardo Huerta, sin duda alguna, es un artista llamado a ostentar un lugar privilegiado entre la élite de la plástica actual mexicana. En su obra interpreta la realidad colectiva al mismo tiempo que la suya propia y lo hace con una engañosa facilidad que raya la inocencia, o lo infantil, a la que muchas de sus obras, de alguna u otra manera, hacen referencia. Su pintura enlaza mágicamente pasado y presente cuestionando un futuro avasallador con lo singular y autóctono y vilmente sometido a la dictadura del neoliberalismo y la globalización. Su obra te atrapa, te invita a soñar, juega contigo, te habla, te provoca, y te acaricia los sentidos. Tal vez por eso, en esta mañana de despedidas, sus obras resucitadas han acabado por resucitarme.
Aún conservo el cuarenta y ocho por ciento de la batería. El joven con miedo a volar se zampa sin reparos la comida cuartelera que las azafatas acaban de ofrecer. Mi culo está malherido. El jazz, actuando como una sutil anestesia, me ha dado sueño.
El vuelo rumbo a mi futuro, por fortuna, continúa su marcha.