sábado, 26 de noviembre de 2016

Morir modernos


Estoy estrenando un nuevo ordenador. El otro era del pleistoceno y ya no iba ni para atrás. De ahí el motivo de mi lentitud a la hora de publicar nuevas entradas en este blog, no se fueran a pensar que un servidor estaba enojado con ustedes, ni mucho menos. Me sentía incómodo, y aún me siento, a la hora de entregarme al difícil arte de la escritura sobre un artilugio nuevo de trinca. Lo viejo nos resulta familiar y lo nuevo incómodo. De ahí que los nostálgicos tengamos siempre en mente que cualquier tiempo, o artilugio, pasado fue mejor. Me pasa igual con la ropa vieja, siempre tengo la tentación de volver a ponérmela por muy deshilacha y descolorida que esté.
Vivimos en la eterna confrontación de lo nuevo y de lo viejo sin darnos cuenta de que, cada día que pasa, somos nosotros mismos, en primera persona, los que lo sufrimos en nuestra propia piel. 
De hecho, para combatir el paso del tiempo, pese a tener cincuenta años, nos vestimos de quinceañeros, comemos en Mcdonals, y escribimos un blog a modo de cuaderno de bitácora. Todo con la loable intención de que el tiempo no se de cuenta de la edad que vamos sumando en nuestro carnet de identidad.
Pese a no merecerlo, la vida se sigue portando bien conmigo. Mi empresa me ha cambiado mi vieja computadora por una de Lenovo, un tanto espartana, pero que es compatible con todas las modernidades que inundan la red, y que con el anterior ya no tenía acceso.
Nos guste o no, todos deberíamos de modernizarnos. La modernidad, como los años, se nos echa encima a una velocidad vertiginosa, de tal manera que ahora nos morimos luchando por aparentar que vamos a seguir eternamente vivos.
  
  

viernes, 18 de noviembre de 2016

La Capillita


-¡Doctor, doctor!
-Dígame.
-Me muerooo.
-¡Genial!
-¿Por qué, doctor?
-Porque ando hasta arriba de trabajo y muy estresado.
-¿Y no me va a echar usted una manita?
-No, si usted se muere no necesita un doctor, necesita un sepulturero.
-Pero es que no quiero morirme, doctor.
-Ah, eso ya es otro cantar. A ver, dígame qué siente...
-Asco, angustia, ansiedad...todo eso.
-¿Lee usted la prensa?
-A diario.
-¿Qué diario?
-Todos.
-¿De derechas y de izquierdas?
-¡Y de centro!
-¿Dónde queda el centro?
-En la Gran Vía o por ahí. Yo qué sé.
-¿Suele usted ir mucho al centro?
-A comprar libros, y eso...
-¿Y qué lee?
-De todo.
-Deje usted de leer tanto y haga deporte.
-¿Qué tipo de deporte?
-Haga el amor, por ejemplo.
-¿Dónde queda la federación, para ir a inscribirme?
-En el Club La Capillita, tiene luces de colores y está a la salida del pueblo.
-Pero si estamos aquí.
-Joder. ¿Y qué hora es?
-Son las siete y media de la tarde.
-Pues vamos que tengo que operar a un paciente...
-Pero si se ha tomado usted cuatro cubalibres, doctor.
-Claro, faltaría más. 
-Pobre del que vaya usted a operar.
-Venga, Manolo, que es una operación de vesícula de nada.
-Pero yo no quiero operarme, quiero morirme.
-Macho, a ti no hay quién te entienda. Entonces: ¿te opero o no te opero?
-Mejor entramos con la Juani y me operas mañana.
-Mañana tengo la agenda al completo.
-Pues al otro, que más da. Mis piedras pueden esperar.
-¿Y la Juani, no puede esperar?
-No, la Juani es muy temperamental y muy impaciente.
-Y tú eres muy mal paciente.
-Pues paciencia, doctor, paciencia...La paciencia es la madre de la ciencia.
-Lo mismo que tu elocuencia... ¡Ah! Y mañana no me vayas a buscar a la clínica que siempre me traes a lugares de perversión.
-Ya nunca más, doctor. A partir de mañana nos portaremos como Dios manda, se lo prometo.

viernes, 11 de noviembre de 2016

Majaretas


Busco. No sé qué, pero no ceso en la búsqueda. Busco respuestas a todas mis preguntas. Sin embargo, cada día suceden en el mundo más cosas que no alcanzo a comprender. Avanzo hacia todas las encrucijadas y, ante mi sorpresa, confluyen todas en un mismo punto. El mismo punto en el que todo comienza y en el que todo termina.
Mientras observo jugar a mi hija Ana Maria, recuerdo cuando era un diminuto punto luminoso en la pantalla de un monitor de la clínica Tahe Fertilidad. Un punto tan tremendamente pequeño, tan incomprensible a mi raciocinio, pero tan cargado de vida. Ana María era un punto. Un punto de vida.
En la hornacina que contenía las cenizas de mi madre no había otra cosa que un cúmulo de impresionantes pequeños puntos. Partículas de ceniza como granos de arena de una playa. Como las granos pixelados en blanco y negro de una pantalla de televisión desintonizada.
Los ordenadores, los cuales no llego a entender de la misma forma que no entiendo casi nada, son máquinas complejas que funcionan mediante un lenguaje muy básico formado por unos y ceros.
La vida se rige por elementos que creemos conocer pero que, en el fondo, desconocemos totalmente. Los límites, los parámetros, las explicaciones, las teorías, evolucionan a un ritmo tan vertiginoso, que lo que ayer era una certeza hoy vuelve a ser una pregunta.
Y todo bajo el sol se mueve en una especie de círculo orbital en el que las personas pretendemos entenderlo todo y la mayor parte de las veces terminamos no entendiendo absolutamente nada.
En la Prehistoria, nuestros ancestros se consolaban dibujando todas sus inquietudes sobre las paredes de las cavernas después de tirarse horas y horas admirando la bóveda celeste. Nuestros jóvenes pintan su desasosiego y su desconfianza sobre las paredes de nuestras infectas ciudades a modo de grafitis. Y yo escribo esta especie de jeroglífico de letras para reconocerme ante todos ustedes como un tremendo idiota.
Últimamente, tengo la sensación de que en nuestra involucionada sociedad, algunos por no preguntarse nada y otros, como en mi caso, por preguntárselo absolutamente todo, nos estamos volviendo majaretas.

domingo, 6 de noviembre de 2016

Modesto ensayo sobre el trabajo


Las cosas no se hacen solas. Alguien las sueña, las crea, las inventa, las experimenta, las perfecciona, las ejecuta, y muchos otros son los que recogen los frutos o se cuelgan las medallas. Esa es la parte en la que el trabajo, en sí mismo, es una entrega generosa y solidaria hacia los demás. El trabajo, aunque en ocasiones no seamos conscientes de ello, consiste en eso, en buscar y aportar soluciones para que los demás las disfruten sin apenas reparar en toda la grandeza que hay detrás.
Cuando hoy día subimos a un avión, ya nadie se acuerda de los miles de pilotos que dieron su vida, en los orígenes de la aviación, para que hoy volar sea el sistema de transporte más seguro que podamos utilizar.
Hay personas que necesitan encarecidamente que se les reconozca todo lo que hacen. Esperan una reacción causa-efecto que, de no producirse, provoca en ellos frustración y ansiedad. Viven el trabajo como una mera competición en la que irremediablemente tienen que colgarse una medalla, obtener un incentivo, o, peor aún, pegar un pelotazo que lo eleve a la órbita de los nuevos ricos.
La abnegación, la humildad, el placer de servir a los demás, el sentido del deber, han dejado de formar parte de los cimientos del trabajo. Y así, de ese modo, despojado de su trascendencia, el trabajo se ha convertido, para muchas personas, en algo superficial y obligatorio, en una especie de cadena perpetua de la que no pueden librarse.
El trabajo jaula mata lentamente a su huésped.
Por el contrario, están aquellos que trabajan silenciosamente, sin alharacas, buscando soluciones para todo sin que nadie les obligue a ello. Lo hacen porque valoran a los demás, y ese valorar a los demás, el respetarlos, les aporta valor así mismos y, con ello, le dan valor y sentido a todo lo que hacen. No aspiran tanto al reconocimiento externo, que les suele llegar por sí sólo, como a sentirse satisfechos y disfrutar con lo que hacen. No tanto por cuánto ganan sino por cómo lo ganan.
En las últimas décadas, en nuestro país, hemos pervertido el sentido del trabajo. Hemos trasladado a la juventud, y a ello han contribuido en gran medida los medios de comunicación y los grandes grupos de poder, un sentido negativo del trabajo y por ende del esfuerzo. Estamos hartos de ver programas en televisión que ofrecen a nuestros jóvenes modelos de gente absurda, sin cultura, vestida de moderna, que a la postre terminan por normalizar e interiorizar por pura asimilación. Lo que vemos todos los días se termina convirtiendo en algo cotidiano.
Si a eso sumamos el terrible hecho de que el trabajo es cada vez más precario, o en algunas zonas inexistente, y que estudiar una carrera ya no es condición sine qua non para conseguir un buen trabajo: ¿qué futuro estamos construyendo para nuestros hijos?
Y mientras tanto, nuestros adorados y ejemplares políticos, en lugar de aportarnos soluciones, se llevan nuestro dinero a manos llenas.
No estamos sólo ante una indescifrable crisis económica, estamos ante una profunda crisis de valores y ante la agonía de un sistema económico y social que, desde hace algún tiempo, se anda desmoronando ante nuestras ciegas miradas.

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Homenaje a Los Roper


-¡Mildred!
-¿Queeeeé?
-No, nada, es que no sabía si estabas ahí.
-¿Y adónde coño iba a estar, a ver, dime?
-No sé, con las cacatúas de tus amigas...
-¿Cacatúas? ¡Tú sí que eres un loro! Eso es lo que pareces... un viejo loro desplumado.
-¿Pero por qué tenemos que estar discutiendo todo el día?
-Porque nunca has servido para otra casa, George. ¿O es que aún no lo sabes?
-¡Desagradecida! He trabajado toda mi vida como un esclavo para que no te faltara de nada.
-Pues hijo, me ha faltado de todo...Pero sobre todo, me ha faltado un marido como Dios manda.
-¡Desagradecida! Eso es lo que tú eres. ¡Desgraciada!¡Bruja! ¡Más que bruja!
-¿Con que bruja, eh? Pues te vas a enterar de lo que vale un peine.
Y diciendo eso, Mildred, agarró una vaso con agua y se la arrojó a la cara.
-¿Ves? ¿Y ya con eso te quedas tranquila?
-No, no. Me quedaré más tranquila cuando te mueras y cobre la pensión. Entonces iré a hacer yoga todos los días y me ligaré al profesor, que me han dicho mis amigas que está como un tren.
-¿Pero qué vas a ligar tú ya con la edad que tienes, Mildred? Cada día estas peor...
-Mira quién fue a hablar, que ya hasta te da miedo quedarte solo en casa y por eso me llamas cada cinco minutos.
-¿Miedo yo, que combatí contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial?
-¿Tú luchaste? Pero si fuiste enfermero y lo más cerca que estuviste del campo de batalla fue a cien kilómetros.
-¡Y las medallas! ¿Qué me dices de las medallas?
-Pero pedazo de idiota, si las compraste en un mercadillo de antigüedades. ¿No lo recuerdas? Fue en el mismo mercadillo en el que yo te quise vender, pero no aceptaban momias. ¿Te acuerdas, o no, cariño?
-¡Tú sí que pareces una momia! ¿Por cierto, Mildred, qué hay para cenar?
-¡Verdura hervida!
-¿Otra vez verdura hervida? Con razón dicen mis amigos que cada vez me estoy quedando más flaco...
-¡Más te tendrías que quedar! jajaja.
Y así, entre semejante batalla dialéctica, en aquel dulce hogar británico, se improvisó una pequeña tregua, durante la que George, puso en la radio su programa de deportes favorito.
Al rato...
-¡Mildred! ¿Estás ahí?
-Siiií. ¿Qué quieres ahora, viejo cascarrabias?
-¡Tengo hambre!
-Pues vamos a cenar, viejo loro desplumado. Jajaja.
-Es que te tengo que querer, Mildred.
-Yo también te quiero. ¡Pero que te mueras!
-Jajaja. Sabes perfectamente que no puedes estar sin mí. Por cierto, Mildred, mañana prepara algo mejor para cenar que he comprado una botellita de champán francés para celebrar nuestro cincuenta aniversario de bodas.
-¿En serio, George? ¿Aún te acuerdas de nuestro aniversario?
-Cada día, mi amor. Cada día. ¡Cómo para no acordarme!...