jueves, 5 de septiembre de 2024
Herencia inesperada
Recién llegado a Murcia, y para despejarme un poco después de una ardua mudanza, bajé a un jardín próximo a la casa que acababa de alquilar, en el murciano barrio de El Carmen. En el jardín del Conde de Floridablanca predominaban unos ficus centenarios que ofrecían unas sombras maravillosas para disfrutar de una de mis grandes aficiones: la lectura. Aquel día, pese a ser septiembre, la temperatura no era muy alta y el jardin se encontraba tranquilo, tal vez por el hecho de que los niños acababan de reanudar las clases tras las vacaciones estivales. El personal de mantenimiento cuidaba con mimo de la jardinería y de la limpieza. Unas madres extranjeras columpiaban a unos niños que iban desde el rubio platino hasta el cabello más negro y rizado. Recuerdo que leía a Murakami, pero no me sentía capaz de centrarme en sus fantasías, cuando de pronto ví a un anciano acercarse al arenero de los niños con una tortuga en las manos. Me quedé perplejo ante lo inusual de lo que estaba observando. El anciano depositó la tortuga en el arenero y se sentó a contemplar la evolución de la tortuga como haría cualquier propietario de un perro en un pipican. La tortuga de tierra deambulaba de un lado a otro, olisqueando todo aquello que se encontraba en su camino.
Sin pensarlo dos veces, me levanté y fui al encuentro de aquel anciano tan peculíar.
-Buenos días, buen hombre -le dije- que tortuga tan bonita tiene usted.
-Sí, aunque ya está tan vieja como yo -me respondió.
-¿Cúantos años tiene la tortuga? -le pregunté por curiosidad.
-Exactamente los mismos que yo: ochenta y cinco -me dijo.
-¿En serio?
-Y tan en serio. Me la regaló mi abuelo, el día que cumplí cinco años, y me dijo que la tortuga tenía los mismos años que yo, asi que Tomasa y yo somos de la misma quinta -me explicó sonriente.
-¿La baja usted siempre al jardín? -proseguí con mi improvisado interrogatorio.
-No, hace unas semanas que la bajo para ver si hacemos amigos.
-¿Y tiene usted más animales?
-¡Qué va! Tomasa y yo vivimos solos desde que murió mi esposa, que Dios la tenga en su gloria, y como no tuvimos hijos, pues estamos los dos solitos en amor y compañia...
-Pero una tortuga no debe ofrecer mucha compañía. No parecen animales que interactuen con sus dueños, como puede ser el caso de los perros o los gatos -le dije.
Es cierto -me respondió- Tomasa no interactua demasiado conmigo pero hace que me sienta útil, sabe usted...
Después de aquel encuentro, hice amistad con Mariano, que así se llamaba el señor. A veces paseabamos juntos. En otras quedabamos a tomar un café en la confitería Roses. Le encantaba hablarme de su esposa, y de los viajes que hicieron juntos, y de la frustración que sientieron, durante toda su vida, por el hecho de no haber sido padres. Cierto día, viendo mi gran afición por la lectura, me invitó a su casa, que estaba muy próxima a la mía, para regalarme, según él, todos los libros que quisiera.
-Tengo la vista muy mal, y ya si apenas leo, seguro que a tí te vendrán muy bien. Puedes llevarte los que quieras, cuando me muera seguro que alguién los tirará a la basura...
-¿Por qué dice usted eso, Mariano? -le pregunté, apesadumbrado.
-Me voy a morir muy pronto. Hace semanas que lo sé. Por eso te quiero pedir un gran favor, antes de marcharme al encuentro de mi Teresa. Ella me esta esperando impaciente, con los brazos abiertos...
-¡Claro! Si está en mi mano, eso está hecho. Pero no creo que se vaya usted a morir tan pronto, aún le queda mucha vida por delante...
-¿Te podrías hacer cargo de Tomasa? -me propuso, de sopetón, mirándome fijamente a los ojos.
-No pude negarme, y Tomasa se vino conmigo.
Al día siguiente, la noticia corrió por el barrio como la polvora; habían encontrado muerto a un vecino en un banco del jardín de Floridablanca. Al preguntar en la confitería, el camarero me lo confirmo. -Siento decirte que el fallecido era tu amigo Mariano. Parece que no ha sufrido, dicen que estaba como dormido y con una sonrisa en la boca.
Me quedé sin palabras. Con lágrimas en los ojos, y como si me hubieran dado una paliza, llegué hasta mi casa. Allí estaba Tomasa, en la terraza, tomando el sol. La levanté hasta la altura de mis ojos, y ella abrió su boca en un gesto que no supe muy bien como interpretar, pero que me pareció un saludo. Después, fui hacia el estante en el que había colocado los libros que me regaló Mariano, y al azar abrí uno; era "Congreso en Estocolmo" de José Luis Sampedro. Ensimismado, me senté en el sofá y decidía ojear el libro. Y allí, entre sus hojas, me encontré con una foto. Mariano y Teresa posaban felices frente a unos típicos edificios daneses de fachadas de colores. Al voltear la foto, leí esta dedicatoria: "Al hijo que siempre quisimos tener y que nunca tuvimos" ¡Te queremos!
Han pasado algunos años y siento que Tomasa esta menos activa. Cuando se mueve sus movimentos son más lentos y a pensas si tiene ganas de comer. Dure lo que dure, Tomasa siempre estará conmigo. Soy un hombre de palabra.
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Real o imaginada, es una historia preciosa. Felicidades por haberla hecho posible o inventado.
ResponderEliminarUn abrazo.