De un día para otro todo cambia. Ayer lucía el sol y hoy amaneció lloviznado. Mis tortugas asoman sus cabecitas entre la hojarasca que las cubre y miran, no sin incertidumbre, hacia las nubes. Las esparragueras ya han perdido sus blancas flores y con ello gran parte de su elegancia. Ahora exhiben su apariencia más tortuosa y deprimida. Los abejarucos ya no revolotean inundando de jolgorio los cielos de mi amanecer. De un día para otro todo cambia.
De la surcoreana Han Kang, paso a leer al chileno Luís Sepúlveda. En la lectura encuentra refugio mi desasosiego. El verano ya está por abandonarme, lo mismo que mi juventud, o que mis fuerzas, o que mis utopías.
De un día para otro todo cambia. Y quién sabe si para peor. Las primeras gotas de lluvia despiertan a los caracoles y alegran a los sapos que ya andaban aburridos ante tanta sequedad.
El mundo sigue girando; cambiamos de una estación a otra en un viaje infinito en el que no existe el tiempo que tanto nos oprime. Los animales de mi entorno observan esos cambios con tranquilidad, sin importarles la filosofía que emana de todo ello. Sin preocuparse de calcular mediante complicados algoritmos la parte alícuota de su desdicha.
El otoño siempre estimula a mis maletas que ya se preparan para regresar a Polonia, a Ucrania, y a Bosnia. Entre vuelo y vuelo converso con las nubes y me impregno de sus vivencias. Pese a su apariencia etérea, las nubes hablan más que mi barbero. Me cuentan historias más propias de novela negra que de un relato de tres al cuarto como el que les escribo. Historias tan negras como el humo que las asfixia. Historias tan negras como el agua ácida que arrojan. Historias tan negras como la violencia, el hambre, y el egoísmo de los que nada queremos compartir.
Las nubes, entre vuelo y vuelo, me cuentan que las hemos defraudado. Cuentan que siempre nos tuvieron en alta estima hasta que, de unos siglos a esta parte, comenzó a dominarnos la avaricia. De un día para otro perdisteis el rumbo —me dijo una nube que parecía una bola de espuma de afeitar.
Pero, no se piensen que sólo me hablan de desgracias y de penas. Hace unos días, mientras volaba de Riga a Helsinki, una nube dulce como de algodón me dijo que de un día para otro todo cambia.
Pese a todo lo que os creéis —me volvió a decir—, y a todo lo que pretendéis acaparar innecesariamente, puede que un día de estos amanezca y ese ansía de poder y ostentación os haya abandonado para siempre. Me agradó esa noticia.
De hecho —continúo diciéndome—hubo un tiempo en el que nosotras las nubes lo dominábamos todo, lo mismo que en otro tiempo todo lo dominaban la oscuridad, o el agua, o los dinosaurios, y, sin embargo, ya nos ves ahora, amigo viajero, como nadie nos respeta, nos pasamos la vida acaloradas, sucias y llorando lágrimas negras.
Los cambios siempre preocupan. Será que somos seres de costumbres. Pero a veces esos cambios traen cosas distintas y... buenas.
ResponderEliminarBesitos
Aunque siempre a uno le cueste un cambio en general siempre es bueno, las estaciones tienen sus particularidades y en ellas hay que aprovechar lo bueno.
ResponderEliminarUn abrazo.
¡Pues no saben nada las nubes!
ResponderEliminarLa avaricia es lo peor, tienes ganado algo con mérito y luego lo pierdes. Buen texto.
ResponderEliminarEl hombre es animal de costumbres, pero tiene una inmensa capacidad de adaptación.
ResponderEliminarUn abrazo.
A veces es necesario el cambio, aunque a mí no me gusta mucho. Besos.
ResponderEliminarDamos por sentadas tantas cosas que solo notamos las ausencias...
ResponderEliminarSaludos,
J.
Es verdad que todo cambia constantemente aunque no nos demos cuenta. Sólo que a veces los cambios son tan bruscos e inesperados que nos cuesta adaptarnos y ahí está el quid de la cuestión en la adaptación. Saludos.
ResponderEliminarEl tiempo nos muele. En las palabras extendemos el camino.
ResponderEliminarVamos unidos por las rutas del desencanto.
Las nubes conocen todo. Un beso
ResponderEliminar¿Nubes? ¿Donde están las nubes? ¡Que estamos en otoño! Cambios, benditos cambios.
ResponderEliminarAbrazos