sábado, 29 de diciembre de 2018

Laberinto


La vida nos susurra muchas cosas al oído pero la mayoría de las ocasiones nos hacemos los sordos. Uno sabe perfectamente el camino, las recetas, el modus operandi, los riegos que asume o que deja de asumir de cada cosa que hace o que deja de hacer. Uno sabe, sobradamente, si anda por el buen camino o si, por el contrario, anda más perdido que Carracuca.
Otra cosa no, pero saber ahora sabemos todos más que Confucio, o al menos eso creemos. 
El laberinto en el que hemos convertido nuestro presente, no tiene menos caché que al que se enfrentaron nuestros padres, o al que les tocó encarar a nuestros abuelos. 
La vida no se parece en nada a las cuentos de Disney con los que tantos nos machacaron de pequeños. La vida es más dura y bastante menos romántica. El pez grande se come al chico. De hecho, no hace mucho, unas ratas atacaron a mi tortuga hasta dejarme tan solo con su caparazón, para recordarme que la naturaleza no es de fiar. La vida y la muerte van de la mano por mucho que nosotros nos empeñemos en diferenciarla. ¿Acaso no nacemos para morir? ¿Acaso estar vivo no es lo único que se precisa para estar muerto? 
Les confieso que comencé este relato con algo de claridad, pero me siento perdido en este laberinto de palabras en el que ha terminado por convertirse esta parrafada. No me avergüenzo de perderme, ya que, he llegado a la intrascendente conclusión de que la vida, el trabajo, las relaciones, son una suerte de laberinto en el que entramos y nos perdemos como parte de un juego eterno del que desconocemos las reglas. 
En cada uno de nuestros laberínticos cerebros habita un Minotauro, el que, desesperado por el poco caso que le hacemos, se pasa la vida intentando encontrar la salida.


sábado, 1 de diciembre de 2018

Juntos


—Buenas noches, aquí Radio Confidencia: ¿Con quién tenemos el gusto de hablar?
—Bernardo. Digamos que me llamo Bernardo —responde el radioescucha con la voz entrecortada.
—¿Y qué nos quiere contar, Bernardo? —pregunta, Elisa, la conocida locutora que acompaña de once de la noche a una de la madrugada, de lunes a viernes, a miles de seguidores de la emisora.
—He matado a mi perro —explica, tras una breve pausa de silencio.
—¿Y cómo lo ha hecho? —prosigue la locutora con el habitual interrogatorio.
—Le puse veneno para ratas en la comida —explica el tal Bernardo, con la voz quebrada— Estaba muy viejo. Sufría demasiado —aclara el misterioso oyente, para su descargo, desde el otro lado de la línea telefónica. 
—¿Y no pudo haber elegido otra forma para sacrificarlo? —parece recriminarle moderadamente la locutora.
—Posiblemente sí, pero, por comodidad, elegí la opción del veneno. Además, el veneno para las ratas es barato y lo venden en todos sitios —argumentó Bernardo.
—El pobre animal debió de sufrir una muerte horrible….
—Sí, pero cuando me di cuenta, ya era tarde. Murió entre vómitos y fuertes convulsiones... Pero no menos que su dueña….—explica Bernardo; tras lo cual la locutora deja unos eternos segundos de silencio que ponen a la audiencia en vilo….
—¿No dijo que el perro era suyo?
—Sí, pero tan sólo al cincuenta por ciento.
—¿Y qué ha querido decir con eso de que: “no menos que su dueña”?
—Pues eso mismo, que mi esposa convulsionó de la misma manera que su asqueroso perro.
—¿Quiere decir que usted, Bernardo, ha envenenado a su esposa?
—Así es, con el mismo raticida y escasos minutos antes de hacerlo con el perro —explica el hombre haciendo gala de una pasmosa frialdad.
—¿Es consciente, Bernardo, de que esta llamada está siendo grabada, que disponemos de su número de teléfono, y de que la policía ya está en camino para detenerle —le informa la locutora con rotundidad.
—No esperaba menos de usted, Elisa. ¿Sabe? Hace años que escucho su programa. Mi mujer siempre leía en la cama libros de terror, y yo, a su lado, con mis auriculares, escuchaba su cálida y sugerente voz hasta que me dormía. Tenía claro que, al final, al final del todo, usted y yo acabaríamos juntos. 
—¿Qué quiere decir con eso, Bernardo? —pregunta Elisa, intentando llegar hasta el fondo del asunto, o quién sabe si con intención de ganar audiencia con una llamada que intuye que mañana estará en boca de todo el mundo.
—Espere, deme un momento, que estoy disfrutando de un rico bizcocho de marihuana y raticida con chocolate belga. ¿Usted gusta, Elisa? —pregunta Bernardo, soltando una sonora y tétrica carcajada.
—¿Todo esto es en serio?— pregunta la locutora, con el micrófono abierto, ante toda su audiencia. Porque, en el fondo —seguro que coincido con todos ustedes— desearía que todo esto se tratara tan sólo de una patética broma, una de esas bromas de mal gusto que, de vez en cuando, nos gasta algún trastornado. Pero hoy, queridos oyentes, no es el día de los Santos Inocentes, tan sólo es un martes y trece cualquiera…
Tras está reflexión a micrófono abierto, Elisa retoma, o más bien intenta retomar, la llamada que había dejado en espera.
—¿Bernardo, sigue usted ahí?….
A lo que, tras un instante de silencio sepulcral, únicamente se alcanza a escuchar:
—Juntos para siempre, Elisa. Juntos…

jueves, 22 de noviembre de 2018

Un solo corazón


Abandono Grecia, en un avión de la AEGEAN, junto a mi compañero Juan. Abandonar Grecia supone volver a la rutina. Bendita rutina la nuestra que nos permite comer, criar a nuestros hijos, y aspirar a un futuro incierto, pero al fin y al cabo un futuro.
En la isla de Lesbos, no lejos de la costa turca, miles de personas, tan personas y tan valiosas como Juan y como yo, o como usted que me lee quién sabe por qué, esperan hacinadas a que alguien se atreva a tenderles la mano y ofrecerles un futuro. Refugiados de guerra, migrantes, personas de carne y hueso como nosotros, que han sido injustamente condenados a la más absoluta miseria y al más doloroso destierro. 
La vida nos sonríe hasta que, cansada de nuestras miserias, nos enseña los dientes y nos da la espalda. Y nos enseña los dientes cuando perdemos la memoria de lo que fuimos tantas y tantas veces a lo largo de nuestra historia: refugiados, huidos, arruinados, abandonados. Nosotros, los de este lado de la vida, los que gozamos de una rutina cotidiana, llena de estrés, y de impuestos, y de comida que arrojar a la basura porque se nos hace vieja en el frigorífico, no somos conscientes de lo mucho que tenemos que defenderla. Cuando dejamos de otorgarle valor a lo que tenemos, y lo que somos, comenzamos a pervertir nuestra realidad, y, de ese modo, abrimos la puerta a los salvapatrias de turno, charlatanes de poca monta que meten miedo a discreción, con las más bajas y perversas letanías, y las más espurias intenciones.
Juan y yo, por fortuna, hemos podido venir a Grecia a buscarnos la vida. A él y a mí la vida nos está dando una tregua. Como es obvio, la tierra no es mía ni de Juan, no somos ni más ni menos que nadie, pero soy de los que opina que la tierra es nuestro hogar común y que esta, en lo más profundo de su interior, esconde un solo corazón en sincronía con el de todos los que la habitamos.
Me marcho, como siempre, aspirando a regresar. Gracias, Grecia. Gracias, Juan. 

miércoles, 14 de noviembre de 2018

Un tipo normal


Está frente a mí. Es alto. Cara redonda y papada generosa; lo que viene siendo una cara de pan. Lleva el pelo rapado para disimular una calvicie prominente. Diría que pesa entre noventa y noventa y cinco kilos. Parece bañado en un perfume que me recuerda al Barón Dandy de toda la vida, contaminado por el olor de una loción de afeitado, muy a la antigua usanza. Corbata con motivos arabescos en negro y granate. Traje oscuro. Anillo grueso de oro blanco, o plata de la que cagó la gata. Camisa blanca tirando a beig. Y, sobre todas esas capas de ropa, luce una chubasquero color caqui. 
El señor que hay frente a mí no se ha percatado de la minuciosa observación a la que lo estoy sometiendo. Casi una evaluación psicotécnica, podríamos decir. Ha pedido un café con leche y un croasán. Le pone dos sobres de azúcar. Lo prueba. Se levanta de nuevo y coge otro sobre de azúcar. Lo añade, lo prueba, y parece que ya está a su gusto. 
Come con urgencia, como si se le escapara el vuelo rumbo a quién sabe dónde. Mira su móvil. Repasa el wasap. Responde una llamada en un idioma que podría ser croata, o serbio, o cualquier otro idioma de los Balcanes. El Café Nero del aeropuerto Franjo Tudman de Zagreb está muy concurrido a estas horas de la mañana. 
La víctima, a la que disecciono minuciosamente como un forense, sigue frente a mí. Apura su café sin dirigirme una mirada. Abre su bolso y saca una pequeña libreta de hojas de cuadros, sobre la que anota algo con una pluma estilográfica como de otra época. Realiza una llamada y, mientras habla con alguien en un tono más bien ofuscado, escribe con una letra tan ilegible y confusa como su futuro.
Vuelve a mirar la pantalla de su teléfono móvil, como esperando algo. Impaciente, repasa varias aplicaciones de mensajería instantánea. Se limpia la boca con una servilleta y repasa sus dientes con otra.
Mira su billete de avión para cerciorarse de la hora del embarque. Guarda el ticket del desayuno en su cartera para justificar el gasto. Entonces, es cuando reparo en que sus ojos son profundamente azules y que sus manos son el doble de grandes que las mías. Le noto tenso. Quién sabe si preocupado por la salud de su esposa, o por la de uno de sus hijos, o por las fluctuaciones de la bolsa de Dusseldorf. Tal vez siente la presión de los resultados de su empresa, o de los resultados que obtiene para la empresa que trabaja. 
De nuevo otra llamada. Otra conversación acalorada. Otro gesto contrariado. Se levanta de la silla. Por fin, ese señor que desayunaba frente a mí, como si yo no existiera, me ha regalado una mirada. Ha sido una mirada vacía, inocua, circunstancial. Tras lo cual, con desgana, me ha dicho bye.
Creo, sin temor a equivocarme, que era un tipo normal.

viernes, 9 de noviembre de 2018

Retrato de cuerpo entero


Se me acumulan los relatos sin publicar mientras me dejo los ojos leyendo a Murakami. Mis relatos son una mierda, lo sé, pero Murakami es un Dios. Treinta veces mejor que el mejor de los Nobel de Literatura. Los de la Academia Sueca se hacen los suecos para no darle el premio al único escritor vivo que se lo merece. Ahora vuelo entre turbulencias —disculpen que siempre les escriba al vuelo—, al lado de una señora oronda con el pelo teñido de rojo fuego. Su voluminoso cuerpo reduce mi espacio vital hasta convertirlo en una celda de castigo. Por fortuna, no sufro de claustrofobia. Escribo, por tanto, encogido en este vuelo que despegó de Barcelona rumbo a Zagreb, leyendo a Murakami y, de ahí, agarraré otro que me lleve hasta Sarajevo.
La señora —no sé si decir mi carcelera—se ha pasado el vuelo viendo fotos de un viaje; tal vez el viaje de su vida, o, con toda probabilidad, del viaje del que regresa felizmente a su querida Croacia. 
Yo, por desgracia, regreso a Bosnia con menos asiduidad de lo que regreso a Murakami. La señora del pelo rojo, que invade mi espacio vital, también regresa. Ir y venir. Volver. Irse de nuevo. 
La vida es un camino perpetuo de idas y venidas, en los que uno regresa, siempre que puede, tanto a sus orígenes como a sus obsesiones. 
No. No entiendo adónde quiero llegar con esto que les escribo. Con tanto viaje, me debo estar perdiendo. El retratista —el personaje central de la última novela de Murakami— perdió a su hermana cuando ésta tan sólo contaba con doce años y él a penas tenía quince. 
Pensaba en eso, y en la impresionante descripción que el japonés hace de la niña amortajada, cuando decidí interrumpir la lectura y ponerme a escribir. Entonces fue cuando, sin querer, vi en las fotos del móvil de la gran señora del pelo rojo, una foto suya desnuda que se había tomado sobre el reflejo de un espejo, en lo que parecía la habitación de un sencillo hotel de a cuarenta euros la noche.
Ella miraba su desnudo detenidamente, con embeleso, cambiando con frecuencia el ángulo de la pantalla, sin percatarse de que su orondo cuerpo estaba al alcance de mi vista, o tal vez para ello. 
Tras lo cual, encontré la conexión que le faltaban a estas letras antes de tomar tierra: tal vez mi compañera, adicta a los tintes rojos, le enviaba su retrato de cuerpo entero al personaje de la novela de Murakami para que, de esa guisa, la inmortalizara en uno de sus retratos.
Espero que el artista no cobre por centímetro cuadrado. 


lunes, 5 de noviembre de 2018

A Piedra (Petra) Lásló


Denostada Piedra (Petra) László:

Es admirable su gran capacidad física a la hora de lanzar sus piernas. En algunas instantáneas, me recuerda usted a un aguerrido lateral derecho intentando interceptar el avance de un vertiginoso extremo, acabando con el contrario en el suelo, y él —en este caso usted—, con tarjeta roja y en la calle. En otras más bien me recuerda a una taekondista, en un campeonato mundial de la cosa, soltando estopa en pro de una medalla para su país y para su historia. En otras, si me fijo únicamente en su imagen y obvio todo lo demás, podría llegar a pensar que usted está bailando al ritmo alocado de los ochenta tras haberse fumado alguna planta aromática cultivada en el Rif. Pero, por desgracia, distinguida periodista de la desnortada Hungría, usted no está por la labor deportiva, más bien lo suyo representa todo lo contrario que propugna el espíritu olímpico del que usted parece no tener ni la más remota idea.
Sus piernas, Piedra, digo Petra, son la representación del odio hitleriano, movidas por el desprecio más visceral y retrogrado del que la especie humana, con demasiada frecuencia, hace gala. Para su descargo, Piedra, digo Petra, le diré que usted no es la única, ni tan siquiera es un raro ejemplar en peligro de extinción, más bien forma parte usted de una especie de alimaña que empieza a proliferar por todo el globo terráqueo y que amenaza con convertirse en una pandemia. 
Señora Piedra, digo Petra, que usted haya sido absuelta, después de haber sido condenada, no significa que su odio hacia los más necesitados vaya a quedar impune, usted ya pasará a la historia como la periodista más inhumana que haya accedido a tan elevada profesión. Sus hijos, sus nietos, sus sobrinos, sus colegas de profesión, los vecinos de su escalera, sus lectores, sus conciudadanos, todos los habitantes de la Comunidad Europea a la que usted hace ascos, los habitantes de todos los países desheredados de este planeta —y que son muchos—nunca nos olvidaremos de sus odiosas y enfurecidas piernas. 
Dicen que Dios le da pan a quien no tiene dientes, y ahora sabemos que Dios también le da piernas a quien no las merece. 
Señora Piedra: ¿Para qué necesita usted a sus piernas? ¿Acaso sus padres la crearon con piernas para patear a gente indefensa que huye de la guerra? 
Creo que todas estas cuestiones, a personas como usted no le afectan en lo más mínimo; sus corazones de piedra, doña Petra, no sienten el dolor ajeno, no empatizan con nadie que sufre, no percibe ni un pequeño palpito de solidaridad. Señora Piedra, digo Petra, cuide usted de sus piernas, porque su corazón ya está perdido.
Por mi parte, condenada queda para siempre. 


lunes, 29 de octubre de 2018

Guerra bacteriológica


Para ponerles en antecedentes, les diré que vuelo desde Dusseldorf hacia Kiev en un avión de bandera ucraniana. Ni que decir tiene que la mayoría del pasaje son ucranianos. Excepto yo, y algún que otro perdido de la cabeza como yo. No pretendo tampoco describirles a todos y cada uno de los sufridos pasajeros que volamos hacia Kiev, pero sí quiero que sean conocedores de una hipótesis que me he visto obligado a desarrollar en base a los extraños sucesos acaecidos  durante las dos primeras horas de este vuelo, por lo que me he reservado la tercera para escribirles toda la base argumental de este estudio geoestratégico de colosal trascendencia, en el que me he visto inmerso sin comerlo ni beberlo. 
Supongo — y si no se lo digo yo—, que son conocedores del conflicto que mantienen en la actualidad Ucrania y Rusia. Quiero aclarar antes de entrar en detalles, que no pretendo posicionarme con ninguno de los dos bandos en litigio; tan sólo les escribo en mi calidad de observador internacional, estatus que me confiero por el hecho de volar más que los albatros en época de apareamiento. 
Lo que voy a describirles es de suma importancia: creo que los ucranianos no son conocedores de que están siendo sometidos a una silenciosa pero efectiva guerra bacteriológica. Y se estarán preguntando: ¿Cómo ha llegado este tipejo, que vende champú, a semejante conclusión? Pues, qué quieren que les diga, para algo me habrán servido mis veinte años de vuelos transoceánicos y por la otra mitad del mundo que no los tiene. 
En mi vida, léanlo bien, por favor: En mi larga vida como sufridor aeroportuario he visto nunca a tanta gente cagar dentro de un avión. Durante el vuelo, ha habido un momento dónde pensaba que las bodegas se iban a saturar de mierda y que iban a poner el típico cartel de averiado que ponen en las discotecas cuando se rompe la cisterna, pero no. Ya queda poco para que aterricemos en Kiev y siguen cagando como los ángeles benditos. Por ponerles un ejemplo, he visto a un señor orondo con barba que bien podría pasar por un oso en cualquier circo y los niños no se darían cuenta del engaño —cosa que estaría bien vista por los animalistas, pero no tanto por los de los derechos humanos—, pues ese señorón ha cagado lo menos tres veces. Lo curioso, es que lo hacen con cara de felicidad, no con el típico gesto del que va apretando el culo para no irse de vareta; estos van a cagar con estilo, sin prisas, y sin perder la compostura en la fila; una fila que no ha cesado en ningún momento desde que nos dieron permiso para quitarnos el cinturón, aún sobre los cielos contaminados de Dusseldorf.
La bacteria, en cuestión, les debe estar dejando los intestinos más limpios que un jaspe. Creo que voy a completar mi investigación indagando sobre la evolución del consumo de papel higiénico en Ucrania en los tres últimos años, hecho este que podría confirmar mis pesquisas. 
Ya han dado el aviso, por la megafonía del avión, de que vamos a aterrizar, y es ahí cuando ha cundido el pánico entre los diez o doce pasajeros que aún esperaban para aliviarse.
Les dejo, que esto me huele mal…


martes, 16 de octubre de 2018

Setas


Me gustan las setas. Sin asumir riesgos innecesarios, pero me gustan. Nunca he sido de echarme al monte, y jugarme la vida a discreción, por el simple hecho de ahorrarme unos tristes euros. Me gustan las setas por su gran diversidad de sabores y texturas. Me gustan las setas porque las considero un género enigmático, cercano a las plantas pero sin llegar a serlo. 
Ni que decir tiene que las setas tienen su morbo. El morbo de la muerte y de la alucinación. El morbo de los viejos rituales y de los viajes astrales. Las setas son el misterio por antonomasia. Protagonistas de pócimas, cataplasmas, y ungüentos, ingrediente secreto de miles de recetas de cocina, y arma silenciosa para ataques selectivos y venganzas diversas.
Tal vez por eso, durante mis viajes, siempre que me encuentro con alguna persona, al borde mismo de la carretera, vendiendo setas, inevitablemente paro y le compro.
La última vez ha sido en Ucrania. La carretera discurría entre un oscuro y húmedo bosque de abedules y robles siberianos. Lo raro de aquella señora era el hecho de que estuviera ahí, en medio de la nada, cuando no se veía ninguna casa a varios kilómetros a la redonda, y el sol ya estaba por esconderse.
La anciana, como la mayoría de las ucranianas de su edad, llevaba el pelo cubierto por un pañuelo; un pañuelo tan viejo como ella, o incluso más. 
Las setas estaban perfectamente presentadas en dos pequeños montoncitos, cada uno de los cuales pertenecía a una especie diferente. Con la ayuda de Artur —mi intrépido traductor— preguntamos a la señora que cuánto costaban las setas.
—¿Depende de para qué las vayan a usar? —nos respondió la anciana mujer, regalándonos una mirada penetrante.
—¿Y para qué las íbamos a querer? ¡Para comérnoslas! —le respondimos. 
—Si son para hacer magia les saldrán más caras, y si me engañan con el uso, les saldrán más caras aún…—nos amenazó.
La verdad es que cuando Artur me tradujo el contenido de tan breve pero intensa conversación los vellos se me pusieron como escarpias. 
—Vámonos, Artur, que esto no me da buena espina…—le propuse a mi infatigable compañero.
—De acuerdo, pero antes déjame preguntarle algo más a la señora —me solicitó, Artur.
—Claro, no tenemos prisa, el trabajo de hoy ya está hecho —le respondí.
Artur, que con el ucraniano no se aclara mucho, se entendía con la anciana en ruso. La conversación comenzó tranquila pero, poco a poco, fue ganando en intensidad y decibelios, hasta que llegados a un punto, la señora se sentó en su diminuto taburete y, contrariada, dejó de dirigirle la palabra a mi traductor. 
—¿Qué ha pasado, Artur? —le pregunté, preocupado.
—Como imaginé: son setas de la zona de Chernobyl…—me contestó.
—¿Chernobyl, la central nuclear que explotó? —le pregunté confundido.
—Así es, Pepe. Esta señora, sin escrúpulos, vende setas recogidas en zonas aledañas a la antigua central —me confirmó, Artur.
—¿Y no teme poner en riesgo a los incautos que, como yo, osen comprarlas? —le pregunté a mi compañero de fatigas.
—Me dijo que eso le da exactamente igual. Al parecer, su marido y su único hijo murieron tras varios días de trabajar en la extinción del incendio del reactor, y a ellos nadie les avisó —me explicó, Artur.
—¿Y qué gana envenenando a gente inocente? —pregunté, no sin cierto enojo.
—Dice que ya han pasado más de treinta años de eso y que se pueden comer…Que ella las come a diario y aún, para su desgracia, no se ha muerto —me explicó, Artur.
—O tal vez ya esté muerta…—le dije.
Y diciendo esto regresamos hacia el coche bajo una fina capa de lluvia que había comenzado a caer.
Justo cuando íbamos a ponernos en marcha, Artur recibió una llamada telefónica de su oficina, momento que yo aproveché para responder varios correos electrónicos que esperaban con urgencia de mi respuesta.
Cuando Artur acabó la conversación, solicitó mi atención visiblemente excitado:
—¡Pepe! ¡Pepe! ¿Has visto marcharse a la señora? —me preguntó el polaco.
—No, no la he visto. Estaba respondiendo unos correos urgentes. Pero no ha podido irse muy lejos, la carretera es toda recta, a no ser que se haya metido por el bosque. Pero es muy extraño, no se ve por ningún sitio. Es como si se la hubiera tragado la tierra —le comenté a Artur, claramente desconcertado.
Todo aquel encuentro resultó muy extraño. Verdaderamente extraño. Y, como ustedes comprenderán, muy a mi pesar, me quedé sin setas.


sábado, 13 de octubre de 2018

Diosa polaca


Escribo al sol, sobre un banco de madera, en la campiña polaca, a cuarenta kilómetros de Cracovia. A mi alrededor, todo es verde y azul. Sin pretenderlo, huelo las colillas que se amontonan en dos ceniceros: huelen a salud perdida. Me zumban millones de insectos atemorizados por la llegada del invierno. Saben la que les espera. 
Una chica se asolea impertérrita en el jardín con un bikini blanco que realza la perfección de su bronceado cuerpo. Con esos últimos rayos de sol, la joven se prepara igualmente para el invierno. 
Les escribo frente a un campo preparado para el invierno y también para el lanzamiento de jabalina, o de peso, o quién sabe si de hasta de huesos de ciruela. La cuestión en arrojar lo que sea y medir la distancia a la que somos capaces de hacerlo, intentando con ello emular a los Dioses del Olimpo. En mi barrio, de niños, por poner un ejemplo ilustrativo, jugábamos a ver quién meaba más lejos.
Yo me arrojo a la escritura, sin medida, como una forma pagana con la que expiar mis pecados.
Escribo oliendo a colillas, acosado por los más variados insectos, junto a una escultural polaca que parece una diosa de mármol. 
Sufro todo tipo de críticas y castigos por mi osadía de escribir. Sufro mis propias limitaciones. Sufro por el simple afán de sufrir. Sufro intentado con ello experimentar la benéfica sensación de dejar de hacerlo. 
La vida perdona mi intrusismo en sus entretelas como nosotros perdonamos los errores de nuestros hijos. Y es qué, sin ser nada, siempre tengo la desfachatez de meterme en todo.
Escribo a la vida desde Polonia, oliendo a colillas, resignado a mi incapacidad para expresar lo que siento. Entiéndanlo, por más que lo intente, uno no encuentra siempre las palabras precisas en el momento adecuado. 
Escribo a destiempo, a pleno sol, deslumbrado por el brillo de mi estatua de mármol, que parece tan inmune a mis miradas, como a los insectos, a la sobrexposición al astro rey, o a los peligrosos lanzamientos de jabalina. 
Soy consciente —no se crean que no—, de lo enmarañado de este relato. Como pueden apreciar, se trata de un relato tortuoso y confuso como una zarza de las que abundan al borde de estos deshabitados caminos. Un relato zigzagueante como el vuelo de una urraca que mira desde lo alto a la diosa de mármol y a este escritor que se achicharra bajo un sol tan tardío como abrasador. 
La campiña polaca se expande silente ante mis ojos violada por el ensordecedor zumbido de  millones de insectos. 
Yo me esfuerzo por escribir algo sin encontrarle demasiado sentido. Sin acertar con el camino preciso para mis palabras. Palabras que, pese a su fluidez, manan dispersas entre la maleza, bajo el sol, bajo el bikini de la estatua de mármol, bajo las colillas, y trenzadas por el pico curvo de una urraca que es mucho más inteligente que yo.

Así ha sido. El olor a colillas me resulta insoportable; pese a ello —o tal vez por ello—, la diosa ha movido uno de sus brazos de mármol para fumar.

jueves, 4 de octubre de 2018

El viaje de la vida


Tras tantos y tantos viajes uno pierde el norte. Bueno, el norte y el resto de puntos cardinales. Sobre las nubes todo se ve muy pequeño, de ahí que una persona que viaja como modo de vida tienda a relativizar todo cuanto le acontece. 
Son tantos viajes —como les decía—, que siento que las distancias y los idiomas han dejado de ser una barrera. No importa el medio de transporte, ni las temperaturas, ni lo que den de comer. 
Lo importante —si es que hay algo realmente importante—, es el viaje en si mismo. El viaje es al viajero lo que la droga al drogadicto. Disculpen la comparativa, sin darme cuenta les hablaba de dos viajes bien distintos. No se droguen, o háganlo con moderación. Hay quién se droga legalmente metiéndose entre pecho y espalda dos Big Mac y litro y medio de Coca-cola, y pese a ser una atentado contra la integridad física de las personas no se considera delito.
Viajar —como les decía— no es otra cosa que vivir un sueño despierto. En todo viaje nos convertimos en los protagonistas de nuestra propia película en la que, con un mínimo guión preestablecido, nos lanzamos de lleno a la improvisación. Personas, personajes, ciudades, lugares, monumentos, accidentes geográficos, parques naturales, museos, restaurantes, quedan convertidos en decorados de nuestra propia fantasía. No hay dos ojos que vean lo mismo, como no hay dos mentes que entiendan lo mismo de una conversación, o de la lectura de un libro.
La vida vivida como un viaje está plagada de fantasía. El viaje de la vida, por tanto, se hace más liviano y atractivo cuando somos capaces de disfrutarlo cargando en la maleta altas dosis de fantasía y sacando de ella a los perniciosos prejuicios.
¿Y qué es la fantasía? ¿Adónde se encuentra? ¿Cómo se consigue?
Preguntas y más preguntas que nos hacemos desde el principio de los tiempos. 
La vida, nuestra vida, es tan sólo un insignificante viaje en el tiempo. Como dijo León el Africano, del incomparable Amin Maalouf: “Soy hijo del camino, caravana es mi patria, y mi vida la más inesperada travesía…”

No se si les sirva de algo, pero ahí les dejo eso… ya sale mi vuelo.

viernes, 28 de septiembre de 2018

La cara buena


El libro: “Pelea de Gallos”, de Maria Fernanda Ampuero. El avión: un Boeing 737-800 de la compañía de bandera irlandesa Ryanair. Me acompaña Raquel, en su primer vuelo, y en su primer viaje de trabajo internacional. 
Siempre hay una primera vez para todo, y esta ha sido la primera vez que me enfrentaba ante un libro de esta valiente e interesante escritora ecuatoriana. Hace tiempo que no piso Ecuador, pero María Fernanda, con sus cuentos, con sus tremendos cuentos, me ha vuelto a acercar al país del centro del mundo.
Me gusta regresar de Polonia en Ryanair porque siempre vuelo rodeado de niños níveos, rollizos, con cabellos transparentes y ojos azules. Polacos, y también ucranianos, algunos de turismo y otros tantos de trabajo. Yo vengo de trabajar junto a Raquel, en un viaje a caballo entre la novedad y la rutina. 
Mi rutina confrontada a la novedad de la que ha disfrutado estos días Raquel. 
Atrás hemos dejado a Pierre y a Caroline, que se han quedado unos días más para hacer turismo. A Artur, que seguirá promoviendo negocios por medio mundo. A Krzysztof, a Mónica, a Beata, volviendo a su normalidad tras la convención. A Slawik, que se despidió de mí con lágrimas en los ojos, tras nueve años de trabajar juntos. A Marcel, buscando respuestas a todas sus inquietudes. Atrás hemos dejado al Vístula, a los homenajes a los resistentes de la invasión nazi, a los jardines inmensos de Varsovia, a su impresionante mole que antaño fue el ministerio de cultura de la antigua República Socialista de Polonia y que ahora luce rodeada de grandes rascacielos y modernos centros comerciales. Atrás quedan errores y aciertos. Risas y lágrimas. Yo qué sé de cosas…
Uno cuando viaja avanza dejando una inmensidad detrás; una especie de estela funeraria de la que rara vez las vivencias resucitan. Vivimos lo vivido consumiendo unos instantes que intentamos congelar en la memoria, o secuestrar mediante las cámaras de nuestros móviles, sin darnos cuenta de que, desde ese momento, comenzamos a transformarlos a nuestro antojo, a colocarles un texto a pie de página que cambia por minutos, por días, por meses o por años.
Los recuerdos, nuestros recuerdos, sufren de una incontinencia brutal, víctimas de una metamorfosis invisible que lo transforma todo a su antojo.
Maria Fernanda Ampuero describe con extrema crudeza muchos recuerdos. Recuerdos de hombres salvajes, de niñas abusadas, de señoras podridas de dinero y de aburrimiento, de la cruda realidad que habita a nuestro alrededor y sobre la que siempre evitamos hablar. 
Veo en los rostros de los pasajeros que nos acompañan el dictado de su destino: diversión o lucha. Las dos caras de una misma moneda. 
La vida tiene dos caras, por suerte a mí me ha tocado la buena. 

lunes, 10 de septiembre de 2018

Lágrimas negras


De un día para otro todo cambia. Ayer lucía el sol y hoy amaneció lloviznado. Mis tortugas asoman sus cabecitas entre la hojarasca que las cubre y miran, no sin incertidumbre, hacia las nubes. Las esparragueras ya han perdido sus blancas flores y con ello gran parte de su elegancia. Ahora exhiben su apariencia más tortuosa y deprimida. Los abejarucos ya no revolotean inundando de jolgorio los cielos de mi amanecer. De un día para otro todo cambia. 
De la surcoreana Han Kang, paso a leer al chileno Luís Sepúlveda. En la lectura encuentra refugio mi desasosiego. El verano ya está por abandonarme, lo mismo que mi juventud, o que mis fuerzas, o que mis utopías.
De un día para otro todo cambia. Y quién sabe si para peor. Las primeras gotas de lluvia despiertan a los caracoles y alegran a los sapos que ya andaban aburridos ante tanta sequedad. 
El mundo sigue girando; cambiamos de una estación a otra en un viaje infinito en el que no existe el tiempo que tanto nos oprime. Los animales de mi entorno observan esos cambios con tranquilidad, sin importarles la filosofía que emana de todo ello. Sin preocuparse de calcular mediante complicados algoritmos la parte alícuota de su desdicha. 
El otoño siempre estimula a mis maletas que ya se preparan para regresar a Polonia, a Ucrania, y a Bosnia. Entre vuelo y vuelo converso con las nubes y me impregno de sus vivencias. Pese a su apariencia etérea, las nubes hablan más que mi barbero. Me cuentan historias más propias de novela negra que de un relato de tres al cuarto como el que les escribo. Historias tan negras como el humo que las asfixia. Historias tan negras como el agua ácida que arrojan. Historias tan negras como la violencia, el hambre, y el egoísmo de los que nada queremos compartir. 
Las nubes, entre vuelo y vuelo, me cuentan que las hemos defraudado. Cuentan que siempre nos tuvieron en alta estima hasta que, de unos siglos a esta parte, comenzó a dominarnos la avaricia. De un día para otro perdisteis el rumbo —me dijo una nube que parecía una bola de espuma de afeitar.
Pero, no se piensen que sólo me hablan de desgracias y de penas. Hace unos días, mientras volaba de Riga a Helsinki, una nube dulce como de algodón me dijo que de un día para otro todo cambia. 
Pese a todo lo que os creéis —me volvió a decir—, y a todo lo que pretendéis acaparar innecesariamente, puede que un día de estos amanezca y ese ansía de poder y ostentación os haya abandonado para siempre. Me agradó esa noticia.
De hecho —continúo diciéndome—hubo un tiempo en el que nosotras las nubes lo dominábamos todo, lo mismo que en otro tiempo todo lo dominaban la oscuridad, o el agua, o los dinosaurios, y, sin embargo, ya nos ves ahora, amigo viajero, como nadie nos respeta, nos pasamos la vida acaloradas, sucias y llorando lágrimas negras.

jueves, 6 de septiembre de 2018

Espárragos y abejarucos


Ahora, no antes ni después, sino ahora, las esparragueras florecen otorgándole a las plantas un aspecto como si estuviesen recubiertas de nieve en pleno mes de agosto, mientras los abejarucos revolotean sobre mi casa en plan de despedida. Un día de estos, como hacen todos los años sin saltarse ninguno, toda la bandada se marchará a sus cuarteles invernales en el continente africano y, en menos que canta un gallo, lucirán tan campantes sobre el lomo de cualquier ñu, o de cualquier antílope, a orillas de un lago tan plagado de mosquitos como de cocodrilos. 
Desconozco si los abejarucos me echarán tanto de menos durante el invierno como yo les echo en falta a ellos. Al menos los espárragos se quedan aquí, con sus flores, y sus espinas, a la espera de los primeros fríos que traerán consigo a sus preciados y fálicos frutos. ¡Qué ya lo sé…! que los espárragos no son frutos, pero lo expongo así para que me entiendan los neófitos en esto de la botánica. 
Una tortilla de espárragos silvestres es un plato suculento a la par de económico. Los abejarucos son más de comer abejas y avispas que de tortillas de espárragos. 
Para los que no lo sepan, les diré que los espárragos silvestres, que son los que crecen por estos secarrales, amargan un poquito, de tal manera que, al igual que a las berenjenas, conviene ponerlos un ratito en agua y sal antes de prepararlos.
Puede que el amargor de los espárragos tenga que ver con la tristeza que sienten cada año al ver cómo se marchan hacia el sur los abejarucos que les cagan encima durante todo el verano. Todo en la naturaleza tiene su sentido y también su sin sentido. Lo mío, como pueden apreciar, va más por lo segundo que por lo primero.
A mí me gustaría estar flaco como un espárrago y volar libre como un abejaruco, pero soy plenamente consciente de que eso es más difícil que me toque la lotería, entre otras cosas porque no suelo comprar.
Tal vez, usted que me está leyendo, y que no es tan amante como yo de la vida contemplativa, estará pensando en mandarnos a los abejarucos y a mí a freír espárragos.
Cosa bien fácil de entender, por otro lado.




lunes, 3 de septiembre de 2018

Ideas


Ideas como olas. Ideas como golondrinas. Ideas platónicas. Ideas que muerden. Ideas que lastran. Ideas que ilustran. Ideas que matan.
Ideas incansables como el sonido de una cigarra o tan enigmáticas como el canto de una sirena. Anoto ideas en un cuaderno repleto de palabras, de dibujos, y de esquemas, como si de un mapa del tesoro se tratara. Ideas a modo de masa madre a la espera de la oportuna fermentación. Ideas que crecen y se replican. Ideas que duermen. Ideas que explotan. Ideas que salvan. Ideas que generan más y más ideas en una especie de reproducción tan invisible como inexplicable.
Siempre hay una idea que me acecha; que merodea a mi alrededor reclamando de mi atención. Las ideas me persiguen encarecidamente desde que tengo uso de razón, lo mismo que lo hacen mi sombra, o mi exceso de empatía, o mi ingenuidad. 
Cuando tengo una idea, mi cerebro absorbe oxígeno de manera compulsiva, como hace el motor de nuestro coche cuando apretamos el acelerador, y entonces convierto esa idea en un proyecto, en una escultura, en un collage, en un cocido madrileño desectructurado, o en un cuento que ahora no viene a cuento.
Cierro los ojos: “Las mil y una noches”. Abro los ojos: “Las mil y una ideas”. 
Esto es un no parar. Y así siempre…

viernes, 31 de agosto de 2018

La vieja fábrica


Me siento extraño en esta fábrica silenciosa. No se escucha el rugir de las máquinas, ni los timbrazos de los teléfonos, ni el murmullo de las incesantes conversaciones, ni las risotadas de la Fuen, ni hay gente rellenando curriculum en la recepción, ni vendedores saliendo y entrando a la carrera. 
Una fábrica silente se asemeja mucho a un cementerio. Está fábrica, mi fábrica, nuestra fábrica de tantas y tantas luchas, ya se acerca a su jubilación. Se jubilará tras veintidós años de servicio en los que nos ha llevado en volandas hacia lo que somos, y nos ha salvado una cuantas veces del precipicio. Se jubila nuestra fábrica como se jubiló, hace ahora veintitrés años, el compendio de locales que por todo Beniaján configuraban una incipiente fábrica que heredamos del sueño de un peluquero conocido por todos como Pepe Magaña. 
Hoy escribo desde mi despacho viendo como esta fábrica, que pronto dejará de serlo, recibe un día más a todos sus trabajadores. Presiente algo, lo intuyo. Sé que se ha dado cuenta de que muchas de sus máquinas ya han sido desmontadas y ha escuchado las habladurías de que la nueva fábrica se está quedando de cine. La intuyo, en este silencio interrumpido a veces por los portazos y los pasos de la gente que llega a la carrera en dirección a la máquina de control de accesos, que está celosa. 
Siente celos de esa fábrica nueva de la que todos hablan. Siente celos y tristeza. Ya todo son ojos para la nueva, parabienes para la nueva, inversiones para la nueva, mientras que para ella ya no hay nada, nada más que expolio y abandono. 
Esta fábrica que agoniza entre un halo invisible de nostalgia ha mantenido a cientos y cientos de familias, ha propiciado proyectos personales y colectivos, nos ha dado vida, mucha vida, y en los momentos más difíciles siempre nos ha ofrecido esperanza.
Yo sé, amiga, que estás derrotada y triste, pero quiero que sepas que siempre estarás en nuestro corazón. Te has quedado con nuestros mejores años y nosotros con los tuyos en una especie de simbiosis que ha dado como fruto un proyecto nuevo, una fábrica nueva que, como un bebé, nace de nuestras entrañas, de nuestro de dolor, del tuyo y del nuestro, pero también desde lo más profundo de nuestros sueños.
Aunque estemos a punto de convertirte en historia, nunca te olvidaremos.
Mil gracias por todo vieja fábrica, ten por seguro que parte de ti se viene con nosotros a Alhama. Parte de ti, como la vieja y originaria fábrica de Beniaján, siempre estará con nosotros. 
Gracias a vosotras dos, y a la de tantas y tantas personas a las que disteis cobijo, la increíble historia de Tahe continúa su incomparable lucha. 

martes, 21 de agosto de 2018

Zapatos de tigre


No lo creerán, pero estoy llevando un verano atípico. Me da miedo salir a caminar. Según leo en la prensa, estamos cayendo como moscas por los jodidos golpes de calor. Para evitarlo, durante mis frecuentes salidas, siempre intento echar por la sombra, ponerme alta protección solar, una gorra túpida sobre mi calva, y salir muy bien hidratado a patear. Pero, en realidad, me da miedo salir porque no paro de encontrarme objetos que yo interpreto a modo de mensajes en clave desde el más allá. 
Para hacérselo corto, y no aburrirles demasiado con mis monsergas, les diré que esta misma mañana, sin ir más lejos, me he encontrado con unos zapatos que no eran de mi talla. Lo sé porque he intentado meter un pie y no cabía. Calculo, a ojímetro, que debía de tratarse de una talla 37. La estética del calzado en cuestión ya es otro debate. Los tejidos que imitan las pieles de tigres y leopardos siempre han tenido grandes connotaciones eróticas. De eso tiene mucha culpa el cine italiano de los años 70. Así, con ese cancán, mientras caminaba por mi urbanización aturdido por la solana, me he imaginado a la propietaria de semejante calzado en una sesión vespertina de merengue-merengue o ñaca-ñaca la cigala, ¿comprenden?
Lo lógico, aunque por desgracia no siempre sucede, es que todo el conjunto fuera en plan felino. Entre usted y yo, no hay nada más frustrante, en materia erótico festiva, que la ropa interior de color carne, también conocida como color "visón". Sé que hay por ahí circulando una recogida de firmas en contra de la fabricación de este tipo de prendas por estar afectando gravemente a la demografía de nuestro país, lo mismo que hay otra para ayudar a que dejen de fumigar a las abejas melíferas. 
Como les decía, yo iba sigiloso, caminando como una tortuga con reuma por la sombra, cuando me he dado cuenta de que, al pasar por la puerta de un adosado, una vecina, en topless, tendía la ropa. 
Ella, por mi avanzar sigiloso, o tal vez por ser miope y no llevar las gafas puestas, no se ha percatado de mi presencia, de tal manera que me ha dado tiempo a fijarme en un detalle. 
Claro, ustedes estarán pensando que me habré fijado en sus tetas, pero no. No piensen mal de mi. Me he fijado en el sujetador que, en ese preciso momento, estaba tendiendo. Y saben qué: ¡era de leopardo! a juego con los zapatos que me acabada de encontrar al pie del contenedor de basura de la esquina.
Como es bien sabido, a quién madruga, Dios le ayuda. Las tetas no estaban mal, tan solo un poco sudadas por la calor.

miércoles, 1 de agosto de 2018

Doce de copas


¡Aleluya! Por fin alguien me va a ayudar. Lo sé. Lo creo. Lo venía intuyendo desde hacía algún tiempo. La prueba irrefutable la he encontrado esta mañana cuando he salido a caminar. Para los que no sean nativos de la España profunda de la que yo soy, les aclararé que en nuestro país somos muy dados a jugar a las cartas —y más aún en verano—, por lo que no se puede considerar como un hallazgo tan surrealista el hecho de haberme tropezado, en plena calle, con una carta rodando por el suelo. 
Mi familia siempre ha sido mucho de cartas. Bueno, en realidad de cartas, de parchís, de dominó, y de bingo. El juego, en nuestro caso, siempre actuó como aglutinante familiar. Lo malo fue que esa afición al juego traspasó las barreras de lo doméstico hasta llegar, de puertas afuera, a lo patológico. 
Pero a lo que iba. Está mañana he encontrado, bocabajo y en plena calle, a todo un rey de copas, cosa que, rápidamente, y tras la luna de sangre vivida días atrás, he interpretado como un  mensaje evidente del más allá. 
Después de comprobar que ningún vecino me observaba, raudo, me he agachado, he cogido el naipe como quién se encuentra un billete de cincuenta euros en el suelo, y me lo he metido en el bolsillo trasero del pantalón como el que se quita avispas del culo. Automáticamente, y sin dejar que mi suerte se retrasara ni un minuto más, he mirado en el oráculo de Google el significado que otorga el tarot a esta carta y, para mi asombro, la carta dice que alguien muy importante me va a ayudar. ¡Pardiez! ¿Y será verdad que por fin va a cambiar mi suerte? ¿Qué personaje tan importante podría estar en estos mismísimos instantes en el que yo les escribo esta parrafada, o usted me lee, pensando en echarme un cable?
Y yo que nunca fui de copas…

sábado, 28 de julio de 2018

Cárcel de harina


The Alan Parsons Project suena en la radio; una radio recubierta de harina a la que da pena mirar. Su música, acoplada y distorsionada, evidencia el paso despiadado del tiempo. Hace más de treinta años que la música acompaña mi rutinaria historia, una historia que transcurre prisionera entre sacos de harina y el calor infernal de un horno más viejo que las Murallas de Ávila. 
Ahora, si pudieran escucharla, oirían la inconfundible armónica de Supertramp. Lástima que hayan desaparecido las armónicas como han desaparecido tantas y tantas cosas. Aunque si en esta vida he sacado algo en claro es que todo tiende a desaparecer. Eso sí, los únicos que nunca desaparecen son los hijos de puta; esos, incluso, están de moda. Son como las cucarachas que transitan durante el invierno al abrigo de este horno. 
Como habrán intuido, soy un modesto panadero, nostálgico por naturaleza y algo mal hablado, que sobrevive escuchando música mientras ve como se consume su vida a fuego lento. Como decía mi abuelo, en paz descanse: los panaderos vendemos pan blando para poder comer pan duro.
Mi padre me enseñó este oficio, lo mismo que a él se lo había enseñado el suyo. En nuestra familia siempre fuimos panaderos. Siglos y siglos amasando pan y tragando harina.
Recuerdo cuando, de pequeños, mi hermano y yo descargábamos la leña que traía Jenaro en un carro tirado por dos mulas; especialmente aquel día en el que, entre los leños de encina, apareció un sapo enorme. Mi hermano Salva salió despavorido y estuvo varios días sin querer acercarse por la panadería. Salva se dejó los pelos largos y quiso hacerse músico para abandonar esta vida de clausura. El grupo que fundó: Pan Doctor, obtuvo cierto éxito. Grabaron un primer disco y les salieron algunos conciertos por distintos lugares del país. Lástima que aquel trailer cargado de harina se empotrara contra su furgoneta. Mi hermano murió bajo toneladas de harina de la que tanto huía. Paradójicamente, el camión pertenecía a la cooperativa que, durante décadas, nos abastecía; incluso el chófer del camión, en multitud de ocasiones nos había traído los pedidos al negocio. Por ello, cuando se enteró de que el conductor de aquella camioneta de músicos, contra los que había embestido en un descuido, era mi hermano, sufrió un ataque de ansiedad del que, aún a día de hoy, no se ha recuperado.
Pegado a la pared del obrador, y recubierto de una fina pátina de harina, aún luce el primer y único póster de la primera y a la postre última gira de Pan Doctor. En él, mi hermano Salva sonríe tocando la pala del horno, a modo de guitarra eléctrica, y sus dos compañeros, que curiosamente salieron ilesos del accidente, tocan sendos panes de tres kilos que amasamos a modo de guitarras para la ocasión.
El rock de panadería: “el rock más caliente de la historia” —como decía mi hermano—se enfrió demasiado pronto.
Yo aguanto aquí como aguantaron los de Numancia. Cada vez tengo menos negocio. Primero me atacaron con los precios y me dejaron sin recursos. Ahora me atacan desde la calidad y estoy sin medios para poder seguir el ritmo, el nivel, y la diversidad que impone el mercado. Así que tan sólo aspiro a resistir hasta no sé cuándo, escuchando esa vieja radio tan llena de harina como de historia.
Les confieso que el sobrepeso me está minando la salud como las termitas que se comían la artesa de mi abuelo. No tengo ni dinero, ni salud, ni familia, tan sólo amaso pan. Amaso pan mecánicamente, sin aspiraciones de ningún tipo. Amaso pan por obligación y por cobardía. Amaso pan en la celda que me ha configurado la vida. Aunque se asomen a este inhóspito obrador y me vean trabajando, no se engañen, en realidad sólo soy el fantasma de esta patética historia.