lunes, 14 de mayo de 2018

El gigante


Esto que les voy a confesar, antes de tratarlo con mi psicoanalista, no es que me haya sucedido ni una, ni dos, ni tres, no, son ya muchas las ocasiones en las que, durante los vuelos, sufro de unos microsueños en los que se me aparece un gigante que para qué les cuento; un energúmeno con aspecto de hoolingan aeroportuario que lee mis relatos y entra en cólera. 
Petrificado como una escultura griega, ya que nunca me hubiera imaginado que un hoolingan leyera relatos y menos aún los míos, lo escucho gritar y arrojar espumarajos por la boca. Observo cómo se pone colorado, cómo se le hinchan las venas del cuello y cómo se abren las aletas de su desproporcionada y aguileña nariz. Presa de un ataque de ira, grita que está harto de leer mis poses. No entiendo por qué no deja de leerlos si estos le generan tanta desazón. Dice que todo es palabrería, de sentido engañoso, que nada es real, que manipulo a mis lectores, que no soy la persona tan afable y comprensiva que digo ser, que soy más personaje que mis personajes. ¡Coño, pues que no me lea y en paz! Vamos, digo yo.
En ese momento, y no en otro —aunque podría ser en otro cualquiera ya que esto es algo así como un cuento—, se da la vuelta, me descubre, se queda mirando mi rostro desencajado, se abalanza sobre mí sin que ningún pasajero parezca darse cuenta de la tragedia que se está fraguando a más de trece mil pies de altura en un más que amortizado avión de la compañía Croatia Airlines, agarra mi cuello y me zarandea contra el asiento sin que yo pueda hacer nada para defenderme.
Y ahí, convertido en un pelele sin futuro literario alguno, saco fuerzas de flaqueza y le grito: ¡Dejo de escribir, se lo prometo, dejo de escribir!
Pero el gigante, incrédulo ante mi descargo, hunde su dedo anular en mi garganta, arruinando así mis pretensiones de representar a España en el próximo Festival de Eurovisión, y exclama, ya con algo más de sigilo, como por lo bajini: ¡muereee… cobardeee!
Y yo, ante la peregrina indiferencia de todo el pasaje, y de toda la tripulación, voy y me muero. 
Afortunadamente ya he muerto varias veces y, a pesar de ello, sigo escribiendo para acrecentar la incertidumbre del gigante. Como ven, uno nunca tiene bastante.

sábado, 12 de mayo de 2018

Volver


Ayer fue el Día de la Madre y hoy vuelo a Zagreb vía Bruselas. Hace un tiempo que Andrés Neuman y su libro “Hacerse el muerto” pacientemente me esperaban. Al comprar los libros a montones, siempre tengo alguno en lista de espera y este que les cito me andaba esperando hace algún tiempo sobre la mesa de mi estudio. De hecho, creo que se hacía el muerto para que lo dejara en paz.
No me avergüenzo al decirles que cada vez que leo a este argentino afincando en Granada me provoca mucha envidia sana, si es que la envidia pudiera ser sana en alguna de sus presentaciones. 
Ayer recordé a mi madre, al igual que lo hicieron millones de personas, y lo mismo que Andrés Neuman recuerda a la suya en varios de los relatos que se agrupan en este pequeño gran libro, y que me harán compañía durante este viaje de trabajo a Croacia. 
El argentino desvela en sus páginas la complicidad que mantuvo con su madre en los últimos momentos de su vida, que, como en mi caso, fueron momentos aciagos que discurrieron en la inhóspita habitación de un hospital. Momentos peleados fuera de casa, en terreno hostil, sin apenas intimidad y despojados de todo futuro. 
Sentir la impotencia de ver cómo muere la persona que te ha regalado la vida, es una experiencia difícil de asimilar. De hecho, van pasando los años y esa dolorosa sensación me sigue supurando como si de una herida infecta se tratara. Y afloran también las dudas y las deudas que quedaron pendientes: los besos y los abrazos no dados, las visitas robadas, las comidas que no nos comimos juntos, las atenciones que no le brindé. Y, a imposibles, la tristeza de pensar en la nieta que no llegó a conocer.
La vida vuela. La vida se va volando como se van las golondrinas después de cada verano, o como se fue mi madre, o como me voy yo en busca de la vida que ella no supo encontrar.
Andrés Neuman, como ocurre con todos los buenos escritores, abre fuego a discreción sobre nuestras conciencias, y, curiosamente, siempre acierta de pleno, con sus balas de letras envenenadas, en la débil fibra de mis emociones. 
Mi madre no se mereció la vida que llevó, no se mereció la vida que le dimos. Ellas, irremediablemente, se fueron para siempre, nosotros, sin embargo, aún tenemos que volver y alguna que otra cosa que contarles.

domingo, 6 de mayo de 2018

Hombres, machos y viceversa


Hoy como es el día de las madres, y todo el mundo escribirá sobre las madres, yo escribiré sobre los hombres. 
Los hombres somos unos seres extraños, lo sé porque soy uno de ellos. Ya en el colegio, según íbamos creciendo, algunos más que otros, nos dábamos cuenta de que el macho más fuerte era el que intentaba tomar el control, y, por otro lado, observábamos a otros machos, no sé si tan machos, que intentaban controlarlo todo desde la inteligencia o desde la astucia. Pero, no se vengan a engaños, habían, y hay, más tipos de machos. Los hay que buscan pasar desapercibidos, sin dar la cara, navegando entre dos aguas, adorando al macho más fuerte, afiliándose con el grupo dominante, formando masa macho, que es algo así como la masa madre del pan. 
Pero, como les decía, hoy no pretendo hablarles de las madres, ni de las masas. Pero sí de los hombres. Esos seres megalómanos, conquistadores, campeones, buscadores empedernidos del éxito y del sometimiento.
Hombres educados en la hombría. Hombres criados con más o menos educación pero educados para ser hombres. Hombres con cojones. Hombres llamados a grandes gestas sin reparar en los gestos. 
-Si usted tiene un bar -le dijo el cura a mi padre en la única vez que recuerdo que visitara mi colegio- su hijo tendrá una cadena de restaurantes. Al cura de mi colegio le falló su megalómano pronóstico. Con toda probabilidad, a todos los padres les preguntaba su profesión, y el truco consistía en multiplicar por diez los logros profesionales del padre como pronóstico para los hijos. Como dirían los Hermanos Marx: ¡y dos huevos duros!...
Al hombre siempre se le ha justificado todo, todo lo contrario que ocurría, y por desgracia sigue ocurriendo, con las mujeres, a las que nada se les justifica y todo se les exige.
Y en esa selva de locura misógina crecimos muchos de nosotros. Separados de las mujeres en perversos colegios religiosos. Sin aprender a convivir con ellas. Sin comprender los motivos por los que nos separaban; de tal manera que ya empezábamos a verlas como algo distinto, como algo inferior. 
Luego íbamos al ejército. Por aquella época un ejercito de machos, aunque ahora también hay mujeres no ha cambiado mucho; sigue siendo un conglomerado de machismo al más alto nivel, ya que el machismo excelso se consigue agrupando símbolos patrios y religiosos. Bajo esos sagrados argumentos el machismo no tiene límite alguno, y tiene patente de corso para todo.
Mientras no nos eduquemos en la mas estricta igualdad, mientras los machos escriban las leyes y lo hagan pensando en cómo dominar a la otra mitad de la población, nuestras madres se verán obligadas a ser las heroínas silenciosas que han sido siempre.
Mi madre no fue feliz en ese mundo macho. Ese terrible mundo macho que se resiste con uñas y dientes a desaparecer y que aún pende como una Espada de Damocles sobre la cabeza de nuestras hijas. 
Hoy, como ven, aunque pretendía resistirme a escribir sobre las madres, me veo en la obligación de gritar a los cuatro vientos: ¡Viva la madre que me parió! 
Feliz día de las madres a todas las madres del mundo. A las que lo han sido y a las que soñaron algún día con serlo. Los hombres estamos acabando con el mundo tal vez a la espera de que, al final, vengan las mujeres a solucionar el problema.

jueves, 3 de mayo de 2018

Conan el del tractor


Haciendo honor a la justicia les debo confesar que conducía abstraído por el hipnótico influjo del amarillo infinito de la dehesa extremeña, y por la magia que siempre me trasmiten sus encinas centenarias, cuando, de repente, me di cuenta de que un jabalí, de al menos doscientos kilos, se cruzaba en mi camino. Ante semejante contratiempo, pegué un volantazo en plena carretera nacional y, gracias a que el destino se apiadó de mí, alcancé a meterme por un carril lleno de barro que milagrosamente encontré a mi derecha. 
El claxon de un trailer que venía detrás hizo que reconociera que mi maniobra no había sido demasiado ortodoxa, lo mismo que el camino embarrado hizo que, de ipso facto, comprendiera que mi vehículo no era el más apropiado para moverse por aquellas arenas movedizas a las que había sido invitado a revolcarme por tan despistado gorrino. Arenas movedizas y empantanadas, ya que el agua de aquel improvisado estanque lleno de barro llegaba casi a la mitad de la puerta de mi coche.
Para mayor desastre, y como dicen que las desgracias nunca vienen solas, el brusco giro hizo que mi teléfono móvil saliera despedido por la ventana, y que se perdiera entre aquel lodazal más propio de una ciénaga que de un camino agrícola de servidumbre.
Y ahí me quedé bloqueado, sin teléfono, rodeado de barro y más barro, entre aquel manto bucólico de amarillos infinitos, y con una cara tremenda de gilipollas.
Iban pasando rapidamente los minutos, y el amarillo dejó de brillar al mismo ritmo que la luz del astro rey perdía su intensidad. Ya estaba dispuesto a abrir la puerta, a pesar de que el barro inundaría mi vehículo de alta gama recién estrenado, cuando unas luces surgieron en la lontananza.
Y entonces fue cuando apareció Conan, un búlgaro que, de joven, a buen seguro, representó a su región en los campeonatos nacionales de halterofilia. Un búlgaro en cuyo cuello se podrían enroscar, perfectamente, dos cabezas. Un búlgaro encaramado a un tractor fabricado en Japón en plena dehesa extremeña. Por un momento pensé que mis plegarias habían sigo escuchadas en las Naciones Unidas. Por un momento pensé que ese búlgaro, de la mismísima Bulgaria, era San Cristóbal, santísimo patrón de los automovilistas en apuros. 
—¿Qué hacer usted ahí? —preguntó el centroeuropeo.
—Disfrutando gratis de una sesión de spa —le respondí con ironía. 
—Los barros van muy bien para pieles secas -exclamó el búlgaro como lo haría todo un experto en dermatología.
—¿Cree usted, buen hombre, que me podría remolcar hasta la carretera? Se lo agradecería eternamente. 
—No vivo yo de agradecimientos. Mi madre está enferma. Con mi esposa de Bulgaria tengo seis hijos y con mi esposa española tengo otros tres. Pero por cincuenta euros se podría solucionar lo suyo de usted —me propuso el tractorista con menos remordimiento que planificación familiar.
—Cuente con ellos, pero sáqueme de este lodazal, por el amor de Dios —le requerí.
De tal manera que, cerrado el acuerdo económico, aquel grandullón enganchó un cabrestante a mi coche y me sacó del fango.
—Aquí tiene usted sus cincuenta eurazos -le dije ofreciéndole el billete.
—¿Y no habrá una propina para pañales? —me requirió lastimosamente el del tractor. 
—¿Y no sería mejor que pidiera usted propina para comprar condones? Vamos digo yo….
Les tengo que reconocer que la broma no le hizo mucha gracia…

martes, 1 de mayo de 2018

Una vida de cuento


Los días se siguen sumando entre risas y lágrimas. Las noches entre sueños y duermevelas. Los meses entre nubes negras de facturas y el cancerígeno humo de los tubos de escape. Y los años se nos roban a traición sin que apenas nos demos cuenta del engaño.
Y entre tanto envejecemos. Nuestra mente de niños se resiste a aceptar las canas y las arrugas que nos asedian. Seguimos pensando en clave infantil hasta que un día, mientras luchamos para atarnos las cordoneras, nos damos cuenta de que nuestra edad ya no da para muchos cuentos.
Sin embargo, la vida es tan sólo un cuento con mayor o menor dosis de fantasía. Un cuento con tantos finales como finados. Un cuento plagado de hadas madrinas, ogros, príncipes encantados, princesas que pierden calzado, ranas y sapos que hablan, y lobos disfrazados de corderos. Sin contar la cantidad de cerditos listos que prefieren hacerse la casa de paja, o de madera, comprarse un coche de alta gama, y disfrazarse de falso príncipe, con ropa de marca, para seducir a la princesa de turno, o al tonto de oficio.
Si los celebres Hermanos Grimm, cosa, por cierto, poco probable, levantaran la cabeza, hoy escribirían cosas al estilo de Stephen King. Cuentos de personajes malvados, trastornados, coleccionistas de huesos y motosierras, cuentos de caníbales urbanos o de pueblos fantasma; como fantasmal es nuestro devenir diario del trabajo a la casa y de la casa al trabajo. 
Fantasmas traslúcidos acosados por el tráfico, las deudas, y el smog. Fantasmas arrastrando sueños descoloridos en la cola de un supermercado comprando productos placebo que acaban siendo de falsete pero al menos son baratos.
Y son baratos, y cada vez más baratos, para acompasar el consumo a unos sueldos paupérrimos y miserables. Para acompasar nuestra planificada existencia a un cuento cada vez más exento de fantasía y dominado por una terrorífica rutina siempre a caballo entre la realidad y la ficción. 
La vida es cuento, y los cuentos, cuentos son...