Tres psicólogos ya éramos demasiados.
En ocasiones, ni a un asesino en serie lo habían estudiado tan a fondo. Mis dos anteriores colegas opinaron que el
estado mental de Manolo no era muy distinto al de cualquier persona normal,
suponiendo que ese tipo de personas existiera aunque fuera en alguna aldea
recóndita del Himalaya. Sin embargo, él mismo no lo tenía tan claro. Al menos, el segundo especialista que lo
trató le insinuó que lo suyo podía ser una depresión provocada por haber
agotado sus dos años de prestación por desempleo y estar pasando una precaria y
angustiosa situación económica. No es
algo tan grave, no se preocupe demasiado, lo que tiene usted es algo pasajero.
Sentir miedo e inseguridad no es tan sólo cosa de locos, todo el mundo, en algún
momento de sus vidas, se ha sentido como usted –le explicó el doctor con ánimo
de tranquilizarle.
Pero después de esa justificada
depresión, fue cuando comenzó a desarrollar diversos tipos de manías
persecutorias. La primera vez que se sintió así fue cuando le dio por ir todas
las tardes a mirar como los clientes de un restaurante italiano se atiborraban
a pizzas. El modus operandi siempre era el mismo: se sentaba en un banco de un jardín que daba justo a la cristalera
del establecimiento y, desde ese punto, se quedaba embelesado mirando
descaradamente a los comensales. En una
ocasión unos clientes, al percatarse de la situación, se habían mostrado tan incómodos que los camareros se vieron obligados a cambiarles de mesa. Hasta
que un día, los del restaurante, cansados de su absurda obsesión, decidieron
salir del restaurante y echarlo a patadas de aquel banco.
-¡Anda a la mierda, tontucio! –le
gritaron los del restaurante al unísono.
La humillación le hizo darse
cuenta de que su comportamiento no era demasiado habitual.
La segunda manía fue peor. Sin
saber ni cómo ni para qué, le dio por sentarse al lado de un mendigo que se
ponía en la puerta de la parroquia de Santa Quiteria. En principio el mendigo
no dijo nada, pero cuando la gente, al salir de misa, comenzó a depositar en su
mano algunas monedas, el mendigo pensó que no estaba dispuesto a compartir su
negocio y lo expulsó del atrio a puntapiés. Como es de entender, a nadie le gusta la
competencia desleal.
-Oye compadre –le dijo el
pedigüeño: como vuelvas por aquí y no respetes mi exclusividad territorial,
unos amigos y yo, te vamos a dar de hostias, pero no de las consagradas. ¿Has entendido,
o te lo digo en ruso?
Su última y absurda manía fue la
de recopilar ticket de compra de los supermercados. Buscaba y rebuscaba en las
cajas los documentos que los clientes abandonan, a la primera de cambio, sin
prestarles importancia. La gente, al parecer, confía plenamente en los métodos
de control, sin percatarse de que, en muchos casos, algunos productos se cobran doblemente, otros
a un precio equivocado, y otros -eso es lo peor para el establecimiento y lo
mejor para los clientes-, ni tan siquiera se contabilizan.
Aunque todo eso a él le daba
exactamente igual. En realidad, lo único que le satisfacía era acumular más y
más ticket. Le dio por ordenarlos por importes. De menos de veinte euros, de
menos de cincuenta, de menos de cien y, los más escasos, y que más le
excitaban: los de más de cien. Esos montones los sujetaba con gomas de
diferentes colores y los guardaba en una vieja lata de galletas danesas. Aunque
cada noche, cuando procedía a ordenar la colecta de ticket del día, le apenaba
recordar el día en el que su madre, siendo niño, le arrojó a la basura su
colección de cajas de galletas de lata que casi inundaban su habitación.
Recordaba, como si se los hubiesen grabado a fuego, los gritos que le pegaba su
madre cuando él intentó detenerla:
-Parece que estás loco, Manolín. ¿No
podrías estar jugando al fútbol con los otros niños, en lugar de estar
encerrado todo el día en tu cuarto con esa mierda de cajas vacías? Tú no estás
bien, hijo –le sentenció la madre sin demasiada sutileza, mientras le tiraba
todas las cajas, a excepción de una en la que guardaba montoncitos de ticket de entradas del Cine Callao liados con gomas. ¡Con la de las entradas del cine
ya te sobra, lelo, que pareces lelo!
Ese trauma infantil, provocado por
su propia madre, quizás tenía mucho que ver con su anómalo comportamiento.
Al principio le hacía gracia a
las cajeras, aunque pronto, al correrse
la voz de la presencia de tan extraño personaje, los de seguridad, siempre
necesitados de protagonismo ante las féminas, comenzaron a hostigarlo para que
dejara de venir a efectuar su insólita colecta.
Por tal motivo, tuvo que cambiar
infinitas veces de supermercado. Cada vez que lo hacía se veía en la obligación
de ampliar la colección, ya que los ticket, la mayoría de las veces, no
coincidían en formato, ni en tipo de papel, y eso le molestaba mucho. Así que
reorganizó su colección poniéndole a cada caja el nombre del supermercado al
que pertenecía tan singular contenido.
Hasta que un día decidió acudir
al Supermercado Comprabuena. Manolo
observaba a una señora que acababa de arrojar su ticket recién pagado al suelo,
como haría un sabueso observando el hueso que le acababa de lanzar su dueño.
Mientras la clienta terminaba de acomodar su compra en el carrito, él se lanzó
como un rayo a recoger el papel. Se fijó, como hacía habitualmente, en cada una
de las líneas de productos y, al instante, se dio cuenta de que el limpiacristales
Cristasol tenía un precio excesivamente elevado. Su obsesión, sin darse cuenta,
le había facultado para conocer de memoria los precios de infinidad de
productos.
En un arrebato, tan espontáneo
como incomprensible, decidió preguntarle a la cajera por el responsable del
establecimiento. La chica lo remitió a la caja central. Las de la caja central
avisaron a un gorila de seguridad que llevaba un Chupa Chups en la boca y tenía
la cabeza como una bola de billar. Este lo acompañó, tras subir unas estrechas
escaleras, que parecían conducir a la mismísima boca del lobo, a un despacho
desde donde un señor, a través de un montón de monitores, controlaba cada
reacción y cada movimiento de los clientes de aquel enorme establecimiento.
-Buenos días, señor: ¿Cuál es el
motivo de su reclamación? –le preguntó el jefazo con cierto tono de recochineo.
-Pues mire usted, caballero: mi
esposa acaba de comprar un limpiacristales marca “Cristasol” y me resulta
bochornoso que en Comprabuena -que presume de ser la cadena de supermercados
más económica del país- este producto
este marcado al triple de precio que en Correfiur. Entiendo que la Cerveza Miau
la tienen ustedes un veinte por ciento más barata que la competencia. Que el pan de ustedes es
mejor y un diez por ciento más económico que en Almonte. La sardina fresca
también la tienen a un precio inmejorable. Pero lo del Cristasol, con mucho
respeto señor, es un robo a mano armada –le dijo Manolo, casi sin respirar y
más serio que un ajo.
-Caballero, por un casual: ¿sabría
usted decirme a cómo tienen el Cola Cados en el supermercado del Corte Francés?
–le preguntó el directivo.
-Sí señor, ayer estaba a dos
euros con ochenta, pero la semana pasada estuvo a dos con noventa y cinco. Pero
aquí, entre usted y yo, el Cola Cados siempre está más barato en Supermercados
El Arbusto –explicó Manolo con soltura. Allí siempre está a menos de dos con
cincuenta.
-¿No sabrá a qué precio tienen la
pescadilla congelada en Etroskin? –le preguntó el tendero.
-Claro, a cuatro noventa, pero
dicen por ahí las malas lenguas que no es pescadilla –le dijo Manolo sin
titubear un segundo.
-¿Y si no es pescadilla qué coño
es? –le preguntó con sorpresa el directivo ojeando minuciosamente uno de los
monitores.
-No se haga usted el tonto. Sabe
perfectamente que están inundando el mercado con pescados africanos de los
lagos Tanganika y Malawi, se compran a pocos céntimos el kilo y los traen
volando en unos viejos Antonov de la Segunda Guerra Mundial que un día de estos
nos van a caer en la cabeza. Antiguamente nos daban gato por liebre y ahora nos
dan perca africana por pescadilla. No sabemos lo que comemos, se lo digo yo
–respondió Manolo con autoridad.
-¿Oiga caballero, usted ha venido
realmente por lo de su esposa, o trabaja para alguna consultora de gran
consumo? –exclamó el jefazo, poniendo cara de circunstancia.
-Piense usted lo que quiera,
pero: ¿Podría abonarme la diferencia del Cristasol? Es que llevo algo de prisa –le
requirió Manolo.
-¿A usted no le interesaría
trabajar para nosotros? –le propuso de sopetón aquel directivo de Comprabuena.
Estoy dispuesto a ofrecerle quinientos euros más de lo que le pague su actual
compañía.
-Mire, le advierto que yo gano un buen sueldo y no me dejo
impresionar tan fácilmente. Además, en mi empresa estoy muy bien reconocido. Recientemente
me han propuesto para un ascenso a supervisor de informadores de gran consumo
–le contestó orgulloso Manolo.
-Tres mil al mes es todo lo que
le puedo ofrecer. O lo toma o lo deja, piénselo –le dijo el directivo mientras
firmaba un montón de documentos.
-Como soy un caballero, deme
quince días para quedar bien con mi actual compañía y trato hecho –le respondió
Manolo con seguridad.
La entrevista se cerró con un
apretón de manos y de manera bien distinta a como se preveía.
-Oiga: ¿pero me van a reembolsar
la diferencia del Cristasol o no? ¡Lo cortés no quita lo valiente! – volvió a
insistir Manolo.
-Sí, pasé usted por caja central,
allí le darán sus dos euros. Veo que tiene usted bien grabado a fuego nuestro
lema “si encuentra algún producto más barato le abonamos la diferencia”.
Recuerde, en quince días nos vemos aquí para formalizar su contrato. Hasta entonces –le dijo el que sería en breve
su nuevo jefe.
Aquellos dos euros los invirtió
Manolo en comprar un cupón de la ONCE. La fortuna quiso que le tocara el premio
gordo y un sueldazo al mes durante veinticinco años. Por tal motivo, Manolo lleva una semana
pensando si le apetece ese trabajo o no. Hasta el momento de escribir esto, no
lo tiene demasiado claro. A él lo que realmente le gusta es hacer colecciones.
Yo, que soy su psicólogo, le he aconsejado que antes de rechazarlo, pruebe a
ver si le gusta. Ese trabajo le permitiría seguir cogiendo ticket de todos los
supermercados y encima cobrar tres mil eurazos. Por mi parte, le he
ofrecido una iguala de 200 euros al mes para que siga viniendo a la consulta
una vez por semana. Este Manolo es un tipo raro, pero es buena persona. ¿Quién
de ustedes no tiene alguna rareza hoy en día? Para no ir más lejos les diré que
yo colecciono recortes de periódicos en los que aparecen fotografías de gente asesinada y no por ello pienso que estoy loco. ¿A qué ustedes también coleccionan algo? Pues
eso…
Joder con MANOLO, la suerte le sonrió , o quizá inconscientemente la busco. Fuera lo que fuese su locura era buena.
ResponderEliminarVoy ha ver si la mía también me saca de pobre
Vaya si manolo fueramos todos que pese a sus extrañas manias o su mentada locura esta sociedad seria mucho mejor.
ResponderEliminarLocura, según el diccionario, significa “privación del juicio o del uso de la razón”.Realmente no creo que Manolo tenga el juicio privado, simplemente es un hombre con mucho tiempo libre al que su hobby de niño le ha hecho ocupar su día a día, y del que ha sacado muy buen provecho. De tonto este Manolo no tiene ni un pelo, jejeje
ResponderEliminarBuenisimo relato, yo creo que loco no estaba por ningun lado sino, que es muy caval, su mania por llamarlo de alguna forma le hace saber en todo momento los precios de todos los supermercados (quiza como la gran mayoria de las clientas que hoy en dia van a un salon), eso lo hace hacerse fuerte pues lo controla todo, y aparte le da maniobrabilidad para hacer y deshacer si fuera necesario en ese nuevo trabajo que le ha salido. Todo un fenomeno, hay que conocer siempre lo que realiza la competencia, y referente al cupon, yo trabajaria que mejor forma de hacer lo que te gusta y bien pagado.... saludos
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