sábado, 31 de octubre de 2015

Creo en la cultura


Otro mes más, me siento orgulloso de las personas que trabajan a mi lado. El orgullo por lo conseguido y por lo que aún nos queda por conseguir. Orgulloso de su actitud, de su espíritu de lucha, de su cada vez más valioso compañerismo, de su entrega hacia los demás, y de su altura de miras. 
Sé que la cultura es el único camino válido para todos ellos. Sé que muchos otros aspiran a arrebatarnos nuestros logros y nos darán la batalla con y sin dignidad. La vida es una sucesión maravillosa y emocionante de hostilidades. Lo importante es que seamos capaces de salir de ellas airosos y con ganas de más.
Otro mes, como les decía, me siento emocionado por lo que todos ellos me han aportado y por lo que entre todos juntos estamos aportando a los demás. La entrega, la pasión, la constancia, y la autenticidad cimientan nuestras fortalezas y dan forma a nuestras aspiraciones. 
Somos un equipo que aspira a lo máximo. Valiente ante grandes gestas y ante grandes enemigos. Humilde en el devenir del día a día. Humano para tender la mano. Alerta para escuchar a todos aquellos que nos demandan apoyo, e inclusive, a todos aquellos que no se atreven a pedirlo. 
Estoy orgulloso y feliz de formar parte de ellos y que ellos sean parte de mí. Tengo, como asignatura pendiente, ser capaz de transmitirles, con la debida intensidad, que en la cultura están todas las respuestas que, sin saberlo, andan buscando. Que en un libro, en cualquier libro, se abren caminos por los que continuar transitando hacia nuestro crecimiento personal. Vivir alejado de la cultura es como conducir por una autopista en dirección contraria, y la luz apagada, en plena noche. La sociedad nos alejó de la cultura y yo lucho por provocar en mi equipo un cambio determinante en ese sentido. No es tarea fácil pero no voy a cejar en el empeño. Creo en la cultura por encima de todas las cosas. Creo en el Dios todopoderoso que habita en los libros. La cultura nos hace libres. Y siendo libres todo lo podemos conseguir.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Los Payasos de la Tele



No es algo habitual poner en YouTube a los Payasos de la Tele a las seis y media de la mañana, lo sé, pero cuando, a la desesperada, buscas alguna artimaña para que se duerma tu bebé cualquier cosa es válida, sobre todo si consigue provocar el ansiado efecto somnífero en la criatura.
Y, ahí estábamos, Ana María y yo, a esa hora tan temprana, sin saber qué camino tomar, entre llanto y llanto; y tras rechazar dos tetinas diferentes en el biberón, cuando de pronto, no me pregunten el motivo, me dio por poner a los viejos Payasos de la Tele, junto a los que muchos de mi generación nos hemos criado.
Y nada más han comenzado a sonar esas viejas melodías y en mi hija se ha producido un efecto mágico, cuasi sobrenatural, que ha cortado en seco su llanto y ha hecho que sus ojos se habrán como platos. Con sus ojos abiertos, y medio pasmada, ha encontrado la calma que no tenía y me ha mirado sorprendida como diciendo: ¡equilicuá!
De "Susanita tiene un Ratón", a "Don Pepito". Del "Auto de Papá" a "Había una vez un Circo", pasando por "La Gallina Turuleca" sus lágrimas se han secado para dar paso a las mías. 
Lloraba a moco tendido mientras mi hija, plácidamente, se dormía. Lloraba, sin saber muy bien el motivo de mi llanto, recordando el entorno y los momentos en los que esas canciones estaban grabadas en mi subconsciente. De pronto, mi abuela recobró vida, y también mi madre, y mi padre nos llevaba a la playa en su flamante Citröen GS Palas, y yo quería ser futbolista de los de verdad, y me peleaba con mi hermana que, como es mayor que yo, siempre me podía. Mi barrio era un mundo maravilloso, entre el asfalto y la huerta, y mis amigos, cómo no, los mejores amigos del mundo. Y cada semana, cuando daban en la primera cadena de televisión, aún en blanco y negro, a los Payasos de la Tele, la casa era una fiesta para toda la familia, no tan sólo para los niños. Los Payasos de la Tele encarnaban el espíritu familiar de otra época en la que todos estábamos mezclados: bebés, niños, adolescentes, adultos y viejos. Las casas, lo contrario que sucede ahora, estaban llenas de gente, y de risas, y de llantos, y de problemas, y de tortillas de patatas, y de arroz con leche, y de vida por todos lados. Y los Payasos de la Tele, estaban ahí, cada semana, como telón de fondo y banda sonora de la parte de nuestra historia más íntima e imborrable.
Escribo y lloro, mientra mi hija duerme como un angelito, gracias a los irrepetibles Gaby, Fofó, Miliki y Fofito. 
Aún recuerdo el día en el que anunciaron la muerte de Fofó como un acontecimiento terrible. Para mí la muerte de Fofó fue más importante que la muerte de Franco. Representó el primer defecto de forma que encontré en mi mundo perfecto. Toda la ciudad, incluido nosotros que eramos muy poco sociables y casi nunca íbamos a ningún sitio al que fueran el resto de los mortales, fuimos a la inauguración del Jardín que la ciudad de Murcia dedicó en homenanje al celebré Payaso y que aún, hoy en día, todos conocemos aquí como el Jardín de Fofó.
Cuánta grandeza se oculta en cosas de apariencia tan sencilla.

sábado, 24 de octubre de 2015

Mi abuela y sus trolas


Onofre Villatuercas fue un tipo marcado por la desgracia. Cojo de nacimiento, al poco de nacer, contó mi abuela que en paz descanse, le cagó la moscarda. A los pocos meses de venir al mundo pasó la meningitis, las cagarrias del lactante, le cayó agua hirviendo encima, y hasta le picó una avispa en un ojo. El pobre nació para sufrir como Induráin nació para montar en bicicleta, o Nadal para jugar al tenis. Pero él no se amilanaba, y a pesar de tener una cadera más alta que otra, y un ojo mirando para Cuenca, jugaba al fútbol en el patio como todos los demás y le pegaba con el taco que no veas.
Con su zapatón de madera era un peligro, sobre todo cuando nos daba con él en las espinillas, o nos pisaba sin darse cuenta. Todos nos fijábamos en ese zapato ortopédico, y en su ojo a la virulé, como el que se fija en un relicario. Onofre no se lamentaba, lo más mínimo, de sus aparentes limitaciones y pronto creo la legendaria "Banda del cojo". 
Pese a su cojera, y vivir siempre guiñando un ojo, Onofre creció inesperadamente hasta casi los dos metros de altura, cosa poco propia de los niños que de pequeños sufren ese tipo de enfermedades, pero que le venía muy bien para coger brevas y mirar por encima de las tapias. La Banda del cojo se hizo famosa en la zona por agrupar a lo mejor de cada casa. Otro de sus integrantes, el Vivancos, pesaba casi cien kilos con trece años y tenía la cara perdida de granos, y del Patri, que perdió un brazo en un accidente de ferrocarril en el que su padre y su madre no lo contaron. 
Onofre, el Vivancos y el Patri, siempre iban acompañados de seis perros callejeros que habían ido incorporando al grupo conforme se iban cruzando en su camino. Para reafirmar su identidad grupal decidieron abandonar a sus familias y en un huerto abandonado a las afueras del pueblo construyeron una cabaña, a la que pronto se unió un burro abandonado que tenía más años que la momia de Tutankamón, y un gallo de pelea que habían encontrado medio muerto después de una pelea en la que los promotores tuvieron que salir corriendo ante la inesperada llegada de la Guardia Civil. 
La cabaña, y su territorio circular protegido por una bardiza de cañas, era su mundo. Un universo marginal en el que imperaba la imperfección y la desgracia, y cuya bandera, negra con una tibia y una calavera, era temida en la zona sin que nadie, en realidad, supiera muy bien el motivo. 
A la banda pronto se unió un mozo desertor de la mili, una monja que se escapó del convento de clausura saltando la tapia, y que estaba embarazada de cinco meses, una niña huérfana maltratada por su padre, una vieja a la que habían abandonado en un descampado, y un loco que caminaba agachado porque lo habían criado en un gallinero a base de amasijo y, de vez en cuando, hasta cacareaba. 
Los problemas vinieron por lo que siempre vienen: por hambre y por acumulación de pobres. Toda concentración de pobres con hambre siempre es vista como una revolución impropia de sociedades civilizadas. Pronto, para comer, se vieron obligados a robar de los huertos cercanos, de la tienda de ultramarinos de la esquina, y a apropiarse de todo aquello que pudiera ser ingerido por aquellos estómagos tan vacíos y desventurados como los de los que volvieron de Cuba.
La orden de desalojo la dio el alcalde a petición del cura párroco de la localidad. Les denunció por escándalo público y por la supuesta realización de actos sacrílegos a la luz de la hoguera. Otra denuncia fue la de los comerciantes de la zona que se quejaban de los hurtos. Otra de la Concejala de Sanidad que alegaba cuestiones de salubridad pública. Y por último, la del propietario del huerto, que aunque estaba abandonado desde hace años, decía que el huerto era suyo y que... ¡afuera todo el mundo, coño!. 
El desalojo de la comuna revolucionaria fue llevado a cabo por la Benemérita - los seis efectivos de la pequeña Casa Cuartel y su sargento-, una ambulancia de la Cruz Roja, junto a dos policías municipales que acudieron, nadie sabe por qué, con el traje de paseo, y el cura, que no quería perderse tan histórico momento contra el avance bolchevique y el ateísmo.
El desojo del campamento fue pacífico, dentro de lo que cabe. Caía un ligero calabobos. A penas si quedaba fuego en la lumbre. El cuco cantaba y las ranas de una balsa cercana, también. El Vivancos y el Patri salieron acompañados del "Agachado" que salió cacareando y moviendo los brazos como si quisiera alzar el vuelo para escaparse de allí, y para siempre. A la vieja abandonada la sacaron unos camilleros de la Cruz Roja, porque no se podía levantar, y de la que no se despegaba ni un milímetro la niña maltratada que por fin había encontrado algo de calor familiar. El soldado desertor quiso hacer alarde de su uniforme, y su prófuga bravura, y se abalanzó contra las fuerzas del orden, pero fue reducido por el sargento de un sopapo ante el regocijo de su tropa, y del cura, y de la concejala de festejos que, como suele ser habitual, acababa de llegar para no perderse la fiesta.
-Falta el Onofre y la monja, -dijo el cura, como un soplón de tres al cuarto.
-¡Guardias!: mirad en esa chabola de ahí -ordenó el sargento atusándose el bigote con chulería.
Dos guardias abrieron una especie de puerta y, ante sus ojos, bajo la luz tenue de un candil de aceite, se encontraron con un pesebre. Un recién nacido ocupaba el centro de la estancia en una improvisada cunita hecha con paja y una sábana robada del tendedero de la casa de la Señora Paca. A su lado estaba Onofre y, al otro, la monja, que, al parecer, ya se había aliviado y tenía una teta fuera de la que goteaba leche como para hacer un queso. El burro viejo estaba en la parte de atrás y, sobre su lomo, se encontraba el gallo de pelea, que pareció no ver con buenos ojos la llegada de los intrusos y se abalanzó sobre ellos con la ofensiva intención de clavarles el garrón. El burro comenzó a rebuznar y el niño a llorar porque le habían quitado su teta. El cura, al intentar entrar en aquella chabola, recibió el inesperado ataque de una bandada de palomas que habitualmente vivía en el campanario de la iglesia, y el impacto de un gran destello de luz que emanó de la cunita cegando la vista momentáneamente de todas las autoridades allí presentes.
Y así fue como nació la leyenda del Santo Niño de las Palomas. Así, o algo parecido me contó mi abuela. Aunque mi abuela tenía mucha imaginación y contaba cada trola...


martes, 20 de octubre de 2015

La batalla de Valladolid


Después de una noche negro azabache, y tan larga como un tren de mercancías, el día ha amanecido con un cielo azul y rosa, como de acuarela, en tonos pastel. Busco mi reconstrucción en la cafetera. Mi cafetera es el Santo Grial. La quinta esencia de la resurrección. Miro mi agenda. Reviso el correo. Ojeo el wasap. La prensa huele a campaña electoral, a xenofobia, y a corrupción. Mi café a gloria. En el cubo de la basura ya no caben más pañales. Arranca un nuevo día. Qué pena que ya se acabó "Signor Hoffman" el último libro de Eduardo Halfon. Le pienso decir a Eduardo que escriba libros más gordos.
Conquistar un nuevo día es una tragicomedia, pero una suerte al fin y al cabo. Siempre está todo por conquistar, por reconstruir, por afianzar, por escribir, por recorrer, por alcanzar. Me hallo en plena construcción de un yo que no acaba en nada. En medio del camino, escribo por profilaxis, y leo para evitar que se detengan mis piernas, o se dediquen a patear piedras. 
Mi vida es un caos pedrestre, tal y como les describo, en busca del norte. Difícil tarea la mía. Encontrar mi camino entre tanto escombro. Y ver la luz. Y dar vida. Generar esperanzas. Agudizar el ingenio para cambiar las cosas de forma, y de color, y de sitio, y de nombre, y de historia.
Hoy viajo a Valladolid, tierra de valientes comuneros. El viaje como razón de ser. El viaje como medio de vida. El viaje-vida. Vida. Siempre tiendo a reducir las cosas, a buscar su esencia, a desnudar su realidad. Viajo a Valladolid para seguir viviendo. Para seguir siendo yo mismo. Para que todo vuelva a comenzar. Para dar la batalla diaria que hay que dar.

domingo, 18 de octubre de 2015

Despertar


Disculpen que escriba con una sola mano pero es que del otro brazo tengo prendida a Ana María. Sí, sí, la música que suena es una nana, ya lo sé, no es el rollo progre de los ochenta que me inspiraba Murakami, pero es lo que hay. Ahora tocan nanas. Las nanas también tienen su cosa y su efectividad. De hecho se han dormido los inquietos perros del vecino, la vieja salamanquesa Teresa, la araña Patraña que teje con maña, y la ardilla Repilla a la que el pelo le brilla, todos están en el séptimo cielo, excepto Ana María, y nosotros...
Dice un proverbio africano que hace falta toda una tribu para criar a un bebé. Por eso nuestra casa parece estar en pie de guerra permanente desde hace diecisiete días. Por las mañanas, al levantarnos, el escenario que nos encontramos es lo más parecido a un campo de batalla.
Nuestras caras evidencian el desgaste sobrehumano de criar. La tribu de nuestra casa es corta, así que las guardias se suceden sin piedad, una tras otra, ante la avalancha continua de cacas, llantos, vómitos, y desvelos. Ana María, nuestra pequeña dictadora, manda con una ausencia devastadora de democracia. La vida no tiene piedad a la hora de abrirse camino. Y no valen ni los manuales, ni los generosos consejos de tu cuñada. Cada bebé es único, original, e intransferible, y su manual de uso viene en blanco para que lo escribamos los padres. 
Y tras todo ese esfuerzo, Ana María nos regala un sonrisa que hace que se nos abran las carnes, se pega un peo que nos huele a rosas, y se duerme tan plácidamente como si no hubiera pasado nada. Y entonces, en ese momento de gloria en el que habita el silencio y la calma de tiempos pretéritos, respiramos, nos duchamos, y ordenamos todo a la carrera a la espera de otro maravilloso despertar...

sábado, 17 de octubre de 2015

Simetría rota


Noches de caca y biberón. Noches de llantos. Noches de insomnio. Noches de vida que crece. El sueño queda reducido, postergado, a débito. El sueño se debate contra la filosofía a media luz. Velo y pienso.
Quince días conquistando vida, nuevamente, bajo el santo oficio de ser padre. Padre, menuda palabra. De nuevo soy padre. Experiencia de las experiencias. Suerte entre las suertes. 
El no dormir no duele. El no escribir no duele. El no leer no duele. Todo consiste en dar vida, en criar, en conquistar un día más a la oscuridad de cada noche sin que duela. Y si duele da igual. No hay dolor.
Lo demás tiene espera, esto no. 
Ana María. Ahora toca criar a Ana María. Volver a lo básico, a lo fundamental, a la esencia misma del ser humano. Nacemos, crecemos, nos reproducimos, y morimos. Vuelvo a criar a mitad de camino de todo, o de nada. En medio de luchas descomunales, de proyectos sobrehumanos, y de esfuerzos desmedidos. Como cuando de un monte incendiado, tras las primeras lluvias, brota el verde de una semilla que no sucumbió ante el avance de las llamas. La vida busca vida, por escondida que esté.
Y nosotros nos debemos a ella. Somos un simple hilo conductor. Un mero trámite. Un paso. Un suspiro del cosmos. Menos que una caca en un pañal a las cinco de la madrugada. Eso somos.
Simetrías rotas. Los viejos chinos ya nos hablaban de esto en el yin y el yang. Y no les dieron el premio Nobel. Somos lo que somos y lo contrario.

jueves, 15 de octubre de 2015

Preguntas


Anoche, mientras regresaba de una interesante jornada de trabajo en Valencia, bajo una enorme tormenta, escuchando los temas más viejos de Sabina, me preguntaba quién era yo. ¿Qué capa de las muchas que me conforman soy realmente yo? ¿O soy el resultado de la suma de todas ellas? ¿O realmente no soy nada? ¿O seré, tan sólo, una montonera de células manejando un montón de chatarra alemana a ciento treinta kilómetros por hora por una carretera tan oscura como el mismo infierno?
La autopista no estaba fácil. La lluvia caía con una intensidad desaforada, como queriendo limpiarlo todo, o para siempre. Los camiones rugían nerviosos, imprudentes, como ocurre cuando se acerca la hora de la cena. Y encima llovía a cantaros. Y yo cansado. Y planteándome cuestiones de semejante envergadura metafísica. 
Sin pensármelo dos veces, me desprendí de una primera capa y me seguía reconociendo. Me vi un poco más joven, con los nervios de punta, guerreando en mil batallas. Sabina tocaba "En el bulevar de los sueños rotos". Aceleré, pisando fuerte, como si pisará la colilla del cigarro que nunca fumé. 
Me desprendí de una segunda capa y me vi con más fuezas, y con más pelo, tan iluso como ahora, con menos barriga. Cambié la canción: "Y nos dieron las diez, y las once, las doce y la una, las dos y las tres..." Un destello me cegó por un momento. Atenué un poco mi ansiosa marcha.
Me alivié de una tercera capa, y del fogonazo que acababan de sufrir mis ojos, a un mismo tiempo. Corría, saltaba, brincaba. Me veía medio rubio, con el pelo lacio, la piel brillante, con la sonrisa en la cara, comiéndo un bocadillo de chorizo, con un balón de cuero en los pies, y mirando de lejos a la niña de mis ojos. Nervioso. Reflexivo. Siempre reflexivo. Siempre cavilando algo. 
Un trailer enorme se cruzó de repente en mi camino sin hacer uso del intermitente. Pisé el freno bruscamente. Caía agua con rabia. El coche me hizo aquaplaning. Agarré el volante con firmeza mientras surfeaba por unas olas tan plomizas como traicioneras. Por fortuna, o por habilidad, o por todos los santos a los que nunca rezo, no perdí el control del vehículo. El limpiaparabrisas apenas si era capaz de aportarme un mínimo de visibilidad. Sentí un sudor frío. Sabina cantaba "Más de cien mentiras". Decidí dejar las capas de la cebolla de mi vida para mejor ocasión. Quité a Sabina y, en la ausencia de sonido, me volví a reencontrar conmigo mismo conduciendo por una autopista en contra de los elementos. Vi marcharse a los de negro monte arriba, con las manos vacías, mientras reducía la velocidad. Las prisas no son buenas. Los de negro siempre están ahí.

lunes, 12 de octubre de 2015

De cero a veinte


Todo está en silencio. Esta mañana, los tres perros del vecino, piadosamente, no ladran. Murakami, otro año más, se quedó sin Nobel de Literatura, como yo me quedé sin madre, y sin abuela, y sin ser agente forestal. Los mirlos se erigen como usurpadores de la calma matinal con unos silbidos desaforados, como de extrema derecha. El hombre del tiempo se ha vuelto a equivocar, ni gota de lluvia por estos andurriales. Aquí llueve menos que en Sahara. 
Cuando estuve en el Sahara el sonido, o más bien la ausencia de sonido, era más o menos como la que siento ahora en este momento que les escribo sin orden ni concierto. 
El último concierto al que asistí fue en el pasado mes de julio. Fuimos a ver a Juan Luis Guerra. El cantante dominicano conectó con el público como se conecta con Dios: a través de los sentimientos. Con Juan Luis Guerra se mueven los culos y se llora al mismo tiempo. Y después te inunda la calma. El sosiego. La emoción. La dicha.
Yo estoy emocionado en este sosiego matutino. Mis tres mujeres duermen y yo, mientras escribo, siento la emoción, y el orgullo, de su descanso. Los mirlos corretean por el patio como un ejército en maniobras. Acabo de regar mis cuatro matas. El limonero que planté cuando murió mi abuela está de nuevo en flor. El desayuno ha sido plácido. El silencio sigue ganando minutos a las primeras luces del alba. 
Yolanda, mi hija mayor, ya se asoma. Todo adquiere vida. La vida tiene sonidos y movimientos. Mi hija tiene veinte maravillosos años. Desde que nació su hermana no ha dejado de ayudarnos en esta aventura maravillosa de ser padres. Estos días de convivencia ya nunca se olvidarán. Hoy, ella regresará a su rutina, le espera su casa, y su madre, y su perro, y su historia, y su futuro. Y nosotros estaremos aquí, con su otra vida, su otra habitación, su hermanita pequeña, su segunda casa, su dualidad mal entendida. Y ya son veinte años... Yolanda tiene veinte maravillosos años, y su hermana Ana María, apenas si acaba de nacer. Todo vuelve a empezar. Todo cambia de forma a nuestro alrededor. Vida.

domingo, 11 de octubre de 2015

Jamón, jamón


Mi hija ha venido a este mundo con un jamón debajo del brazo, pero del brazo de mi cuñado Mariano, que es quién lo ha sufragado y lo ha entregado a tan noble causa. Este jamón de bellota no es un regalo cualquiera. Es un señor jamón. Un jamón cum laude. Un jamón que quitaría el sueño, y el hipo, a más de uno. 
El efecto mariposa, y la tarjeta visa de mi cuñado, han posibilitado el idilio, sobre todo esto último. Nada más verlo, mis ojos han hecho chiribitas, he comenzado a salivar, y los cuchillos jamoneros, que dormían el sueño de los justos, se han afilado solos.
De ipso facto, el jamonero ha subido por sus propios medios desde el sótano, y se ha colocado en la cocina como si ese itinerario fuera algo así como el Camino de Santiago, o la Ruta de la Seda, de los jamoneros. Un jamón, todo jamón, es la razón única para la existencia de los jamoneros, de tal manera que un jamón, para ellos, y para muchos de nosotros, es Dios. 
Dios, por fin, ha llegado a esta casa de ateos, de la mano de mi cuñado, hecho carne, por lo que en realidad, el jamón, en esa Trinidad gastronómica, representaría a su hijo Jesucristo, pero en versión salada y curada durante nueve meses en una bodega sombría y ventilada. 
Y ahora que está en la cocina, que es como un altar pagano, cubierto con un trapito y con una amplia loncha de tocino recubriendo su generoso corte, todos en la casa lo adoramos como al Becerro de Oro y yo, que soy el que corta y reparte, el sumo sacerdote.
Sí, amigos y amigas, Bigas Luna ya lo dejó bien claro en su película: ¡Jamón, Jamón!. Y sobre Penélope Cruz mejor les hablo otro día, que eso es harina de otro costal. De momento voy a cambiar otro pañal, que esto ya va oliendo, y no precisamente a jamón.

jueves, 8 de octubre de 2015

Reliquia


Siete días. Una semana. Ciento sesenta y ocho horas de vida y Ana María ha dicho adiós a los restos que le quedaban del cordón umbilical. Tras limpiar el ombliguito la pinza se ha desprendido, dando con ello por finalizada su existencia. Esa pinza, que guardaremos como una reliquia, simbolizará para siempre la conexión que, durante treinta y ocho semanas y seis días, le mantuvo unida a su madre. Las reliquias, todas ellas, pretenden preservar el valor y el sentido de algo muy valioso, capaz de provocar y desatar los sentimientos más puros, a la par que, muchas veces, totalmente irracionales. Tanto la fe, como las creencias, o como el amor, son muy difíciles de cuantificar y de entender. Las más de las veces provocan unos sentimientos tan personales e intransferibles que su simple explicación requeriría de un acto de fe, o de un psicólogo argentino. 
A una amiga mía, no hace mucho, su ex-marido le ha reclamado que le devuelva la muela del juicio que le regaló cuando comenzaron a salir de novios hace treinta años, lo que evidencia que las reliquias no son cosa peccata minuta.
Hay reliquias muy famosas por el mundo entero y en todas las religiones. Reliquias falsas y reliquias verdaderas. Religiosas y paganas. El diente de Buda. La Sábana Santa. La Sangre de San Genaro. El pene de Rasputín. Un mechón de pelo de la barba del Ché Guevara. El corazón de Chopin. Y, ahora, la pinza del ombligo de Ana María...
A los padres nos da por unas cosas...

miércoles, 7 de octubre de 2015

Z-110


Llevo el Z-110. El Registro Civil esta de bote en bote. Yo, entre tanto, leo a Eduardo Halfon para evadirme a otros mundos. Sin embargo, esos otros mundos que busco, en la arqueología emocional del escritor guatemalteco, los tengo a mi alrededor. Este registro es una especie de Babel contemporáneo. Estoy rodeado de razas, credos, e idiomas.. De niños recién nacidos, que lloriquean como Ana María. De historias. De luchas. De gente que sueña como yo.
Leo, incrédulo, como ausente, ante mi nueva paternidad. El pasante que hay a mi lado, vestido con traje y corbata, suda la gota gorda mientras hace solitarios en su móvil. Un ruso gigante, como un yeti siberiano, se coloca delante de todos los que esperamos nuestro turno sentados frente a una pantalla. Una gangosa que hay detrás de mí grita: ¡Oye, tú, grandullón, qué la carne de burro no es transparente! El ruso ni se inmuta. Tal vez no entiende el sentido de la reclamación. Me siento en una jaula como el personaje de uno de los relatos del libro Signor Hoffman. Los números van pasando a un ritmo mayor de lo que esperaba. Un senegalés me pregunta por la cola para inscribir a su hija. La niña va en un carrito y es una preciosidad. Una gitana amamanta a un niño con el pelo negro zaino, como el de mi pequeña Ana María. Ya tan sólo falta un número para que me toque. Están a punto de inscribir a mi hija en el libro de familia. A punto de adentrarse en un mundo en el que ojalá la gente entendiera que cabemos todos. Tan distintos y tan iguales. Tan lejanos y tan cercanos. Todos haciendo cola para soñar.

lunes, 5 de octubre de 2015

Mozo de teta



Hay mozos de almacén, mozos de cuadra, mozos de espadas, y yo, que, desde hace cuatro días, soy mozo de teta. De dos, más en concreto. Y bien hermosas. Mi trabajo consiste en facilitar la lactancia. He realizado un curso intensivo de sacaleches, pezoneras, calienta biberones, posturas, calostros, venidas, discos de lactancia, y un sinfín de artilugios y trucos con la intención, más que loable, de amamantar a Ana María.
Hemos echado mano de Irene, allegada a la famosa "Liga de la leche" para conseguir, en tiempo record, sincronizar a madre e hija en las tareas amamantatorias. Y yo soy el mozo. El ala. El mancebo. Arrimo. Quito. Pongo. Limpio. Compro. Traigo. Subo. Bajo. Y cambio pañales. 
Reconozco que, esto último, no se me da nada bien, porque tengo las bisagras de la espalda más oxidadas que las herraduras de Rocinante. Y Ana María, conocedora, al parecer, de mis limitadas articulaciones, cada vez que termino de cambiarla se vuelve a cagar. Y vuelta a empezar.
En cuatro días que llevo de mozo de teta, a tiempo completo, me han salido más agujetas que en los últimos veinte años. ¿Cómo una niña tan pequeña puede mandar tanta romana?
Les dejo, que ya me están reclamando. La madre me pide. La hija me llora. Las tetas gotean inflamadas. ¡Dame el frío! Ahora me toca frío, que antes me puse calor. Y vuelve a hervirlo todo -me pide, nerviosa, mi mujer.
Y Ana María llora para que le quite el meconio. Y yo no para de sudar. 
¡Esto es la leche! Nunca mejor dicho.
Menos mal que dicen que criar rejuvenece, que sino...

domingo, 4 de octubre de 2015

Maternidad


Los escultores llaman a esto maternidad. La representación máxima del fruto del amor hecha carne. Yo, en este momento, admiro una maternidad frente a mí, tranquilo, sereno, reflexivo, como cuando, otras veces, contemplaba la maternidad de Henry Moore, o de Baltasar Lobo, o del colombiano Botero, o de tantos otros artistas que han sucumbido, como yo, ante la incomparable ternura de los primeros momentos entre una madre y su retoño. Y todo esto es posible gracias al insuperable trabajo del equipo humano de Tahe Fertilidad. Ellos dijeron sí cuando la naturaleza se empeñaba en decirnos que no. Ellos dijeron: ¡sí podéis! cuando nosotros comenzábamos a transitar por el triste camino de la resignación.
Ahora, no sin cierta incredulidad, observo en penumbra a mi esposa Gloria amamantar a mi pequeña Ana María en la cama del hospital. Con apenas tres días de vida ella nos lo ha cambiado todo para siempre. Lo que parecía imposible en la Clínica Tahe Fertilidad lo habéis hecho realidad conjugando sabiamente, magia, ciencia, pasión, y humanidad.
Y la maternidad pétrea que tanto había admirado en los museos ahora cobra vida ante mí, gracias a vosotros, como si las dificultades nunca hubieran existido, como si todo lo vivido anteriormente hubiera sido tan sólo una tremenda pesadilla.
Gracias a profesionales de la talla de Ana María, Juan Carlos, Emilio, Victoria, y de tantos y tantos otros, este milagro que la naturaleza nos negaba ha sido posible. El hombre, y la ciencia, al servicio de la vida, a la que tanto le debemos. Emocionado, las contemplo frente a mí como si todavía estuviera soñando. Sin embargo, vosotros lo habéis hecho posible. Habéis transformado la piedra de nuestros sueños en carne de nuestra carne.
Gloria y yo nunca tendremos suficientes palabras para agradecer lo mucho que habéis hecho por nosotros.
Gracias de todo corazón. Mil gracias.