sábado, 29 de diciembre de 2018

Laberinto


La vida nos susurra muchas cosas al oído pero la mayoría de las ocasiones nos hacemos los sordos. Uno sabe perfectamente el camino, las recetas, el modus operandi, los riegos que asume o que deja de asumir de cada cosa que hace o que deja de hacer. Uno sabe, sobradamente, si anda por el buen camino o si, por el contrario, anda más perdido que Carracuca.
Otra cosa no, pero saber ahora sabemos todos más que Confucio, o al menos eso creemos. 
El laberinto en el que hemos convertido nuestro presente, no tiene menos caché que al que se enfrentaron nuestros padres, o al que les tocó encarar a nuestros abuelos. 
La vida no se parece en nada a las cuentos de Disney con los que tantos nos machacaron de pequeños. La vida es más dura y bastante menos romántica. El pez grande se come al chico. De hecho, no hace mucho, unas ratas atacaron a mi tortuga hasta dejarme tan solo con su caparazón, para recordarme que la naturaleza no es de fiar. La vida y la muerte van de la mano por mucho que nosotros nos empeñemos en diferenciarla. ¿Acaso no nacemos para morir? ¿Acaso estar vivo no es lo único que se precisa para estar muerto? 
Les confieso que comencé este relato con algo de claridad, pero me siento perdido en este laberinto de palabras en el que ha terminado por convertirse esta parrafada. No me avergüenzo de perderme, ya que, he llegado a la intrascendente conclusión de que la vida, el trabajo, las relaciones, son una suerte de laberinto en el que entramos y nos perdemos como parte de un juego eterno del que desconocemos las reglas. 
En cada uno de nuestros laberínticos cerebros habita un Minotauro, el que, desesperado por el poco caso que le hacemos, se pasa la vida intentando encontrar la salida.


sábado, 1 de diciembre de 2018

Juntos


—Buenas noches, aquí Radio Confidencia: ¿Con quién tenemos el gusto de hablar?
—Bernardo. Digamos que me llamo Bernardo —responde el radioescucha con la voz entrecortada.
—¿Y qué nos quiere contar, Bernardo? —pregunta, Elisa, la conocida locutora que acompaña de once de la noche a una de la madrugada, de lunes a viernes, a miles de seguidores de la emisora.
—He matado a mi perro —explica, tras una breve pausa de silencio.
—¿Y cómo lo ha hecho? —prosigue la locutora con el habitual interrogatorio.
—Le puse veneno para ratas en la comida —explica el tal Bernardo, con la voz quebrada— Estaba muy viejo. Sufría demasiado —aclara el misterioso oyente, para su descargo, desde el otro lado de la línea telefónica. 
—¿Y no pudo haber elegido otra forma para sacrificarlo? —parece recriminarle moderadamente la locutora.
—Posiblemente sí, pero, por comodidad, elegí la opción del veneno. Además, el veneno para las ratas es barato y lo venden en todos sitios —argumentó Bernardo.
—El pobre animal debió de sufrir una muerte horrible….
—Sí, pero cuando me di cuenta, ya era tarde. Murió entre vómitos y fuertes convulsiones... Pero no menos que su dueña….—explica Bernardo; tras lo cual la locutora deja unos eternos segundos de silencio que ponen a la audiencia en vilo….
—¿No dijo que el perro era suyo?
—Sí, pero tan sólo al cincuenta por ciento.
—¿Y qué ha querido decir con eso de que: “no menos que su dueña”?
—Pues eso mismo, que mi esposa convulsionó de la misma manera que su asqueroso perro.
—¿Quiere decir que usted, Bernardo, ha envenenado a su esposa?
—Así es, con el mismo raticida y escasos minutos antes de hacerlo con el perro —explica el hombre haciendo gala de una pasmosa frialdad.
—¿Es consciente, Bernardo, de que esta llamada está siendo grabada, que disponemos de su número de teléfono, y de que la policía ya está en camino para detenerle —le informa la locutora con rotundidad.
—No esperaba menos de usted, Elisa. ¿Sabe? Hace años que escucho su programa. Mi mujer siempre leía en la cama libros de terror, y yo, a su lado, con mis auriculares, escuchaba su cálida y sugerente voz hasta que me dormía. Tenía claro que, al final, al final del todo, usted y yo acabaríamos juntos. 
—¿Qué quiere decir con eso, Bernardo? —pregunta Elisa, intentando llegar hasta el fondo del asunto, o quién sabe si con intención de ganar audiencia con una llamada que intuye que mañana estará en boca de todo el mundo.
—Espere, deme un momento, que estoy disfrutando de un rico bizcocho de marihuana y raticida con chocolate belga. ¿Usted gusta, Elisa? —pregunta Bernardo, soltando una sonora y tétrica carcajada.
—¿Todo esto es en serio?— pregunta la locutora, con el micrófono abierto, ante toda su audiencia. Porque, en el fondo —seguro que coincido con todos ustedes— desearía que todo esto se tratara tan sólo de una patética broma, una de esas bromas de mal gusto que, de vez en cuando, nos gasta algún trastornado. Pero hoy, queridos oyentes, no es el día de los Santos Inocentes, tan sólo es un martes y trece cualquiera…
Tras está reflexión a micrófono abierto, Elisa retoma, o más bien intenta retomar, la llamada que había dejado en espera.
—¿Bernardo, sigue usted ahí?….
A lo que, tras un instante de silencio sepulcral, únicamente se alcanza a escuchar:
—Juntos para siempre, Elisa. Juntos…