sábado, 27 de agosto de 2016

Reptil con suerte



Agosto agoniza. Septiembre se asoma. Los días pasan. Pronto el calendario perderá una hoja más. La vida pide paso, siempre pide paso. Sin avisar y sin esperar a nadie, ni por nadie. Yo, absorto, observo todo a mi alrededor. Lo visible y lo invisible. Lo que está y lo que dejó de estar. Arrastro mi vida pasada para acometer el presente con conocimiento de causa.
Mi madre siempre recalcaba que yo era un hombre con suerte. Naciste con estrella -decía. Con estrella Michelin -pienso yo. El michelín que rodea mi anatomía como una serpiente cariñosa que me abraza con efusividad. 
Mi círculo vital gira entorno a una órbita indefinida que se expande sin limitaciones. Desde Ucrania, hasta México. Desde Polonia, a Georgia. Desde Estonia, a Grecia. Desde Bielorrusia, hasta China. 
Con frecuencia, me subo al mundo por la escalerilla de un avión. Un mundo que, bajo las nubes, agoniza con olor a sangre y a queroseno. Un mundo que convulsiona víctima de sus propios errores, de sus propios desordenes internos. Como la esclerosis que, desde hace años, ataca sin piedad a mi hermana. Su propio cuerpo convertido en su principal enemigo. 
A mi hermana, mi madre nunca le recriminó que tuviera suerte. Ella era, tal vez, la que buscaba en los demás la suerte que nunca tuvo; la suerte que siempre anheló encontrar hasta que un cáncer se la llevara por delante para reafirmar su infortunio. 
Hace tiempo que miro hacia la vida parapetado en mi propia suerte. Mi egoísmo de reptil debió de acaparar toda la suerte que mi familia necesitaba. 
Yo, vete a saber el motivo, soy un tipo con suerte que, como las culebras, muda de camisa con facilidad. Aunque nunca me confío y siempre miro, como los camaleones, con un ojo hacia adelante y otro hacia detrás. No vaya a ser que alguien ose arrebatarme esté halo invisible de suerte que me rodea. 
Y, como las tortugas, cada vez tengo menos prisa. El calendario y yo hemos acabado por hacernos buenos amigos, pero eso no quita para que, ni él se fíe de mí, ni yo de él. En esta vida, y eso lo sabemos muy bien los reptiles, no hay que fiarse de nadie.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Barrunta tormenta


Somos el 2,4% de solidarios de lo que presumíamos ser. O sea, casi nada. De los refugiados que nos comprometimos a acoger, a día de hoy, tan sólo hemos acogido a esa miserable cifra. O dicho de otro modo, el 97,6% de esas personas -los refugiados son personas- aún siguen soñando con que la todopoderosa Comunidad Europea, antaño adalid de las causas justas y de los derechos humanos, tenga a bien mover un dedo para acogerles en su seno y salvarlos de una muerte segura.
Pero claro, la erosión de la crisis económica ha dejado al descubierto las vísceras malolientes de la Comunidad Europea, convertida en un monstruo radical que avisa, amenazante, de que males mayores se avecinan. La estampida de los británicos ha sido sólo el principio de una descomposición que, de facto, ya se percibe en los ánimos de la mayor parte de la ciudadanía. Y digo que se percibe porque el sueño europeísta se está derrumbando ante nuestros ojos como un castillo de naipes, y ya es tan sólo un gran detritus con molestos moscardones revoloteando a su alrededor.
De convertir la Comunidad Europea en una gran nación de naciones ya nadie habla. Tan sólo se habla de deudas, de déficit, de aplazamientos, de norte y sur; pero poco o nada se habla de los ciudadanos. Los ciudadanos, antaño ilusos europeístas, nos hemos convertido en unos convidados de piedra en todo este embrollo monetario. Y ahora se habla de que, como Venecia, Italia se hunde. ¿No será que éste sistema económico no funciona? ¿No será que la podredumbre de los políticos es tan sólo el reflejo de nuestros propios gobernantes?
También influyen negativamente, en toda esta sinrazón, los movimientos que se están produciendo en el tablero geopolítico. Continua la guerra en Siria. Hay cientos de frentes abiertos contra el terrorista Estado Islámico -que ni es estado, ni es islámico- Trump amenaza a EE.UU y al mundo. Erdogan es un socio muy peligroso que navega en aguas turbulentas. Rusia sigue soñando con volver a ser la Gran Rusia. Los chinos necesitan más dinero para mantener su desaforado crecimiento económico. Japón sigue estancado. Venezuela continúa desangrándose. El África negra ha desaparecido del mapa.
Mientras todo esto se cuece a fuego lento, unas tristes y abatidas personas, venidas de la guerra y del hambre, siguen soñando con la solidaridad de nuestra desvirtuada Comunidad Europea. Pero esto ya no es lo que era, amigos. ¿O es qué, tal vez, nunca lo fue? Barrunta tormenta.

sábado, 20 de agosto de 2016

Gato encerrado


Sobre uno de los sofás del Hostal Empúries un huésped encontró, mientras que hacía tiempo para que abriesen el buffet, a un gorrión muerto. Pensó, por lo temprano que era, que el pajarillo habría encontrado la muerte, acomodándose ahí, en un sofá de diseño, para alcanzar un eterno y elegante descanso. Lo agarró entre sus manos, lo acarició, y aún lo sintió caliente. Sin embargo, intuyó en sus alborotadas plumas algo fuera de lo común. De hecho, sintió que parte de su plumaje estaba mojado. Inconscientemente, miró a su alrededor, como queriendo encontrar al responsable de semejante pajaricidio y, al fondo del pasillo, pegado a la puerta automática que daba acceso a la playa, descubrió como un gato negro con la cabeza blanca y los ojos color ámbar, le miraba desafiante.
Tal vez el gato no había cazado al gorrión para alimentarse -pensó el huésped- tan sólo le habría dado muerte para seguir sintiéndose gato, para mantener su viveza felina causando la muerte de otro ser vivo. Toda vida, sin demostración de poder, por lo visto, no alcanza a estar lo suficientemente viva. Con toda seguridad, el gato negro con la cabeza blanca y los ojos color ámbar, sintió el arrebato ejecutor de buena mañana, mientras el gorrión bebía plácidamente en una de las numerosas fuentes que embellecían el jardín de tan majestuoso hotel. Aunque probablemente ese gato, aquella luminosa mañana, se equivocó; como se equivocó la paloma del famoso poema de Alberti.
El gato, don Gato, apadrinado por los trabajadores de tan singular hotel, debía engullir sacos y sacos de comida liofilizada, por lo que la caza, para él, se había convertido en un esnobismo, en un ejercicio lúdico con el que sentirse en forma, como quién va al gimnasio cada mañana antes de irse al trabajo.
Recordó, mientras arrojaba al pequeño paseriforme entre las abundantes ramas de un lentisco, como estudios recientes hablaban de que la población de gorriones en el mundo había caído estrepitosamente sin que hasta la fecha se conozcan, con seguridad, las causas que lo están provocando. Deben ser los putos gatos -pensó.
Entonces fue cuándo vi a tan singular huésped acercándose sospechosamente al felino. El gato negro con la cabeza blanca y los ojos color ámbar, ronroneando, intentaba disimular. El hombretón debía de medir como dos metros, o tal vez más, y estaba seco como un palo. Sigilosamente, arrinconó al animal en una de las esquinas del pasillo que daba hacia la playa, justo debajo de una bonita lámpara colgante de color rojo. El minino, al sentirse acorralado, soltó un terrorífico maullido, como intuyendo la que se le veía encima, pero sus sonoras reclamaciones fueron en balde. El desgarbado huésped, con los brazos tan largos como las aspas de un molino, agarró al gato, lo envolvió en un santiamén en una toalla de baño y, sin que nadie excepto yo se percatara de lo sucedido, salió con tan singular fardo debajo del brazo rumbo al aparcamiento, en el que un sol de justicia, a esa hora de la mañana, achicharraba ya a todos los vehículos sin reparar en modelos ni en marcas.
El defensor de los gorriones, o el terrorista de los gatos, según se mire, comprobó, mirando para todos lados, que nadie reparaba en su fechoría, soltó un improperio en algún idioma norte europeo excesivamente gutural para mi gusto, y arrojó al gato dentro del maletero de un vehículo de matrícula holandesa.
De lo que hice después, no me siento nada, pero que nada, orgulloso, se lo puedo asegurar. La cuestión es que miré a mi izquierda y encontré la pala de uno de los jardineros que, curiosamente, en ese momento no estaba por ahí. El destino tiene estas cosas. El gigantón del país de los tulipanes se acercaba hacia mí, canturreando, con cara de no haber roto un plato en su vida. Y eso me sacó de quicio. Entonces, sin poderme controlar, agarré la pala, y le arree tal golpe en la cabeza que, al instante, sus dos metros de pellejos y huesos acabaron en el suelo. Fuera de mí, como si estuviese poseído por una fuerza ajena a mi cuerpo, metí la mano en su bolsillo, saqué la llave de su coche, arrastré al gigantón con la ayuda de la carretilla del ausente jardinero, y abrí el maletero. El gato, enloquecido, salió del coche como el que se quita avispas del culo. Ni que decir tiene que no me dio ni las gracias.
Después, tras mucho esfuerzo por mi parte, conseguí meter al larguirucho en su propia cámara mortuoria y, antes de cerrar el maletero, le arrojé las llaves dentro para que no se le perdieran. Lo cortés no quita lo valiente.
Todo esto que les he narrado sucedió a las siete de la mañana. Para que luego digan que a quién madruga, Dios le ayuda. Así que les digo, aprovechen bien las vacaciones y no madruguen, que luego las cosas se lían. Vaya que si se lían.

jueves, 18 de agosto de 2016

El loco del orto


- Doctor -me dijo- yo he creado un mundo, pero nadie quiere entrar en él. ¿Por qué doctor, qué tiene toda la gente en contra mía?
- ¿Por qué piensa usted que la sociedad tiene algo contra vos?
- Me rechazan. ¡Esos infelices rechazan mi mundo!
- Tal vez se encuentren bien en el suyo. ¿No cree?
- Pero cómo va a ser eso. ¡Eso es imposible! ¡Qué diablos van a saber ellos...si no saben nada de nada!
- ¿Y usted por qué sabe tanto?
- ¡Y yo qué sé! La vida me hizo así.
- ¿Y a ellos, cómo les hizo la vida?
- Doctor, no se alarme, pero yo creo que les parieron por el orto. Son requeteboludos.
- ¿Y usted es más listo que ellos, no es así?
- Pues claro que sí. Bien lo sabe usted, doctor, que me lleva tratando desde los quince años. Yo soy un tipo único. Alguien verdaderamente especial.
- Me alegro por vos.
- No parece usted muy convencido de lo que dice, doctor.
- Es que aquí sólo tratamos a personas especiales. De hecho, mi clínica se dedica exclusivamente a tratar a ese tipo de personas.
- ¡Pero qué dice, pelotudo! Esto es un loquero. Aquí sólo estamos los locos.
- ¿Pero acaso usted está loco?
- Claro que no, el loco es usted. Los locos son ellos. Yo tan sólo soy un tipo que ha creado un mundo en el que nadie quiere entrar. Y eso me está volviendo loco.
- ¿Y qué tiene su mundo de particular, a ver?
- En mi mundo no hay que trabajar, y el sexo es libre, lo puedes hacer con quién quieras. ¡Y a la hora que quieras! Y sobra la comida y la Coca-Cola.
- ¿Y a pesar de todo eso, nadie se apunta a su mundo?
- No, claro que no. Por eso le dije que están todos locos de remate.
- Pues es evidente que lo están. Yo veo a su mundo mucho más interesante que el nuestro.
- Lo que más me gusta de vos, a parte de su señora, es que siempre me da la razón.
- Le doy la razón como a los locos.
- ¡Qué reboludo que soy! ¡Era por eso! ¡Yo no estoyyyyy locooooo! Sáqueme de aquí o mañana me inventaré un mundo nuevo.
- Bueno, pues entonces hablamos mañana otro tantito, si le parece. Chao.
- ¡Qué le den por el orto, doctor! No pienso volver a hablar nunca más con usted.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Empúries


Por la noche nunca se me dio demasiado bien escribir. Sin embargo, esta noche lo voy a volver a intentar. La ocasión, sin duda alguna, lo merece. El lugar, también. La música tecno, que llega tenue a la habitación desde el chiringuito, es lo único cuestionable de todo este paraíso, pero, al menos, se entremezcla perfectamente con el ruido de las olas al romper sobre las rocas otorgándole un toque más real a la escena.
Mi hija ya duerme en su cuna. Mi esposa descansa a su lado. Una lechuza se despereza en la rama de un gran pino. Y yo escribo esto en la terraza, a la luz de las habitaciones contiguas, intentando escuchar el viejo eco de las tropas del general cartaginés Aníbal, con sus míticos elefantes al frente, a su paso por estos parajes, de camino hacia la conquista de Roma. Y es que aquí, en el Hostal Empúries, se respira un aire retro. A pesar de la Ley de Costas, el viejo pero renovado hostal está enclavado en la playa del Portitxol, a menos de veinte metros del mar, y a escasos trescientos metros de las ruinas de la ciudad que construyeran los griegos y posteriormente los romanos. El hostal fue construido, precisamente, para albergar a los trabajadores de la misión arqueológica que sacó a relucir toda la riqueza que escondía en sus entrañas. El muelle griego, en plena playa, queda como un vestigio del cordón umbilical que unía Empúries con su metrópolis: Focea, ciudad antaño griega y que ahora, curiosamente, se encuentra ubicada en territorio turco.
Antes de dormirse, mi hija Ana María y yo, hemos estado observando a unos grandes murciélagos que sobrevolaban en círculo sobre el parking del hotel: un parking acogido bajo unos enormes pinos piñoneros para causar el menor impacto ambiental a la zona. La explotación turística de esta franja costera, por fortuna, ha sido menos agresiva que en otras zonas de la Costa Brava. 
Ana María acapara toda nuestra atención las 24 horas del día. Es una diablilla maravillosa que se ha sumado, como voluntaria, al equipo de limpieza del hotel. Todo lo quiere aprender. Le encanta ver a las urracas dando saltos entre los árboles, a las palomas bravías revolotear por el jardín, a los grupos de gaviotas argénteas cuando sobrevuelan el hotel al atardecer. Le vuelven loca los perros, los gatos, y, sobre todo, un caballo de cartón, que hay situado junto a la recepción, y que se utiliza en algún pueblo de Girona para bailar durante las fiestas patronales.
En el restaurante Mas Concas, en Cinc Claus, nos han vuelto a sorprender por su increíble capacidad para crear los platos más sútiles, pero, sobretodo, por su gran capacidad para saber entender y ofrecer soluciones a sus clientes. Yo les aconsejaría que, si deciden viajar a la Costa Brava, no pierdan la oportunidad de visitar este restaurante, situado en una pequeña villa que se remonta, también, a la época de los griegos, y que está ubicado en un típica masía catalana con varios siglos de antigüedad. Mas Concas: de sus fogones salen manjares y de sus muros historias.
El olor que desprenden los majestuosos pinos piñoneros, cuyas acículas conviven en armonía con la arena de la playa y el agua del mar, dota al paisaje de una tremenda personalidad, perfecta sincronía entre montaña y mar. El carril bici, que discurre paralelo a la línea de costa, pasa por la misma puerta del Hostal Empúries, llega por un extremo hasta la turística y bulliciosa población marinera de L´Escala -famosa por sus anchoas- y por el otro a la fortificada San Martín de Empúries, pasando por delante de las míticas ruinas de la ciudad griega. Caminar por esta senda, que se encuentra perfectamente acondicionada, representa todo un lujo para los sentidos.
Por último, qué decir de las temperaturas, siempre moderadas, hacen de este rincón del noroeste de Cataluña un lugar idílico para pasar unas estupendas vacaciones.
Y si no, que le pregunten a mi pequeña Ana María. Voy a dormir, que ya es hora.

lunes, 1 de agosto de 2016

Búsqueda


Entre Bob Esponja y Albert Camus trascurre mi estío. A esta hora tan temprana en la que suelo escribir, en la radio suena You Are Not Alone, del malogrado y trastornado Michael Jackson, mientras en la casa se cuela el canto de un gallo, que no sé adónde vive, y que anuncia a las gallinas que se vayan preparando para la función.
La vida, como el gallo a las gallinas, nos va preparando para la que se nos viene encima. Nos avisa con sigilo pero con constancia. Porque todo en la vida nos va cayendo encima, a veces como una fina lluvia, y otras de manera torrencial. Con rayos y truenos, o como agua cernida. Con elegancia, o sin ella. Unas veces llueve bonito, y nacen poesías, y otras que da miedo, y surgen llantos y ruinas.
Y en esta meditación mañanera, entre meteorológica y filosófica, me como cuatro higos, me bebo mi café con leche y miel, y arranco el día antes de que el día me arranque a mí.
La vida, si lo pensamos bien, nos reta en un pulso constante, nos hace transitar por mil caminos, nadar por cauces que no sabemos adónde terminan, nos hace subir y bajar como en una montaña rusa, unas veces reír y otras tantas llorar, nos obliga a ir y a venir, nos hace soñar dulcemente y en otras nos desvela entre horribles pesadillas, nos regala amores que posteriormente convierte en desamores, nos ofrece flores que luego esconden tremendas espinas. 
La vida...entender la vida como forma de vida. Entenderla sin perdernos y sin pérdida. Comprender. Anhelamos comprender todo aquello que nos acontece, todo aquello que sentimos. Raudos, buscamos darle nombre, catalogarlo, etiquetarlo, dominarlo. Para ser lo poco que somos, somos bien presuntuosos.
Y, en ese orden de cosas, en el que pretendemos controlarlo todo, nos vamos consumiendo sin pena ni gloria. La vida va transcurriendo mientras buscamos algo que no sabemos qué es y vamos asimilando lo que encontramos por el camino.