sábado, 30 de junio de 2012

Días de hospital XXXIII


Mientras en la calle, a 45º, la gente se asfixia, mi madre mejora su respiración. Tanto es así que los médicos, entre ellos el propio Director de la Unidad de Cuidados Intensivos, nos han asegurado que en los próximos días a mi madre le retirarán la traqueostomía. 
Hoy, al llegar, me ha sorprendido una gran mucosidad sanguinolenta que había arrojado por el tubo. Tiene muchos mocos y vuelve a decir que oye menos. De hecho, tenemos que repetirle todo lo que le decimos, varias veces, porque esta más sorda que una tapia. 
Se le está cayendo mucho el cabello. Recojo muchos pelos de la almohada y de entre las sábanas.
Llevo varios días seguidos dándole lo mismo de comer:
Caldo de pollo -que se lo doy mejor con una pajilla- puré de pollo con arroz y, de postre, una manzana asada. No sé si será cosa de los recortes en la sanidad o de la escasa creatividad culinaria de la empresa de catering contratada por el hospital, pero, la pobrecita, está hasta el moño de comer siempre lo mismo. Mi madre solo atina a decir: 
-¡Otra vez lo mismo!
Y yo le respondo para consolarla: 
- Mamá, come y calla. Ya sabes que si te lo comes todo te vas pronto a casa.
Cuatro meses hospitalizada es mucho tiempo. Pero ella, como decimos en Murcia, aguanta carros, carretas y carretones. 
Ayer, al mediodía, una vivienda ardió frente al box de mi madre. Tuvieron que venir los bomberos a sofocar el incendio. Un olor a humo de lentejas con chorizo carbonizadas inundó todo el hospital. Los incendios domésticos al mediodía proceden, en su mayor parte, de las cocinas. A mi madre, que es muy chistosa, para quitarle dramatismo al asunto, le conté un viejo chiste de los suyos:
-¡Mamá, mamá! las lentejas se están pegando -le dijo el niño a su madre.
-Por mí déjalas que se maten -respondió la señora.
Como días atrás le conté la historia de Marta, La Lagarta, ahora todos los días me pregunta por ella como si fuera alguien de la familia. También me habla  y me pregunta sobre el perro de mi hija, que se llama Torso, el cual, al parecer, es un gran aficionado a los poses fotográficos. Es ver a alguien acercarse, cámara en ristre, y el can comienza a poner caritas que es un primor. Hasta guiña el ojo.
Si esto era una prueba de resistencia, mi madre la está superando con nota. A ella siempre le han gustado mucho los animales.

lunes, 25 de junio de 2012

Marta, la lagarta


Lo bueno de mi casa es que las mascotas me están saliendo gratis. A la comunidad de salamaquesas que tengo adoptadas, que capitanea Teresa, ahora se ha unido Marta, la lagarta, que vive a los pies de una falsa platanera y, de vez en cuando, pulula por el jardín en busca de algún insecto o bicharraco que llevarse a la boca.
Por las mañanas, bien temprano, gusta de tomar el sol sobre el suelo de piedra negra y, de ese modo, calienta su alargado cuerpecito de sangre fría. Al contrario de lo que pudiera parecer, no le asusta que me acerque a ella, sino todo lo contrario, cuando lo hago, sigiloso, ella posa y hace posturitas con premeditación y alevosía, modelando como si fuera una gran top model de la fauna mediterránea y estuviera buscando una exclusiva para la revista Zoo.
Para mejorar su confort, he colocado, tras la platanera, el tronco hueco de un viejo drago, para que le haga las veces de dormitorio y sala de estar. Marta esta muy contenta con su improvisada vivienda pero, sobre todo, por el hecho de no tener que pagar hipoteca ni alquiler.
Hace un par de días, se escapó, in extremis, de las garras y el pico de un joven cernícalo que le tiene muchas ganas y que no para de vigilarla. Yo creo que Marta, muy pronto, va a traer familia, ya que he visto merodeando por la parcela de al lado a un gran lagarto macho exhibiendo sus ocelos azules, verdosos y amarillos, como si fuera un pavo real.
Marta, con su delantalito blanco, come grillos, cucharachas, lombrices y, el otro día, la sorprendí zampándose un enorme ciempiés. Estoy muy contento, ya que, con Marta, me estoy ahorrando mucho dinero en insecticidas.
Mis mascotas se sienten muy a gusto en mi casa, quizás porque entran y salen cuando les da la gana y sin necesidad de pase pernocta. Ahora que le pongo algo de fruta a Marta, para balancear un poco su dieta, están viniendo algunos pájaros a comer. Uno de de ellos, está mirando el modo de anidar en la platanera. ¡Qué maravilla! Me siento feliz pensando en cuanto dinero me voy a ahorrar en alpiste. De seguir así mi pequeño jardín se va a convertir en una especie de Arca de Noé.

domingo, 24 de junio de 2012

Se armó la marimorena


Nunca fui un gran aficionado al flamenco. Por pura ignorancia o, por qué no reconocerlo, por el rechazo histórico a una cultura que, pese a lo que se pueda creer en otros lugares, a muchos españoles siempre nos ha sido ajena. Una cultura que tradicionalmente ha sido estigmatizada, desmerecida, plagada de tópicos mal intencionados asociando el flamenco a lo gitano y lo gitano a lo malo. Eso ha llevado al flamenco a ser más reconocido, en ocasiones, fuera de nuestras fronteras que en nuestro propio país.
El flamenco es un arte plagado de plasticidad y sentimientos que procede de unas raíces muy profundas y controvertidas. Sus orígenes andalusíes, se fusionan en el tiempo con cristianos, judíos y sobre todo gitanos. El gitano siempre ha sido un pueblo sin tierra, un eterno nómada molesto y diferente, odiado y admirado, fácil cabeza de turco que, siempre en mínoría, se ha visto obligado, para protegerse, a enrocarse en sí mismo, de tal manera que, sus esencias y sus costumbres, se han ido manteniendo fieles y a salvo de intoxicaciones culturales alóctonas.
Todo ese legado cultural se trasmite, hoy día, a través de la música, de los bailes y, sobre todo, mediante una manera de ser y de entender la vida; una forma de vida que choca frontalmente con los patrones de vida actuales, con los que intenta convivir y evolucionar.
Anteayer me emocionó el flamenco y tuve que pedirle perdón. Fue en un restaurante en Molina de Segura -que se come muy bien, por cierto- cuyo nombre ya vaticina alegría y jolgorio: La Marimorena. En principio llegamos buscando lo gastronómico pero, para nuestra sorpresa, también nos terminó conquistando con lo artístico y lo festivo. El flamenco es arte y es fiesta, y en Flamenco Night, que así se denominaba el evento, hasta los que nunca hemos vibrado con el flamenco nos sentimos conquistados con la pasión desbordante y el buen hacer de un maravilloso elenco de artistas formado por: 
Al baile:
Ana Belén Ruiz, que estuvo pletórica.
Al cante:
Paquito Sánchez, tan buen cantaor como cualquiera de los grandes.
y al toque:
Faustino Fernández y Tomás Navarro, tanto monta, monta tanto. Geniales.
Sólo decirles que allí se armó la marimorena.
Es lo que tiene el flamenco, y yo, pese a mi edad, aún no lo sabía.

jueves, 21 de junio de 2012

Días de hospital XXXII


Frente a mi casa las alcaparras ya están en flor. El termómetro superó hoy los 40º y mi hija Yolanda está, por fin, de vacaciones. En otro orden de cosas, la selección española de fútbol se batirá en duelo contra Francia el próximo sábado; la banca española espera, con ansias, el rescate europeo, mientras, mi madre continúa en el hospital.
Más de tres meses y medio hospitalizada y, hoy, todavía nos brindaba su sonrisa. Pero no todos los días sonríe. Hay muchos días en los que las paredes de su box se le vienen encima. Hay muchos días en los que todo lo ve negro, imposible y terminal. Días en los que no cree a nadie y días en los que desea, con todas sus fuerzas, volver a bailar al centro de mayores de La Flota.
Nunca hubiera imaginado la capacidad de resistencia que está demostrando mi madre. Por su fortaleza, nos hemos convertido, sin pretenderlo, en la familia más antigua de cuidados intensivos del Morales Meseguer. Ignoro si darán condecoraciones por esta hazaña tan poco mediática, pero, sin duda, mi madre se la merece.
Los médicos informan lo justo, cada cual con su particular y peculiar estilo. Ahora tenemos que ponernos batas desechables y guantes en todas las visitas. Últimamente come mejor. Todo pasadito por la turmix: pollo con verduras, pescado con arroz, lentejas con verduras, muchos purés de patata, caldo de ave y de postres: yogures y manzanas asadas, conforman los menús que se come, a diario, sin rechistar. A veces lo vomita todo y nos ponemos nerviosos. 
Nos sigue contando sus conversaciones con las enfermeras, con las limpiadoras, con los fisioterapeutas y con los médicos, y eso que continúa con su traqueostomía puesta. Para ella, que siempre ha sido de hablar mucho, el hecho de que la mitad de las veces no la entendamos, la saca de quicio.
El verano se le ha venido encima a mi madre, en el hospital, como se le ha venido encima a Rajoy toda la mierda de Bankia, su banco estrella. Hace unos años vendían a Caja Madrid como el gran logro económico y de gestión de la derecha española y ahora es el gran agujero negro que nos va a tragar a todos.
Este verano se anuncia caluroso y movido. Por desgracia, para nosotros, mi madre no podrá ir a la playa a refrescarse. Se anuncian más recortes, más bajadas salariales, privatizaciones de servicios básicos, y hasta está en riesgo la sanidad pública de la que tanto nos quejamos y a la que tanto le debemos.
Mi madre sigue viva por la sanidad pública, con sus virtudes y con sus defectos. Sigue viva y tratada por grandes profesionales que están 24 horas al día al servicio de los ciudadanos. Igual que ahora lucho por mi madre, al pie de su cama desde hace tanto tiempo, lucharé donde haga falta, por defender la sanidad pública y universal para todos los españoles y todos los ciudadanos que viven en nuestro país.
Ojalá nos emocionemos con la roja y esa misma emoción la utilicemos para defender nuestro sistema de salud. Es de lo mejorcito que tenemos en este podrido país.

domingo, 17 de junio de 2012

Sucedió rumbo a Tampere



Después de otra noche blanca en Helsinki, donde las ventanas resplandecían como si la noche hubiera olvidado su ancestral cometido de oscurecernos la existencia, tomé un tren Pendolino rumbo a Tampere. Sentía la ansiedad de tomar un buen café y la sensación de haber dormido tres horas menos de lo que mi cuerpo necesitaba. Nunca antes había estado en Tampere así que, nuevamente, me tocaba descubrir otra ciudad con la particularidad de que esta, a diferencia de todas las anteriores, está más cerca del círculo polar ártico.
Allí me esperaban varias reuniones de trabajo de sumo interés. En principio tenía muy buenas expectativas sobre la agenda que me había preparado Artur, aunque, en mi oficio, nunca se debe juzgar de antemano.
Continuaba subiendo más y más gente al tren, para mi regocijo, casi todo mujeres. La temperatura era muy agradable para esas latitudes. Una voz en off sonó por un altavoz pero no entendí absolutamente nada. La chica que había frente a mí, dormía plácidamente, como si este recorrido, tan extraño para mí, para ella fuera coser y cantar.
A través de la ventana el paisaje se ofrecía verde y tranquilo. En mi visita anterior, un manto blanco de nieve lo cubría todo. Era como estar metido en un descomunal congelador de 304.000 kilómetros cuadrados  a 20º bajo cero que, sin embargo, no impedía el normal desempeño de la vida de este pueblo finlandés tan acostumbrado, por difícil que parezca, a esas extremas condiciones climáticas en sus larguísimos y oscuros inviernos.
La bella durmiente de enfrente -sin que ningún príncipe la besara- se despertó con mucha hambre y se lió a dar bocados a un suculento sándwich de salmón.  De ipso facto a Artur y a mí se nos abrió el apetito.  A ninguno de los dos nos hace falta que nos hagan palmas para comer, así que sacando la bolsa del desayuno que nos habían preparado en el hotel, nos pusimos, muy educadamente, a hacer compañía a la chica para que no se sintiera sola y deprimida comiendo. Más que un desayuno al uso, lo que nosotros hicimos fue un acto reflejo de solidaridad ferroviaria.
Hasta aquí, todo bien.  Pero no todo iba a resultar tan monótono y previsible en esta visita a Tampere y si no, juzguen ustedes mismos:
La chica en cuestión después de atiborrarse con un copioso desayuno se levantó del asiento, momento que aproveché para verificar si el resto de su cuerpo hacía honor a su preciosa cara. En efecto, me pareció la perfección hecha mujer. La obra de Dios mejor guardada o el androide más perfecto del tecnológico valle de Espoo en su versión femenina. Lucía unos ojos azules profundos; una piel tan blanca que casi dejaba transparentar sus venas; unos cabellos más bien blancos que rubios, sujetos con una cola alta; y por último, su mirada, una mirada que me clavó como un rayo fulminante y me provocó un dolor extraño en el pecho que me dejó medio aturdido.
Al rato, entre una nebulosa en la que no podría asegurarles que yo me encontrara en mis cabales, la revisora, en finlandés, me solicitó los billetes. Cuando alcé la mirada para entregar los documentos, por pura intuición, mi cuerpo sintió una especie de descarga eléctrica al comprobar cómo la mujer  que me requería los boletos era la misma que antes desayunaba frente a nosotros. No quise decirle nada Artur para que no pensara mal de mí. Pero yo me quedé tan congelado como, en mi anterior visita a este país, cuando estuve trabajando varios días a 20 bajo cero.
Recuerdo que, de manera automática, miré hacia el asiento que debía de ocupar la enigmática mujer y allí no estaba. Busqué entre el pasaje y tampoco la encontré acomodada en ningún otro lugar. Pensé que quizás hubiera preferido sentirse más cómoda, a salvo de nuestras miradas furtivas, pero no.
Decidí, sin saber por qué ni para qué, buscarla en el vagón restaurante. Tampoco estaba allí. No volví a encontrarla en el tren por mucho que estuve atento durante la hora que nos faltaba para cubrir el trayecto hasta la ciudad de Tampere.
Al llegar, el sol aportaba una mágica tonalidad dorada sobre los viejos tejados de cinc. La gente transitaba plácidamente, a pie o en bicicleta, entre árboles que lucían un verdor casi abusivo que contrastaba, fuertemente, con el color rojo de numerosos edificios de ladrillo visto, muy austeros; mientras miles de mujeres rubias reflejaban, como los espejos móviles que se usan para ahuyentar a los pájaros de los cultivos, los rayos del sol en sus cabellos. Me gustó su pequeña catedral ortodoxa y me llamó la atención, entre su paisaje urbano, una gran torre que presume de ser el edificio más alto de los países escandinavos.
La gente me sorprendía en las visitas por su simpatía y su buena predisposición a comprarme todo aquello que les presentaba. Mis propuestas eran acogidas como un maná después de una larga vigilia. Recuerdo que sentía una enorme dicha de haber viajado hasta allí. Me veía triunfal, como Alejandro Magno o Julio César y aún me faltaba una última visita.
Al llegar, aquel edificio me resultó familiar. Percibí una de esas extrañas sensaciones en las que vivimos una secuencia idéntica a otra vivida con anterioridad, o al menos, eso nos parece.
Una señora mayor vestida de negro me acompañó hasta la puerta de una oficina que se encontraba al fondo de un largo pasillo. Ella misma abrió la puerta y me presentó en finlandés. Curiosamente yo entendía todo sin la traducción de Artur. Mi cuerpo se convirtió súbitamente en un témpano de hielo. La señora que me esperaba en aquella oficina era la misma, o la hermana gemela, de la que iba en el tren. La misma que luego me reclamó los billetes y la misma que me clavó algo en el pecho al mirarla a los ojos. Si no era la misma, me dije para mis adentros: ¡que me parta un rayo ahora mismo!
-Hola, bienvenido a Tampere, ¿Cómo le ha ido el viaje? -me dijo con una sonrisa tan perfecta como la de los anuncios de dentífrico.
No daba crédito a todo lo que me estaba ocurriendo. ¿Cómo sabía esa mujer hablar un castellano tan perfecto? ¿Cómo podía ser idéntica a la chica que dormía frente a mí en el tren e idéntica, también, a la revisora?
-Muy bien, gracias, para mí es un privilegio visitar un país tan bonito como Finlandia.  La gente me ha tratado genial en todas las visitas. Estoy pensando en regresar para pasar aquí mis vacaciones –le respondí diplomáticamente.
-¿Nos conocemos de algo? –me preguntó repentinamente la mujer.
-Pues yo diría que no, pero lo extraño es que tengo la sensación de que nos hayamos visto en algún lugar –le dije con sinceridad.
-¿Le molesta si pongo algo de música? –me preguntó inesperadamente.
-No, al contrario, me encanta la música – respondí sorprendido ante su  inusual propuesta.
Cuando comenzó a sonar Bachata rosa de Juan Luis Guerra, incontroladamente, di un respingo en la silla que debió sorprender a mi anfitriona.
-¿No le gusta esta música? –me preguntó con cierto tono de preocupación.
-Al contrario, Juan Luis Guerra es mi cantante favorito. Desde hace más de treinta años sigo su carrera. Tengo todos sus discos –exclamé.
-Demasiadas coincidencias ¿No le parece? –me preguntó.
-Sí, parece imposible que dos personas viviendo a más de cuatro mil kilómetros, siendo de culturas tan diferentes, podamos tener gustos tan afines y tener las mismas sensaciones –exclamé sorprendido
-¿Usted cree en el destino? – me interrogó de manera directa.
-Siempre he pensado que nuestro futuro está escrito en alguna parte –le respondí con cierta picardía pensando en que ese era el tipo de respuesta que ella esperaba escuchar.
-¿A que usted me cantaría una canción de Juan Luis Guerra? –me propuso sin dejarme tiempo a reaccionar.
 Por un instante me quedé bloqueado: ¿Cómo sabría aquella mujer mi afición por cantar las canciones del dominicano? ¿Era posible que todo aquello estuviera sucediendo?
-Por favor, cánteme una canción. Sólo una. Se lo ruego –me suplicó aquella enigmática mujer.
Sin hacerme mucho de rogar comencé a cantar:

Cuando te beso,
todo un océano me corre por las venas,
nacen flores en mi cuerpo cual jardín,
y me abonas y me podas soy feliz ,
y sobre mi lengua se desviste un ruiseñor,
y entre sus alitas nos amamos sin pudor,
cuando me besas..
un premio Nóbel le regalas a mi boca….

La preciosa mujer, sin dudarlo un instante, se abalanzó sobre mí y me besó en la boca. Fue un beso apasionado e infinito que me hizo perder el sentido. Mis manos recorrieron su cintura y ella continuó besándome con una pasión  desenfrenada. Descontroladamente, mis dedos comenzaron a bajar la cremallera de su vestido y apareció, ante mis ojos, un sujetador negro que destacaba sobre su piel blanca de terciopelo. Sentía mi cuerpo ausente, fuera de control, como convertido en una marioneta movida por hilos invisibles.

De pronto escuché una voz que pronunciaba mi nombre a lo lejos. Yo no quería escucharlo, prefería seguir disfrutando, de aquel momento, con aquella diosa escandinava. De nuevo escuche la llamada, pero en esta ocasión, percibí  mi nombre con total nitidez:

-Pepe, Pepe, despierta, ya hemos llegado a Tampere.

Sobresaltado, abrí los ojos y allí estaba Artur agarrándome del brazo.

-¿Estás bien? Has dormido un montón. Hasta llegaste a roncar –me dijo  mi compañero polaco sonriendo.

Instintivamente miré hacia el asiento de enfrente. Allí, como si nunca se hubiera movido de su asiento, estaba ella recogiendo sus pertenencias. Su bolso negro, un libro del tamaño de un ladrillo, un antifaz para protegerse del sol, un Iphone y una botella metálica de color negro con restos de té.
Mientras la miraba, la diosa se fue, poco a poco, convirtiendo en mujer y mi sueño de conquistador se desvaneció como un castillo de naipes.
No sé si merezca la pena consultarlo con un psicólogo. Quizás tan sólo sea cosa de la edad.
  

sábado, 16 de junio de 2012

Collage finlandés


Cansado de escribir y de que nadie me lea, esta mañana he decidido hacer otro collage. Tengo que confesar que, antes de este planteamiento tan metafísico, mi hija y yo hemos ido al Mercado de Verónicas y nos hemos puesto tibios a base de churros con chocolate. De lo divino a lo mundano.
Al regresar de hacer la compra semanal me he sumergido en mi estudio, y tras agarrar todo tipo de publicaciones, las cuales he ido recopilando por Helsinki a lo largo de esta semana que ahora acaba, he comenzado a seleccionar todo aquello que mi cerebro me identificaba como útil para realizar esta nueva creación.
Los collages, a lo largo del tiempo, se han convertido en mi rastro, en algo así como una especie de santo y seña, de difícil interpretación y de dudoso gusto.
Cuando me abraza la nostalgia, escarbo entre montones de ellos en busca de momentos congelados, recuerdos de cualquier país o cualquier ciudad que me conmueven y me tranquilizan.
Esta terapia seudo-artística, que genera dependencia, me aporta más información que una simple acumulación de fotos. No siento lo mismo cuando miró mis viejos álbumes de fotos que cuando contemplo antiguas carpetas de collages.
En Finlandia, estos días atrás, he sentido la necesidad de volver al papel robado, a las imágenes publicitarias, a las palabras asombrosas y de difícil pronunciación e intentar, a través de una clave secreta que desconozco pero que brota desde mi interior, poner orden en el caos y regurgitar, asombrosamente, otro collage.
El fruto de todo esto que intento explicar es este collage que, valientemente, quiero compartir con todo aquel que se asome por este blog.
Miles de veces me he preguntado: ¿Cómo, y buscando qué, llegará la gente a este blog?

domingo, 10 de junio de 2012

Mirando de lejos


Estoy viendo como rescatan a España desde lejos. Dentro de la antigua prisión de Helsinki. Frente a enormes buques repletos de turistas rubios, ávidos y gentiles como banqueros antes de la crisis. Si España está, por fin, rescatada, yo, sin saberlo, también lo estoy. ¡Mil gracias, amigos europeos! Según parece mi vida pendía de un 3%. Rajahoy, nuestro genial e inspirador presidente ha dicho que ya está todo arreglado y que se iba al fútbol. Una vez trincada la pasta gansa -que ya se pagará cuando se pueda- vamos a ganarle a Italia y se nos pasará el susto sin beber agua.
Nuestros magistrales gestores económicos venden la piel del oso como un triunfo, cuando los alemanes lo único que han hecho es volver a darnos crédito para que le devolvamos, a sus bancos, los préstamos anteriores, ya que, según parece, se nos habían amontonado las letras.
Eso me recuerda un viejo chascarrillo:
-Doctor, con estas no leo.
-Tome esta otra, señora.
-No doctor, tampoco, con estas gafas tampoco leo.
-Van a ser estas, pruebe a ver, doña Gertrudis.
-Nada, tampoco, buen hombre, son muy monas, pero no leo.
-¿Sr.Gertrudis, pero usted sabe leer?
-No doctor, si supiera leer: ¿Para qué iba yo a querer unas gafas?
No se sí el símil se ajustará mucho al tema, pero lo peor sería que no sepamos utilizar ese dinero, como tampoco sabía leer doña Gertrudis. En España hay muchas doñas Gertrudis: gobiernos, municipios, empresas y personas que cuando se ven con cuatro euros en el bolsillo se les va la olla y se gastan lo que no esta escrito en fiestas y en colocar a sus parientes. Ser del sur es lo que tiene, nos gustan más las fiestas que a un tonto un lápiz.
Lo que algunos están sufriendo y lo que otros estamos aprendiendo en esta crisis no se nos olvidará nunca. La auténtica transformación económica, la verdadera transición hacia la modernización de nuestro país comienza con este chute de 100.000 millones de euros; pura calderilla, que a modo de punto de inflexión marcarán nuestro ser o no ser como país.
Nuestra credibilidad ha quedado en entredicho. Nuevamente somos un país de pandereta endeudado hasta las meninges.
Estamos salvados, pero más endeudados que nunca.
Vicente del Bosque y los suyos tienen el anestésico para esta operación. ¡Pinchenme, por favor! ¡España!¡España!

sábado, 9 de junio de 2012

Tiempo muerto



El avión avanzaba por la pista y súbitamente ha parado. Dan explicaciones en inglés y en finlandés pero no entiendo ni papa. Los niños gritan histéricos mientras la gente se suelta los cinturones y se pone cómoda.
Intento leer un libro de Francisco Tario. Me está costando tanto avanzar con él, como la semana pasada me ocurriera con uno de Juan Villoro. Juró que no tengo nada en contra de los autores mexicanos, todo lo contrario. Ni los autores, ni los libros, tienen la culpa. La culpa es mía porque no debo estar para libros mexicanos, ni para aviones, ni para llantos histéricos de niños.
Quizás esté para esconderme en la Patagonia y buscar huellas o huevos de dinosaurios voladores, o tal vez sería mejor exiliarme en un pueblo esquimal para aportarles, de manera altruista, mi material genético y, con ello, intentar enriquecer el suyo y mitigar, de alguna forma,  la endogamia que históricamente les estigmatiza.
Mas, sin embargo, dudo de que mi material genético les sirva de mucho y que lo único que vaya a aportarles, a los pobres esquimales, sea una boca más a la que alimentar a base de grasa de foca y de pescado congelado sin congelador.
El avión sigue varado, a un lado de la pista, como una ballena sin futuro en una playa del atlántico, y yo escribo y escribo intentando buscar, a punta de bolígrafo sin pedigrí, una solución a este tiempo muerto, a este tiempo absurdo encerrado entre chapas de aluminio, rodeado de rubios con alto poder adquisitivo y quemados por el sol de la Costa Blanca.
De nuevo rugen los motores. El aire acondicionado se refuerza.  El señor que va junto a mí en la ventanilla hace sudokus sudando sin importarle nada ni nadie. Su tranquilidad me tranquiliza. El problema, por tanto, no debe ser muy grave.
De nuevo hablan en inglés y en finlandés aunque a mí todo me suena igual. Las luces de la cabina se atenúan. Una azafata, tan alta como la luna, me dice que me vuelva a poner el cinturón y que plegue la mesita sobre la que estoy escribiendo este relato que se acaba mientras que el avión, con una hora de retraso, pone rumbo a Helsinki.
El camino se ha convertido en mi casa, mi patria y mi bandera. La vida me arrastra, de aquí para allá, a su merced, como un tronco a la deriva en altamar, y yo, humildemente, me dejo llevar.

jueves, 7 de junio de 2012

Días de hospital XXXI


Corriendo, corriendo he llegado -sin maleta- desde Guadalajara (México) al Hospital Morales Meseguer en un plisplás; 9628 kilómetros que se han pasado entre ronquidos de diversas notas, broncas de azafatas caducadas de Iberia y un intenso olor a humanidad. 
Mi madre sigue donde la dejé, sentadita en su cama, con su rosario en todo lo alto, y con su traqueostomía puesta. Desde el fin de semana ha estado respirando peor. Sus pulmones han vuelto a llenarse de líquido y, esta mañana, le han sacado un litro de cada uno. Lo han mandado a analizar. Los médicos están preocupados porque esta nueva recaída pulmonar no es normal, más si cabe, después de comprobar que, tras drenar ese líquido, su respuesta espontánea no ha sido tan buena como la vez anterior.
He vuelto a disfrutar dándole de comer y untándole de crema de urea todo su cuerpo; una crema especial que nuestro genial químico el Sr. D.Javier Peñalosa ha formulado especialmente para ella. La verdad es que la piel la está aceptando la mar de bien y desde aquí se lo quiero agradecer.
Ahora que mi madre ha perdido volumen, su piel se ha vuelto más flácida. Tan envejecido y flácido como yo me vi el otro día cuando mi compañero Mario Agramunt, con su polivalente Iphone me tomó una fotografía y con una despiadada y  maléfica aplicación me recreó el careto que luciré cuando ostente la edad de mi madre.
Si ahora me veo mal, el hecho de verme con esa cara de pan y atravesado por mil surcos de diferente profundidad, me ha dejado un tanto descolocado.
Me ha gustado la reacción de mi mujer que, al ver la fotografía, me ha dicho que, en la foto, me sigue viendo con cara de bueno y con mis ojos chiquitos pero lindos. Eso es amor y lo demás son tonterías.
Por si fuera poco, después de lo de mi abuela, cuyas cenizas fueron esparcidas por la mágica playa del Portús, y la grave enfermedad de mi madre, ahora veo a mi padre cada vez peor. En los últimos días a vuelto a padecer unos terribles vértigos y su cara es todo un poema.
Menos mal que tras este viaje que hago mañana a Finlandia me voy a quedar por una temporada en Murcia. Dice un antiguo refrán que las desgracias nunca vienen solas.

sábado, 2 de junio de 2012

La historia del hombre menguante


A veces me siento grande y otras veces una pulga sobaquera. Cuando me siento grande salgo a vacilar por Alfonso X, entre la sombra de los viejos plátanos y las mesas de las heladerías. Quiero que todo el mundo admire, con asombro, mi dicha y mi altanería. Por el contrario, cuando me siento pequeño, me quiero esconder bajo una mesa y no salir hasta que el complejo se me desvanece. En ocasiones, cuando no tengo una buena mesa a mano, me meto en un armario, hasta que se me pasa lo pequeño, y me entretengo escuchando a la carcoma devorar la madera y a las polillas las mangas de los suéter. 
Cuando las mangas se ven muy feas mi madre las corta y me hace chalecos. Como hay muchas polillas en mi casa en invierno paso mucho frío, por eso tengo más chalecos que la mayoría de mis amigos. En realidad no me preocupa demasiado porque no tengo muchos amigos, ni ganas de tenerlos.  En el colegio todos se burlaban de mi cuando era pequeño y, sin embargo, cuando estaba grande, todos se escondían espantados al verme. Me gusta ser más grande que pequeño. De hecho, si pudiera elegir me quedaría siempre así y jugaría al baloncesto, pero como lo mío no tiene mucha lógica y lo mismo mido dos metros quince que un metro y medio, he decidido no hacer deporte y alimentarme de Cheetos. Hubo un tiempo en el que solamente comía helados de vainilla y chocolate, pero lo tuve que dejar, ya que, en invierno, siempre andaba constipado y cuando estoy constipado menguo con más asiduidad que cuando no lo estoy.
Ni mis padres ni los doctores me han explicado nunca el motivo de mis fluctuaciones de tamaño. Al principio me llevaban a la unidad de enfermedades raras, así que yo asumí que era un niño raro. De hecho, me contó mi mamá que, al poco de nacer, cada vez que me daba de mamar y me dejaba en la cuna, comenzaba a crecer de tal manera que las piernas me salían de entre los barrotes. Después, conforme se iba pasando el efecto del alimento me iba encogiendo ante la perplejidad de mis progenitores y del asombro de la numerosa audiencia que, por aquellas fechas, ya iba acumulando.
Hubo un tiempo que estuve tentado para trabajar en un circo. En él también actuaban -lo de actuar es un decir-: la mujer barbuda y el hombre con la cabeza más grande del mundo. Al final no me terminé de decidir porque nunca me ha gustado mucho viajar. En realidad, me gusta viajar cuando estoy grande, pero cuando estoy canijo me canso demasiado. 
El sexo sólo lo práctico cuando estoy en creciente -por razones obvias- y práctico el celibato en mi fase menguante -por razones obvias- como es fácil suponer.
Mucha gente que me conoce me compadece y, mucha otra, me admira. Aparezco en los anales de la medicina y en el libro Guinness de los récords. Cuando estoy grande práctico sexo a tutiplén, y cuando estoy chico descanso y como Cheetos.
Vivo con mi madre, pero me mantiene una viuda que pasó treinta años casada con un señor que no se la encontraba ni para orinar, y a la que, únicamente, visito en mis días de gracia.
Reconozco que no soy normal, pero como ustedes comprenderán:¡ni falta que me hace! A muchos les va peor que a mí.

viernes, 1 de junio de 2012

Escribir o vivir


Otro día más se levantó muy temprano a intentar escribir. Anteriormente lo hacía en la noche, tomando y tomando, como un poeta de barrio bajo que no tuviera ni diez pesitos en el bolsillo, ni perro que le ladrara. Aquel cuate era pura chingadera. Sus historias resultaban tan absurdas que ni a él mismo le terminaban de convencer. Su superhéroe de ficción se parecía más al Chavo del Ocho que a Superman o a Batman. Sus aventuras, en lugar de causar admiración, generaban pena y estupor. No alcanzaba a darse cuenta de que lo suyo iba más por otros derroteros que por escribir grandes hazañas sobre un personaje que tuviera que salvar a México de la tiranía del Capitán Misterio.
Quizás sí lo sabía, aunque se resistía a asumir su auténtica realidad. A penas si le quedaban unos pocos miles de pesos de la herencia de su difunta mamá y sus historias seguían sin aportarle ni un varo. No ganaba ni para darle de comer al loro que tenía como única compañía, en aquella casa que no se limpiaba desde días antes del entierro de su madre. Todos los editores lo rechazaban y le alentaban para que se dedicara a otra cosa. Le invitaban a no malgastar su tiempo y su vida en algo que no le iba a reportar nada más que frustración y desengaños.
Aquella mañana, cuando ya había emborronado cuatro hojas que, como tantas otras, acabaron convertidas en bolitas de papel en el basurero, decidió salir a la calle.
El sol picaba como presagio de una tormenta o, simplemente, por picar. Los claxon sonaban como en un concierto desafinado, anárquico y ensordecedor.
La gente corriente desfilaba, a paso ligero, en todas direcciones, como cuando alguien pisa un hormiguero. Mientras Hugo deambulaba entre aquella marea de realidad -que le era ajena- sintió que su boca adquiría una pastosidad que -según él- tan sólo se podía aliviar con unas cuantas chelas. 
Recordó que la noche anterior, mientras intentaba que su superhéroe no resultara patético, no había probado bocado. Decidió comer algo en un puesto de tacos al pastor, pero pronto se dio cuenta de que su organismo le rechazaba lo sólido y que tan sólo le aceptaba, de buen grado, la cerveza. Su estómago estaba tan poco acostumbrado a comer como su cerebro a dotar de coherencia y credibilidad a sus personajes y a su propia existencia.
Sentado junto al puesto de tacos sobre una caja de Coca-Cola, bebió una Negra Modelo tras otra. Por un tiempo estuvo mirando, obsesivamente, al joven que despachaba comida, y lo comparó, sin saber por qué, a un cura repartiendo la comunión a sus feligreses.
Se entretuvo contando los tacos que vendían y haciendo cuentas mentales de  cuánta lana ganaban. Mientras consumía su sexta o séptima chela pensó en que él no ganaba nada por mucho que escribía. Su futuro no lo vislumbraba más allá de ese dinero que le dejará su madre. Consumía sus días y sus pesos, de manera agónica, como quien se siente, a la deriva, sin rumbo ni destino alguno.
La lluvia comenzó avisando con un trueno devastador. Las gotas eran tan grandes como una moneda de a diez. La gente corría en desbandada buscando algún refugio en el que guarecerse de aquel despiadado aguacero. 
Él no se movió. Las gotas le fueron empapando hasta la médula. Su cuerpo yacía inerte entre botellas vacías y sus propios vómitos.
Cuando aquel descomunal diluvio cesó el inédito escritor dormía en un charco de color negro mientras un perro pulgoso le olisqueaba el trasero.
El chico de los tacos, agarrando su celular, marcó a su vecina de toda la vida: Doña Lupita, la que fuera amiga intima de su mamá. La señora, al rato, apareció acompañada de dos de sus hijos con una cobija y lo arrastraron, como pudieron, hasta su casa. No era la primera vez que lo hacían.
Al día siguiente Hugo "el Novelas" -así apodaban al desdichado- decidió poner punto y final a su vida marginal y afrontar su destino con realismo. Al despertar se sintió, como todos los demás, tan sólo un pinche wey atorado por no saber, ni vivir, ni escribir.
Cuando se sintió con fuerzas, se levantó en dirección al escritorio, que le regalará su difunta madre cuando cumplió diez años, y agarrando la pluma escribió: Fin.