Podría haber estado en cualquier otro sitio pero estaba trabajando en Odessa, a orillas del Mar Negro. Hacía un calor más propio del desierto de Almería que de otra cosa, pero mis aspiraciones profesionales siempre andan ávidas de alcanzar nuevas proezas que poder contar luego a mis nietos y, a veces, no me doy cuenta de que voy alcanzando una edad en la que el cuerpo y la mente comienzan a disociarse. De cualquier modo, todo hay que decirlo, entre visita y visita y reunión y reunión siempre aparece un hueco en el que ejercer de turista a tiempo parcial. Alguien me había dicho que venir a Odessa y no subir y bajar las famosas Escalinatas de Potemkin podrían acarrear viente años de mala suerte. Así que, sin pensarlo dos veces, me lancé escaleras abajo desafiando a mi infortunio. A mitad de camino de tan colosal bajada ya sentí que algo no iba bien. Mis ojos, clavados en el azul oscuro de aquel mar en calma, repararon en un viejo carguero de la época soviética y en una anciana menuda que subía las escaleras como un triatleta dopado hasta las cejas.
Al llegar abajo mis piernas temblaban. Una rubia espectacular de casi dos metros de altura me arrimó un micrófono a la boca mientras, a su lado, un gorila, del mismo tamaño pero de mayor grosor que la reportera, sostenía una cámara de televisión, por lo que, sin venir a cuento, me vi inmerso en una entrevista de algún canal, más que probablemente prorruso. Como ustedes imaginarán, ante mí se presentaron dos grandes inconvenientes para dar continuidad a aquel conato de entrevista con la que pretendían inmortalizarme en los ámbitos postsoviéticos: en primer lugar yo no hablo ruso, y en segundo lugar, no me quedaba resuello.
Creo que el excesivo brillo que reflejaba aquella melena exquisitamente decolorada, junto al olor a sobaco que emanaba del camarógrafo con la apariencia de un lanzador de martillo, hizo que, sin pensarlo debidamente, comenzará a subir las escaleras como el que se quita avispas del culo.
Aún no alcanzo a entender lo que me provocó aquella inusitada estampida, pero lo que sí puedo asegurarles es que cuando me desperté, una enfermera entrada en carnes con el pelo cano y una verruga enorme con tres pelos en un lunar negro que decoraba todo el centro de su napia, y que eran del grosor de una cuerda de guitarra, me trajinaba un gotero que me habían injertado sobre el frontal de mi mano derecha.
La señora, al ver cómo se abrían mis ojos, exclamó algo en ruso, o en ucraniano, que provocó que otra enfermera acudiera rauda y veloz a los pies de mi cama.
Cuando levanté la mirada y me fijé en el rostro de la recién llegada, no tardé en cerciorarme de que la enfermera, o la que hacía las veces de enfermera, no era otra que la reportera que me esperaba a los pies de la Escalinata Potemkin. Pero, por cierto: ¿cómo había llegado yo hasta ese viejo hospital? Evidentemente, no conocía la respuesta.
La enfermera de tan colosal verruga y la enfermera reportera dicharachera entablaron una acalorada discusión, más propia de una verdulería que de un centro hospitalario, lo que propició la llegada de un vigilante de seguridad que, para mi asombro, no era otro que el gorila cameraman vestido de bailarina de ballet con su tutú y sus zapatillas de puntas y todo.
Y ahí fue cuando me desmayé, o me volví a desmayar, ¡yo qué sé! Al despertar estaba en la habitación del hotel, en la televisión sonaba un viejo tema de los irlandeses Wendall, tenía trescientos mensajes de wasap, varias llamadas perdidas en el teléfono, y alguien estaba golpeando exageradamente sobre la puerta de mi habitación.
Al abrir, la recepcionista que para colmo era la misma que la reportera reconvertida en enfermera, y un bombero, que no era otro que el camarógrafo que echaba horas extra de vigilante jurado, me volvieron a hablar en ruso, ¿ o tal vez era ucraniano? Pero ¿qué gaitas me querría decir esa gente repetida? ¿Acaso la clonación humana es ya un hecho al otro lado del antiguo Telón de Acero? ¿Alguien pretende volverme loco? ¿O, por el contrario, ya estaré perdidamente loco?
De pronto, sonó el despertador y yo sudaba y sudaba en la habitación 307 del Hotel Alarus Luxe. El aire acondicionado, y la cena en el restaurante georgiano Kinza, me habían jugado una mala pasada.
Lo prometo: no vuelvo a probar el vodka. Si me ven por ahí, recuérdenmelo.
Quédate con la rubia, en la faceta que más te seduzca, y olvídate de los otros dos.
ResponderEliminarYa no tomes tanto vino!!
ResponderEliminarAlgunas veces lo mejor es no recordar nada.
ResponderEliminarPero nada.
Saludos,
J.
Que angustia... Saludos.
ResponderEliminarSeguro que te sirvieron vodka de garrafón...
ResponderEliminarSalu2.
A mi siempre me han puesto las enfermeras
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