Cuando Venancio Mulero llegó a la Estación de Francia de Barcelona, se reafirmó en el hecho de que su mundo, en aquel monte perdido del Pirineo, hacía tiempo que se le había quedado pequeño.
Ojiplático, agarró una taxi en una fila en la que al menos habría otros veinte o treinta, cosa que le sorprendió enormemente, ya que en su pueblo tan sólo había uno, y que, por el paso del tiempo y la falta de cuidados, se caía a pedazos. Allí, por el contrario, estaban todos nuevos, pintados de amarillo y negro, y relucientes.
Para su regocijo, el taxi avanzaba entre cientos de coches de marcas y modelos que desconocía. Desde niño le apasionaban los coches, tal vez por el hecho de que cada vez que se acercaba alguno al pueblo sucedía algo que les sacaba de su habitual monotonía. Por las aceras caminaban miles de personas. En un sólo minuto de trayecto ya había contemplado a más personas y más coches que en toda su vida. Le inquietaba mucho no ver animales en aquel paisaje urbano. No veía vacas. Tampoco había mulas, ni burros, ni caballos, ni gallinas picoteando por aquí o por allá. Ni rebaños de ovejas con perros corriendo y ladrando a su alrededor. ¿Cómo comerá tanta gente si aquí no hay animales ni huertos? -se preguntaba, ensimismado, el joven e inocente Venancio. Sin embargo, se fijó en la gran cantidad de frutas y verduras que las tiendas de ultramarinos exhibían en sus puertas. Frutas y verduras, en muchos casos, que él nunca había visto antes. Se percató, también, de la gran cantidad de tiendas de ropa que veía. En su pueblo tan sólo había una y la ropa que vendían siempre era la misma, pero cada vez más vieja y descolorida.
Recordó unos pantalones que desde pequeño veía en la tienda de Maruja. Su madre le había prometido que se los compraría cuando fuera un poco más grande ya que no eran de su talla. Cada vez que bajaban al pueblo e iban a la tienda de Maruja, Venancio observaba con deseo a sus idealizados pantalones; comprobaba su cinturilla, los comparaba con sus piernas y, de ese modo, se hacía a la idea de que aún le venían grandes y, por lo tanto, su espera se ampliaba como un castigo divino.
-¡Para el año que viene, bonito, ya verás! -le decía su madre para consolarlo, dándose cuenta de la ansiedad que esa larga espera le ocasionaba.
-Eso dependerá de cuánto estire el mozo este verano. Qué los críos cada vez estiran antes -dijo doña Maruja, con la rotundidad que le caracterizaba.
Venancio tenía muchas ganas de hacerse mayor. Pero no tan solo como le tocó crecer. Él nunca se adaptó bien a la soledad, aunque la aceptara. Lo peor que llevó fueron las noches. Las pesadillas más recurrentes siempre las protagonizaban sus padres. Sus padres cayendo al vacío. Sus padres aplastados contra el suelo. Sus padres devorados por los buitres. Sus padres volando en círculos sobre el valle. Y lo que más le aterraba: nubes de tábanos que invadían su casa y se lo comían a picotazos. Todo eso le provocaba más miedo que el aullido de los lobos, o el merodear de los osos por su finca, que, en más de una ocasión, habían atacado a sus reses.
Mirando obnubilado a través del cristal de la ventanilla de aquel taxi, su vida pasaba por su mente a velocidad de vértigo. Escenas en las que nunca antes había reparado y, ahora, sin saber por qué, adquirían protagonismo y reclamaban un lugar de relevancia entre sus recuerdos.
-Ya hemos llegado, joven -le dijo el taxista.
-¿Cuanto le debo, señor? -le preguntó, Venancio, con educación.
-Un duro, caballero -le exigió sonriente el conductor.
Cuando Venancio Mulero vio alejarse al taxi, entre aquel bosque de asfalto y calles grises, sintió como, dentro de él, se alejaba su vida anterior. Quien se acababa de apear de aquel vehículo crisálida era un nuevo Venancio. Un Venancio dispuesto a todo, con la única ilusión de que, por fin, un mundo sin tábanos le sonriera.
Una enorme puerta de madera de color caoba, con el número veintiocho en lo alto, y una mujer llamada Lola, a la que no conocía de nada, le estaban esperando para introducirlo, de lleno, en una Barcelona tan apasionante como desconocida.
Con firmeza, agarró su pesada maleta, subió las escasos peldaños que lo separaban de su destino y, con decisión, tocó el timbre de la puerta.
A partir de ese momento, ya nada tendría retorno.
Espero la tercera parte de esta historia!!! Me ah atrapado Venancio... Que le esperará en Barcelona??? Cómo será Lola???
ResponderEliminarPor favor deja a venancio vivir más que ha carni , la cosa pinta bien¡¡¡¡¡¡¡
ResponderEliminar?y que paso con Lola? Estamos ansiosos de leer la continuación!!!!
ResponderEliminarVenancio bienvenido a la civilizacion, efectivamente el taxi es como esa crisálida ke bien dices, paso de un estado a otro, veremos a ver como actua esta nueva mariposa en un mundo tan desconocido para el.....
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