viernes, 20 de abril de 2018

Demasiado sueño para un adulto


Sueño con escribir algo bueno, algo que sorprenda, algo que enganche, algo que valga la pena. Sueño con escribir un gran libro; un libro de mil quinientas páginas, de tapa dura, que se traduzca a treinta idiomas, y que me encumbre a lo más alto de la literatura universal.
Sueño. Sueño cuando duermo y cuando me desvelo. Duermo, o lo intento, en cientos y cientos de hoteles celda. Cruzo fronteras, miradas, sombras y penumbras, lagos y ríos, mares y océanos, posibles e imposibles. Atravieso nubes y atravieso sueños prohibidos de algún agente de aduanas con bigote.
Sueño. Sueño que regreso a la mítica Samarcanda. Sueño que paseo nuevamente por la Avenida de los Francotiradores de Sarajevo. Sueño con el Callejón del Beso de Guanajuato. 
Sueño. Sueño más despierto que dormido. Con los canales de Ámsterdam cubiertos de nieve. Con la Cuesta de San Andrés de Kiev. Con las palmeras del oasis de Tozeur. Con las ruinas de la Acrópolis de Atenas. Sueño con las ramas verdes de tantos y tantos árboles que, a lo largo de mi vida, he plantado. Sueño con la gente que me acompaña en el camino y con la que se ha ladeado.
Sueño con Lu, que desde Usuhaia, ciudad que me lleva esperando media vida, reclama mis relatos como si estos le sirvieran de algo. 
Sueño con Alberto Profe, que dice en un comentario que este blog es bueno, cuando en realidad el bueno es él por reparar en un rinconcito tan insignificante del mundo de las letras como es este blog.
Sueño con todos los que sueñan porque de ellos será el Reino de la Farmacopea.
Sueño mucho porque en realidad duermo bien poco. Me quita el sueño, casi a punto de llegar a los mil relatos, no saber lo que contarles. Me quita el sueño no poder cambiar el rumbo de este mundo plagado de pesadillas. Me quitan el sueño los refugiados, los que no encuentran refugio, los desheredados de este mundo de mierda en el que cada día cuesta más caro soñar. 
Como decía el incomparable humorista Miguel Gila:

La cosa fue así. Resulta que apareció un hombre en la calle como dormido, pero como hacía más de un mes que estaba allí, dijo el sargento: “No sé. Mucho sueño para un adulto”.

Lo que daría por llegarle a Gila a la suela de los zapatos. A él lo fusilaron mal y sobrevivió. Sin embargo, ahora a nosotros nos fusilan cada día sin balas y nos aciertan de pleno.
Al menos nos quedan los sueños.

domingo, 8 de abril de 2018

Cinco libros y un gallo


La rutinaria visita a los contenedores de reciclaje, que me ocupa un ratito todos los días, aquella mañana, me deparó un inquietante hallazgo. A los pies del contenedor del papel, y como resultado, tal vez, de un arrepentimiento supino, alguien había abandonado una caja de cartón en cuyo interior se apreciaban varios libros.
Dejándome llevar por la curiosidad, abrí la caja y pude comprobar como varios de esos libros eran de informática. Informática obsoleta, pensé. Otros eran guías de viajes, curiosamente obsoletas también, ya que ni Yugoslavia ni Checoslovaquia existen hoy en día como unidades territoriales y se han fragmentado en un montón de países con más o menos fortuna. 
Dejando de lado a los libros obsoletos, que arrojé al interior del contenedor sin mayor dilación, centré mi atención en los únicos que nunca pasarían a la historia. Libros que, pesé a su atemporalidad, alguien se había empeñado en finiquitar. 
"Tres sombreros de copa", de Miguel Mihura, era el primero de ellos. Al hojear el libro, me encontré con un nombre escrito en bolígrafo azul, posiblemente un Bic de toda la vida: Ezequiel Oliver. ¿Ezequiel? -me pregunté con asombro. 
Mientras repasaba el libro en busca de algún dato más, caí en la cuenta de que, entre mis amistades, no había ningún Ezequiel. 
El siguiente libro era una recopilación de tres obras de teatro de Molière: "El médico a palos","Las mujeres sabihondas", y "El enfermo imaginario"; tres temas que, a pesar del tiempo transcurrido desde que el francés las escribiera, entendí como muy actuales. La primera obra me recordó a las cada vez más habituales denuncias de los sanitarios sobre las agresiones que sufren por parte de los pacientes que pierden la paciencia. La segunda, sin duda, la relacioné a las masivas manifestaciones que vivimos en toda España como motivo del Día de la Mujer. Y la última obra, "El enfermo imaginario" me recordó que, este mes, tengo mi revisión semestral. Los semestres, los años, los siglos, y la propia vida, pasan a la velocidad del rayo.
El tercer ejemplar de esa denostada caja era "Rebelión en la granja", de George Orwell. Para profundizar en mi confusión, justo cuando lo agarré, cantó desesperadamente un gallo que habita, fuera de toda lógica, en alguna casa de mi urbanización. La única anotación que descubrí en su interior ni tan siquiera había sido obra de Ezequiel; con lapíz, el librero había anotado su precio en el ángulo superior izquierdo de la primera hoja: 455 pesetas, o lo que es lo mismo: algo menos de tres euros.
El cuarto libro, editado por Círculo de Lectores, se trataba de "Historia de la filosofía griega", escrito por un tal Luciano de Crescenzo, al que no tengo el gusto de conocer, pero que sin duda alguna, me será de mucha utilidad para acercarme a ese mundo tan apasionante de la historia de la filosofía de la mano de: Sócrates, Platón, Mileto, Tales, Pitágoras, Heráclito, Elea, Zenón, Demócrito, y Mariano Rajoy, entre otros...
Por último, aquella caja escondía en sus bajos fondos a todo un Nobel de Literatura: "El Coronel no tiene quien le escriba" de Gabriel García Marquéz, momento en el cual, el gallo, que habita desubicado pero a todo confort en la urbanización, cantó con una fuerza inusitada. 
El gallo de mi urbanización, por alguna extraña razón, parecía sincronizado con el gallo de pelea del Coronel que protagoniza tan universal libro, como si todos los gallos del mundo, al igual que todos los libros, mantuvieran una secreta conexión quién sabe si con alguna inquietante y perturbadora finalidad.
Entonces fue cuando dudé. Dudé entre si depositar todos aquellos libros en el interior del contenedor, que yo alimento devotamente cada mañana, y que volvieran a convertirse en pasta de papel, o  llevarme a casa a esos cinco agónicos ejemplares, de manera ejemplar, y que volvieran a ocupar el lugar que se merecían entre los estantes de mi modesta biblioteca.
Y fue en ese preciso instante cuando el gallo de mi urbanización cantó por tercera vez. Cantó en pro de la salvación de aquellos cinco libros que, finalmente, me traje a casa. Él y yo sabemos que, por afinidad de pluma, su preferido es el colombiano. 


martes, 3 de abril de 2018

El niño que quería volar


Aquel niño, que ya no lo era, habitaba sin vivir en una casa de juegos en lo alto del viejo tronco de un árbol. Un árbol que en su día fue una morera centenaria de la que se nutrían los gusanos de seda de una antigua sericícola. Una casa de juegos que le hizo su padre, en contra de la opinión de su madre. A ella no le compensaba el riesgo que suponía tener a su pequeño jugando a más de seis metros de altura. Pero su esposo, que en el fondo era más niño que su propio hijo, hizo caso omiso de sus quejas y construyó la casa. El niño, alentado por el padre que por lo visto siempre había soñado con tener una casa así, pronto la convirtió en su reino. 
Nada más salir del colegio, el niño agarraba la merienda y se encaramaba a la copa de aquella morera desde la que contemplaba la espesura de una huerta, que presumía de ser la Huerta de Europa. 
Rodri—el niño se llamaba Rodrigo pero le llamaban cariñosamente Rodri—decían que nació con la facultad de hablar con los pájaros; emitía unos trinos con una variedad tan grande de notas musicales que dejaba boquiabiertos a todos los vecinos. Los domingos, en el atrio de la iglesia, después de misa, solía cantarles en una especie de concierto que fue adquiriendo fama y relevancia en toda la comarca.
Al parecer, en un momento dado, Rodri recuperó un polluelo de mirlo de los muchos que se suelen caer de los nidos todas las primaveras. Pero ese mirlo no era un mirlo cualquiera, se trataba, al parecer, de un mirlo blanco. Un mirlo blanco que pronto entabló una relación de hermandad con Rodri fuera de toda lógica. Se habla incluso de que se lo llevó varias veces al colegio, hasta que los profesores le obligaron a dejarlo en casa. Ave y niño se hicieron inseparables. Dicen que el mirlo comía de la boca de Rodri, que lo llevaba siempre subido a su hombro, y que cuando el pájaro sintió el impulso natural por volar, del mismo modo que les sucede a los niños cuando rompen a andar, este le contagio a Rodrigo esa misma inquietud. 
—Mamá, Milo me va ha enseñar a volar —le decía el pequeño a su madre.
—Rodri, tesoro, los niños no vuelan, eso tan sólo es cosa de las aves —le aclaraba su madre ante la mirada incrédula del pequeño.
Pero aquel niño quería volar. Y justo en el día en el que Milo —así llamaba Rodri a su plumífero amigo— saltó desde la barandilla de la casa-árbol para dar comienzo a sus primeros vuelos, Rodri cayó al suelo y ahí quedó inmóvil e inerte hasta que su madre fue a buscarlo para la cena.
Como les intentaba contar al principio, después de la muerte de su hijo, los padres decidieron venderlo todo y se marcharon a vivir a la ciudad.
Los nuevos propietarios inutilizaron la casa-árbol pero no la desmotaron. Y no pasó mucho tiempo hasta que, estupefactos, varios vecinos comenzamos a ver a ese niño, que ya no lo era, sobre todo en las noches de luna llena, encaramado a aquella casa en la que tanto disfrutó durante sus últimos días.
Debido a los rumores, cada vez acudía más gente, sobre todo en las noches más claras, a merodear por los alrededores de la finca. Cada vez eran más, también, las personas que aseguraban haberlo visto jugar y otras las que juraban haberlo escuchado cantar como si nada hubiera pasado.
Hasta que un día, los nuevos propietarios de la casa, hartos de convivir con semejante acoso, trajeron a una conocida médium para que les librara de aquel espíritu infantil y arbóreo, que tanto les andaba incordiando en su nuevo proyecto de vida. 
La médium, a la que ya habían puesto en antecedentes, y que conocía bien su cometido, vino acompañada de un joven que portaba una cigüeña. Una cigüeña que habían capturado con un lazo mientras construía su nido. Una cigüeña que subieron a la casa-árbol y que ataron a la barandilla desde la que se había arrojado el pequeño Rodri, y allí la tuvieron durante dos largas jornadas. Al tercer día, la médium ordenó soltar la liga con la que mantenían sujeta a la cigüeña y está salió volando hasta posarse de nuevo sobre el tejado de la iglesia en la que, antes de su captura, estaba construyendo plácidamente su nido.
Desde aquel día, ya nadie volvió a ver nunca más a aquel niño que ya no vivía. Algunos dicen que se fue con la cigüeña. Otros, los más fantasiosos, cuentan que Rodri se reencarnó en el único pollo que ese año voló de ese nido. El cura, y un vecino que vivía enfrente de la iglesia, cuentan que un mirlo blanco acudía a traerle comida al pollo de cigüeña como si de su propio polluelo se tratara. Es algo inaudito —decían—pero por aquí últimamente andan pasando demasiadas cosas que no tienen fácil explicación. 
Al año siguiente, y hasta la fecha, una cigüeña, quién sabe si se trate de la misma zancuda, hace su nido en lo alto de la casa-árbol. Los vecinos más próximos a la propiedad no han querido airear demasiado la noticia para evitar, en la medida de lo posible, que se vuelvan ha repetir las enormes aglomeraciones de gente que tanto les molestaban en su devenir diario. Aunque ya se sabe, antes o después, esas cosas, por mucho que se intenten ocultar, siempre acaban saliendo a la luz. La opinión pública siempre anda ávida de noticias de muertos que cobran vida o de vivos que dejan de estarlo.