domingo, 26 de noviembre de 2017

Maleta a medio hacer


Les escribo a medias de todo. A medias de desayunar. A medias de hacer mi equipaje. A medias de leer un libro de Ray Loriga. A medias de escuchar un viejo bolero de los Panchos cantado por no sé quién. A medias de escribir este relato. A medias de curarme de mi enfermedad o quién sabe si de volver a enfermar. En el punto medio de todo y de nada. En ese punto indeterminado en el que uno no sabe si va hacia adelante o hacia atrás. Pero, no sin cierta incertidumbre, intuyo que estoy a medias.
El invierno está por entrar. Las lluvias están por venir. Mi nuevo libro ya huele a imprenta. En algún hangar, oscuro y húmedo, ya ajustan los tornillos de un viejo avión que mañana me llevará a Kutaisi. El Mar Negro me espera tan negro como siempre, o tal vez más negro que nunca. A medias de acabar con este año de medianías, ando enzarzado preparando el próximo. Las periodos no dejan de ser una eterna continuidad por mucho que los acotemos con todo tipo de calendarios. La vida es tan lineal y tan efímera como un disparo. Tras el estruendo, tan sólo queda tiempo para emitir un sutil y desgarrador suspiro. Vivimos la vida a medias condenados a muerte por un disparo a bocajarro, impredecible, y siempre a destiempo. 
Pretendemos controlar el tiempo y nuestro destino; craso error. Los humanos, entre nuestras atribuciones, no fuimos dotados para esos menesteres. Somos vulgares dioses a medio cocer. Barro blandengue con infames aspiraciones marmóreas. Polvo que se cree roca. 
Como dijo Platón: "El tiempo es la imagen de la eternidad en movimiento". Tal vez por eso, yo me muevo más que los precios.

lunes, 20 de noviembre de 2017

La tanga desechable


No sé ustedes, pero yo, a largo de mi dilatada, y no menos ajetreada vida, me he tenido que embutir varias veces dentro de una tanga desechable. He dudado sobre si usar el masculino o el femenino para referirme a esa prenda tan intima, y al final he declinado el uso del masculino del mismo modo que la mayoría de los hombres declinamos usar la prenda. Pero claro, una cosa es la tanga normal, o erótico festiva, y otra bien distinta es esa horrenda y bochornosa de uso desechable.
Para su información, les diré que, bajo mi parecer, la tanga desechable es la prenda más patética del firmamento de la indumentaria. Es meterte esa cosa por las piernas -ruego no intenten ponérsela por ningún otro sitio- y se te queda una cara de gilipollas que no hay dios que te la quite. Es importante, muy importante, sumamente importante, que no se miren al espejo durante semejante trance ya que la imagen proyectada les podría ocasionar graves lesiones psicológicas que luego serían difíciles de acreditar ante el jurado forense que les tuviera que valorar en el hipotético caso en el que ustedes sopesaran la posibilidad de pedir una indemnización al fabricante. (Respiren por favor) De cualquier forma les aconsejaría que no lo intentaran ya que la mayoría son chinos y litigar contra una empresa china desde España es misión imposible.
Tengo constancia de que un señor que dirigía una sucursal bancaria -antes de la crisis crediticia que asoló el planeta- fue a un spa con una de sus amantes y al verse en el espejo con la tanga se arrojó por la ventana de un sexto piso y quedó en el suelo hecho un whopper sin queso poco hecho. Aún se estudia el caso, ya que algunos achacan el suicidio a la tanga desechable y otros a la repentina quiebra de Lehman Brothers.
Soy de los que opina que la tanga desechable debería estar prohibida por la Organización Mundial de la Salud. Para que lo entiendan: imagínense por un momento a Mariano Rajoy, o a Carles Puigdemont con semejante atuendo. O imagínense, para no ir más lejos, a este que les escribe luciendo uno de estos artefactos inventados por el primo hermano de Belcebú. 
Si la vida, ya de por sí, nos juega malas pasadas, lo peor de lo peor es verte en la tesitura de ponerte una tanga desechable. 
La masajista tailandesa que me asignaron, al ver cómo me desprendía del albornoz, ha renegado del ayurveda, ha salido en estampida del spa, y ha pedido asilo político en el restaurante chino de la esquina.
Y es que no es para menos…

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Tócala otra vez, Sam


Nos hemos dado treinta minutos para vernos de nuevo abajo. El hotel no es gran cosa pero tiene su aquel la decoración cinematográfica de la que hace gala. A mí me ha tocado una habitación ambientada en la película Casablanca, así que, por unos horas, me convertiré en una especie de aspirante a Humphrey Bogart a la valenciana, porque me ha faltado decirles que estoy en Valencia. Para ello, tal vez me vería obligado a romper el cristal que protege a una gabardina que luce a un lado de la cama, en un marco con fondo negro. La gabardina, de color caqui, valdría también para ambientar las habitaciones de Memorias de África, o la Momia, o alguna de esas por el estilo en las que el subconsciente nos aceptaría bien los colores ocres.
Hace algunos años que no visito Casablanca, y muchos más que no veo la película, pero de lo que estoy seguro es de que estoy en Valencia;  y a Valencia viajo con más asiduidad que a la ciudad marroquí. Valencia se baña en el Mediterráneo y Casablanca moja sus pies en el Atlántico. Valencia le reza a Cristo y Casablanca le reza a Alá. La paella es a Valencia, lo que el couscus es a Casablanca. En la Corniche de Casablanca —así de bonito le dicen al paseo marítimo— hay un famoso restaurante que regenta un valenciano. 
El mundo, pese a lo que cree mucha gente, es enormemente pequeño. De hecho, estoy por decirles que obviando a los dioses y a las banderas nos ahorraríamos muchos disgustos y lo pasaríamos de puta madre. 
Este murciano, medio mexicano que les escribe, está de anfitrión en Valencia de unos franceses muy majos, pernoctará esta noche en la habitación Casablanca soñando con su próximo viaje a Georgia y a Polonia.
No sé si algún huésped habrá intentado llevarse la gabardina o no, pero yo no siento aún ese arrebatador impulso cleptómano que siente mucha gente en las habitaciones de los hoteles y que les lleva a expoliarlo todo.  Casablanca me ha traído muy buenos recuerdos. De hecho, en mi memoria es lo único que guardo. Los malos recuerdos los arrojo a la trituradora del olvido.
Suena el teléfono. Debe haber pasado la media hora. Siento como si me dijeran: tócala otra vez, Pepe. Tócala otra vez.
Y bajando las escaleras, porque mi cuarto está situado en la primera planta, me doy cuenta de que, a cada rato, media hora arriba o media hora abajo, todo vuelve a empezar.
Tócala otra vez, Pepe. Tócala otra vez…—me parece escuchar de nuevo.
De fondo, acaricia mis oídos la música que emana del piano de la vida.

sábado, 11 de noviembre de 2017

Ana y la luna


Con el océano nuevamente bajo los pies, rumbo a México, les escribo. Escribo abriendo un paréntesis en la lectura de Amores Imperfectos de la japonesa Hiromi Kawakami. No estaba por la labor de escribirles, me estoy sintiendo por unos días alejado de las letras. Se me tornan pesadas y complejas, como si les hubiera perdido el pulso con el que tanto y tan bien me había familiarizado. Tal vez debido a los hechos tan imprevistos y trascendentes que me han tocado vivir durante los últimos días y que superan ampliamente a mi capacidad para narrarlos como se merecen. 
El libro en cuestión, al que les hago referencia, contiene un relato denominado “Mundo Lunar”, un nombre muy sugerente para describir, entre otras cosas más sentimentales, a una marca de galletas japonesas. Aquí en España, por cierto, contamos con unos bollos industriales poco recomendables para la salud, a los que conocemos como “Media Luna”. La luna siempre ha sido, es, y seguirá siendo, una gran fuente de inspiración para escritores, poetas, filósofos, artistas plásticos y, como vemos, también para los confiteros.
A mí hija Ana Maria la luna le provoca tanta fascinación como respeto. Ella la busca ansiosamente por el cielo y estalla de emoción cada vez que la encuentra. Lo hacemos por sistema todas las noches antes de subirla a dormir a su cuna. La cosa es que salimos al jardín y realizamos esa especie de prospección estelar, tras lo cual mi pequeñaja da su ajetreado día por concluido. Inclusive, en esas tardes en las que, aún a plena luz, nuestro pequeño satélite hace acto de presencia, mi hija la encuentra entre las nubes y disfruta del hallazgo tanto o más como cuando de lactante veía en la lontananza las prodigiosas y nutritivas tetas de su madre.
Ana María, con tan sólo dos años, vive y crece atrapada bajo el misterioso influjo de la luna. 
El mundo lunar de mi hija lo imagino plagado de fantasía infantil, de sueños y de conjeturas sobre lo qué hace ahí esa bola luminosa, con una misteriosa cara dibujada, colgando en todo lo alto. Dentro de la mente de una niña, que apenas balbucea sus primeras palabras y articula sus primeras frases, ya se atisba la magia de un gran mundo lunar. Una luna que representa un gran punto luminoso en el libro de su propio firmamento. El punto y seguido con el que cada noche concluye su pequeña gran historia cotidiana repleta de vivencias y plagada de cariño.
Un mundo lunar al que le pido, mediante este escrito público, colgado del cielo a más de diez mil metros de altura, que, con su luz, ilumine y oriente a mi hija a transitar durante toda su vida por su mítico Mar de la Calma.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Arte de altura


De nuevo, en un avión de Iberia, sobrevuelo el atlántico desde México rumbo a mi casa con el culo en fiestas. Entre la oferta de música que ofrece el dispositivo de entretenimiento del avión, he seleccionado una recopilación de temas de jazz instrumental: Last Goodbyes, There is No Tomorrow, Eventually Maybe, New York Latin Big Band 3, Unimaginable, entre otros temas que harían las delicias de mi idolatrado Murakami. Todos ellos resultarían ideales para ambientar una cita romántica con aspiraciones. Cincuenta y cinco por ciento de vida marca mi batería. Un chico que vuela atrás mío, aquejado de ansiedad, ha estado a puntito de bajarse del avión minutos antes de despegar. He intentado tranquilizarlo contándole las miles de hora de vuelo que llevo sobre las espaldas, y le he hablado de los destinos tan maravillosos que he disfrutado, y le he reconocido que lo peor de volar es que resulta muy poco recomendable para los que padecemos de hemorroides. 
El chile, las hemorroides, y los viajes en avión no congenian nada bien —le he explicado al joven, mientras este me miraba haciendo un evidente gesto de perplejidad— así que las diez horas y media de vuelo que tenemos por delante las presiento de puro sufrimiento para mi retaguardia. —¡Híjoles! Ha exclamado el joven ansioso, dando un respingo sobre el sillón como si apretase las nalgas en un acto reflejo ante mi propia dolencia.
Horas antes, me he despedido del personal de servicio de mi cuartel general en el hotel Holiday Inn Suite de la Calle Londres, después de haber compartido un buen rato con el artista mexicano Leobardo Huerta. Por momentos, el artista me ha sumergido en su cosmovisión pictorica, en su apasionante biografía, y en la historia reciente de su país. Sus dibujos y sus intervenciones sobre viejas fotografías, y documentos oficiales y comerciales que recopila por diferentes poblados mexicanos, representan la fusión de lo moderno con lo viejo. Sobre lo viejo, fotografías en blanco y negros o en tonos sepia,  o viejas escrituras notariales, o recibos de la compra de un aparato de radio de los años cuarenta,  todas ellas en mi diferentes estados de conservación debido al paso del tiempo, él sobrepone dibujos que representan o evocan a la mitología mexicana: máscaras de carnaval, alebrijes,  o personajes o elementos de la imaginería prehispánica que transforman y enriquecen unas historias solapadas que acaban creando una nueva realidad; una segunda vida que puede ser entendida como una milagrosa resurrección.
Leobardo Huerta, sin duda alguna, es un artista llamado a ostentar un lugar privilegiado entre la élite de la plástica actual mexicana. En su obra interpreta la realidad colectiva al mismo tiempo que la suya propia y lo hace con una engañosa facilidad que raya la inocencia, o lo infantil, a la que muchas de sus obras, de alguna u otra manera, hacen referencia. Su pintura enlaza mágicamente pasado y presente cuestionando un futuro avasallador con lo singular y autóctono y vilmente sometido a la dictadura del neoliberalismo y la globalización. Su obra te atrapa, te invita a soñar, juega contigo, te habla, te provoca, y te acaricia los sentidos. Tal vez por eso, en esta mañana de despedidas, sus obras resucitadas han acabado por resucitarme.
Aún conservo el cuarenta y ocho por ciento de la batería. El joven con miedo a volar se zampa sin reparos la comida cuartelera que las azafatas acaban de ofrecer. Mi culo está malherido. El jazz, actuando como una sutil anestesia, me ha dado sueño.
El vuelo rumbo a mi futuro, por fortuna, continúa su marcha.



jueves, 2 de noviembre de 2017

La Cicatriz


Estoy, quién lo diría, en la mera Cicatriz. Para curarme, he pedido un café espresso y un panqué de calabaza con jengibre. La Cicatriz es una cafetería sencilla plagada de modernidad como el resto de negocios que están aflorando en la plaza Washington; a dos pasos del museo de cera y del hotel que me da cobijo cada vez que arribo a Ciudad de México. También han abierto negocios de ropa vintage, chocolaterías con todo tipo de chocolates mexicanos, galerías de arte y diversos restaurantes. 
El terremoto de hace una semanas tuvo la deferencia de respetar esta pequeña plaza, no así a varios edificios que se ven sensiblemente deteriorados a pocas cuadras de aquí. 
Estoy en la Cicatriz lamiendo mi propia cicatriz escuchando de fondo una música balsámica. El pay de calabaza y el café no me producen suficiente alivio. El terremoto interno que he sobrellevado estos últimos meses ha generado en mí una nueva cicatriz. Subsistimos, por tanto, coleccionando cicatrices que intentamos disimular con diferentes tipos de maquillajes. 
La Ciudad de México intenta sobrellevar su ultima cicatriz con dignidad, como lleva el resto de cicatrices que le confieren ese carácter de superviviente. Tal vez por eso me siento en esta ciudad como pez en el agua. Pese al smog, pese a su conocida y magnificada inseguridad, pese a su caótico devenir. 
La Cicatriz, a estas tempranas horas de la mañana, se encuentra aún poco concurrida. Sus paredes desconchadas, su techo de ladrillo rojo entre vigas de acero, y su suelo de cemento, esperan con paciencia infinita la llegada de los clientes que otorgan sentido a su existencia.
En la puerta, luce una simpática calabaza de Halloween. Una pareja de chicas se hablan con embeleso acariciando sus manos de manera disimulada, como queriendo evitar lo inevitable. Una fuente arroja un agua que da infinitas vueltas en un misterioso circuito cerrado que atrapa a todo aquel que la mira. 
El circuito cerrado de esa fuente, en la misma puerta de la Cicatriz, no es otra cosa que una metáfora de nuestra propia existencia.
Un perro le ladra a la calabaza, o más bien a la vela que incansablemente crepita en su interior. 
La gente de bien, a estas horas, se ocupa sacando a pasear a sus perros. Pasean perros para ocultar su cicatriz. 
La vida, como esta plaza, como esta ciudad, como cada una de nuestras historias personales, está plagada de cicatrices.