viernes, 1 de junio de 2018

Mi gran historia cubana


Ahora que intento escribir esta historia que hace tanto tiempo guardo dentro de un cajón en mi memoria, viajo en un tren. Viajo en un tren de alta velocidad con destino a Madrid, como de alta velocidad es nuestra propia vida que pasa tan rápido como un torbellino. Aunque la historia que les voy a compartir no comenzó en un tren, comenzó en un barco.  En realidad, no tengo ni idea de cómo comenzar a contarla. 
Lo cierto es que sucedió hace mucho tiempo. Yo, por aquel entonces, era muy joven; un joven iluso y muy inquieto en el terreno político, y socialmente muy comprometido. Más o menos, por aquellos años, así era yo. Pero comprometido con qué, se preguntarán, pues comprometido con todas las causas justas del mundo. 
Por aquella época yo era un joven activista solidario y ecologista a más no poder. Aún recuerdo con emoción, y por qué no decirlo con orgullo: mis luchas, mis acciones, mis denuncias, mis reuniones, mis manifestaciones, y mis constantes escritos a los medios de comunicación sin apenas saber escribir. 
Por aquel entonces, gracias a la sección de contactos de la Revista Integral —que para muchos de nosotros era algo así como el Boletín Oficial del Estado—, yo mantenía una relación epistolar con un joven cubano. Un joven cubano al que ayudaba en todo lo que podía: le enviaba medicinas, calzado, ropa, leche en polvo, libros... De alguna forma, apoyar a ese hombre, era una manera de apoyar un mundo de utopías que para mí eran irrenunciables. Siempre, apoyando a los demás, he sentido que me apoyaba a mí mismo, de tal manera que hasta la generosidad, al menos en mi caso, supone, en cierto modo, un acto de egoísmo. 
Cuando tuve la primera oportunidad de viajar al otro lado del mundo, cómo no podía ser de otra manera, decidí viajar a Cuba. Quería enfrentarme a mis sueños, conocer a mi amigo, escuchar sus músicas, bañarme en sus aguas, disfrutar de la grandiosidad de sus paisajes, y, sobre todo, quería seguir compartiendo mi suerte con otras personas que no disfrutaban de las mismas oportunidades que yo. Viajar a Cuba, y no a otro lugar del mundo, era mi forma de romper el embargo, de revelarme contra el bloqueo, y de mostrar mi apoyo y mi solidaridad a un pueblo que luchaba, y que hoy día sigue luchando, por salir adelante. 
Y eso tal vez fue lo que me llevó a escribir en aquel libro de visitas una emotiva dedicatoria al pueblo cubano; un pueblo al que admiraba, un pueblo al que, en cierta medida, idolatraba. Recuerdo que fue en el Parque Nacional de Baconao, en Santiago de Cuba, concretamente en un museo de viejos automóviles, aunque, en realidad, toda Cuba es un gigantesco museo de automóviles de todas las épocas —excepto la contemporánea— que volvería loco a cualquier amante de las cuatro ruedas.
Allí, como les decía, estaba esperándome ese libro de hojas amarillentas, humedecidas por aquel ambiente tropical y pegajoso, de hojas ávidas de cariño, de afectos, de letras solidarias, y sobre todo de mí. Ahora sé que mi intuición no me fallaba. Ahora sé que esa ansiedad mía por conseguir un bolígrafo con el que escribir esa dedicatoria al pueblo cubano, no era un simple brindis al sol, era algo necesario y trascendente. Por eso lo hice. Tenía que hacerlo. En algún lugar estaba escrito que así tenía que ser y yo tan sólo me convertí en una herramienta del destino. Ese libro, ese bolígrafo, y yo, estábamos allí para que todo lo que tenía que desencadenarse, después de aquel ejercicio literario tan modesto, pudiera suceder. 
Y sucedió… Sucedió porque, tras aquella dedicatoria que me salió del alma, escribí mi dirección completa en España. Me di cuenta, al hacerlo, de que nadie lo hacía, pero, no me pregunten la razón, yo sí lo hice. Sabía, sin saberlo, que esa era mi obligación. Y allí, en aquella sierra, en la que comenzaron a cambiar tantas cosas en la historia reciente de Cuba, comenzó a fraguarse el cambio en la historia de una hermosa familia. En la historia de una familia que, en sus orígenes, marchó a Cuba, harta de pasar hambre y calamidades. En la historia de dos murcianos, que, como yo,  aunque de distinta manera, marcharon a Cuba en busca de un sueño. 
Y ese mágico nexo de unión, casi un siglo después, fue el mismo que nos volvió a unir.
Cada vez tengo más claro que todo círculo que se abre no se convierte en una línea recta, se convierte en una especie de órbita que, antes o después, vuelve a cerrarse. Aunque, no me hagan mucho caso, a veces pienso así, y otras veces, sin embargo, pienso de otra manera distinta. 
Luego supe que, esos dos murcianos de Alhama de Murcia que marcharon a Cuba en el año 1.909, se dedicaban a subir y bajar hielo a lomos de unas bestias desde los pozos de la nieve de Sierra Espuña, en un oficio tan aciago como ruinoso, dejaron en Alhama a varias hermanas, de tal manera que las familias se desarrollaron ya cambiando los apellidos, que conservaron en Cuba los varones, y que las hermanas, al casarse, fueron perdiendo en España. 
Varios meses después de ese viaje, recibí una carta. Yo seguía escuchando música cubana: Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, La Vieja Trova Santiguera…Yo aún seguía emocionado con aquellos quince días que había disfrutado en Cuba, pero mis convicciones revolucionarias se vinieron abajo, como abajo se vino el Muro de Berlín, o como se hundió el Titanic. 
Mi amigo epistolar, durante mi visita, me narró, con lágrimas en los ojos, cómo su padre, tras trabajar como empleado en varias tiendas, y hacer multitud de esfuerzos para poder ahorrar, montó su propia tiendita. Me habló de las diferencias sociales. Me habló de discriminación racial y sexual. Me habló de la precariedad y de la injusticia que, pese a esa hipotética revolución, campaban a sus anchas por toda la isla. Al padre de mi amigo, al poco tiempo de alzarse Fidel Castro en el poder, le confiscaron su tiendita. Durante aquel viaje, lo bucólico de aquella revolución verde oliva, se desvaneció ante mis ojos con todo el dolor de mi corazón. Aún recuerdo, mientras atravesaba junto a mi amigo, bajo la oscuridad de uno de sus frecuentes apagones, un barrio popular de Santiago, como alguien me gritó desde alguna ventana: ¡Ahí van los amos del país!, haciendo referencia a mi condición de turista. Aquella frase, aquel grito, aquella reclamación, me dejó helado. De hecho, mi último acto revolucionario como tal fue ponerle de nombre a mi primera hija Yolanda, como la universal e incomparable canción de Pablo Milanés.  
Y aquella carta, como un mensaje a la deriva dentro de una botella, con su sobre distintivo de correo aéreo que le hacía tan especial, con sellos exóticos, con letra estilosa y de origen cubano, estaba en mi buzón. 
Decía algo así:

“Estimado José, mi nombre es Lucila. 
A buen seguro que se extrañará de que me haya tomado la libertad de escribirle sin que usted me conozca de nada. Y lo hice porque en el Museo del Automóvil del Parque Nacional de Baconao, vi por primera vez la palabra Murcia. Nunca, hasta ese momento, y desde que escuchara contar a mi abuelo las historias de su Alhama de Murcia natal, había tenido ocasión de conocer a alguien de Murcia. Dicho esto, desconozco si Alhama de Murcia, tiene mucho o poco que ver con la Murcia en la que usted reside, no sé si estén lejos o cerca una de otra, pero le escribo porque es usted a la única persona de Murcia a la que puedo dirigirme para solicitarle su ayuda. 
Le diré que, desde bien jovencita, comencé a crear el árbol genealógico de mí familia, y siempre, en las ramas que se perdían hacia las tierras de mi abuelo, me faltaron datos que, de poder completar, me harían inmensamente feliz.
Mi abuelo se llamaba Juan Hernández García, y vivía en Alhama de Murcia, en la calle Gil número 14, desconozco si esa calle, siga llamándose así. Sé que allí quedaron sus hermanas, o sea mis tías abuelas, así que en Alhama de Murcia se encuentra, o puede encontrarse, una parte importante de mi familia de la que no tenemos noticias desde hace más de cincuenta años. Y sí, amigo José, cincuenta años son muchos años. Soy consiente de que en medio siglo todo puede haber cambiado; puede que el resto de mi familia también se marchará hacia algún otro lugar a buscarse la vida, pero Alhama de Murcia es el único lugar en el que aún tengo la esperanza de poder encontrarlos. Esa es mi ilusión y esa es la ayuda que me atrevo a pedirle aún sin conocernos, pero esa dedicatoria tan humana que usted nos dedicó al pueblo de Cuba me hace entender que usted puede hacerlo. Ojalá me pueda ayudar a encontrarlos. 
A la espera de sus noticias, eternamente agradecida, reciba un cordial saludo de Lucila Sánchez.”
Aquella misiva, tan cargada de humanidad, y tan cargada de historia, no me dejó indiferente. Mas, al contrario, generó en mí una nueva forma de lucha, otorgándome, tras la caída de mis ideales, un nueva oportunidad para seguir haciendo algo por los demás. Y esta vez no por una Cuba equivocada y enrocada en sí misma, sino por una cubana auténtica, de carne y hueso, cuyas raíces conectaban con mi propia tierra y que, con aquella peculiar petición, ponía en jaque a mi propia capacidad. Aquella carta, me supuso un reto, y como tal, lo acepté. 
Yo trabajaba, en aquel momento, en el bar de mi familia: el Bar Josepe. Un bar que me dio tanto y al que yo entregué, en compensación, doce años muy hermosos de mi vida. 
Desde la barra de ese bar, y en los tiempos muertos, decidí organizar mi búsqueda. En ausencia de Internet, la guía telefónica sería mi base de datos. Subrayé las cuarenta personas que aparecían en la guía, en la población de Alhama de Murcia, y que tenían los mismos apellidos que el abuelo de Lucila. 
Y comencé a llamar. Llamada tras llamada, a todos los que me daban pie, les contaba la historia de unos hermanos que se marcharon a Cuba, tras lo cual la pregunta de rigor que les formulaba era tan sencilla como contundente: ¿Usted recuerda que algún familiar suyo se marchara a trabajar a Cuba?
No, no, y no, fueron las respuestas de todos ellos. Pasaron casi dos meses hasta que di por finalizado ese primer listado. Después inicié una serie de llamadas más oficiales y corporativas: asociaciones vecinales, políticas, musicales, culturales, juveniles, y las respuestas ante esta segunda estrategia fueron tan desalentadoras como en la primera. Han pasado demasiados años —dije para mis adentros. 
Recuerdo que en una de esas llamadas alguien me aconsejó que llamara a las parroquias —tal vez allí le puedan dar alguna información— me dijo.
También recuerdo que pensé que estaba ya enfrentándome a los últimos intentos. Hice varias llamadas más y nada de nada. Todo me hacía pensar que aquel reto estaba perdido. 
Pensé en el timbre de voz que escucharía, desde el otro lado del océano, al llamar a ese teléfono de Cuba que me habían facilitado, para decirle a Lucila que, finalmente, mi búsqueda había resultado infructuosa. 
Pero ese último día de llamadas, al igual que hacía unos meses en el museo del automóvil, era el día que el destino tenía preparado de antemano para ella. Para Lucila, y para su madre, hija de aquel emigrante alhameño y que siempre soñó con pisar el pueblo de su padre, pero también para su esposo, y para sus tres hijas. Ese día el sol brilló especialmente para todos ellos. Todos y cada uno de los astros del universo se alinearon para que, en aquella última llamada, a aquella parroquia en la que nunca coincidía con nadie, en esa precisa y postrera llamada, sí hubiese alguien. Y además que, ese alguien, tuviera la llave que abriría las puertas de una nueva vida para todos ellos.  
Yo contaba al sacerdote, como había hecho anteriormente con tantas y tantas personas, la historia que me contó, y la tarea que me había encomendado, Lucila. Al mismo tiempo, el cura iba repitiendo mis palabras en voz alta, como si estuviera compartiendo aquella información con otras personas. Y ahí fue cuando escuché una voz de mujer que exclamó: ¡Unos parientes míos se fueron a Cuba! Esas palabras nunca las olvidaré: ¡Unos parientes míos se fueron a Cuba!…
Mi corazón dio vuelco. Mi boca se resecó. Mi sangre se aceleró y hasta creo que tartamudeé cuando el cura me propuso que le dejara mi nombre y mi número de teléfono, prometiéndome que, en breve, un hijo, o un sobrino de esa señora se pondría en contacto conmigo. 

A los pocos días sonó mi teléfono. Juan Andreo, Catedrático de Historia de América por la Universidad de Murcia, ahora tristemente fallecido, me llamó. Intercambiamos impresiones y quedamos para encontrarnos en el Ipanema, emblemático bar, también desaparecido, que estaba frente al aulario de la Merced. 
Nos tomamos un café. Durante la conversación me comentó que, curiosamente, él llevaba la tesis a un grupo de estudiantes de historia de la Universidad de Santiago de Cuba y que viajaba allí con cierta regularidad. Me aseguró que, en su próximo viaje, pasaría a conocer a sus primos.
Todo lo que después aconteció ya es algo que se sale de la órbita de mi historia. Tal sólo puedo decirles que su primo Juan Andreo, de manera admirable, contando con la ayuda de algunos amigos, logró traer a España a toda la familia, incluyendo a la anciana madre de Lucila que murió a los pocos meses de llegar al pueblo de su padre. Aún recuerdo lo emotivo que resultó para mí ese entierro. 
Este año, tanto Lucila como su esposo Humberto se jubilan en Alhama de Murcia después de toda una vida dedicada en cuerpo y alma a la medicina en hospitales de Santiago de Cuba y de Murcia. Su hija mayor, Lourdes, también doctora, está casada, vive en El Palmar, Murcia, y espera a su primer hijo. Sus otras dos hijas, Iliana y Yamila, estudiaron bioquímica en la Universidad de Murcia y, ante la imposibilidad de encontrar aquí un trabajo digno acorde a sus estudios, actualmente se encuentran trabajando en los Estados Unidos.
Estoy convencido, aunque nadie evidentemente lo pueda asegurar, de que ese círculo que contribuí a cerrar, de alguna u otra forma se hubiera acabado cerrando sin mi mediación. Sin embargo, misteriosamente, tras todo este tiempo y todo lo acontecido, otro círculo nos vuelve a unir a Lucila y a mí. Ella vive en Alhama y ahora, la empresa para la que trabajo desde hace más de veintitrés años se traslada a Alhama de Murcia.
No me negaran, mis queridos lectores, que esta historia no tiene su magia.
Aquel café que tomé con Juan Andreo nunca se me olvidará. Creo que a mi amiga Lucila tampoco.

15 comentarios:

  1. Ando bastante sensible por mis últimos acontecimientos

    Cada letra que iba leyendo,mas me palpitaba el corazón.
    Vivir algo así, es una de la mejores experiencias y huellas que uno puede dejar en el universo.
    Besos muchísimos

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  2. No te quites el mérito. Muy poca gente hubiera sido tan generosa con su tiempo como lo fuiste tú. Muchas felicidades por el esfuerzo y por el resultado.

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  3. Una gran odisea, con final feliz. Tuvieron que mover cielo, mar y tierra para lograrlo. Y un papeleo/pagadero interminable.
    Un abrazo.

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  4. Eres muy generoso.
    Una interesante y buena historia.
    Para no olvidar .
    Un abrazo

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  5. ME ha gustado que saques del baúl de los recuerdos esta historia tan bonita, una de esas historias que todos queremos vivir.

    Besitos :)

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  6. No sé escribir sentimientos pero esta historia ha revuelto muchos. Gracias Pepe.

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  7. Una linda historia. Un abrazo fuerte, por ser tan especial.

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  8. Hola tocayo, es casi la una de la mañana en Houston, tx. estoy aquí en mi cuarto navegando en la computadora, y pues nada, llegue a tu blog, y comencé a leer esta historia, que me ha dejado un gran aprendizaje al igual que muchas lagrimas en mis ojos, las cuales al estar escribiendo estas lineas fueron cayendo una a una. Sabes que es lo que pienso, pienso que estamos aquí para cumplir misiones en la tierra, y que llegamos a las vidas de las personas por un propósito o viceversa ell@s llegan a nosotros por algún propósito. Ve como tu y Lucila estarán mas cerca que nunca. Tocayo, gracias por compartir esta hermosa historia con nosotros tus lectores, sere desde ahora en adelante tu fan numero uno. Hasta pronto espero volver a verte en algún lugar del mundo. Tu nuevo amigo que te aprecia, Jose Juan Alanis.

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  9. Por compartir esta historia de vida humana que ha sufrido buscando sus raíces y que gracias a tu generosidad y esfuerzo lo han conseguido.
    Me encantan los finales felices, Siéntete dichoso por haber ayudado.
    Un abrazo.
    Ambar

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  10. ¡Me ha encantado tu historia! Mi historia es parecida pero al revés hace años fui a Cuba de turista y en busca de mis ancestros. Lo logré y la historia continuó más tarde sacando de Cuba a una superagradecida familia. Un abrazo.

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  11. Bonita historia, y de cosas como estas son de las que uno puede sentirse orgulloso.

    Salud.

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  12. Las historia personales (de otra persona) son difíciles de apreciar en su justa medida. ¿Quién nos convierte en jueces de las experiencias ajenas?

    Más allá de ello, la forma que le has dado al relato sí resulta sumamente interesante.

    Saludos,

    J.

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  13. Hola Joaquín.

    Una historia, vivencia entrañable, que iniciándose como tantas terminó de una manera natural y satisfactoria.

    "Magia" o "conjunción de astros" la realidad es que ¡la vida es así!

    Fuerte abrazo.

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  14. chapó ¿se dice así? estas historias merecen la pena leerlas más de una vez.
    Abrazos

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  15. Wow! Me ha encantado!! Felicidades!!!

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