domingo, 27 de marzo de 2016

El roquisqui de Ana María


El día en el que Ana María se ganó su roquisqui yo estaba leyendo "Cuando Kafka hacía furor", de un tal Anatole Broyard, que hasta ese momento no tenía el gusto de conocer. Mientras tanto, por las calles de Murcia los nazarenos repartían caramelos en honor a la tradición y a su generosidad, y en la olla rápida se cocían unas coles de Bruselas.
Emocionado con esa lectura gringa de la postguerra, paseaba a mí hija por el interior de la casa, en su carrito, hasta que mediante un cambio brusco en la entonación de su llanto ella me hizo comprender que ya era hora de conquistar espacios más abiertos. Dejé, por tanto, el librito, bajé el fuego de la olla, y me lancé al jardín con la idea de mostrarle a la pequeña el resultado de mi plantación anual de bellotas. Me sentía orgulloso de mi voluntarioso trabajo y quise compartir con ella la ilusión que sentimos los apasionados por la repoblación forestal.
El sol estaba espléndido. Las nubes se exhibían sutiles y algodonosas sobre un cielo azul celeste, como de dibujo de niño. Mi hija braceaba de la emoción, de manera espasmódica, sintiendo la conquista del espacio exterior, y sus grititos de alegría me hacían palpar la emoción de ser padre, por segunda vez, después de más de veinte años.
Pero, como de todas las situaciones idílicas, mi pequeña Ana María se cansó del jardín, como yo me cansé de poner carajillos, y con un llanto más propio de un legionario que de una renacuaja de seis meses, me dirigí, raudo y veloz, hacia el interior de la casa, buscando, al menos, minimizar el escándalo público que estamos ofreciendo al vecindario. La pequeña caja de resonancia, que es el pecho de Ana María, aunque no lo parezca, es capaz de generar más decibelios que un viejo Aviocar al despegar en la Escuela Militar de Paracaidismo de Alcantarilla. Los mecánicos militares que mantienen en vuelo esas viejas naves deberían de ser condecorados con la Gran Cruz al Mérito Militar con distintivo rojo. 
Como el llanto arreciaba, aceleré mi marcha. Sorteé zigzaguendo con el carrito varias bolas que iluminan mi jardín por las noches para que quede más chip, y me enfrente, sin pensármelo dos veces, con el último escalón que me separaba de la casa. Y fue en ese momento de incertidumbre en el que incliné el carrito hacia mí, para levantar las ruedas traseras, cuando mi hija salió proyectada como una bebé bala, o como un paracaidista el día de su bautismo del aire, hacia adelante. En no más de una décima de segundo, en el que aterrorizado, me dí cuenta de que mi hija no llevaba su cinturón de seguridad bien encajado, la criatura me miró como para preguntarme que qué diablos era aquella maniobra tan expeditiva. Tan sólo me dio tiempo a interponer mi brazo entre su pequeño cuerpecito de muñeca y la dureza de aquel suelo de madera exterior, que este año aún se encontraba sin su cobertura de aceite de teka reglamentaria.
No podría asegurar con total precisión si el salto fue con voltereta completa o incluyó el famoso doble tirabuzón, lo que sí puedo asegurarles es que el llanto que soltó Ana María, tras dar con su cabeza en el suelo, hizo que templaran las pestañas del mismísimo Cristo de Monteagudo, y eso que es de mármol, y yo me cagara encima.
Lo que cuento ahora a modo de anécdota, y en clave de humor, podría haber tenido un final menos feliz. Cualquier medida preventiva que adoptemos con nuestros hijos, por pequeña que sea, nos puede ahorrar serios disgustos. 
Así fue como, mi pequeña Ana María, el Viernes Santo pasado, imitando a Ícaro, consiguió su merecido roquisqui con tan sólo un pequeño arañazo en la barbilla.
Sirva esta crónica a modo de recordatorio.

jueves, 24 de marzo de 2016

Hay que joderse, Estanislao


Los aviones son el lugar ideal para escribir, se lo aseguro. Siempre y cuando el pasajero, o a la pasajera, que viaja a su lado se lo permitan...
-¿Qué está usted escribiendo, señor? Desde que salimos de Varsovia me he fijado y no ha parado usted ni un momento de escribir -dijo la chica de cara angelical, piel aterciopelada, cabello rubio platino, y ojos color lapislázuli, que se había sentado a mi lado como si el destino me tendiera una cuerda para salvarme del ostracismo emocional en el que me hallo inmerso.
-Escribo un relato. Hace tiempo que me dio por esto, lo mismo que antes me había dado por hacer collages, y antes por hacer punto de cruz -le expliqué a la joven-. Aprovecho el tiempo muerto de los vuelos para escribir, así se me hacen más cortos los trayectos. Mi vida transcurre entre trayecto y trayecto.
-A mí me encanta leer pero creo que sería incapaz de escribir nada coherente y que le pudiera interesar a alguien -confesó la joven.
-Todo es cuestión de proponérselo. Yo antes no sabía escribir una o con un canuto -le dije para motivarla.
-¿Y cuál es su escritor favorito? -me preguntó con desparpajo, como si esa incipiente amistad fuese cosa de toda la vida.
-¿Cómo te llamas, jovencita? -me interesé por su nombre, antes de proseguir intimando con ella.
-Alejandra -me respondió. ¿Y el suyo, caballero?
-Estalislao -le respondí, diciéndole el primer nombre que se me vino en ese momento a la cabeza.
-¿Estanislao? -repitió sorprendida. Ese nombre es eslavo, nunca pensé que en España hubieran Estanislaos. Pensé que todos se llamaban Pepe.
-Jovencita, por favor, a ver cómo se lo explico sin ofenderle, en España tenemos de todo -le garanticé.
-¿Cuál es su escritor favorito, Estanislao? -me volvió a requerir la princesa polaca.
-Pues, querida Alejandra, tener que elegir a un sólo escritor de entre los muchos que me agradan no es tarea fácil -sentencié.
-No me llamo Alejandra, me llamo Aleksandra, con ka y con ese -me corrigió la musa de mis próximos relatos y del resto de mi vida.
-Pues eso, Ale, para abreviar, no sabría decirte...
-Haga ese esfuerzo por mí. Intuyo que usted es un hombre interesante, e igual de interesantes han de ser sus lecturas, y sus escritos, y sus fantasías -me espetó la joven cosaca dejándome totalmente descolocado.
-Me dejas sin palabras, jovencita. No están hechas las flores para la boca del burro -le solté esa frase biensonante, para hacer méritos, como le podría haber soltado otra cualquiera de las muchas que siempre guardo en la recámara para ese tipo de situaciones.
-No le entiendo, disculpe. Aunque estudio español en el Instituto Cervantes de Varsovia, desde hace más de tres años, y tengo las mejores clasificaciones de mi promoción, he de confesar que me pierdo un poco con determinadas frases hechas y más aún con sus refranes -me confesó la miss Polonia, mientras se atusaba con coquetería el cabello.
-Olvida esa frase, Ale. Son muchos los escritores que me gustan, pero le citaré tan sólo a cinco de ellos: el español Juan José Millás, el japonés Haruki Murakami por culpa de una tal Elena Marqués, pero esa historia no viene al caso, la escritora belga Amélie Nothomb, el franco-libanés Amin Maalouf, y, por último, le citaré al guatemalteco Eduardo Halfon que no es aún tan conocido como Vargas Llosa pero lo terminará siendo.
-Espere, por favor, que estoy tomando nota -dijo mientras escribía atropelladamente sobre la pantalla de su Iphone. ¿Y no le gusta ningún escritor de mí país? -se interesó.
-Slawomir Mrozek siempre estuvo entre mis favoritos. ¿A usted le gusta Mrozek, señorita? -le pregunté a la diosa sin mácula de aquel avión.
-Mucho, Estanislao, he leído todos sus libros. A mi padre le apasionaba -me confesó.
-Yo he leído todos los libros que le han traducido al español -le aclaré.
-¿Y no le parece demasiada casualidad que de entre las ciento ochenta personas que volamos en este avión, los dos únicos pasajeros que se han leído toda la bibliografía de Mrozek nos hayamos sentado juntos? -me planteó mi incomparable compañera de viaje.
-Creo que es una señal que nos manda el destino -le confesé con asombro.
-¿Está usted casado? -me interrogó.
-No. Llevo soltero desde que nací -le aclaré.
-¿Y no le apetecería vivir una temporada con una jovencita como yo? -me propuso poniendo cara de no haber roto un plato en su vida.
-Le juro que es lo primero que pensé cuando la vi sentarse a mí lado -le confesé, no sin cierto rubor.
-Yo creo mucho en el destino. De hecho, ayer soñé que conocía a un señor español de unos cincuenta años, que se llamaba Pepe, y que me iba a vivir con él. Lastima que usted se llame Estanislao -me soltó convirtiéndome, de ipso facto, en una estatua de sal.
-No Ale, antes le gasté una broma. No me llamo Estanislao, me llamo Pepe, se lo aseguro. Déjeme enseñarle mí pasaporte -le dije temiendo perder el premio gordo que me había ofrecido la vida y que yo solito estaba apunto de malograr.
-Lo siento, señor, ya no es lo mismo. Usted me ha fallado. No me gusta la gente que anda con jueguecitos -dijo condenándome a pena de soltería perpetua.
-Por favor, Ale, recapacita. Soy el hombre que necesitas para que tus sueños se hagan realidad. No encontraras a otro hombre como yo -un poco de publicidad en estos casos siempre viene bien- pero no. Le rogué y le rogué y nada de nada.
Y mientras le rogaba, se levantó de su asiento, recogió su bolso, y se fue hacia el fondo del avión echándome una mirada tan fría como un témpano de hielo. Las polacas, por lo visto, son expertas en arrojar ese tipo de miradas.
Después, por mucho que lo intenté, no me volvió a dirigir la palabra.
¡Qué iluso! Por un momento llegué a pensar que mi vida, de cintura para abajo, había quedado solucionada. O al menos por una buena temporada. Pero el destino quiso vengarse de mí.


martes, 22 de marzo de 2016

El columpio de Varsovia


Lo gracioso, aunque no me crean, es que les estoy escribiendo desde un columpio, que han colocado en la recepción del hotel Novotel Centrum de Varsovia, rodeado de gente con traje y corbata. Juguetón y desinhibido, me balanceo. A mí lado, columpiándose con disimulo, tengo a una polaca, con cara de ajoporro, que no despega ni un segundo la mirada de su teléfono móvil antediluviano. En un futbolín que hay a mi derecha, un grupo de españoles gritan como si fueran unos manifestantes del antiguo sindicato Solidaridad pero en plan progre, y la gente, al pasar por su lado, los mira con espanto. La cola para hacer el check-in no disminuye.
Este es uno de los rincones, en los que si me pierdo, en un momento dado, me podrían ustedes encontrar. Siempre me sorprenden sus propuestas y su dinamismo. Nunca está igual de una vez a otra. En él he visto exposiciones de fotos, de pinturas, de esculturas increíbles, convenciones de antiguos integrantes de la resistencia contra los nazis -con uno de los cuales tuve el gran honor de fotografiarme-, lo he visto con más de un metro de nieve en la puerta, con jugadores de baloncesto de más de dos metros de altura, por todos lados que me hacían sentir como un pigmeo, y me he hospedado en él con muchos compañeros y compañeras, a los que, cuando vengo solo como en esta ocasión, siempre echo de menos.
Hace un momento, antes de decidirme a escribirles encaramado a este columpio tan inspirador, he contemplado, desde mi habitación en el piso veinte, una puesta de sol tan increíblemente bella que no he podido evitar la tentación de fotografiarla con mi teléfono móvil un montón de veces. Lo bueno es que ahora no hay que pagar carretes ni revelados.
En el columpio, como Heidi, espero a Artur para ir a cenar. Según me ha contado, tiene nuevas propuestas que presentarme con el afán de que continuemos colaborando en la conquista del mundo. Juntos hemos trabajado los mercados de: Estonia, Letonia, Lituania, Ucrania, Bielorrusia, Finlandia, Suecia, Noruega, Dinamarca, Hungría, Bulgaría, Serbia, Bosnia-Herzegomina, y Polonia. Si me dejo algún destino espero que el buenazo de Artur sepa perdonarme, pero son muchos y la memoria ya me va fallando.
De todos esos destinos, mientras lo espero, recuerdo momentos entrañables que, pase lo que pase en el futuro, ya nadie nos podrá arrebatar.
De tanto viajar el mundo se me ha quedado pequeño y yo estoy más viejo. La polaca seria se ha marchado y en su lugar se ha sentado un chino sonriente que parece un Buda. Se columpia riéndose a carcajadas como haría un niño grandote y gordinflón.
La cola del check-in parece que se va relajando. Los gritones patrios del futbolín no paran de alborotar. Uno de ellos repite sin cesar: ¡eres un puto crack!, como si lo hubiese aprendido ayer. ¡Eres un puto crack, tío, eres un puto crack! -chilla como un poseso que se hubiera zampado diez Red Bull o se hubiese metido una raya de coca bien servida.
Yo lo observo todo como a cámara lenta desde mi columpio. Hacia mucho tiempo que no me subía a un cacharro de estos. Lo que tengo por seguro es que se trata de la primera vez que lo hago para escribir, y qué quieren que les diga: se lo recomiendo.
Así que ya tienen la excusa que andaban buscando para viajar a Polonia.

miércoles, 16 de marzo de 2016

Crónica de un reventón


Estoy a escasos metros de la línea divisoria entre España y Portugal y, sin saberlo, entre la vida y la muerte. Bacalao dorao y manteca colorá. El Guadiana se expande victorioso ante la atónita mirada de los que somos de secano. Murakami me acompaña por estos pagos fronterizos para mantenerme aferrado a su ansiedad. En Elvas, el Cristo nos ofrece mariscos en lugar de credos. Los políticos representan una tragicomedia puertas afuera del Teatro Romano de Mérida. Y el Atleti es mucho Atleti.
A Joaquín Sabina, a mi amigo Lorenzo, y mí, siempre nos queda el Atleti.
El hueco de la vida lo tenemos que llenar con lo que sea. Con Murakami, o con goles, o con bacalao. O escuchando a Sabina, ese que canta. 
Era una noche cualquiera. Pudiera ser que fuera martes -dice la canción- y efectivamente, era martes, aunque, por fortuna para mí, no era trece, que de haberlo sido otro gallo hubiera cantado. 
El reventón de la rueda delantera de mi coche me ha recordado que la línea divisoria entre este mundo y el otro se rebasa en un abrir y cerrar de ojos. Todo esfuerzo acaba enterrado. Principio y fin como extremos de una cuerda invisible que nos aferra a la vida sin que nunca lleguemos a saber el motivo que lo justifica.
El verde insultante de las dehesas extremeñas se da la mano con las manchegas, atravesadas de manera inmisericorde por el gris plomizo de una vieja y tortuosa carretera nacional por la que transito con la prisa de vivir. Encinas majestuosas engrandecen un paisaje sereno y eterno salpicado de afloramientos de granito y vacas pardorojizas que mugen en estéreo al paso de los camiones. Y sobre nuestras cabezas sobrevuelan cigüeñas portando en sus picos ramas con las que construir sus nidos y nuestros sueños de fecundidad parisina. Nubes dispersas amenazan lluvias para humedecer, aún más si cabe, tan envidiable ecosistema. Los arrendajos, con sus inconfundibles destellos de añil, rebuscan en las cunetas los bichos que atropellan los vehículos a su paso. Cunetas mudas. Cunetas tristes cargadas de historias, de muertes, de viudas, de huérfanos, y de odios.
He aparcado, con las manos sudorosas y el alma en vilo, en el arcén de la autopista. He puesto las luces de emergencia. Me he enfundado un chaleco reflectante. He colocado de manera reglamentaria los triángulos de peligro para advertir de mi afortunado infortunio y he avisado a la grúa.
El reventón ha retrasado tres horas el reloj de mi alocada existencia, pero, a cambio, me ha regalado milagrosamente el resto de mi vida. El boquete de la rueda, mientras se desinflaba, me hablaba de filosofía, de rutinas, de sueños, de proyectos, de Murakami, y de cigüeñas como si me conociera de toda la vida.
Nunca pensé que un neumático tuviera tantas cosas que contarme. Derrotado y abierto en canal, en lo alto de la grúa, me confesó que todo lo que sabe lo aprendió de los caminos y de la Luna. Que la vida transcurre debajo de nuestros pies, bajo nuestras pisadas. Que lo que creemos tan importante se puede desvanecer en menos de lo que nos caga una moscarda, o un clavo atraviesa la goma negra de nuestras recauchutadas conciencias.
Menos mal que no era trece. ¡Aupa Atleti!

domingo, 13 de marzo de 2016

Maestro del bricolaje


En un aeropuerto de cuyo nombre no quiero acordarme...
-Disculpe, caballero, ¿es usted el famoso escritor Ortega Mendibe? -exclamó un joven de no más de veinte años, dirigiéndose a un señor que podría ser su padre, pero que, al parecer, no lo era.
-Sí, así es. Pero, lo siento, tengo bastante prisa -se disculpó el señor.
-Por favor, señor, soy un gran admirador suyo. ¿Podría hacerle una pregunta? -le suplicó el chico.
-Pero sólo una joven. Es que tengo un enorme dolor de muelas -respondió el autor tocándose la mandíbula.
-Sí, lo comprendo, no se apure señor Ortega, sólo será una. Es que necesito de su visión intelectual para poder recobrar la confianza perdida en mí mismo -explicó el joven.
-¿Y por qué la perdió? -preguntó con curiosidad el señor Ortega.
-¿Si se lo cuento, me concederá una segunda pregunta? -le propuso su osado admirador.
-De acuerdo, le concederé otra. Pero, cuénteme: ¿qué le hizo perder la confianza en usted mismo? -insistió el autor.
-¿En serio no se va a enojar conmigo si le respondo con sinceridad? -le planteó el chico.
-No, claro que no. Hable claro, estoy a punto de embarcar en un avión rumbo a Escandinavia y tendré que subir de un momento a otro -le apuró el escritor.
-Su libro, señor Ortega. Su último libro me ha hecho perder la escasa confianza que me tenía. Después de perder la confianza en usted, ya no confío en nadie, y menos en mí -exclamó el joven lloriqueando.
-¡Está usted de madres! -le respondió el escritor- Esto debe ser una cámara oculta para algún programa de televisión.
-Se lo juro por mi padre que está criando malvas -le respondió el joven.
-Pero cómo pretende hacerme responsable a mí de su pérdida de confianza si yo tan sólo publico libros de bricolaje -le planteó el señor Ortega Mendibe.
-Precisamente por eso, señor Ortega: soy incapaz de terminar ninguna de las chapuzas que usted plantea en sus ejercicios prácticos -le desveló su osado admirador.
-Oiga, joven, sin faltar, eh. Mis consejos no son chapuzas, son auténticas obras de arte mobiliario y mis libros se utilizan como temario en varias escuelas internacionales de restauración -puntualizó el autor.
-No lo pongo en duda, señor Ortega. Pero mire -exclamó el joven levantando la mano izquierda- siguiendo al pie de la letra sus instrucciones  he perdido dos dedos de esta mano, me he intoxicado tres veces, y se me ha generado una alergia a los pigmentos. Mi admiración hacia sus libros, señor Ortega, me ha arruinado la vida -le confesó el joven mientras se sonaba los mocos con un kleenex.
-¿Acaso me pretende responsabilizar a mí de su torpeza? Tengo millones de seguidores por todo el mundo, mis libros han sido traducidos a más de quince idiomas y esta es la primera vez que alguien me plantea algo tan inverosímil. ¡Es de locos! -exclamó el señor Ortega visiblemente alterado.
-Está usted hundiéndome en la miseria, señor Ortega. Cuando llegue a casa venderé todas mis herramientas por Ibay y haré una fogata en el jardín con todos sus libros. ¿Y pensar que estuve a punto de montar un taller de restauración de muebles, en el centro de Alpedrete, con su nombre? ¡Qué desengaño tan grande! -exclamó el joven llorando como un niño- Por cierto, señor Ortega: ¿se me ha corrido el rimel? 
-Pues ahora que lo dice, tiene usted la cara llena de chorretes. ¿En serio usa usted rimel? -preguntó sorprendido el experto internacional en bricolaje.
-Sólo cuando sé que voy a llorar, de ese modo mi llanto adquiere más dramatismo y la gente me toma más en serio. Lo aprendí de mi prima Macarena, ella era mucho de llorar -explicó el joven.
-Claro, lo entiendo, pero ahora debo irme, están llamando por megafonía. Tengo que embarcar hacia Suecia -aclaró el autor- ¡Voy a fichar por Ikea!
-¡Nooooo! Por el amor de Dios, no haga eso. ¿Qué van a pensar de usted sus millones de seguidores? -Exclamó desolado su más ferviente admirador.
-¡Me la trae al pairo, joven!
Y diciendo eso, el señor Ortega Mendibe entregó el billete a una azafata que había estado observando toda la escena con estupefacción, y a la que también, solidariamente, se le había corrido el rimel, y entró a un avión rumbo al único país del mundo en el que, aunque pequeños, regalan los lápices.

miércoles, 9 de marzo de 2016

¿Pasta o pollo?


No sé si alguno de ustedes se habrá quejado alguna vez de lo mal que se come en los aviones. Yo he llegado a la conclusión, aún a riesgo de equivocarme, de que lo hacen adrede para putearnos. No les basta con llevarnos amordazados y como piojos en costura, no. Nos tienen que dar de comer lo que no les darían ni a su peor enemigo. ¡Y el olor de las bandejas me mata! Qué más les dará a ellos ofrecernos un buen bocata de jamón, o de queso, o de mortadela, o un par de piezas de fruta y un yogur desnatado con bífidus activo (por cierto, qué será eso del bífidus activo), pues no. No se cansen, lo que nos toca es enfrentarnos al mismo dilema con independencia de la compañía aérea con la que volemos: ¿pasta o pollo?
Yo hace décadas que no como en los aviones. Bueno, no como lo que ellos me ofrecen; yo me llevo mis viandas y me pongo fino filipino. La última vez que volé me llevé una bandeja de sushi y ligué con una azafata que le traía un aire a Scarlett Johansson. Fue abrir la bandeja y la rubia comenzó a mirarme con deseo. 
-Usted sí que sabe -me dijo regalándome una sonrisa picarona.
Le di la mitad de mis makis y ella me dio su número de teléfono. Lo malo vino después, cuando al llamar me contestaron desde una clínica dental. Como no soy de gastar en balde aproveché la llamada para pedir cita y repasarme los empastes. La tía, aparte de guapa, era lista.
De hecho, tengo que confesar que, en cierta ocasión, una vez que habían servido todas las bandejas, y yo andaba enfrascado comiéndome un suculento bocata de jamón ibérico con queso manchego, le pregunté por curiosidad a una azafata:
-¿Señorita la pasta con qué viene?
-Con pollo -respondió al instante.
Quedé confundido. Aturdido como una mosca a la que le acabaran de echar fly. La pregunta que tanto me retumbaba en los oídos durante mis frecuentes noches de insomnio: ¿pasta o pollo? ¿pasta o pollo? ¿pasta o pollo? estaba a punto de desvelarse. Así que, dispuesto de una vez por todas a descubrir tan trascendental enigma me envalentoné y le pregunté a otra azafata, esta un poco menos agraciada que la anterior, todo hay que decirlo:
-Señorita, siento gran curiosidad: ¿el pollo viene con algún tipo de guarnición?
-Sí, caballero, viene con pasta -me respondió sonriendo como un hiena.
Así que, dicho lo cual, la próxima vez que suban a un avión, si se enfrentan con el segundo gran dilema existencial de la aeronáutica civil, que no es otro que el mítico: ¿Té o café? Ya saben que da igual lo que elijan, se van a beber lo que a ellos les de la gana.
No sean tontos y hagan como yo. A las azafatas les pone muy cachondas la gente con personalidad y amplios conocimientos culinarios, se lo aseguro.

martes, 8 de marzo de 2016

Un libro de mierda


Dormía todo el mundo. Bueno, tampoco hace falta exagerar; había algunos pasajeros que veían alguna película y, otros, los menos, leían. Uno de los que leía miraba constantemente a su alrededor, con desconfianza, como el que está intentando robar algo en unos grandes almacenes. Delante de mí, un tipo que se había comido lo menos diez pastillas de las de "colores" desde que despegáramos de Madrid, y que tenía los ojos saltones y vidriosos, se entretenía viendo una película que protagonizaba el actor gallego Luís Tosar. Por un momento, el extraño lector se levantó para ir al baño y depositó sobre su asiento el libro que estaba leyendo de manera minuciosa desde hacía varias horas. Mi habitual exceso de curiosidad hizo que me levantara para cotillear el título del libro: "Cómo hacer nuevas amistades e influir en las personas". Ojiplático ante lo revelador de su lectura, me di cuenta de que el tipo, que salía del aseo terminando de acomodarse la bragueta, pareció percatarse de mi interés por su lectura. Al pasar por mi lado no me dijo nada pero me regaló una mirada inquisidora más propia de un policía en un interrogatorio que de un turista de camino a las playas del Caribe mexicano.
En mi pantalla multifunción se especificaba que volábamos a 725 km/h y a una altitud de 11.000 m. Hora local en España: 08:36. Hora estimada de llegada a México: 05:28 de la mañana. Escuchaba a Duran Duran, en el canal de música. Minutos antes de ponerme a escribir sobre ese tipo tan peculiar que intentaba aprender, mediante un libro, la forma ideal, y científicamente correcta, para hacer amigos, estuve leyendo a Sara Mesa en su opera prima: Cicatriz.
Me levanté al baño. Sin tener muy claro el motivo, me vi repitiendo los mismos gestos del tipo al que no podía parar de observar. Dejé sobre mi asiento el libro abierto por la página que estaba leyendo. Al quitarme los auriculares, que me mantenían conectado con la legendaria banda británica, me sorprendieron los descomunales ronquidos de un señor barbudo, del tamaño de un oso siberiano, que inundaban estrepitosamente toda la cabina del pasaje.
Al regresar a mi asiento, sorprendí al hombre de mis elucubraciones cotilleando mi libro, tal vez con la intención de pagarme con la misma moneda mi anterior intromisión en su intimidad.
-De qué va ese libro -me preguntó el tipo, sin que mediara entre nosotros ni el más mínimo saludo protocolario.
-De una mujer acuciada por la monotonía y la atracción fatal que le provoca un tío muy extraño- le respondí usando un tono de voz que evidenciaba mi escaso interés por mantener con él una conversación literaria.
-¿Qué entiende usted por un tío muy extraño? -me solicitó el inquietante aficionado a las lecturas de autoayuda.
-Para mí, extraño es todo aquel individuo que no se comparta de manera normal -le aclaré.
-Pero, por ejemplo, un científico que vive absorto en una investigación, apartado del mundo, inmerso en su propia burbuja mental, también podría catalogarse como un tipo raro, ¿o no lo ve usted así? -preguntó nuevamente.
-En cierto modo sí. Pero su comportamiento estaría acorde a su perfil profesional, que sería muy distinto, por ejemplo, al de una peluquera. El comportamiento de un investigador es extraño para una peluquera y viceversa, pero no me refería a eso. Me quería referir a comportamientos atípicos, no a los que hacen referencia a patrones laborales o socioculturales- puntualicé.
-Describa atípico -me solicitó.
-Disculpe, pero no tengo muchas ganas de charlar. No lo tome como algo personal, es que me encuentro muy cansado y padezco de colon irritable -le expliqué para mi descargo.
-Descríbame a alguien atípico. Sólo eso, por favor -insistió el señor con bastante impertinencia.
-Bien -dije harto de tan absurda situación- vaya usted al baño y mírese fijamente en el espejo del tocador, delante de usted aparecerá alguien atípico por naturaleza. ¡Buenas noches! -le respondí airadamente recuperando mi asiento y dando por concluida aquella tertulia sin sentido.
El tipo, arrojándome una mirada como si estuviera perdonándome la vida, tomó asiento y no me volvió a molestar durante el resto del vuelo.
A la salida -él estaba sentado unas pocas filas por delante de mí- pasé por el que hasta minutos antes había sido su asiento, y me sorprendió que hubiera dejado allí depositado el libro en cuestión. Así que, sin pensarlo dos veces, agarré el libro y adelantando pasajeros como buenamente pude, le dí alcance para devolvérselo:
-Caballero, disculpe -le dije agarrándole por el hombro- creo que se ha dejado olvidado su libro...
-No, para nada, ese libro no es mio, lo encontré en el bolsillo de la butaca, entre las revistas de entretenimiento; alguien se lo debió dejar ahí. Así que, si gusta, caballero, se lo regalo -me explicó sonriente.
Y diciendo eso, el hombre dio media vuelta y se difuminó entre la multitud. Por cierto, el libro, después de todo: ¡una mierda!.