martes, 27 de noviembre de 2012

Mi competencia era yo


Llegó un momento que dedicaba demasiado tiempo a buscar escusas o culpables de todo cuanto me acontecía. Si mi negocio recibía menos clientes que el mes anterior enseguida buscaba la justificación en los precios de los negocios de alrededor: ¡Estarán haciendo alguna oferta que han fastidiado mis ventas este mes!. También las buscaba en la falta de implicación de mi equipo, en la climatología -este mes ha llovido mucho-, y, por supuesto, en la situación económica. En ocasiones también me planteaba que la culpa la podían tener los productos que ofrecía: ¿Necesitaré alguna marca más?  -me planteaba. ¿Quizás la que tengo es demasiado cara o, tal vez, demasiado barata?. Todo eran dudas...
Todas estas cuestiones me estaban agobiando. Llegué a sentirme bloqueado. No era capaz de distinguir con claridad qué tenía que hacer, ni qué decisiones tomar, para mejorar mi situación.
Hasta que un buen día me invitaron a asistir a un curso de gestión y fui capaz de descubrir, por mi mismo, que la mitad de las tareas clave para que una pequeña empresa funcione bien, yo no las estaba teniendo en cuenta. Llevaba dirigiendo mi empresa durante años a golpe de intuición.
Sobre todo me llamó mucho la atención la importancia que el curso le imprimía a la relación con los empleados. En esa charla se hablaba de que los empleados son más importantes que los propios clientes y que todas las iniciativas que nos planteemos para mejorar la atención, el servicio, o las ofertas hacia los clientes, funcionan mejor cuando son consensuadas y entrenadas, previamente, con las personas que las van a poner en marcha. De no ser así, los cambios y las posibles mejoras, en ocasiones, no son bien recibidas por nuestro personal y, por lo tanto, los resultados que obtenemos no responden ni a nuestras expectativas ni a nuestras necesidades.
Otra cosa que me sorprendió fue la idea de cambiar las promociones y las ofertas cada dos meses y que cada cambio en este sentido, fuera acompañado de un cambio en los incentivos que recibe mi equipo. ¡Cambio de promociones, cambio de incentivos! Estoy seguro de que eso va a provocar más ventas, ya que antes, tengo que reconocer que pasábamos más de seis meses con las mismas ofertas. 
También me gustó mucho la idea de cambiar los escaparates cada dos meses. Eso me hizo pensar que mi negocio -también cada dos meses- se va a transformar como un Ave Fénix. Cada dos meses realizaré reuniones de formación interna en base a las nuevas promociones y los nuevos menús de servicios, revisaré los resultados para medir la eficacia de las acciones y realizaré cambios en el espacio de tienda para que el cliente, al llegar a nuestro negocio, siempre reciba mensajes distintos que la visita anterior.
Ahora tengo muchas ganas y muchas ideas que cambiarán mi realidad.
Aunque me cueste reconocerlo, en ese pequeño gran curso, me dí cuenta de que mi principal competencia era yo.

domingo, 25 de noviembre de 2012

¿Cómo vender tomates raf?


¡Te voy a poner el culo como un tomate! -Me decían de pequeño por mis continuas travesuras. ¡Vete a coger tomates! -le dijo una clienta, toda enojada, no conforme con las explicaciones que le ofrecía una compañera por teléfono. Pero por mucho que los buscó la pobrecita, tomates como los de la foto, no consiguió encontrar en ningún sitio. El tomate raf es el Rey de los Tomates como Tarzán fue el Rey de la Selva. Lo peor: ¡Su precio! si los encuentras por debajo de los seis euros el kilo ya es una suerte. Sin embargo, aunque puedan parecer caros, personalmente prefiero comerme uno de estos a un kilo de los otros.
El bodegón me ha quedado muy vistoso. ¿A cuántos de ustedes no se les ha hecho la boca agua tan sólo de contemplarlo? La vista es la que trabaja. Lo que entra por los ojos ya adquiere mayor o menor grado de deseo y, por lo tanto, ya lo necesitamos. 
¿Qué nos faltaría para poder venderlo con facilidad? Pues poner en lugar visible un cartelito con su precio: ¡Oferta! 5.50 €/kilo. Esto, sin duda, nos ayudará a vender un kilito de tomates a mucha gente, sin embargo, a otras muchas personas les harán falta otro tipo de estímulos. Para ellas podríamos diseñar una receta muy sugerente, cuyo principal ingrediente sea el tomate raf, y colocarla cerca de los tomates con una fotografía de la ensalada ya terminada.
A determinadas horas, podríamos cortar unos cuantos tomates en trocitos y darlos a probar a todos los que visitaran nuestra tienda. También podríamos hacer un gran póster con la fotografía, incluyendo su precio y un eslogan sugerente: Prueba el Tomate Raf, el Rey de los Tomates a tan sólo 5.50€/kilo.
Con todas estas recomendaciones, estamos seguros que las ventas en tomate raf se dispararían, pero:¿Qué ocurriría con el resto de los productos? Buena pregunta, sí señor. El resto de los productos, especialmente aquellos que necesitamos desplazar, los vincularíamos a una segunda propuesta y, esta segunda propuesta, en el caso de conseguir venderla, tendría un premio adicional para nuestros colaboradores.
¿Señora tengo unos caquis de la Huerta de Murcia, que están más dulces que el almíbar, le pongo un kilito? Están de oferta a 2 € el kilo. De los 7.50 € de las dos ventas -el kilo de tomates más el kilo de caquis- el empleado se llevaría 0.5 € de comisión
La venta es algo más fácil de lo que pensamos a priori por una sencilla razón, todo el mundo tiene necesidades que cubrir: todo el mundo come, se baña, se viste, usa calzado, se cuida el cabello y se cepilla los dientes. ¿Cuantos productos y servicios demandamos a diario? Todos esos productos o servicios los adquirimos casi sin esfuerzo, sobre todo en aquellos lugares donde sabemos que los podemos conseguir al mejor precio, con la mejor calidad, con el mejor consejo y con la mejor de las sonrisas. Si somos capaces de ofrecer lo que la gente necesita, al precio que está dispuesta a pagar sin esfuerzo y con el consejo y la recomendación profesional que nos debe caracterizar, la venta deja, mágicamente, de ser algo difícil y desagradable para convertirse en algo cotidiano y satisfactorio. 
Lo verdaderamente difícil sería vender tomates a precio de caviar, sobre todo porque, ahora, casi nadie se lo podría permitir.
Sugerir es un placer. ¿Ustedes gustan? 

jueves, 22 de noviembre de 2012

¡Aleluya! Por fin soy trending topic


Hoy sigo siendo una anacoreta del blogger pero un poco más feliz que de costumbre. Ayer batí todos mis récords de visitas y eso, por un lado, me hace feliz y, por otro, me hace sentir una enorme responsabilidad. Nunca había conseguido más de 450 visitas en un día, rara vez había conseguido sumar siete comentarios, y, para rematar el pastel, se ha sumado una nueva seguidora, y especifico seguidora porque la gran mayoría de la gente que sigue mi blog, si es que alguien lo sigue en realidad, son mujeres.
He pensado aprovechar esta oportunidad para comenzar a publicar con asiduidad pequeños artículos de gestión de pequeña empresa, no estableciendo dogmas ni ortodoxia, sino planteando reflexiones que permitan al lector visualizar nuevos escenarios de desarrollo y evolución para su pequeño negocio.
Siempre me gustó la pequeña empresa. En el fondo sigo siendo el mismo camarero de barra de bar que fui siempre. Me apasionaba mimar a mis clientes, hacerles felices, ofrecerle lo mejor y cobrarles lo justo.
Tengo muchas cosas que contar, muchas experiencias que compartir, mucha oreja que ofrecer y muchas ganas de ayudar. 
Hace mucho que comprendí que disfruto mucho más de los éxitos de los demás que de los míos propios, en el fondo, yo soy una persona muy exigente conmigo mismo, por eso nunca considero un éxito nada de lo que hago, cosa que, curiosamente, sí consigo cuando ayudo a los demás a conseguirlos los suyos.
Como ven sigo siendo el mismo anacoreta, en blogger o en facebook, a donde todo el mundo me anima a que me meta. Aunque yo no lo tengo muy claro.
Yo soy como aquel niño que quería ir al circo:
-Papá, Papá, llévame al circo.
-No, Pepito, quien quiera verte, que venga a la casa...

miércoles, 21 de noviembre de 2012

¿Cómo saldrá adelante mi pequeña empresa?


Corren tiempos oscuros y sin ilusión. Nos estábamos entrenando para la opulencia y ahora nos toca jugar el partido en el terreno de la escasez. Nada en lo que creíamos era verdad. Caímos víctimas de una red urdida por ingeniosos financieros araña que ahora se relamen y gozan en una especie de orgía donde el abuso forma parte del placer. En esta jungla de difícil comprensión surgen héroes, personas que encuentran caminos donde los demás sólo ven oscuridad, visionarios que, a golpe de intuición, consiguen avanzar mientras todo el mundo, espantado, retrocede.
A esos que estoicamente aguantan el envite de la hostilidad de los mercados, frente a los indefensos consumidores, se les teme. Se convierten en nuevos líderes capaces de tumbar los argumentos perniciosos que esgrimen los delfines de los usureros, cuya única función es seguir justificando y sosteniendo a los verdugos.
Esos gladiadores cotidianos son la ilusión y la esperanza de los que hoy se sienten derrotados; abanderan el sí se puede, como prueba evidente de que es posible vencer aún en tiempos que pintan bastos.
Los héroes de hoy no llevan el calzoncillo por fuera, ni un escudo con una estrella de cinco puntas, ni unos leggins de color azul, tan sólo levantan la persiana de su negocio, reciben a la mitad de los empleados que tenían hace cuatro años, se desfondan de tanto pagar impuestos, e intentan aguantar la vela de sus negocios haciendo filigranas de gestión dignas de la Facultad de Economía de la Complutense. 
Las soluciones son tan sencillas que, por modestas, no las alcanzamos a ver. 
El ejercicio práctico que propongo es sencillo:

1-Mira fijamente a tu cliente.
2-Escúchale.
3-Adapta tu negocio a su realidad.
4-Abandera la calidad.
5-Diversifica y flexibiliza tu oferta.
6-Piensa que todo se puede hacer de mil formas distintas.
7-Cambiar no significa una derrota sino un acto de madurez.
8-Disfruta del trabajo y de la maravilla de tener clientes.
9-El mayor activo de tu pequeña empresa es tu equipo.
10- Lucha por ser el mejor.

Soy de los que piensa que sí se puede. Sé que sí se puede porque me he dado cuenta de que trabajando el doble, sí se puede. Poniendo más tesón y dedicación, sí se puede. Apoyando más a nuestros colaboradores, sí se puede. Y siendo ágiles y dinámicos en la toma de decisiones, sí se puede.
La gente tiene que saber que, aún en tiempos difíciles, las oportunidades siguen intactas para el que las busca y, sobre todo, para quien está dispuesto a luchar para conseguirlas.
Con recortes y reajustes es muy difícil crecer y crear empleo, los avances se lograrán mediante la ilusión y la creatividad. Lo que nos servía ayer ya es pasado y del pasado nadie puede comer.
Atrévete a cambiar. Sí se puede: ¡Vaya que sí se puede!

domingo, 18 de noviembre de 2012

Oppenheim, de nombre Dennis


Días pasados visité una exposición temporal en el Palacio del Almudí de Murcia. Mi hígado enfermizo, nada más sobrepasar el umbral de la puerta automática, se puso en estado de máxima alerta. Aquellas extrañas esculturas y esos cortos mensajes escritos sobre fotografías aéreas, de Dennis Oppenheim -que me recordaron al libro "El mapa y el territorio" del escritor francés Michel Houellebecq- provocaron que mi víscera se convulsionara como un enfermo inconsciente en la Unidad de Cuidados Intensivos, en un hospital de Katmandú, después de haber ingerido una caja de valium 10. Una vez se hubo normalizado mi situación, cosa que comprobé al no ver nada extraño en el rictus de la azafata que me saludó; decidí dejarme enganchar por el difunto yanqui -víctima de un cáncer de hígado- después de haber intentando poner bocabajo al mundo, en una estética muy personal con la que ha pasado a los anales de la historia del arte contemporáneo.
Mi mente quedó secuestrada por mensajes tan simples en inglés que hasta yo mismo podía traducir: love, kisses, forever, always... 
Todo iba relativamente bien hasta que me tropecé con tres serpientes entrelazadas que me miraban desafiantes. Las veía danzar como lo hacen las cobras cuando un indio en gayumbos toca la flauta. Como yo no tocaba la flauta, ni la gaita, ni la armónica,  ni iba en gayumbos, pensé que aquellos maléficos ofidios estaban reconociendo el olor característico de los que padecemos del hígado y aquello, con toda probabilidad, las irritaba. Les debí recordar a su difunto creador; aquel que las había hecho de plomo y les había atado, hasta la eternidad, por sus tres colas. Me retiré asustado. Pude comprobar que la azafata seguía leyendo 50 Sombras de Grey y mostrando un escote que enloquecería hasta a un castrati del Vaticano y por el que yo hubiera dado hasta el do de pecho.
Al encontrarme algo aturdido, decidí poner fin a aquella impresionante exposición. Al salir a la puerta a tomar aire fresco, me tropecé, por enésima vez, con una gorda del escultor murciano Antonio Campillo; sus gordas te las encuentras últimamente por cualquier rincón de la ciudad. La Venus en bicicleta me sonrió y movió sus piernas de bronce como para imprimir velocidad a su eterno paseo congelado. Mi hígado se inflamó, ipso facto, como un globo de gas de Bob Esponja.
Posteriormente en un acto reflejo que no pude contener, intenté volcar a la gorda para ponerla bocabajo, en un duelo que, visto desde lejos, podría haberse confundido con un combate de sumo, al igual que hacía Oppenheim con sus edificios-esculturas, y ahí fue donde sucedió lo peor. Al instante, un policía municipal de tamaño XXL Plus, salió de la sala de exposiciones e intentó reducirme para que cesara en mi empeño de voltear a la gorda de bronce, de tal modo que, en un acto reflejo, intenté voltearlo a él también.
Cuando en la Comisaría de Policía me pidieron explicaciones sobre mi  delirante comportamiento, no creyeron mis argumentos y, por suerte para mí, me dejaron por loco.
Para que luego digan que ir a los museos es muy aburrido.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Palabras de domingo


Cuánto me gustaría poder acariciar a las palabras. Me encantaría mimarlas como a un niño de teta y mecerlas hasta dejarlas dormidas en una relajación temporal que para mí quisiera. Les debo ese trato por puro agradecimiento -es de bien nacido ser agradecido- y yo agradezco todo lo que las infinitas palabras hacen por mí. ¿Qué sería yo sin ellas? Sin las palabras, o las palabritas, o las palabrotas, o las palabrejas... ¡bonitos palabros!.
Llevo años buscando en ellas las respuestas a mi existencia, a mis posturas e imposturas, a mi lógica y a mi locura, como un arqueólogo en busca de no sé qué. 
El otro día mi amiga Libertad, una señora de León (Guanajuato) que tiene mucha ciencia, me regaló una expresión que valoré diez veces más que si me hubiera regalado una réplica de sus famosas momias o un bote de chiles jalapeños en adobo.
Yo, tan erudito de supermercado como de costumbre, le mostraba uno de mis cursos de motivación con el mismo orgullo que un niño muestra a su padre el dibujo que acaba de pintar. 
Al finalizar mi exposición, ella me reclamó:
-¿Podríamos volver a la primera página? -escribiste una palabra de domingo que no alcanzo a comprender.
-¿Cómo dijiste, Libertad, palabra de qué? -le pregunté al intuir el significado de tan prodigiosa frase.
-¡De domingo! palabra de domingo -me repitió ella con naturalidad. Así decimos en México cuando alguien habla con palabras rebuscadas que, en ocasiones, ni él mismo entiende -matizó la del Bajío.
Sin poder remediarlo, mi mente viajó hasta mi infancia en la que mi abuela Mercedes, todos los domingos por la mañana, me bañaba, me perfumaba y me repeinaba. Después yo bajaba a la calle orgulloso y limpito, vestido de domingo y me ponía a dibujar en el portal.
Desde entonces sigo enamorado de esa dominguera expresión que me acarició el oído. 
Les doy mi palabra de honor. ¿Palabra de honor?...

sábado, 10 de noviembre de 2012

Otoño de menbrillos


Aunque haya gente que pueda pensar lo contrario, los membrillos tienen su cosa. Su sabor es áspero y muy particular. Dentro de la escala de sabores contemporáneos hasta podrían resultar desagradables a la hora de comer en crudo. El membrillo, por consiguiente, es una fruta al borde de la extinción, como un celacanto amarillento que surge cada otoño en los márgenes de las acequias, de la también denostada Huerta de Murcia, aportando una nota de color plagada de nostalgia.
Los membrillos, como Linneo, ya serían historia si no fuese por su utilidad como astringente. No, no se confundan: Carlos Linneo no fue un antidiarreico sino un botánico, como la copa de un pino, que sabía hacerse perfectamente el sueco, más que nada por ser de Suecia, aunque, por razones obvias, a mi siempre me han gustado mucho más las suecas.
Frente a las diarreas: ¡membrillo!, decían nuestras abuelas. Mucho membrillo.
Este bodegón lo encontré ayer en el Restaurante Rincón Huertano, junto a otros bodegones de calabazas de distintos tamaños y formatos.
Hoy, el membrillo tan sólo sería un recuerdo de la historia de la botánica sin el auxilio de la remolacha. A ella le debe todo lo que es y el tubérculo, humildemente, le cede con elegancia y pulcritud todo el protagonismo. 
Días pasados, coincidiendo con el día de muertos, o de todos los santos, o como quiera que le llamen a esa festividad religiosa, cuya única finalidad fue imponerse a otras anteriores de origen pagano, compré carne de membrillo. El cartel lo anunciaba así: ¡Tenemos en oferta la carne de membrillo! Arrastrado por el marketing, de manera impulsiva, compré un cuarto de kilo.
Mientras lo degustaba, pensé: ¿Qué sería hoy del membrillo sin el azúcar?
En ocasiones, es fácil confundir la realidad. Si únicamente focalizamos la atención en lo que vemos, podríamos perder la objetividad de lo que intentamos interpretar. Lo mejor de un libro o de un relato es siempre lo que no se lee.
La carne de membrillo o el dulce de membrillo, como le queramos llamar, sería una mierda insípida sin el azúcar. Como dijo Linneo: "Si ignoras el nombre de las cosas, desaparecerá también lo que sabes de ellas".
Y para que eso no suceda, ahí están ellos, chupando cámara, a tutiplén, como intentando que no nos demos cuenta de que, sin el azúcar, tendrían los días contados.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Ojo que cae


Huyendo de las palabras me he vuelto a refugiar en las imágenes. En esta mañana lluviosa mi lado plástico se ha impuesto al literario. Otro arrebato me ha empujado nuevamente, a las tijeras y al pegamento, como si las olas arrastraran de mí, cual naufrago, hacia una desconocida orilla.
Días atrás, un taxista de México D.F. me dijo que los jóvenes siguen inhalando pegamento: "van con su mona". Quizás se ven un poco menos que antes, pero vaya que sí se ven. A mí "la mona" que es mi ansiedad, me da por recortar y pegar, aunque después, de forma incontrolable, recurro a las palabras como un recurso plástico en una fusión artística, angustiosa y muy particular, que produce como resultado un microrelato visual.
En realidad, muchos de mis collages son auténticos jeroglíficos, mensajes en clave que, en ocasiones, ni yo mismo alcanzo a comprender. Surgen, espontáneos, sin premeditación, como en los montes surgen las setas en otoño, o como regresan las golondrinas cada año en los balcones sus nidos a colgar, como apuntaría Bécquer, si el enfermizo poeta levantara la cabeza.
Hace tiempo que no recurría al collage como medicina para atenuar mi ansiedad, pero hete aquí que, una vez acabado y leído el mensaje que, inconscientemente, mis manos han depositado sobre esa cartulina negra, mi ansiedad se ha multiplicado exponencialmente.
Ojo que cae. ¿Qué es lo que cae?: ¿El ojo?, ¿Unos caballos expulsan a otro caballo?, ¿La caída del caballo?, ¿Se cae España?, ¿Se cae el sistema financiero? o, quizás,más fácil aún: ¿Me estaré cayendo yo...? 
Mi último psicoanalista se suicido clavándose unas tijeras después de haberse comido los collages que le llevé a su consulta. En la autopsia los encontraron todos en su estómago. No es para menos. Durante el sepelio, mientras todos lloraban, yo me sentí orgulloso. Miré a los familiares con la supremacía con la que un verdugo mira a la concurrencia de una ejecución. Me vine arriba y pensé en visitar, el próximo lunes, a otro psicoanalista llevando conmigo, bajo el brazo, un buen montón de estos malditos collages. Mientras me veía como un gran asesino en serie, pasando a los anales de la historia policial, escuché, entre sollozos y suspiros, a una anciana que decía:
-Se lo dije una y mil veces y no me hizo caso. Manolo, Manolin, no compres tantos apartamentos, por favor. Pero nada: como el que oye llover. ¡Ay, mi Manolin! ¿Qué necesidad tenías tú, con el buen dinero que ganabas con tus loquitos?
Eso es lo que menos me gustó. Ni tan siquiera fui el culpable del suicidio de mi psicólogo con la ilusión que me había hecho.
¡Uff! Lo mio va a peor. Por si las moscas, no miren mucho el collage. Al parecer, no es recomendable para la salud.


jueves, 1 de noviembre de 2012

Efecto smog


No sé si alguno de ustedes habrá sufrido, en alguna ocasión, los efectos alucinógenos del smog. Yo sí. Fue ayer en el taxi. Iba desde el Holiday Inn Suites al Centro de Convenciones Banamex. La Ciudad de México se había despertado como siempre, caótica. El tráfico estaba como todos los días, imposible. Un olor a tubo de escape inundaba el aire hasta el punto de sentir su sabor. Como diría un sumiller: "entra fácil y dulzón por la nariz, pica en lengua y deja un fuerte y característico regusto carbónico en boca".
Mis intestinos se retorcían incontrolados. Me sentí mareado. Pensé que era el desayuno. Bajé la ventanilla en busca de aire fresco y lo único que conseguí fue tragarme una colosal bocanada de humo procedente de un camión de los años sesenta que transportaba basura contemporánea de redomado estilo hiperrealista. Ahí fue donde, al parecer, perdí el control de mi conciencia, si es que alguna vez la tuve.
-Oiga jovenazo -le dije al taxista que debería contar con más de setenta años ¿Usted cree que el smog es tan alucinógeno como la marihuana?
-Claro que sí. Yo ando drogado todo el día, pero no me parece mal. Creo que eso nos hace aguantar mejor la chambeada, mi jefe -dijo el chófer.
-Pues no sé si será el smog, o la altura a la que está esta ciudad, lo que no me deja dormir. Todos los días a las cinco de la mañana me despierto y luego paso todo el día hecho un perro -le comenté al taxista, sin poder contener mi compulsiva conversación con aquel septuagenario al que acababa de conocer.
-¿Y qué hace despierto a esas horas? -me preguntó el taxista.
-Primero respondo todos los correos que llegan a mi BlackBerry. Cuando termino de agilizar el trabajo, siento la horrible duda entre si avanzar con mi novela, escribir un relato o ponerme a leer -le expliqué al señor.
-Eso no es un problema, mi jefecito. El problema lo tengo yo. Me despierto a las cinco de la mañana, veo a mi esposa en la cama de ladito y me dan unas ganas locas de levantar el camisón, hacerle el amor y no puedo mi cuate -me confesó apesadumbrado el taxista.
-¿Por qué no? Si no es mucha indiscreción -le pregunté, profundizando en aquella reveladora conversación.
-¡Ay mi patrón! Si me arrimo no más un tantito mi vieja me mata. Desde que descubrió que andaba con una chamaca jovencita no me deja ni que la toque wey -exclamó el taxista visiblemente afectado.
-Es normal, su señora debe estar bien enojada. Tiene suerte si aún le deja dormir en la misma cama -le contesté.
-Claro que es normal, por eso, cuando salgo de la casa, antes de ponerme a manejar todo el día, paso por mi capillita mientras que anda clausurada mi catedral. ¿Usted no haría lo mismo? -preguntó el señor a la espera de mi conformidad.
-Sin duda joven. Eso no hay santo varón que lo aguante -le respondí demostrándole mi apoyo incondicional. Debe estar usted sufriendo mucho.
-Mucho mijo, ni se imagina. ¡Llegamos al Banamex, señor! Por cierto ¿De qué va la expo? -preguntó el buen señor.
-De belleza, caballero. Trabajo para una compañía española de cosméticos -le expliqué.
-¡Orale! Usted se la debe pasar siempre rodeado de lindas chamaconas. Pues deje usted la escritura, mi jefe. Total si ya nadie lee. Aproveche el tiempo, que la vida son dos días. Si yo estuviera en su lugar no abriría ni un libro -comentó el taxista mientras sacaba mis pertrechos del maletero.
-Ya quisiera yo llegar a su edad con la vitalidad que tiene usted -le dije por agradar, mientras le pagaba ciento ochenta pesos por el transporte más veinte de propina.
-Muchas gracias. Si tiene un minuto le contaré mi secreto -me dijo al oído agarrándome por el brazo.
-Si es sólo uno sí, tengo algo de prisa -le respondí.
-El secreto es familiar. Mi abuelo, que era de Tabasco, se lo confió a mi padre y mi padre a mí. Ojalá y los tenga diosito en la gloria a los dos. La cuestión es que me bebo un vasito de mi propia orina todas las mañanas en ayunas. ¡Mano de santo! Pruebe usted y verá como llega a mi edad hecho un chamaquito. Se acordará de mí toda su vida -me aseguró mientras se despedía.
Después, mientras subía por unas interminables escaleras mecánicas rumbo a mi stand, no dejé de preguntarme si todo esto no habría sido, tan sólo, una alucinación por golpe de smog.
Tengo mis serias dudas.