domingo, 30 de junio de 2013

Las bellezas de Cracovia


Cracovia olía a húmedo. La noche concatenó una tormenta tras otra y me costó conciliar el sueño. La cama, dura y minúscula, tampoco ayudaba demasiado. Unas voces en polaco me han despertado; posiblemente de las chicas que limpian este pequeño y espartano hotel del barrio judío. Aquí los restaurantes y las cafeterías compiten por conseguir el diseño más innovador, el concepto de negocio más atractivo y las camareras más espectaculares. La vida fluye a raudales en lo que hace unas pocas décadas fuera el gueto judío más terrible de todos los que crearon los nazis. Donde antaño habían aparcados camiones para trasladar judíos y polacos a los "campos de trabajo", ahora hay Porches y BMW descapotables.
A escasos metros del hotel se encuentra una enorme sinagoga que la siento como la prueba evidente de que, después de cualquier crisis, por dramática y terrible que esta sea, la vida sigue su curso inexorable hacia ninguna parte.
Esta ciudad, bañada por el Vístula, siempre tiene la capacidad de conquistarme. Como sus mujeres. Como su tranquilidad. Como la trompeta que suena cada hora en punto desde la torre de su catedral. En Cracovia, mi nostalgia se entremezcla entre adoquines, angelotes de piedra, viejos tranvías y rubias de vértigo. 
¡Por la gloria de mi madre!. Tanta mujer hermosa y yo tan viejo.

domingo, 23 de junio de 2013

Los bisontes del Hotel Turówka


No consigo recordar el nombre del vodka. Lo único que recuerdo es que en la etiqueta aparecía dibujado un bisonte. También me acuerdo, a duras penas, de que bailé el Gangnam Style, la Macarena y el África de Shakira. Algunas otras piezas creo que también. Pero no lo recuerdo demasiado bien porque no estoy acostumbrado a beber; y mucho menos vodka con un bisonte en la etiqueta. 
Recuerdo que la madre de un amigo mio, cuando eramos pequeños, fumaba Bisonte, que eran unos cigarrilos cortos y sin boquilla. Al igual que el vodka, ese tabaco rubio tenía un bisonte impreso en la etiqueta. Bueno, ella y su hijo también fumaba. Con doce o trece años el chaval le daba duro al Bisonte imitando a su madre y a su padre. Ellos eran fumadores empedernidos y el hijo no quería ser menos. Quizás por eso, esta noche, aquí en Wieliczka, he bailado como todos los demás para no ser menos.
Me he retirado pronto a la habitación, en la que se alojaba el seleccionador italiano de fútbol Cesare Prandelli, que es la que me ha tocado a mí, no sé si premeditadamente o por casualidad. Este hotel albergó, en la pasada Eurocopa de Fútbol, a la selección italiana. Desconozco por completo si en este cuarto -número ciento veintidós-, el señor Prandelli lloró la amarga derrota que sufrió contra la selección española; que a la postre se alzaría con el título continental. Frente a mi cama está su foto. Así que me acuesto pensando en la amarga noche que pasó aquí Prandelli y contando bisontes como los de la etiqueta del vodka. 
El sudor se me enfría rápidamente con el aire acondicionado. Se me caen los mocos. Me lió a estornudar.Veo bisontes por todos lados. No consigo apagar el maldito aire acondicionado por lo que quito la tarjeta de la ranura que activa la electricidad de la habitación y, de ese modo, se para el maldito chorro de aire frío que me estaba matando por congelación. 

En Polonia, entre otras cosas, a la gente le gusta mucho bailar, el vodka y el fútbol. A mí me gusta irme temprano a dormir, ya que son muchos los que dicen que, a partir de las doce de la noche, se me pone cara de calabaza.  Disculpen, continúo contando: Trescientos cuarenta y tres bisontes. Trescientos cuarenta y cuatro bisontes. Trescientos cuarenta y cinco...

sábado, 22 de junio de 2013

Carta a la niña del lazo rojo


El azar ha querido llevar a mis manos esta fotografía. Como ven es una niña, de unos cuatro o cinco años, que mira con cierta desconfianza hacia el fotógrafo. Sus ojos revelan una tristeza melancólica inusual para su edad. En demasiadas ocasiones, los niños se ven obligados a enfrentarse, sin pretenderlo, a situaciones que no comprenden, cuando, en su lugar, tan sólo deberían recibir el cariño de sus padres y disfrutar del maravilloso aprendizaje de los juegos. Si la miran fijamente a los ojos verán como pareciera demandar  respuestas a muchos porqués. 
Alguien le debió colocar, tal vez su mamá, o tal vez su abuela, un lazo rojo para protegerla del mal de ojo. Quizás ese corte de pelo, tan poco habitual para la época en una niña de su edad, sea un indicador de la propia amargura y desconcierto que trasmite en su rictus. 
¿Por qué yo no puedo llevar el pelo largo como todas las demás niñas? -Parece reclamar.
Si continuaran ustedes con la mirada fija en esos ojitos redondos y ojerosos podrían llegar a apreciar la proximidad de un mar de lágrimas. Intuir una facilidad inadecuada para el llanto, como cuando uno se siente solo estando rodeado por una multitud sorda e insensible ante tus necesidades.
Sin embargo, y por el contrario a mi anterior línea argumental, también soy capaz de apreciar en la instantánea la gestación de un carácter fuerte y reivindicativo. Soy capaz de vislumbrar en esos ojos desconfiados el embrión de una mujer dispuesta a luchar para encontrar su verdadero lugar en la vida. Una futura mujer con ganas de demostrarle a los demás, y sobre todo así misma, que es merecedora, al menos, de lo mismo que todo el mundo debería  recibir: amor, comprensión y respeto.
Esa preciosa niña de la foto es mi esposa y yo me siento muy afortunado de que esté a mi lado.

viernes, 21 de junio de 2013

Esfuerzo


Algunos de mis queridos lectores me están reprochando el hecho de que, últimamente, escribo menos. Supongo que se referirán a que escribo menos de lo que a ellos les gustaría. Lo entiendo y les doy las gracias. Por mi parte, he de confesar que  pongo todo el empeño del mundo por no fallar a la cita con este blog -y con todos mis lectores-, aunque les aseguro que eso no es cosa fácil. Reflexionar, crear, escribir y, sobre todo, mantener la constancia en la escritura es un ejercicio continuo contra una vagancia, qué no sé a ustedes, pero a mí me viene de serie. En ocasiones, me gustaría tirar la toalla, lanzarme en plancha a mi sofá y dedicarme al insano deporte de no hacer nada. Pero no sé. No tengo ni idea de cómo se hace eso. Dicen desde pequeño que tengo azogue.
Para los que me piden que escriba más, les diré: Amigos y amigas, hago lo que puedo. Mucho influyen en mi inspiración, como le sucede a todo hijo de vecino: la motivación, las emociones, la fatiga, mis viajes, y hasta el sursum corda. Aunque no lo parezca soy de carne y hueso. Bueno, en realidad más de carne que de hueso. Tengo muchísimas limitaciones formativas que hacen que este empeño mío por escribir me suponga un esfuerzo en todos los sentidos. Hasta tal punto me esfuerzo, que he pensado en ofrecerme a mí mismo una fiesta de homenaje cuando alcance las quinientas entradas en este blog.
Cuando tiro de hemeroteca y veo mi propia evolución, en estos últimos tres años, siento algo parecido a cuando vemos las fotos de una clínica de adelgazamiento del antes y del después. Parezco otro. No me reconozco. Me congratulo y no me beso yo mismo porque no me alcanzo. Sé que esto es algo insignificante. Sé que no cambiaré el rumbo de la humanidad. (Ojalá  apareciera alguien con la capacidad de hacerlo). Sé que nunca escribiré como mis admirados José Saramago o Amin Maalouf, pero lo que sí sé es que seguiré luchando todos los días contra mi mediocridad. Tarde más o tarde menos en acudir a esta cita seguiré intentado superarme entrada tras entrada y relato tras relato.
Así me construyo a diario. No sé hacerlo de otra forma. Y perdonen mis retrasos.

sábado, 15 de junio de 2013

La conquista del futuro


Hacer la maleta. Otro país espera. Irlanda. Hoy toca Irlanda. En la agenda esperan, antes de mis vacaciones, Polonia y México. Una lucha sin tregua como todas las luchas que se precien. Detrás de esa lucha, hay personas, familias, miles de ilusiones, esperanzas y sueños. 
Todo trabajo bien hecho es una conquista. Un tesoro a repartir entre nuestra gente y otra mucha gente que no vemos y que, en ocasiones, no conocemos.
Mientras doblo los calzoncillos para meterlos en la maleta, pienso en toda la responsabilidad que llevo junto a mi ropa interior y mi cepillo eléctrico de dientes. Si conseguimos aumentar las exportaciones, tendremos que ampliar la plantilla, comprar nuevas máquinas, aumentar los pedidos a proveedores, comprar más envases, más cartonajes, comprar una nueva nave y contratar una empresa que la acondicione. Pero toda esa responsabilidad, en lugar de pesarme como una losa, me da alas para continuar la lucha.
Todos nosotros, en cierta medida, tenemos la misma losa. De nosotros, y de nuestro buen hacer, depende nuestro futuro. De hacer cosas diferentes. De buscar escenarios nuevos de negocio, que no hace falta que estén allende los mares. En nuestra ruta, en nuestro restaurante, en nuestro salón de peluquería o en nuestra pequeña tienda queda mucho por optimizar y mucho por innovar. Nuestras empresas, nuestra mente y nuestra forma de hacer están basados en planteamientos que funcionaban hace una década y, posiblemente, en esta última década, la sociedad ha cambiado más que en los últimos cien años.
No nos queda otra, si pretendemos salir adelante, que plantearnos nuevas metas, nuevos horizontes y nuevos planteamientos.
El reto comienza cada día. Y disculpen que no siga escribiendo porque se me escapa el avión.

Agradecimiento


Mucho tengo que agradecer en esta vida, en la que voy cumpliendo años y peinando canas, y siempre, desde los catorce o quince años, navegando a contracorriente con lo que eso cansa. Como a todo el mundo, este último tramo vital se me complica por momentos. Aún recuerdo aquellas giras por los centros de enseñanza donde iba a pregonar la buena nueva del ecologismo. Aquellas marchas nocturnas para localizar anfibios. Los censos de aves invernantes y esteparias de la mano del increíble biólogo Vicente Hernández Gil. Los estudios de mortandad de animales silvestres por atropellos. Mi colaboración con el Centro de Recuperación de Fauna Silvestre. Mi apoyo al incipiente Seprona de la Guardia Civil de Murcia y mis agradables charlas con el Comandante Arroyo. Recuerdo la reunión fundacional de Ecologistas en Acción en la torre Alfonsina del Castillo de Lorca. Los censos de Tortugas Moras. Las campañas de verano protegiendo las Salinas de San Pedro del Pinatar. Añoro la pequeña granja escuela que mi amigo el prestigioso pintor murciano Carlos Pardo y su inseparable compañero Jorge construyeron para acoger nuestras modestas actividades de educación ambiental en el Cabezo de Torres. Extraño al burro que se empeñaba en no meterse en su cuadra. Echo de menos las interminables campañas de repoblación forestal con mi gran amigo Ruben Vives, de limpieza de playas, de denuncias por caza furtiva, por el uso de redes japonesas, de cebos envenenados, por la ocupación de la vías pecuarias, por el arrojo de vertidos a nuestros cauces y nuestros montes. La vida me ha brindado tantas cosas maravillosas que hasta me han terminado por gustar mis canas, mi calva y mi barrigota. Aunque ahora dicen que con gafas ha aumentado mi sexapil.
Mi hija, qué decir de mi hija, que es lo más maravilloso que me ha podido ocurrir. Y de mi esposa, que tanto me está enseñando y apoyando. Y de mi trabajo, que me está exigiendo que saque todo lo mejor de mí. Y de mi manía persecutoria por escribir, aún sin saber, como siempre hago las cosas.
La vida me ha ofrecido tanto que a veces hasta me siento un bicho raro. Hoy siento de nuevo agradecimiento. Canal Literatura ha vuelto a premiarme con la publicación de un pequeño relato: "Oscuridad". Un pequeño relato que, como todos los demás que me han publicado, no destaca por nada salvo por el esfuerzo y por la lucha por escribirlo. Cada uno de esos relatos es un pulso entre mis ganas de hacer cosas y mi desconocimiento para llevarlas a cabo de manera ortodoxa. Pero no dejo que eso me frene. Empujo. Lucho. Persisto. Y me arriesgo. Siempre he pensado:
¿Qué puedo perder por intentarlo?
Quizás por eso he hecho tantas cosas en mi vida. Y, tal vez, por eso, le estoy tan agradecido.

domingo, 9 de junio de 2013

Contradicciones


A menudo me gusta enfrentarme a mis propias contradicciones para hurgar en su origen y conocerme mejor. En esa introspección sistemática me doy cuenta de que busco en lo más complejo la simplicidad y en lo más simple lo más complejo. Me tomo la vida tan en serio que siempre me estoy riendo de todo. Lo que más risa me produce son mis propias fobias y mis propias filias. Inclusive, en ocasiones, me han llamado la atención por ser como soy y no parecerme a quién la gente pretende que me parezca. Mi sentido del humor, mi manera de afrontar las dificultades, la forma en la que vivo el trabajo, mi minimalismo visceral a la hora de interpretar las situaciones más inverosímiles, ese empeño exacerbado por convertir lo imposible en posible y tratar continuamente de abrir puertas y superar límites. Fíjense ustedes, ya qué, quizás, sea ahí donde mi contradicción se pueda confundir con la arrogancia y, mi forma de ser, chocar, como un tren en marcha, contra el inmovilismo de mucha gente.
Me exijo cosas tan dispares como abrir veinte mercados nuevos en tres años. Escribir una novela que nunca termina. Mantener un blog donde la gente entra a buscar no sé qué. Plantar todos los años varios árboles. Reciclar todo lo que entra en casa. Comprar el café de Intermón. Empatizar hasta con los que no me pueden ver. Leer varios libros al año y cada uno de ellos de un autor diferente y de un país distinto. Me exijo no cambiar mientras me paso la vida cambiando. Me exijo, me exijo, me exijo, me exijo y me exijo, disfrutando cada vez de retos más complejos para hacerlos sencillos y así convencerme a mí mismo de que mi contradicción no es tal cosa. Que tan sólo es mi forma de ser. Que cada uno es como es y que cada quién es cada cual. ¿Habrá algo más maravilloso que la diversidad? ¿Habrá algo más hermoso que la autoexigencia?
¿A qué no me entienden, o sí?...Pues ya ven. A eso me refería con lo de las contradicciones. 

viernes, 7 de junio de 2013

Oscuridad


Aquella casa al final del camino no me daba buena espina. No sé si por su aspecto abandonado, o la hiedra seca que la recubría, o, tal vez, por los dos cipreses que custodiaban el acceso a una escalera de piedra, desgastada por el paso del tiempo, y que se contorneaban ante el azote de un viento cada vez más violento y desapacible. La razón de mi desconcierto no era algo fácilmente descriptible, aunque lo voy a intentar. Eran un cúmulo de sensaciones incontrolables que tensaban mi rictus, y mis piernas, haciéndome sentir un miedo atroz. Las contraventanas, rotas y medio caídas en su mayoría, dejaban entrever unos cristales agrietados y sucios. La temperatura seguía bajando sin piedad. Mi ropa era escasa y el frío se iba apoderando de mí por completo. Los sonidos del bosque adquirían cada vez más protagonismo. Una lechuza ululaba incansable. Un perro ladraba a lo lejos. Pese a todo, decidí avanzar. El pasillo principal era largo, estrecho y oscuro. Aquella maldita casa parecía ser el reino de la oscuridad. Más adelante, una rata del tamaño de un conejo se cruzó, de lado a lado, dibujando su silueta sigilosa a unos escasos diez metros de donde yo me encontraba.
Me asomé a una gran estancia que posiblemente, en su momento, habría hecho las veces del gran salón de aquella mansión de principios del siglo pasado y que ahora albergaba únicamente al esqueleto agusanado de un gato negro cuyos mechones de pelos se esparcían por varios metros a la redonda. 
No podía dejar de mirar aquel pellejo putrefacto de pelos negros, y toda la fauna de insectos necrófagos que lo habitaban, cuando un enorme resplandor, provocado por un rayo, iluminó aquella estancia hasta el punto de que mis ojos se cegaron por completo. Instintivamente llevé mis manos a la cara para cubrir mis ojos, pero fue demasiado tarde. Al abrirlos, el salón había adquirido una luz distinta; parecida a las viejas fotografías de color sepia. Miré a mis pies y el gato agusanado y putrefacto había desaparecido. El suelo parecía reluciente. En las contraventanas se contorneaban unas sutiles cortinas movidas por el viento. Todo había cambiado a mi alrededor. Todo me parecía distinto tras aquel terrible fogonazo. Me dolían los ojos. Los abría y los cerraba enérgicamente intentando recuperar los tonos grises que, antes de la caída del rayo, inundaban aquella vieja mansión, pero fue imposible. Al darme la vuelta para intentar regresar sobre mis pasos, en una de las esquinas apareció un piano ardiendo y, justo en ese preciso instante, la música comenzó a sonar. Me restregué frenéticamente los ojos. Al abrirlos nuevamente, una pianista en llamas tocaba el piano mientras me indicaba con su mano que me acercara. Sin poder evitarlo, mis pasos se fueron aproximando hacia aquel cuadro surrealista, más propio de una pesadilla o de una alucinación por LSD que de la realidad de un excursionista que buscaba un rincón acogedor para echar su saco de dormir y ahorrarse el incordio de montar su tienda de campaña. Recuerdo también, doctor, como la mano de aquella mujer en llamas cogió la mía y no sentí dolor pese a que un misterioso fuego se apoderó de nuestras manos y me fue subiendo por el brazo hasta que me vi ardiendo por completo. A partir de ahí todo a mi alrededor se volvió negro. Aquellos jóvenes que me encontraron tirado a los pies de aquella fría escalera de mármol me salvaron la vida. Eso es todo lo que recuerdo, doctor.
-Bien. Ahora descansa Daniel. Necesitas reponerte -dijo el médico.
-¿Cree usted que podré recuperar la vista, doctor? -le pregunté.
-Nunca tenemos que perder la esperanza. Aún es pronto para saberlo, pero es muy difícil que nuestros ojos superen el impacto de un rayo a tan escasos metros como el que te afectó a ti. Nosotros vamos a hacer todo lo que esté en nuestra mano para que puedas recuperar la visión, de eso que no te quepa la menor duda. Hasta mañana, Daniel -le dijo el facultativo mientras se despedía.
-Gracias por todo, doctor.
Ahora, varios años después de aquel fatídico suceso, sigo soñando con poder recuperar algo de visión. Sueño con bosques de encinas, con el arcoíris, con el azul del mar, con el rojo de un campo recién labrado. Todos los colores están almacenados en mi memoria. Hacia afuera todo es negro. Salvo mi ilusión.

domingo, 2 de junio de 2013

Piedras y pájaros


Mi amigo, el pintor Carlos Pardo, siempre me abruma por su autenticidad. Continúa su trayectoria artística con los pies bien enraizados en sus orígenes y eso se percibe en su obra y, ahora inclusive, en sus planteamientos expositivos. A su personal visión de la pintura, en la que pone en valor todos los paisajes que en su momento, al unísono, fueron su pasión y su prisión; ahora, en Festina Lente, una exposición colectiva que podemos ver en el Museo Arqueológico de Murcia, los acompaña con la banda sonora con la que compartió su día a día: el cantar de los pájaros. 
Así que, por sorpresa, me he plantado esta mañana ante su cuadro, durante unos minutos, escuchando: gorriones, jilgueros, herrerillos, pinzones, currucas, camachuelos, tórtolas, perdices y así hasta un sinfín de pajarillos que inconscientemente he intentado buscar entre sus violentos trazos y, en algunos instantes, como por arte de magia, me ha parecido observar.
Carlos siempre me conquistó desde su sinceridad. Entre todos nosotros, siempre destacó por su vitalidad. Ahora, en el momento actual, instalado en su nuevo yo artista, a todos los que le conocemos desde que tenemos uso de razón, no nos sorprende que se le reconozca por sus impresionantes dotes artísticas, lo que nos sorprende es que siga siendo el mismo, apasionado y obsesionado por lo mismo, y tan vitalista como siempre.
Su pintura, cualquiera de sus cuadros, son fiel reflejo de su autenticidad.
Ya quisiéramos, muchos de los que compartimos con él tantas horas de sueños y utopías, mantener el timón y seguir viendo el valor de las cosas sencillas que nos rodean como sólo él sabe hacer.
Tener un amigo como Carlos -aunque casi nunca nos vemos- es un gran orgullo para mí. Sigue creciendo Carlos, te lo tienes bien ganado.