jueves, 29 de marzo de 2018

Árboles


Marzo se marcha tal y como vino: indemne. Y nosotros aguantando el tirón que nos adentra en la primavera y nos conduce a abril. Abril es el mes de las flores. Yo soy más de árboles que de flores. Ya asoman las encinas que planté en unos cartones de tetrabrik. Bellotas que recogí en lo alto de la Sierra de Carrascoy y que ahora se multiplican en mi jardín en una especie de diáspora forestal recubierta de un halo de nostalgia. 
Los plantadores de árboles pecamos de romanticismo. Somos poetas con los pies en la tierra y los brazos apuntando al cielo; como los propios árboles que nos empeñamos en replicar de manera desenfrenada y, para mucha gente, fuera de toda lógica.
Planto árboles como escribo relatos. Planto árboles como quien paga un peaje, o una hipoteca, o entrega un diezmo. Planto árboles por desesperación ante los miles de incendios que nos carbonizan cada año. Planto árboles para mis hijas, o para tus hijos, o para mis nietos o mis nietas que tal vez no alcance a conocer.
De mi último viaje a Bielorrusia me traje una castaña. Las matrioskas eran muy caras y de souvenir me traje una castaña que ahora brota en mi jardín para regocijo de todas y cada una de mis células. 
Mi madre está enterrada en un árbol. Yo, en busca de mi propia salvación, planto y me abrazo a los árboles. 
El día que deje de plantar árboles dejaré de escribir.


sábado, 24 de marzo de 2018

Comida basura


Hace unos días arrojé parte de mi historia a un contenedor. En la sociedad contemporánea nos pasamos la vida tirando cosas. Tirando cosas que, en el fondo, forman parte de nuestra propia vida, una vida arrojadiza que todo lo que vive lo convierte en basura, millones y millones de toneladas de basura que se acumulan en vertederos, tan grandes como ciudades, en alguno de los cuales habitan personas que la sociedad ha convertido en basura sin ningún remordimiento.
Recuerdo, cuando de niño me tocaba bajar la basura, que reparaba en las bolsas que bajaban los vecinos del edificio Prosol II —así se llamaba mi edificio— Veía bolsas enormes. Vecinos con varias bolsas. Vecinos y vecinas que bajaban en zapatillas y bata de franela, en una especie de desfile, obligado y nocturno, en homenaje al consumismo que ya, por aquel entonces, empezaba a ocupar el epicentro de nuestra existencia. 
Hace unos días, como les decía, arrojé mi vestimenta de gordo a un contenedor de ropa usada. Tras ese solidario gesto; tras ese premeditado y utilitario acto, me sentí liberado. En aquel contenedor, pensándolo bien, acabada de depositar miles de horas de masticación, de comida mal comida, comida equivocada que me estaba envenenando lentamente y generando en mi cuerpo kilos y kilos de insalubridad que yo asimilaba y enfundaba mecánicamente dentro de una talla más.
Y así, talla tras talla: de la cuarenta, a la cuarenta y dos, de la cuarenta y dos a la cuarenta y cuatro, de la cuarenta y cuatro a la cuarenta y seis, mi organismo se inflamaba mientras mi boca rumiaba su ansiedad y su condena.
En este último año, he descargado a mis armarios de más de treinta kilos de ropa vieja y a mi cuerpo de quince kilos de grasa inmunda que no me servía para nada. Bueno, para nada no, me estaban asfixiando el hígado, que no es poco.
El engaño en el que caemos con mayor asiduidad es que comemos para satisfacer al paladar, organismo facilón que se deja influenciar por modas y tendencias pensadas para sacarnos el dinero, por activa y por pasiva, en lugar de comer para alimentarnos bien, para cuidar nuestra salud y sentirnos mejor. Pero claro, los niveles de ansiedad con los que vivimos han acabado convirtiendo a la comida en una especie de droga repleta de grasa y azúcar de la que, sin darnos cuenta, nos hacemos plenamente dependientes.
De hecho, si en este momento nos subiéramos a nuestro coche, no recorreríamos ni un par de kilómetros sin encontrarnos frente a nuestros ojos con una envenenada hamburguesa impresa a un tamaño de tres por tres metros.
¿Entienden ahora mejor el término de “Comida basura”?

viernes, 23 de marzo de 2018

Mi madre se llamaba Lola. Dolores, Lolita, Lola.


Hoy es viernes de Dolores. Celebraríamos el santo de mi madre. Sería hoy, de estar ella aún viva, un día de guiso de albóndigas de bacalao. O de potaje de acelgas. O de olla gitana con su ajada de calabaza, que ella siempre gustaba de presentar en el centro de la mesa en el mismo mortero en el que lo preparaba. Día de vigilia en consonancia a sus creencias religiosas. 
Yo siempre viví ajeno a la religiosidad de mi madre, pese a que se gastaron un dineral en llevarme a no estudiar a un colegio de curas. Y digo a no estudiar porque desde muy pequeño me revelé en armas contra el sistema. Fui un escolar antisistema y anticlerical en un colegio religioso diseñado para niños ricos. 
Creo que yo me sentía extraño ahí, como un pez fuera del agua, o como cuando nos ponemos un zapato en el pie equivocado. No me identificaba con nada ni con nadie. Claro, que eso un niño pequeño no es capaz de explicarlo y lo único que hacía yo era cosechar, año tras año, enormes calabazas como las que usaba mi madre para su ajada en el día de su santo. 
Mi madre vino a este mundo con licencia para sufrir, como muchas de nuestras madres. Sufrió cadena perpetua en una cocina de cuatro por cuatro metros, en la que con el sudor de su frente, y la incomprensión de todos, nos ofrecía generosamente todo lo que nos sabía o nos podía ofrecer, mientras fumaba, uno tras otro, unos cigarrillos que, para más inri, llevaban su nombre: "Lola".
Cigarrillos envenenados que, a la postre, acabaron con su vida.
Hoy, como les dije, sería el santo de mi madre, y hubiese comido potaje, pero ni lo uno ni lo otro. Descansa en paz, mamá. Cuánto me apena el pensar que no supe quererte ni ayudarte como merecías. Cuánto me apena aceptar el hecho de que ya no estás. Aunque tal vez no lo creas, te echo mucho de menos.

lunes, 19 de marzo de 2018

Mensaje oculto


He recibido un curioso mensaje que les voy a compartir.

"Querido amigo, su blog, que hasta hace unos meses permanecía oculto entre las arenas del desierto bloguero, se ha transformado para mí en un blog de culto. Siga así y no se deje llevar por el camino fácil, ese perverso camino de la comodidad que lo acaba destrozando todo. Olvídese de ser gracioso y escriba siempre desde su lado más intimista. Sólo así mantendrá el nivel y dejará de tener altibajos." 
Suya afectísima.
Abrumado, raudo y veloz, he echado mano de Schopenhauer, de Houellebecq, de Kundera, de Millás, de Nothomb, hasta del angoleño Ondjaki, intentando con ello alejarme del Miguel Gila que llevo dentro. Pero no creo que, a estas alturas del cuento, esto sea posible. 
Gila dijo: "Mis guerras son absurdas, pero las guerras son así." 
La guerra que llevo con este blog, querida y motivadora lectora, es tan absurda como las guerras de Gila, o como cualquier otra guerra, ya se libren esas guerras con balas de cañon -con o sin agujero- o con palabras soporíferas capaces de mortificarnos y chuparnos las pensiones.
"Los mayores tienen un futuro, que es su pasado" -decía Gila. Este blog de ocultismo tan oculto, al que ahora, casi al final de los finales, rinde usted culto, ya tiene menos futuro que pasado. ¡A buenas horas, mangas verdes!
Se me agota, a marchas agigantadas, el intimismo y la gracia, como el fondo de las pensiones en España. Se atora mi verborrea. Se enquistan mis ideas antes de convertirse en algo medianamente aceptable para esa inmensa audiencia que me rinde culto de manera oculta, amiga. Si es que alguna vez fui algo, ya no soy nada.
Gracias por su mensaje, querida y sufrida lectora. Le adelanto, para que no se venga usted a engaños, y no me venga después con reclamaciones, que a este blog le quedan cuatro siestas y tres telediarios.
Pronto quedará oculto y, con ello, listo para el culto eterno.
Eternamente suyo.


domingo, 18 de marzo de 2018

A Támara Sarajlic


Si en “Después de mil balas”, Izet Sarajlic todavía soñaba con un mundo mejor a través de su poesía; yo, después de mil relatos, alguno de los cuales no son otra cosa que balas frente a la incultura y la intransigencia, todavía sueño cada día con un mundo mejor.
Si el poeta bosnio Izet Sarajlic fue un enamorado de Sarajevo yo también lo soy. Si fue un gran apasionado de Omar Jayyam, yo no lo soy menos que él. Si Izet disfrutaba de su vida, y de su no vida, en Sarajevo, renunciando a marcharse durante el brutal asedio que sufrió desde el año 1.992 hasta 1.996, hablando y animando a todos y cada uno de sus habitantes, deambulando entre la devastación de sus calles, abriendo las puertas de su casa a todo aquel que buscara algo de aliento, mientras caían las bombas y la gente moría atravesada por las balas de los francotiradores serbios; yo encontré, caminando entre esas mismas calles, a hombres y mujeres que, junto a él, habían sobrevivido a la guerra. Encontré a Izet reflejado en sus ojos, en sus sonrisas, en sus palabras, y en sus anhelos. El río Miljacka también me habló de él, y de su hermano Eso, fusilado por los Camisas Negras italianos durante la Segunda Guerra Mundial. Y el río, calladamente, me habló del miedo. Y de la rabia. Y del odio. Y, paradójicamente, también del amor.
Si Izet Sarajlic fue un poeta capaz de convertir el horror de una guerra en los versos más hermosos jamás escritos, yo me veo en la solidaria obligación de convertirme en su portavoz, como lo hicieron, al mirarme, los ojos de esos jubilados de Sarajevo, mientras jugaban al ajedrez en un bello y húmedo jardín, o como me susurraron al oído las aguas del río Miljacka mientras atravesaban plácidamente la ciudad liberada.
Izet, viejo poeta, si estuvieras frente a mí te preguntaría: ¿Cuántos días nos quedan a los humanos para amarnos? O tal vez: ¿Cuándo dejaremos de odiarnos?
Támara, me sumo desde aquí a la honra de tu padre, y como él te escribió en un poema cuando aún eras una niña: “Ojalá que se reconcilien todas las naciones del mundo”. Qué pena, Támara, que ya no queden personas como tu padre. Qué pena, Támara, con lo mucho que curan los versos y que ya nadie lea poesía.

viernes, 16 de marzo de 2018

El sexo aburre


Dice mi amigo Paco Conejero que el negocio le va bien pero que le aburre muchísimo. Y eso es lo no concibo. No concibo que alguien no disfrute de su trabajo y menos aún en el caso de mi amigo Paco. Y, claro, ustedes se estarán preguntando que a qué se dedica mi amigo Paco…
Pues esperen a que se lo explique porque van a alucinar. 
Para empezar, les diré que mi amigo Paco Conejero es informático. Un informático que, entre otras proezas, ha desarrollado varias web para adultos que para qué contarles…La cuestión es que, aburrido de combinar algoritmos como un churrero harto de freír churros, decidió ponerse manos a la obra para programar una aplicación mediante la cual asesoraría a parejas con problemas en la cama. 
Para que me entiendan: la historia consiste en una especie de coaching durante el encuentro sexual. Mediante una cámara, él visualiza a las parejas y les va dando consejos prácticos para orientar y desbloquear sus relaciones con la más que loable intención de ayudarles a alcanzar su plenitud sexual.
Como podrán entender, a estas alturas del relato, parecería inconcebible que alguien en su sano juicio se pudiera aburrir ejerciendo un trabajo tan humanitario, pero Paquito sí.
—Tío, es que me siento un mamporrero cualquiera. 
—¡Pero es el trabajo que siempre habías soñado! Para eso creaste esa aplicación y dejaste de hacer páginas web guarras y programas de gestión tan aburridos como los que hacías. 
—Sí, lo sé tío, pero no mola. No me compensa.
—Pero cómo que no te compensa. ¡No te entiendo, Paco! A ti te pasa algo y no me lo quieres decir…
—Juanjo, la mayoría de las parejas que me contratan lo hacen por problemas que tienen los hombres….
—¿Cómo?
—Sí, que a ellas no les pasa nada tío, que están buenísimas y rebosan salud por los cuatro costados; y además, tienen más ganas que un recluta después de jurar bandera…
—¿Y entonces?
—Pues, más claro agua, Juanjo, que a ellos no se les pone dura, o tienen eyaculación precoz….
—¿En serio?
—Como lo oyes. Ayer estudié las estadísticas del primer trimestre y estos dos problemas son la causa de la mayoría de las consultas que he recibido.
— Y qué problema hay con eso; supongo que ya te lo podrías imaginar cuando tuviste la genial idea de poner en marcha la aplicación. ¿O no es así?
—Sí, pero no…
—¿Y qué es lo que te está afectando tanto?
—Me da pena por ellas, tío. No te puedes ni imaginar las caras que ponen las pobres intentando disimular su frustración. Y aún peor cuando las veo como intentan consolarlos. Es que se me parten el alma, Juanjo.
—No sé tío. Parece que estás exagerando un poco. Seguro que hasta te pones cachondo…
—¿Cachondo? Pero si lo que me está ocurriendo es que estoy perdiendo cualquier interés por el sexo. Por decirte que me ha dado por hacer sudokus y comer bocatas de Nutela… Me estoy poniendo como un cerdo. ¿No te has dado cuenta de que he engordado ocho kilos desde que comencé con este rollo?
—¿Y qué piensas hacer?
—Poner en venta la aplicación…
—¿Y cuánto pides por ella?
—Treinta mil euros y es tuya.
—Trato hecho.
Y con un apretón de manos, cerré el trato con mi amigo Paco Conejero. Les dejo que dentro de cinco minutos paso consulta a una pareja de Castellón. Él tiene sesenta y seis años y ella veinticinco…
¡Ya les contaré! O mejor, no. 

domingo, 11 de marzo de 2018

Oda a mis hijas



El planeta que es mi vida tiene dos lunas. 
Tengo dos hijas.
La vida me ha regalado dos hijas.
Dos joyas. Dos flores. Dos futuros.
¿Qué tan bueno habré hecho yo para merecer algo tan grandioso?
Yolanda, veintidós años, pura inquietud. Pura sensibilidad. Pura belleza que se abre a la vida y al amor.
Ana María, dos años, pequeña locura. Con un carácter tan fuerte que no le cabe en su diminuto cuerpo. Con una sonrisa tan hermosa y conquistadora que me cura y me salva tan sólo con mirarla. 
Hijas: ¿Qué tan bueno habré hecho yo para merecer algo tan hermoso como vosotras?
Mis dos hijas me dan la vida. Me hacen grande. Me dan todo tan sólo con su existencia. Tan sólo con sus miradas. 
Tan sólo dos hijas y me siento el hombre más afortunado del mundo. Tan sólo dos hijas y, por fin, a través de algo tan hermoso, mi interminable lucha ha encontrado el sentido.


jueves, 8 de marzo de 2018

Mundo


Les escribo desde el sótano. De vez en cuando me sienta bien un cambio de escenario para escribir. El sótano de mi casa alberga un sinfín de recuerdos, de tal manera que, en cada cajón, cada estante, o en cada caja, puedo encontrar un jirón de mi vida con los que podría escribirles, al menos, otros mil relatos tan malos como los anteriores. Porque aunque sé que la cosa no tiene gran mérito, creo que me estoy acercando vertiginosamente a esa cifra tan significativa de textos; como es también significativo que me quedan cuatro siestas para cumplir los cincuenta años. 
Sobre la mesa que tengo en el sótano, a modo de escritorio, tengo un montón de cachivaches. De hecho, aún se encuentran los dibujos del pintor mexicano Leobardo Huerta, que compré durante mi último viaje a Ciudad de México el pasado mes de octubre. También una caligrafía de las que emplean los niños uzbecos en el colegio, que compré en un supermercado de Taskent, en cuya portada luce un retrato de Abu Rayhon Beruniy (973-1048), uno de los grandes sabios del mundo musulmán y que destacó en matemáticas, física, medicina, cartografía, astronomía, farmacología, filosofía y que fue un gran viajero. Abu Rayhon y yo, salvando las distancias, coincidimos en lo de filósofos y en lo de viajeros. Incluso, pensándolo bien, él sería un gran apasionado de la antigua Persia, a la que pertenecía el actual Uzbekistán, y a mí este país es que me lleva loco. Este señor tan ilustre fue coetáneo de Ibs Sina ( 980-1037), más conocido por estos lares como Avicena, el médico más sabio del que se tienen noticias y que escribió, entre otros, el famoso “Libro de la Curación” y no menos conocido “ Canon de Medicina”. 
Uzbekistán, tan lejano como desconocido, tiene mucho que ver con nosotros ya que fue cuna del Imperio Omeya, al que pertenecía el Califato de Córdoba, de tal manera que mientras por aquella época, en gran parte de Europa reinaba el hambre y el oscurantismo, el mundo musulmán disfrutaba de una efervescencia cultural de la que luego han bebido muchas otras culturas y de la que aún, hoy en día, nos beneficiamos de sus logros y descubrimientos. Sin ir más lejos, aún en Murcia disfrutamos, aunque disminuida y acorralada por la especulación y el urbanismo descontrolado, de la maravillosa Huerta de Murcia, y de los sistemas de riego que los musulmanes desarrollaron para convertir una zona pantanosa e insalubre en un espacio agrícola altamente productivo durante siglos. Aún en parte se conservan sus acequias, azarbes, azudes, norias y contraparadas en un sistema de irrigación que revolucionó el mundo de la agricultura y contribuyó al desarrollo de las grandes ciudades.
En otra esquina del escritorio, aún sin colocar en los estantes, a modo de tesoros, acumulo libros y catálogos de cientos de artistas y exposiciones, en entre los que se encuentra un bonito catálogo que me regaló Artur —mi políglota compañero de viajes— del pintor polaco Tadeusz Kantor; un catálogo publicado por el Instituto Cervantes de la capital polaca sobre la producción pictórica que desarrolló el artista a raíz de un maravilloso viaje que disfrutó por España. 
Sobre ese catálogo de arte, aún a la espera de su turno, se encuentra un libro del madrileño Andrés Barba, y que lleva por título “República luminosa”. Curiosamente, y no sé muy bien explicarles el motivo, entre sus páginas sobresale un billete de avión Estambul-Almaty.
A poco que tiramos del hilo, todo está conectado. Qué pena que haya tanta gente que se crea el ombligo del mundo, que carezca de memoria, y tan alegremente sean capaces de darle la espalda a la realidad. 
Claro, que sí lo hacen será para intentar convencernos de lo contrario. Yo soy más de pensar en que somos la suma de todo. Somos, queramos o no, la misma cosa. Cada uno de nosotros somos una pequeña parte del mismo mundo. En lugar de aislarnos y regocijarnos en la diferencia, deberíamos dar más valor a nuestra diversidad y a todo lo que nos une. 
En nuestra lengua, el castellano, habitan muchas lenguas: latino, árabe, griego... 
El pegamento necesario de esta particular visión del mundo es la cultura, y su disolvente más corrosivo la ignorancia.
Cuánto más viajo más me convenzo de que sólo hay un mundo, y ese mundo, por mucho que nos pretendan separar, o dividir, o enfrentar, nos pertenece a todos.


sábado, 3 de marzo de 2018

Perniciosa tendencia con olor a mierda


Escucho el murmullo de la lluvia mientras en la televisión suena el playlist de Murakami. Quemo incienso. La tarde, batiéndose en retira, aún me brinda algo de luminosidad. Me detengo en la absurda contemplación de las pompas que generan las gotas de lluvia al chocar contra la superficie de los charcos. 
Escribo rodeado de juguetes que ahora, por fortuna, aunque parecen observarme con cierta displicencia, están mudos. 
Miles Davis junto a John Coltrane tocan "Live in Paris". Yo no vivo en Paris. Paris es una ciudad ocupada, que se aleja cada vez más de los tópicos románticos que la encumbraron. Pero, por desgracia, no sólo le sucede eso a Paris, también le ocurre eso a Barcelona, y a Madrid, y también a Amsterdam, y a Venecia, o hasta la misma New York, por citar sólo unos ejemplos.
Cuando el tópico se materializa se convierte en marketing. Bueno, en realidad, a poco que nos descuidemos, todo se convierte en marketing. Y las ciudades, convertidas así en producto de consumo, esconden su esencia como hace una tortuga asustada, azuzada por un zorro, dentro de su concha.
Las ciudades prostituidas se revelan y en lugar de ofrecer al visitante ese lado bucólico que las encumbró, ofrecen su lado más vacuo, más nimio, y más materialista como en una especie de reacción inconsciente de autodefensa, intentando con ello volver a ser lo que ya nunca serán.
Perdón que les cambie de tema, pero ya está más oscuro. Lee Morgan toca la trompeta que es un primor. Enciendo otra barrita de incienso y prosigo.
La idea fuerza de este relato pretende aunar mi voz a todos aquellos que vaticinan que la masa nos destruye. La tendencia es un tornado arrasador. Todos a una. Y todos somos muchos. Demasiados. Todo se agota. Hasta el arroz se agota. La miel se agota. El maíz se agota. El petróleo se agota. El pescado se agota. El agua se agota. Hasta mis letras se agotan.
Hay quién le llama a esto globalización. Yo le llamo mierda.